El rector del Central College caminaba entre las estanterías de una biblioteca más antigua que la propia institución. Los muebles de madera oscura estaban repletos de tomos y libros antiguos que abarcaban desde mitología e historia hasta los más ilustres estudios y descubrimientos de los últimos tiempos.

La biblioteca, con sus techos altos y ventanas emplomadas, estaba iluminada por candelabros colgantes que arrojaban una luz cálida y parpadeante. El ambiente estaba impregnado del aroma a pergamino viejo y cuero, con un silencio solo roto por el crujido ocasional de las viejas maderas bajo los pasos del rector.

El rector Parker, un hombre de edad avanzada con el pelo cano y un semblante sereno, observaba con orgullo y nostalgia aquel santuario del conocimiento. Su vestimenta, un traje de tres piezas oscuro con una cadena de reloj de bolsillo asomando. Caminaba con un bastón de caoba, no tanto por necesidad, sino por costumbre y estilo.

Parker se encaminó hacia el fondo de la biblioteca, sus pasos resonando suavemente en el suelo de madera. Al llegar a su destino, entre una pila de libros por catalogar, encontró a Elisabeth Hawkeye. Sin embargo, la mayoría en el Central College la conocía simplemente como Riza. Había llegado a la institución cuando solo tenía seis años, una edad inusualmente temprana para una alumna, pero su abuelo, el general y archiduque del Este Grumman, era un fiel amigo del rector. Grumman, había insistido en que Riza se quedara en la escuela de señoritas mientras él buscaba una solución para compaginar sus obligaciones militares con la crianza de su nieta.

La llegada de Riza había sido un acontecimiento significativo en el colegio. Era una niña callada y obediente, siempre dispuesta a seguir las reglas al pie de la letra. Minerva, la institutriz de la escuela, había comentado al rector Parker que aquellos niños como Riza, que buscaban ser buenos en extremo y agradar a todos, eran a menudo los que habían sufrido mucho. Y en el caso de Riza, Minerva no se equivocaba. Con apenas seis años, había tenido que afrontar la muerte de su madre, la repulsa de su padre y la incapacidad de su abuelo para cuidarla adecuadamente enfrascado en una guerra en el sur.

De aquello habían pasado catorce años, en los que el colegio se había convertido en su hogar y el profesorado y rectorado en una familia. Riza había recibido la más exquisita educación que el dinero podía pagar. Se le había instruido para ser toda una señorita de la alta sociedad, con lecciones de etiqueta, música y arte. Sin embargo, Riza también había heredado de su padre una mente analítica y curiosa, Riza era una de esas raras excepciones en las que se había permitido a una mujer llevar una vida académica e ilustrada, y, aunque públicamente Riza seguía siendo alumna de la escuela de señoritas, lo cierto era que llevaba más de dos años siento miembro el personal del Central College, ayudaba en la biblioteca, a algún profesor a preparar una clase e incluso, en raras ocasiones había sustituido a alguna institutriz, todo en un absoluto secreto.

El Central College, aunque estrictamente tradicional en muchos aspectos, había reconocido y valorado su intelecto excepcional. Los profesores la respetaban no solo como estudiante, sino como una colega en ciernes.

El rector Parker, no podía evitar sentir un profundo orgullo y afecto por Riza. Recordaba cómo había llegado aquella pequeña niña, con los ojos llenos de tristeza y miedo, y cómo se había transformado en una joven brillante y segura de sí misma. Su cabello rubio ahora caía en suaves ondas sobre sus hombros, y sus ojos caoba habían recuperado un brillo que hablaba de esperanza y determinación.

Riza, absorta en su lectura, encarnaba el espíritu de la academia. La biblioteca, con sus estanterías repletas de libros de todas las épocas y disciplinas, era su refugio. Aquí, entre volúmenes encuadernados en cuero y manuscritos polvorientos, encontraba la paz y el conocimiento que anhelaba. La luz dorada se filtraba a través de los vitrales, bañando el lugar en una cálida luminosidad que hacía que las sombras bailaran suavemente en las paredes.

El rector se detuvo un momento para observarla. Riza estaba completamente inmersa en un manuscrito antiguo, sus dedos moviéndose con delicadeza sobre las páginas frágiles. Su concentración era tal que no se dio cuenta de la presencia del rector hasta que él carraspeó suavemente.

—Señorita Hawkeye, parece que ha encontrado algo interesante.

Riza levantó la vista, sus ojos brillando con entusiasmo.

—Sí, rector Parker. Este manuscrito contiene referencias fascinantes.

El rector asintió y sonrió con tristeza. Aquella mañana había recibido una carta que cambiaría la vida de Riza y del colegio.

—Tiene misiva de su abuelo, señorita.

Riza lo miró extrañada y rápidamente su mente tejió los peores escenarios posibles. De ser una simple carta, el rector no habría ido en persona a entregarla. Tomó la carta entre sus manos con duda. Normalmente, recibir noticias de su abuelo le alegraba porque significaba que acudiría a verla y podrían pasar algunos días juntos en su residencia en East City. Sin embargo, en aquel momento temía el contenido de aquella misiva, con dedos temblorosos rompió el sello se lacre.

"Querida nieta:

Es mi obligación y un pesar comunicarte que tu padre, el conde Berthold Hawkeye, se encuentra gravemente enfermo y no le queda mucho tiempo.

Mi querida Riza, he intentado mantenerte a salvo del mundo todo el tiempo que he podido y sabes que siempre he respetado tu decisión de atrasar tus esponsales, pero finalmente nuestras obligaciones nos alcanzan a todos. Sé que llevas más de una década sin tener relación con ese hombre, pero tu deber como hija y heredera es viajar y ocupar tu posición en la sociedad.

He enviado a uno de mis hombres más confiables para acompañarte. Lamento profundamente no poder estar allí en este momento para apoyarte en persona, pero te aseguro, mi niña, que en cuanto mis responsabilidades me lo permitan, me reuniré contigo.

Con todo mi cariño, tu aduelo."

Riza sintió cómo el peso de la carta aumentaba en sus manos. Se quedó inmóvil, tratando de procesar las palabras que acababa de leer. Su padre, un hombre que apenas recordaba, estaba en sus últimos momentos. El hombre que la había rechazado, que la había dejado a merced del mundo cuando más lo necesitaba. Y ahora, después de todos estos años, se esperaba que ella regresara y asumiera un rol que había dejado atrás hacía mucho tiempo.

