Capítulo 83
El anuncio de un nuevo día
Era la madrugada del primero de Julio de 1789, y en su habitación del cuartel militar, la hija y heredera del Conde Agustin Regnier de Jarjayes dormía. Tras la liberación de Alain y sus compañeros, los soldados de la Compañía B, aún presos por el asombro y la incredulidad, habían permanecido despiertos casi toda la noche comentando lo ocurrido, pero ella estaba agotada por lo que se retiró para descansar tras asegurarse de que todos los que habían sido liberados se encontraran en buenas condiciones.
A diferencia de los guardias franceses que dormían en vastas alcobas abarrotadas de literas, cada comandante disponía de su propia habitación dentro del cuartel militar. Aunque de rangos variados, todos los oficiales pertenecían a la nobleza francesa y habían adquirido ciertos privilegios a lo largo del tiempo. Sin embargo, esos privilegios eran muy distintos de los que Oscar había disfrutado cuando lideraba a la Guardia Real.
En los tiempos en los que protegía a María Antonieta, a la heredera de los Jarjayes se le había asignado una amplia y lujosa habitación dentro del Palacio de Versalles. La residencia real contaba con setecientas habitaciones, y desde que se construyó el palacio, se destinaba una de ellas al Comandante de la Guardia Real. No obstante, Oscar nunca utilizó su habitación para dormir; sólo la empleaba durante sus momentos de descanso, pues su mansión se hallaba a pocos kilómetros del palacio y prefería retirarse allí para pasar la noche. Sin embargo, como comandante de la Guardia Francesa terminaba sus deberes tan tarde que prefería quedarse en el cuartel aunque este no quedara excesivamente lejos de su hogar.
Aunque pequeña, su habitación en aquel complejo militar se encontraba estratégicamente ubicada junto a su despacho, con una puerta que los conectaba directamente. Contaba con todo lo necesario: una cómoda cama, una silla para dejar algunas pertenencias, una mesa de noche sobre la cual Oscar había colocado un candelabro, y un espacio para asearse. Contra la pared izquierda se erguía un modesto armario donde la comandante de la Compañía B colgaba varios juegos de su uniforme militar y algunos camisones, y en la parte inferior del armario, había cajones destinados a sus prendas más íntimas.
Quedaban apenas unos pocos minutos para el amanecer. Las oscuras cortinas impedían el paso de los primeros rayos del sol, pero sintiendo que ya debía despertase, ella abrió los ojos con esfuerzo. Una figura masculina la observaba, una figura que, al lado de su cama, parecía haber estado velando su sueño desde hacía ya un buen tiempo. No obstante, ella no sintió ningún temor porque casi de inmediato pudo reconocer de quien se trataba, y al hacerlo, dirigió su cuerpo hacia la dirección a la que él se encontraba.
- Eres tú, André... - susurró la heredera de los Jarjayes, como si le pareciera muy natural que él se hubiera presentado en su habitación de esa manera.
En medio de la penumbra no lograba ver su rostro pero estaba segura de que era él; sí, definitivamente era él. No obstante, el hombre que amaba no se movía y únicamente la observaba en silencio. Llevaba puesto aquel pantalón marrón que le encantaba usar para cabalgar, el cual delineaba perfectamente sus largas y fuertes piernas, y una camisa blanca que le permitía ver a la hija de Regnier una parte de su pecho.
Tras algunos segundos contemplándolo, ella tomó su mano y lo aproximó hacia sí. En ese momento no era capaz de reflexionar acerca de sus acciones, ni siquiera se cuestionaba porqué hacía lo que hacía; no obstante, él tampoco parecía hacerlo porque apenas ella lo tocó, él se sentó a su lado, e inclinándose hacia ella, acarició su rostro.
Entonces Oscar lo miró a los ojos, incapaz de pensar en nada más. Aun en medio de aquella oscuridad, el rostro del hombre que amaba le parecía perfecto. En ese instante, André dejó de ser el niño con el que jugaba de pequeña o el adolescente que, aún siendo su mejor amigo, solía fastidiarla hasta hacerle perder la paciencia. Incluso había dejado de ser el joven generoso con el que podía hablar de cualquier cosa y en el que se refugiaba cuando tenía problemas. Sí, él había dejado de ser todo eso para ella porque en ese momento solo veía al hombre: al hombre cuya figura igualaba la perfecta belleza de una escultura griega, al hombre cuya fuerza la hacía sentirse segura y protegida, al hombre con el que quería descubrir lo que realmente significaba ser una mujer.
Y sin poder resistirse más lo atrajo hacia ella, y con cuidado, él se acomodó sobre su cuerpo y apartó delicadamente la parte superior de su camisón hasta dejar descubierto uno de sus hombros. Entonces retiró el cabello de su amada para poder besar su piel lenta pero apasionadamente en dirección a su cuello, y cuando llegó a el, continuó besándola una, y otra, y otra vez hasta encenderla por completo, hasta dejarla totalmente a su merced, y mientras lo hacía, buscó las manos de su amada y entrelazó sus dedos entre los suyos.