Parker observó su reacción con preocupación. Sabía que esta noticia sería un golpe duro para Riza, al igual que sabría que aceptaría su destino sin ningún tipo de objeción o reproche.

—Riza —dijo suavemente—, sé que esto debe ser muy difícil para ti. Pero recuerda que aquí siempre tendrás un hogar, pase lo que pase.

Riza asintió lentamente, sintiendo un torbellino de emociones dentro de ella. Miedo, tristeza, ira.

—Gracias, rector —respondió finalmente, su voz apenas un susurro—. Necesito un momento para pensar.

El rector le dio una palmadita en el hombro antes de dejarla sola. Riza se quedó allí, en la biblioteca, rodeada de libros y conocimientos, pero sintiéndose más perdida que nunca. Miró nuevamente la carta, intentando encontrar algún consuelo en las palabras de su abuelo, pero solo encontró más preguntas y dudas.

Sabía que aquel día llegaría, aunque habría preferido que hubiese tardado unos años más. Volvería a casa y se enfrentaría a lo que fuese que le esperase allí.

Riza se levantó lentamente, sintiendo el peso de la responsabilidad sobre sus hombros. Cada paso que daba hacia la salida de la biblioteca parecía arrancarle un pedazo de su vida allí, un lugar que había sido su hogar y refugio. Los recuerdos de sus días en el Central College, las lecciones, las risas compartidas con sus amigas, y las horas de estudio en aquella misma biblioteca, todo eso quedaba ahora en el pasado.

Mientras caminaba hacia su habitación, sentía que los pasillos se estrechaban a su alrededor, como si el peso de la decisión y las responsabilidades que la esperaban le estuvieran aplastando. Cada paso resonaba en el suelo de madera, amplificando la soledad que sentía en ese momento. Al llegar y cerrar la puerta a su espalda, sintió que las piernas le flaqueaban. La carta de su abuelo, aún apretada en su mano, parecía más pesada que nunca.

Se dejó caer en la cama, con la mirada perdida en el techo, mientras trataba de asimilar la noticia. Los recuerdos de su padre, aunque escasos, comenzaron a inundar su mente. Riza había tratado de ser perfecta en todo, esperando en vano una aprobación que nunca llegó de su padre.

El recuerdo del día del entierro de su madre surgió en su mente, vívido y doloroso. Tenía solo seis años, vestida con un pequeño vestido negro, el rostro mojado por las lágrimas. Buscó consuelo en su padre, mirándolo con ojos suplicantes mientras el ataúd era bajado a la tumba. Pero Berthold Hawkeye, con una expresión de piedra, la miró con desprecio y le negó el abrazo que tanto necesitaba. "Ojalá hubieses muerto tú y no ella", fueron las últimas palabras que le dirigió su padre, y aún resonaban en su mente catorce años después.

Como una niña inocente y desesperada por agradar, intentó por todos los medios conseguir su aprobación, la aprobación de un hombre que ni siquiera la miraba. Finalmente, decidió que liberar a su padre de la carga de soportar su existencia era lo único que podía hacer para ganarse su favor. Además, todo el mundo decía que su madre estaba en el cielo y lo que más deseaba en el mundo era reunirse con ella de nuevo. Se dirigió al barranco que marcaba los límites de las tierras de su familia, un lugar peligroso y prohibido. Con el corazón pesado y lágrimas en los ojos, se acercó al borde, decidida a cumplir con lo que creía era su destino.

El viento aullaba en sus oídos mientras miraba hacia el abismo, sintiendo el vacío llamarla. Cerró los ojos y dio un paso adelante, pero justo cuando iba a saltar, los fuertes brazos de su abuelo la agarraron con fuerza, salvándola de la caída.

No, aquello no lo haría por Berthold Hawkeye; él no era nadie para ella, solo una sombra de su pasado. Sin embargo, ella era su hija y, sobre todo, era nieta del archiduque Grumman. A pesar de todo lo que su padre le había hecho, sentía un deber que debía cumplir, aunque solo fuera para devolverle a su abuelo, aunque solo fuera una pequeña parte de todo lo que había hecho por ella, aquel que había hecho todo lo posible por protegerla y darle una vida mejor.

Miró alrededor de su habitación, el lugar que había sido su refugio durante tantos años. Los estantes llenos de libros, el escritorio donde había pasado incontables horas estudiando y escribiendo, y las pequeñas decoraciones que había acumulado con el tiempo, todo hablaba de una vida de dedicación y esfuerzo. Y ahora, todo eso parecía desvanecerse en un instante.

Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas, y no hizo esfuerzo por detenerlas. Permitió que la tristeza y la frustración se liberaran, sabiendo que necesitaba este momento de vulnerabilidad antes de enfrentarse al próximo capítulo de su vida.

Después de un rato, se levantó y comenzó a empacar sus cosas. Cada objeto que colocaba en su maleta era un recordatorio de los años pasados en el Central College. Empacó con cuidado sus libros favoritos, cuadernos llenos de notas y algunos recuerdos que tenía con sus amigas. Finalmente, tomó el pequeño cofre de madera donde guardaba las cartas de su abuelo y lo puso en la maleta, sintiendo un consuelo al saber que tendría algo de él con ella.

Cuando hubo acabado de empacar toda su vida en un par de maletas, Riza se dirigió a la ventana. Desde allí podía ver los cuidados jardines del Central College, aquellos mismos jardines donde había corrido de niña mientras Minerva, la institutriz, le recriminaba que una señorita no corría. Y, como siempre, Riza rápidamente obedecía, deseosa de complacer y evitar problemas.

El sol de la tarde bañaba el paisaje en una cálida luz dorada. Los caminos de grava se extendían serpenteando entre macizos de flores, arbustos cuidadosamente podados y árboles majestuosos que brindaban sombra en los días más calurosos. Los rosales, ahora en plena floración, mostraban una variedad de colores desde el rojo más intenso hasta el blanco más puro. Riza recordó con una sonrisa melancólica el verano que había pasado plantándolos junto a Milo, el jardinero del colegio, mientras todos los demás estaban de vacaciones. La tierra bajo sus uñas, el aroma a tierra húmeda y la sensación de logro cuando los primeros capullos comenzaron a aparecer.

Se giró y dio un último vistazo a su habitación. Las paredes estaban adornadas con grabados y litografías que había recolectado durante los años. Sobre el escritorio de caoba, ahora despejado, quedaban solo unas pocas manchas de tinta, testigos de las muchas noches que había pasado escribiendo y estudiando bajo la tenue luz de la lámpara de aceite. Las estanterías, que alguna vez estuvieron repletas de libros, estaban ahora casi vacías, salvo por algunos tomos olvidados y adornos que había decidido no llevarse. Cada objeto tenía su propia historia, un recuerdo anclado en el tiempo.

La cama, con su cabecera de hierro forjado y su colcha de encaje, había sido testigo de sus sueños y pesadillas, de sus noches de insomnio y de las mañanas de esperanza. En la mesita de noche, la pequeña lámpara con pantalla de tela aún tenía el libro que había estado leyendo la noche anterior, un volumen de poesía que la había acompañado en sus momentos de reflexión.

Riza caminó hasta el tocador, donde un espejo antiguo reflejaba su imagen. Su rostro, aunque joven, mostraba la madurez de alguien que había enfrentado y superado muchas adversidades. Se observó por un momento, notando cómo sus ojos, de un caoba profundo, brillaban con una mezcla de tristeza y determinación. El guardapelo de plata con el retrato de su madre que su abuelo le había regalado descansaba sobre su pecho, un recordatorio constante del amor y apoyo que siempre había recibido de él.

Sus maletas, cuidadosamente empacadas, esperaban junto a la puerta. En ellas, había guardado no solo ropa y libros, sino también pequeños tesoros personales: una muñeca de porcelana que su madre le había regalado, cartas de amigas. Cada objeto empacado llevaba consigo un fragmento de su vida en el Central College, una vida que ahora debía dejar atrás.

Respiró hondo, intentando grabar cada detalle en su memoria. Sabía que, aunque se marchara, siempre llevaría consigo los recuerdos y las lecciones aprendidas en aquel lugar. Con un último vistazo, cerró la puerta de su habitación, dejando atrás una parte importante de su historia.

Justo en ese momento, Minerva, la institutriz, apareció en el pasillo su paso era apresurado, su rostro mostrando una mezcla de orgullo y tristeza.

—Riza, querida —dijo Minerva con voz suave—. Que suerte que no es demasiado tarde. No podía dejarte ir sin despedirme.

Riza sintió un nudo en la garganta al ver a aquella mujer estricta pero gentil que había sido como una madre para ella durante todos esos años.

—Señorita Minerva... —susurró, incapaz de contener las lágrimas que volvían a brotar.

La mayor abrazó con fuerza, transmitiéndole todo su cariño y apoyo.

—Eres una joven increíblemente fuerte y valiente, Riza. Nunca olvides eso. No enfrentarás anada para lo que no se te haya preparado estos años. - seco las lágrimas de riza . — Y recuerda, siempre tendrás un lugar aquí, en el Central College, y en mi corazón.

Riza asintió, tomando fuerzas de las palabras de la institutriz.

—Gracias. Gracias, por todo.

Minerva se separó ligeramente y le dio un último consejo.

—No olvides que, aunque las circunstancias sean difíciles, siempre hay esperanza.

Riza respiró hondo, buscando la calma que necesitaba.

—Lo recordaré, Minerva. Gracias.

Con un último abrazo, Riza tomó sus maletas y se dirigió hacia la salida. Minerva la observó mientras se alejaba, sabiendo que había criado a una mujer extraordinaria.

Bajó las escaleras con pasos firmes, aunque su corazón pesaba. Los pasillos, que alguna vez le habían parecido tan amplios y acogedores, ahora se sentían estrechos y opresivos, como si el edificio mismo intentara retenerla un poco más. Al llegar al vestíbulo, vio al rector Parker esperándola, con una expresión de profunda comprensión en su rostro.

—Riza, me gustaría darte un último presente —dijo el rector Parker, extendiendo un estuche hacia ella—. Para que nunca te olvides de la familia que dejas atrás.

Riza abrió los ojos con sorpresa al reconocer el estuche que el rector tenía en sus manos. Era un objeto que había visto muchas veces en la oficina del rector, un símbolo de su historia y dedicación.

—¿Está seguro, señor? Es muy valioso para usted.

—No hay nadie más que me gustaría que lo tuviera —respondió el rector con una sonrisa cálida.

Con manos temblorosas, Riza tomó el estuche y lo abrió. Dentro, envuelto en terciopelo rojo, había un reloj de bolsillo de oro con intrincados grabados en su superficie. El reloj había sido un regalo de agradecimiento por sus años de servicio a la academia, un objeto cargado de historia y significado. En su interior, una inscripción decía: "Para aquellos que dedican su vida al saber y al honor."

—Gracias, rector. Lo cuidaré siempre —dijo Riza, sintiendo una profunda gratitud y emoción.

El rector le ayudó a llevar su equipaje afuera. Allí, además del carruaje y el cochero perfectamente uniformado, esperaba un coronel del ejército. Riza quedó por un momento paralizada al reconocer a aquel hombre de aspecto elegante, con su media sonrisa y sus sagaces ojos, y sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Aquel hombre de pelo de ébano y ojos oscuros, con la expresión burlona y la sonrisa fácil era ni mas ni menos que el teniente coronel Roy Mustang, de todos los hombres que tenía su abuelo lo había mandarlo precisamente a él.

El recuerdo de su encuentro en la boda de su amiga Rebecca la invadió. Se habían conocido allí, y desde el primer momento Roy había mostrado un interés evidente en ella. Al descubrirlo mirándola con más interés del aconsejable, ella le había llamado cerdo descarado. Roy, en lugar de ofenderse, se había reído y la había llamado mojigata. Aquella interacción había dejado una impresión imborrable en ambos.

Roy Mustang dio un paso adelante, haciendo una reverencia con una elegancia natural. Tomo su mano y rozo sus dedos con los labios.

—Buenos días, Señorita Hawkeye, es un placer volver a verla. Estoy aquí para acompañarla y asegurarme de que llegue a su destino sana y salva.

Riza sintió que un ligero e incómodo rubor subía por sus mejillas, aún sorprendida, tomó un momento para recuperar la compostura antes de responder.