Ella se sentía en el cielo. Ya era completamente suya; lo había sido desde el momento en el que descubrió su profundo amor por él aunque en aquel momento sintió que lo había sido siempre. Y con el corazón cada vez más acelerado y la respiración entrecortada fue dejándose llevar hasta un mundo distinto y desconocido, un mundo donde no se pensaba, solo se sentía, un mundo en el que solamente ellos dos parecían existir. Entonces André soltó lentamente sus manos, y sin dejar de besar su piel, las deslizó por sus suaves brazos hasta rozar el fino camisón de seda que cubría delicadamente su silueta, y en ese instante exacto, la miró a los ojos con tal intensidad que ella se sintió casi hechizada por él. Tras ello, las manos de su amado continuaron su descenso hacia su cintura y luego hacia sus caderas hasta que, repentinamente, la fina seda del delicado camisón que separaba su piel de la suya se desvaneció entre sus manos.
Entonces, su agitación se volvió aún más intensa, y mientras su piel temblaba por el deseo, sintió nuevamente las manos de su amado, esta vez deslizándose por debajo de sus delicadas prendas hasta subir lentamente por sus piernas, las cuales, completamente desnudas, parecían abrirse a él.
No obstante, el sonido de su propia excitación la sobresaltó. ¡No! ¡No podía! ¡No debía! Amanecía y alguien podría oírla. Entonces, asustada por esos pensamientos, se incorporó bruscamente sobre su cama y abrió los ojos; se encontraba sola en su pequeña habitación dentro del cuartel, y confundida, miró en todas direcciones buscando al hombre que amaba, pero al no hallarlo comprendió la dolorosa verdad: Todo había sido solamente un sueño.
...
Mientras tanto, vestido con su uniforme de la Guardia Francesa, André seguía sin atreverse a llamar a la puerta de su amada cuando, de repente, el sonido de unos pasos lo puso sobre aviso y caminó en dirección a ellos, dirigiéndose a la puerta que daba al patio exterior de aquel recinto militar. Era Alain, el cual había llegado hasta ahí dejándose llevar por su irracional necesidad de saber si su comandante estaba con su compañero, pero tras ver al nieto de Marion caminando por los pasillos, su desazón se desvaneció.
- ¿Qué haces por aquí a estas horas, Alain? - le preguntó intrigado el nieto de Marion.
- No podía dormir y decidí dar un paseo. - le respondió él en tono relajado. - ¿Tú tampoco podías dormir? - le preguntó el líder del escuadrón.
- Algo así... - le dijo André, aunque desviando la mirada.
Entonces ambos empezaron a caminar hacia los patios que conectaban los pasillos con las barracas.
- Me alegro mucho de que todo se haya solucionado. Estuve muy preocupado por ti. - le dijo André sinceramente.
Entonces se hizo una larga pausa, y en medio de aquel abrumador silencio, Alain empezó a sentirse muy culpable. André era un amigo leal; gracias a él y a Oscar, sus compañeros y él mismo seguían con vida y no tenía derecho a envidiar su felicidad únicamente por la fijación absurda que tenía hacia su comandante.
Y ahí, mientras caminaba a su lado, tomó una drástica decisión: se prometió a sí mismo que dejaría de pensar en Oscar de la manera en que lo hacía; cuando aquellos inapropiados pensamientos llegaran a su mente, los cambiaría por el genuino deseo de que su amigo y su admirada comandante superen todos sus obstáculos y puedan ser felices juntos.
- Mientras estuvieron en la prisión de Abbey, los muchachos y yo estuvimos reflexionando mucho sobre lo que pasó el día que los apresaron... - le dijo de pronto André, sacándolo de sus pensamientos.
Y tras una breve pausa, el nieto de Marion continuó.
- Definitivamente no habríamos podido... No habríamos podido abrir fuego contra los representantes del pueblo. - le dijo.
- André, si el pueblo y la familia real se enfrentaran, ¿has pensado en lo que harías? - le preguntó el líder del escuadrón.
Entonces, el nieto de Marion detuvo sus pasos y lo miró fijamente.
- Sé lo que no haría... - le respondió con determinación.
Para él aún era pronto para considerar la posibilidad que su compañero le planteaba. El rey había aceptado recientemente la existencia de la Asamblea Nacional y albergaba la esperanza de que, trabajando juntos, los delegados pudieran llegar a acuerdos por el bien de Francia. Quizás si su destino no hubiera estado unido al de Oscar habría podido responder sin temor que se uniría a la lucha del pueblo. Sin embargo, aunque su corazón ansiaba con fervor unirse a ellos, la mujer que amaba pertenecía a la aristocracia e ir en contra de la familia real también significaba ir contra ella.
De repente, las trompetas y tambores proclamaron el inicio del día. Finalmente, el amanecer había llegado y comenzaba una nueva jornada para todos.
...
Fin del capítulo