—Gracias, coronel Mustang —haciendo gala de su exquisita educación flexionó sus rodillas mientas extendía los extremos de su falda e inclinaba su cabeza ligeramente hacia adelante.

El coronel Mustang esbozó una sonrisa encantadora, sus ojos brillando con una mezcla de amabilidad y curiosidad.

—Permítame ayudarla con esto —dijo, tomando sus maletas con facilidad y cargándolas en el carruaje con un gesto fluido.

Mientras Roy Mustang manejaba su equipaje con destreza y elegancia, Parker se despidió de Riza.

—Cabeza alta señorita Hawkeye, no hay nadie hay fuera que le llegue a la suela de los zapatos—dijo el rector, estrechándole la mano con calidez.

—Nunca lo olvidaré, señor Parker. Gracias por todo.

Después de asegurarse de que todo estaba en su lugar, Roy le ofreció la mano para ayudarla a subir al carruaje.

—Por favor, señorita Hawkeye, permítame —dijo, mientras la ayudaba a entrar en el carruaje con un gesto cuidadoso y atento.

Sentada ya en el carruaje, Riza notó la presencia de Alice, la hija de la ama de llaves de su padre. Alice, de quince años, estaba sentada con las manos en el regazo, mirándola con ojos grandes y curiosos. Su presencia era una garantía de decoro, evitando cualquier escándalo que podría surgir de una mujer soltera viajando sola con un hombre.

Alice sonrió tímidamente cuando Riza la miró.

—Buenos días, señorita Hawkeye. Mi madre me envía para asegurarme de que todo esté en orden durante el viaje.

Riza sonrió a la chica, esperaba que con la presencia de su joven carabina el vieje fuese menos incomodo.

—Buenos días, Alice. Me alegra que estés aquí. Tu compañía será de gran ayuda.

Una vez dentro, el coronel Mustang tomó su lugar frente a ella, su expresión serena y profesional, pero con una sombra picara en su sonrisa que Riza decidió ignorar de momento. El carruaje comenzó a moverse, alejándose del Central College. Riza miró por la ventana, viendo cómo los jardines y edificios que tanto había amado se desvanecían lentamente a lo lejos.

Roy intentó apartar la mirada de ella, pero, mientras más lo intentaba, más complicado se le hacía. Había algo en esos grandes ojos castaños, de largas pestañas, en cuyas profundidades se reflejaba una profunda melancolía... , apenas podía reconocer en aquel triste rostro a la mujer que un año atrás le llamo cerdo descarado.

—Dejar este lugar debe ser difícil, señorita Hawkeye. Lleva mucho tiempo en el Central College, ¿verdad?

Riza, con la mirada perdida en el paisaje que pasaba lentamente por la ventana, respondió en un susurro.

—Catorce años.

Mustang, sorprendido, no pudo evitar un exabrupto.

—¡¿Catorce a...?! —carraspeó rápidamente, recuperando la compostura—. Disculpe, señorita Hawkeye, me ha sorprendido la cifra.

—Llegué cuando tenía solo seis años. Mi abuelo, decidió que era el mejor lugar para mí después de... todo lo que ocurrió.

El carruaje avanzaba por el camino arbolado, con la luz del sol filtrándose a través de las hojas y creando un juego de sombras danzantes en el interior.

—Debe haber sido difícil adaptarse a una nueva vida tan joven, esa institución no está ella para niños precisamente —comentó Roy, sus ojos oscuros observando a Riza interés.

—Lo fue —admitió Riza—. Al principio, me sentía perdida y sola. Pero el Central College se convirtió en mi hogar. Los profesores y mis compañeros se convirtieron en mi familia.

Roy asintió, apreciando la profundidad de sus palabras. Elisabeth no era una joven común; no al menos como las jóvenes a las que él estaba acostumbrado a tratar.

— Ahora comprendo por qué su abuelo está tan orgulloso. Habla de usted constantemente.

Ese comentario encendió una chispa de interés en Riza. Su expresión, que había estado teñida de melancolía, se iluminó con una mezcla de curiosidad y esperanza.

—¿De verdad mi abuelo habla de mí? —preguntó, inclinándose ligeramente hacia adelante, sus ojos brillando con expectación.

Roy sonrió ante su reacción, sus ojos se habían agrandado y sus labios se había curvado ligeramente hacia arriba mostrando su ansia por la aprobación y el cariño de su abuelo.

—Sí, señorita Hawkeye. Siempre que tenemos la oportunidad de conversar, él menciona su progreso y sus logros. Habla de usted con un orgullo extraordinario. Dice que es la luz de su vida, su mayor tesoro.

El rostro de Riza se suavizó, una sonrisa sincera curvando sus labios. Saber que su abuelo pensaba tan altamente de ella y que hablaba de ella con tanto cariño le daba fuerzas.

El carruaje continuaba su trayecto, cruzando ahora una vasta llanura donde el viento acariciaba suavemente la hierba alta. EL central College ya no se veía por el horizonte.

—El General Grumman es un hombre excepcional. Sabe valorar a la gente por lo que vale realmente y no por las apariencias, si no fuese por el jamás me habrían dado la oportunidad de llegar a coronel es un guía para todos los que estamos bajo su mando.

Riza asintió, su mente viajando a los recuerdos de su infancia. Su abuelo le había enseñado la importancia de ser justa y valiente, de no dejarse intimidar por los desafíos y de luchar por lo que creía correcto, no solían pasar mucho tiempo justos, pero cada segundo que Grumman había compartido con ella lo atesoraba con cariño, dios cuanto lo echaba de menos.

—Sin duda, hay pocas personas como él, para mí ha sido lo más parecido a un padre que he tenido.

A Roy, la compasión le oprimió el corazón. Grumman le había contado en muchas ocasiones el tipo de padre que el conde Hawkeye había sido para ella o mas bien que no había sido.

—Sabe, señorita Hawkeye, no muchos tienen la suerte de contar con un mentor tan sabio y afectuoso. Mi padre también fue una figura importante en mi vida, aunque de una manera diferente. Fue un hombre terrible en muchos sentidos. Me inculcó la disciplina y el sentido del deber, pero sus métodos nunca fueron los correctos.

Riza lo miró con interés, sorprendida por la franqueza del coronel.

—¿Terrible? —preguntó suavemente, incitándole a continuar.

Roy asintió, sus ojos oscuros reflejando un pasado doloroso.

—Sí. Mi padre era un hombre rígido y severo, que creía que el fin justificaba los medios. Para él, la disciplina se obtenía a través del miedo y la obediencia ciega. Crecí en un entorno donde los errores no se perdonaban y la debilidad no se toleraba.

Riza sintió cierta presión en el pecho después de escucharle. Se preguntaba qué habría sido de ella si su abuelo no la hubiese rescatado de su padre. Tal vez habría tenido una infancia tan dura como la del coronel Mustang.

—Supongo que sabe lo de mi padre —dijo con suavidad, sus ojos buscando una chispa de comprensión en el coronel.

Roy Mustang asintió, esbozando una sonrisa triste que reflejaba la empatía y la tristeza compartida por experiencias difíciles.

—Sí, su abuelo me informó al respecto. Supongo que por eso me envió a mí a acompañarla. De algún modo, aunque sea de una manera muy superficial, comprendo que su situación no es fácil.

Durante aquella conversación, Alice la joven carabina había permanecido en silencio escuchando y observando atentamente, su corazón joven conmovido por la triste historia de aquellas dos personas.

El carruaje avanzaba por un camino bordeado de árboles, sus ramas entrelazadas creando un dosel natural sobre ellos. La luz del atardecer se filtraba a través del follaje, proyectando sombras doradas y cálidas dentro del vehículo. Riza se tomó un momento para absorber el entorno, sintiendo una mezcla de melancolía y gratitud.

Cruzaron un puente sobre un río cristalino, reflejando el sol poniente en sus aguas. El paisaje era sereno y hermoso.

Roy observó el río por un momento, el sonido del agua fluyendo suavemente llenando el aire. Luego volvió su atención a Riza, su expresión se tornó más seria.

—Señorita Hawkeye, me gustaría advertirle sobre lo que podría encontrar cuando llegue a la casa de su padre. Antes de recogerla, me he estado informando sobre Berthold Hawkeye.

Roy notó que la joven Alice se tensó, Riza lo miró con atención, en sus ojos pudo ver una mezcla de curiosidad y preocupación.

—¿Qué ha descubierto, coronel?

Roy tomó una profunda respiración antes de continuar, consciente de que lo que estaba a punto de revelar podría ser doloroso para ella.

—Como seguramente sabrá, su padre, Berthold Hawkeye, dejó la universidad del este hace años para enfocarse en sus investigaciones personales. Según dicen se volvió cada vez más obsesionado con sus estudios y comenzó a descuidar sus responsabilidades familiares y financieras.

Riza asintió lentamente, procesando la información. Había oído fragmentos de esto antes, la última vez que vio a Esther la ama de llaves de su padre, le confesó que creía que había perdido la cordura.

—Lamentablemente, el nombre de su padre está ahora desprestigiado—continuó Mustang—Una mala gestión, el descuido de sus tierras y títulos lo han llevado a la ruina. El conde Hawkeye, ahora es solo una sombra de lo que fue. La finca familiar, se deteriora más con cada día que pasa.

Riza cerró los ojos por un momento, tratando de asimilar las palabras del coronel. Como siempre, su padre no podía ponerle las cosas fáciles ni siquiera estando en su lecho de muerte. Sin embargo, aquello no tenía por qué ser necesariamente algo nefasto. Si sus posesiones y títulos no valían nada, aquello le daba tiempo. Ella era una mujer soltera, un gran pecado para aquella sociedad en la que una mujer no era nada sin su marido.

Roy observó su reacción, reconociendo la tormenta de pensamientos que probablemente pasaba por su mente. Después de unos momentos de silencio, Riza abrió los ojos y lo miró con determinación.

—Supongo que debo agradecer a mi padre por dejarme en esta situación. Si su herencia no vale nada, tengo el tiempo y la libertad para actuar sin las presiones inmediatas de la aristocracia —dijo, su voz firme a pesar del dolor subyacente.

Roy asintió, admirando su resiliencia.

—Eso es cierto, señorita Hawkeye. Aunque la situación es difícil, es posible que le brinde una oportunidad para tomar decisiones sin estar atada a las expectativas de la nobleza. Pero no dude que tendrá puestos muchos ojos puestos en usted, algunos esperaran verla caer, otros intentarán aprovecharse de su situación.

Riza miró por la ventana, observando cómo el paisaje cambiaba a medida que avanzaban hacia su destino.

Fueron tres largos días de viaje desde Central hasta East City. El carruaje avanzaba por el camino polvoriento que conducía a la finca Hawkeye, una vez majestuosa y ahora visiblemente deteriorada. Al acercarse, Riza pudo ver los muros de piedra cubiertos de musgo y las ventanas de la casa principal, muchas de las cuales estaban parcialmente rotas o cubiertas por persianas colgantes.

Frente a la entrada de la finca, un grupo pequeño pero dedicado esperaba con semblantes serios. Era el servicio de la casa, o al menos lo que quedaba de él: Esther, la ama de llaves, una mujer de mediana edad con el cabello recogido en un moño severo y su esposo Tomas, un hombre robusto con manos callosas de tanto trabajar.

El carruaje se detuvo con un ligero chirrido de los frenos. El primero en bajar fue el coronel Mustang, que hizo un saludo cortés al servicio antes de ayudar a Riza a descender. Roy, con su uniforme impecable y su porte elegante, contrastaba con el ambiente desolado de la finca. Su presencia parecía infundir un aire de autoridad y esperanza en aquellos que lo observaban.

—Señorita Hawkeye —dijo Mustang con voz firme pero amable, ofreciéndole su mano para ayudarla a bajar del carruaje—. Permítame asistirla.

Riza tomó la mano del coronel, agradecida por su apoyo. Mientras bajaba, observó el estado lamentable de la finca. La hierba había crecido salvajemente, los caminos de piedra estaban cubiertos de maleza, y los jardines que una vez fueron bien cuidados ahora eran un enredo de plantas descuidadas.

Durante un momento se hizo un profundo silencio entre los presentes, hasta que Esther, la ama de llaves, se adelantó con una mezcla de emoción y preocupación en su rostro.

—Bienvenida a casa, señorita Hawkeye —dijo con una reverencia, sus ojos llenos de lágrimas contenidas—.Es una alegría tenerla de vuelta.

Riza le ofreció una sonrisa cálida, entendiendo el esfuerzo que Esther y su familia habían hecho para mantener la dignidad de la finca.

—Gracias, Esther. Aprecio todo lo que han hecho. No es fácil tratar con mi padre y aun así aquí están fieles hasta el final

Tomas, con su robusta figura, se acercó para tomar el equipaje de Riza del carruaje abrazo a su hija, mientras Alice se quedó ligeramente detrás de supadre, observando con una mezcla de timidez y admiración.

—Señorita —dijo Tomas con una inclinación de cabeza—, aquí nos tendrá mientras usted quiera.

Riza asintió, sintiendo una mezcla de gratitud y responsabilidad. Sabía que tenía una ardua tarea por delante.

La entrada principal de la casa, una puerta de madera maciza con herrajes de hierro, estaba medio abierta, chirriando ligeramente con el viento. Tomas abrió la puerta con cuidado y Riza entró al recibidor. Sus pasos resonaron en el suelo de mármol, haciendo eco en la imponente arquitectura del lugar. El recibidor, una vez grandioso y lleno de vida, ahora se sentía desolado y triste.

El espacio era amplio, con techos altos adornados con molduras ornamentadas que, aunque bellas, mostraban signos de desgaste. La luz del sol entraba a través de las ventanas, proyectando sombras en las paredes desnudas. Las pocas piezas de mobiliario que quedaban estaban hablaban de la antigua gloria de la familia Hawkeye.

—Veo que Lord Hawkeye se ha deshecho de muchas cosas —dijo Riza, su voz resonando en el vacío del recibidor.

—De casi todo, señorita —respondió Esther con un tono de tristeza y resignación.

Las paredes, que alguna vez estuvieron adornadas con retratos familiares y tapices, ahora estaban desnudas, con clavos y ganchos oxidados como únicos vestigios de lo que una vez fue. Los candelabros colgaban del techo, su brillo opacado por la falta de mantenimiento, y las escaleras de madera, que conducían a los pisos superiores, crujían bajo su propio peso.

Riza avanzó por el recibidor, sus ojos recorriendo cada detalle. A un lado, un gran espejo antiguo, su marco dorado ahora empañado y agrietado, reflejaba la imagen de una casa que había perdido su esplendor. En el suelo, las alfombras orientales estaban descoloridas y desgastadas, mostrando caminos claros donde el paso constante había borrado sus colores vibrantes.

El aire estaba impregnado con una mezcla de humedad y el olor a madera vieja, creando una atmósfera que era a la vez nostálgica y triste. A pesar de la limpieza que Esther y su familia habían mantenido, la falta de mantenimiento general era evidente en cada rincón. Demasiado trabajo para solo tres personas.

Riza observó el estado de la casa, sintiendo una mezcla de tristeza y determinación. La tarea que tenía por delante era inmensa, pero no imposible.

—¿Cómo está mi padre? ¿Sería posible verlo ahora? —preguntó, con un tono de voz que intentaba mantener la calma.

Esther dudó por un momento, su expresión reflejando la gravedad de la situación.

—Está muy mal, señorita. Ha tenido días difíciles y no siempre está consciente. Permítame ir a ver si ya ha despertado.

Riza asintió, sintiendo una punzada de aprehensión. Observó cómo Esther se alejaba hacia las escaleras que conducían al piso superior, donde suponía que su padre estaba confinado a su habitación. Roy, percibiendo su ansiedad, se acercó un poco más, resistiendo el impulso de apretar su mano, ofreció su apoyo silencioso.

Tomas y Alicia se mantuvieron cerca, observando a Riza con una mezcla de respeto y expectativa. Sabían que su llegada significaba cambios, y también esperaban que esos cambios trajeran consigo una trasformación positiva para su hogar.

El silencio en la casa era casi opresivo, solo roto por el ocasional crujido de las maderas viejas y el susurro del viento que se colaba por las ventanas mal ajustadas. Riza intentó recordar cómo había sido la vida en esta casa cuando aún conservaba su esplendor, cuando su madre estaba viva y su padre aún no había caído en la obsesión que lo llevó a la ruina, sin embargo, a su mente solo acudieron sombras difusas, y recuerdos dolorosos.

Unos minutos más tarde, Esther regresó, su expresión grave e intranquila.

—Señorita, su padre ha despertado y está consciente. Pero… dice que no quiere verla.

Riza asintió, sintiendo una mezcla de alivio y rabia. Realmente no tenía ningún deseo de verlo; Catorce años sin relación y con el eco de su desprecio hacia ella grabado en su mente no iban a desaparecer de la noche a la mañana. Pero el hecho de que Berthold Hawkeye no se dignase a recibirla encendió una rabia en ella que pocas veces se manifestaba. Puede que su padre estuviese dispuesto a irse a la tumba sin hablar una última vez con su hija, pero ella no iba a permitírselo, había dejado toda su vida atrás para encargarse de sus asuntos, lo mínimo, que podría hacer era tener la cortesía de recibirla.

—Entiendo —dijo Riza con firmeza.

Sin más palabras, Elisabeth Hawkeye se dirigió escaleras arriba ante la mirada estupefacta de Esther, quien intentaba disuadirla.

—Señorita, por favor, él no quiere…

Pero Riza no se detuvo. El sonido de sus pasos resonaba en el pasillo vacío, cada paso firme y decidido. Al llegar a la puerta de la habitación de su padre, se detuvo por un momento, tomando aire. Luego empujó la puerta lentamente. La habitación estaba en penumbra, apenas iluminada por la luz tenue que entraba a través de las cortinas entreabiertas. El aire era pesado y denso, cargado con el olor de medicinas y enfermedad.

Riza cubrió su nariz con la manga de su vestido, tratando de protegerse del aire viciado.

—¿Por qué no se ventila esta habitación? —preguntó con un tono de desaprobación.

—El señor no quiere —respondió Esther desde la puerta, su voz llena de preocupación.

Riza se dirigió hacia la ventana, descorrió las cortinas y la abrió de par en par, dejando que el aire fresco entrara y disipara algo del ambiente opresivo.

—Los enfermos no ordenan, obedecen —dijo con firmeza, mirando a su padre con una mezcla de disgusto y resolución.

La luz del atardecer inundó la habitación, revelando el triste estado de Berthold Hawkeye. Su figura, una vez imponente, ahora estaba reducida a una sombra frágil y encorvada. La cama grande de dosel parecía tragarlo, haciendo que su deterioro fuera aún más evidente. Su piel era pálida y su cabello, antaño rubio y espeso, estaba ahora ralo y canoso.

Berthold giró la cabeza lentamente hacia ella, sus ojos hundidos y vidriosos apenas enfocándose en la figura de su hija.

—Quién... —su voz era apenas un susurro, cargado de debilidad y algo de resentimiento.

Riza se acercó a la cama, manteniendo su mirada firme.

—Padre, estoy aquí. No he viajado tres días para ser rechazada en la puerta. Tenemos cosas que hablar.

Berthold intentó girarse, incómodo, pero Riza lo detuvo con una mano suave pero firme en su hombro.

—No puedes seguir evitándome. He venido a ayudarte, a ayudarte a poner en orden lo que queda de nuestro nombre y nuestra finca.

La mirada de Berthold se endureció por un momento, pero pronto se apagó, reflejando una mezcla de derrota y cansancio.

—Nada queda ya... todo se ha ido —murmuró, su voz temblando.

Riza miró alrededor de la habitación, observando las paredes desconchadas, los muebles antiguos, y las estanterías llenas de libros. El escritorio de caoba, aunque magnífico, estaba desordenado, cubierto de papeles y documentos esparcidos por toda su superficie. Todo en ese lugar hablaba de decadencia y abandono, pero también de la dedicación de su padre al estudio.

Riza se dirigió al escritorio y miró por encima, cogiendo algunos de los documentos. Sus ojos leían superficialmente lo escrito en aquellas páginas, viendo diagramas, fórmulas y notas en una caligrafía apresurada y desordenada.

—¿Esto es lo que te ha llevado a la ruina? —preguntó con un tono que mezclaba incredulidad y tristeza.

Berthold se encogió en la cama, su figura frágil pareciendo aún más pequeña ante la confrontación. Sus ojos, hundidos y cansados, evitaron la mirada de su hija.

Riza sostuvo uno de los documentos en alto, examinándolo más de cerca. Era un esquema complejo, lleno de anotaciones y correcciones. Parecía el trabajo de toda una vida, pero también el reflejo de una mente desquiciada que había perdido el rumbo.

—¿Toda nuestra fortuna, nuestras tierras, sacrificadas por estas investigaciones? —continuó Riza, su voz llena de una mezcla de rabia y decepción—. ¿Por qué, padre? ¿Qué esperabas lograr?

Berthold cerró los ojos, su voz apenas un susurro cuando respondió.

—Quería... encontrar respuestas.

Riza suspiró profundamente, llevándose una mano al puente de la nariz mientras dejaba caer los documentos en el escritorio. La frustración y la tristeza se mezclaban en su interior.

—Un hombre tan inteligente, arrastrado a la locura por fábulas y supersticiones.

—Lo siento… lo siento, Leonora—murmuró Berthold con voz quebrada.

Al escuchar el nombre de su madre, Riza volvió a dirigir la vista a su padre. Berthold la miraba fijamente, sus ojos llenos de dolor y arrepentimiento. El uso del nombre de su madre, trajo consigo una oleada de recuerdos y emociones que Riza había mantenido enterrados durante años.

La habitación, con su aire denso y pesado, parecía cerrarse sobre ellos. Los rayos de luz que entraban a través de las cortinas apenas iluminaban el espacio, dejando en sombras los rincones y acentuando la atmósfera de abandono. Los muebles antiguos y las paredes desconchadas contaban la historia de una decadencia lenta pero implacable.

Riza se quedó congelada, los ojos llenos de lágrimas al ver a su padre, cuya mirada no la veía a ella, sino a una sombra del pasado. La mente enferma de Berthold, nublada por la culpa y la pérdida, proyectaba sobre Riza la imagen de su esposa. Sus manos temblorosas se alzaron desesperadamente hacia ella, mientras sus palabras llenas de agonía resonaban en la habitación.

—Perdóname, mi amor —intentaba incorporarse sin éxito para llegar hasta ella—. Ven, dame la mano, Leonora.

Riza sintió un nudo en la garganta y un dolor profundo en el pecho sus labios templaban. Ver a su padre así, atrapado en un delirio de arrepentimiento y desesperación, era casi insoportable. Dio un par de pasos lentamente hacia la cama, su corazón latiendo con fuerza mientras trataba de mantener la compostura.

—Padre, soy yo, Elisabeth —dijo suavemente—. Madre ya no está, pero yo estoy aquí.

Berthold se estremeció, su rostro contorsionado por la confusión y el dolor. De repente, soltó un grito desesperado.

—¡No, no, no! ¡No! —su voz se elevó en un grito desgarrador mientras sostenía su cabeza con ambas manos—. ¡Vete, largo! ¡Fuera!

En medio de sus aspavientos, Berthold cayó de la cama, su cuerpo frágil golpeando el suelo con un sonido sordo. Riza se quedó paralizada, su corazón rompiéndose más de lo que ya estaba, incapaz de moverse, atrapada en el torbellino de emociones.

Esther entró rápidamente para asistir a su padre, su figura moviéndose con urgencia y eficiencia. Los gritos de Berthold se volvieron amortiguados por el zumbido de la propia angustia de Riza. Todo se volvió borroso y confuso, como si el mundo estuviera sumergido en agua.

Sintió que alguien la sacaba de la habitación, pero no fue consciente de quién hasta que escuchó su nombre en voz baja. Al volver en sí, vio al coronel Mustang mirándola con ojos llenos de preocupación, sus manos sujetando firmemente sus hombros.

—Señorita Hawkeye, ¿se encuentra bien? — La voz Roy era suave, pero con un tono de alarma, llena de intranquilidad genuina, ¿Qué diablos había pasado en aquella habitación para dejarla en tal estado?. — Dígame algo por favor.

Riza parpadeó, tratando de aclarar su mente y enfocar su visión. Se dio cuenta de que estaba en el pasillo, lejos de la vista de su padre y de la confusión dentro de la habitación.

El ambiente del pasillo era más tranquilo, aunque el eco de los gritos de su padre aún resonaba en su mente. Las paredes, aunque desgastadas, ofrecían un momento de estabilidad en medio del caos emocional.

—Sí, sí... estoy bien —respondió Riza, aunque su voz temblaba ligeramente—. Gracias, coronel.

Roy tenía la respiración agitada y sus ojos estaban llenos de preocupación.

—Es comprensible que esté abrumada —dijo Mustang con calma y alivio en la voz—.Pero necesita recordar que debe cuidar de sí misma.

Riza asintió lentamente, respirando profundamente para calmarse. Sentía las lágrimas amenazando con caer, pero se obligó a mantener la compostura.

—Lo sé. Es solo que..., es más difícil de lo que imaginé.

Roy apretó suavemente sus hombros, brindándole apoyo físico y emocional, le ofreció una sonrisa reconfortante.

—Lo entiendo. Volvamos abajo y se despeja un poco.

Riza se perdió en aquella sonrisa y en aquellos ojos oscuros que la miraban, se obligó a apartar la vista.

—Si creo que será lo mejor, gracias—dijo, su voz recuperando algo de su usual determinación.

—No se merecen

Tomo la delicada mano de la mujer y la colocó sobre su brazo, descendieron juntos por las escaleras de madera. El aire en el interior de la casa estaba cargado de una sensación de abandono y tristeza, como si las paredes mismas recordaran tiempos mejores

Una vez en el recibidor, Riza y Mustang se dirigieron hacia la puerta principal. Salir fuera parecía la mejor opción para que Riza pudiera despejarse. Abrieron la puerta de madera maciza, y el aire fresco de la tarde les dio la bienvenida. La brisa suave acarició sus rostros, llevando consigo el aroma de la hierba y las flores silvestres que crecían desordenadamente en los jardines.

Riza respiró profundamente, sintiendo cómo el aire limpio comenzaba a calmar su mente y su corazón. El contraste entre el ambiente opresivo del interior de la casa y la serenidad del exterior era inmenso. El cielo estaba teñido de colores cálidos, con el sol comenzando a ponerse en el horizonte, bañando todo con una luz dorada.

El jardín, aunque descuidado, aún mantenía una belleza natural. Los arbustos estaban desbordados y las flores crecían libremente, creando un paisaje de colores vibrantes. Las viejas fuentes de piedra, aunque secas y cubiertas de musgo, aún conservaban una majestuosa dignidad. Caminando por el sendero de grava, Riza pudo escuchar el suave murmullo de las hojas en los árboles y el canto lejano de los pájaros que regresaban a sus nidos.

—Esto es mejor —dijo Riza, sintiendo cómo su ansiedad comenzaba a disiparse—. El aire aquí fuera es más refrescante.

Roy asintió, observando el entorno con una expresión de calma.

—A veces, un poco de aire fresco es todo lo que se necesita para encontrar claridad. Este lugar, a pesar de su estado, tiene un encanto especial.

Riza asintió, tenía vagos recuerdos de haber jugado en aquellos mismos jardines, recuerdos fragmentados por el paso del tiempo y ensombrecidos por la muerte de su madre, se preguntaba por qué tenía aprecio a aquel lugar, que solo había sido su hogar durante un breve periodo de su vida, mi mente racional y analítica era incapaz de encontrar una respuesta lógica. Había intentando olvidar aquel lugar toda su vida, para protegerse a si misma del dolor que aquellos recuerdos le causaban, y sin embargo ver el estado de aquel lugar o pensar que podría perderlo le originaban un dolor aún mayor.

Se sentaron en un viejo banco de madera bajo un gran roble. El banco, ofrecía una vista perfecta del jardín y de la casa en el fondo. Riza se dejó caer en el asiento, sintiendo cómo la tensión en sus hombros comenzaba a desvanecerse.

Permanecieron en silencio un momento, dejando que el tranquilo sonido del jardín y la suave brisa los envolvieran.

Roy la miró, su mirada intensa, llena de emociones encontradas. Una vez mas no podía dejar de mirarla. La forma en que la luz del atardecer resaltaba su cabello dorado y la determinación en sus ojos caoba lo fascinaban y la forma en la que se mordía el labio inferior lo volvían loco. Se sentía atraído por ella de una manera que sabía que no debía permitirse. Había mil razones para alejarse de ella. Ella era la nieta de su superior, un hombre al que respetaba y admiraba, ella tenía ocho años menos que él y su estatus social era mucho mayor que el suyo, solo el principio de una larga lista por la que no debía tener los sentimientos que tenía. Finalmente, se levantó e hizo una reverencia cortés.

—Creo que es tiempo de que me marche.

—¿Marcharse? —Riza parecía confundida, creía que se quedaría hasta que llegase su abuelo. Riza frunció el ceño ligeramente, sus ojos reflejando una mezcla de sorpresa y decepción. —Pero, pensé que te quedarías hasta que llegara mi abuelo.

Roy sintió una punzada de culpa al escuchar sus palabras, si ella supiese, si ella supiese lo difícil que le resultaba poner distancia, sacó su mejor sonrisa para ella.

—No se preocupe, señorita Hawkeye. Mañana estaré aquí antes de que despierte, pero se hace tarde y de aquí a la ciudad hay un buen trecho.

Riza asintió lentamente. Su presencia le había brindado una seguridad que ahora sentía que se desvanecía un poco.

—Puede quedarse aquí, hay sitio de sobra, aunque entiendo sus reparos. La finca es un desastre.

Roy suspiró, pasándose una mano por el cabello en un gesto de frustración. Sabía que debía ser honesto, al menos en parte.

—Señorita, agradezco su ofrecimiento, y le aseguro que mis reservas no se deben en absoluto al estado de su hogar. Pero yo jamás pondría su virtud en entredicho por un simple capricho. La gente habla, y no demasiado bien de mí. Créame, mi presencia aquí solo le traería problemas innecesarios. Será lo mejor para ambos.

Riza sintió una punzada de incomodidad ante la mención de las habladurías, ella sabía bien a que se refería, sin embargo, a medida que lo iba conociendo le daba la impresión de que lo que la gente decía de él y lo que realmente era no cuadraban aun así comprendió y agradeció que quisiese ahorrarle el escándalo.

—Entiendo, coronel. Aprecio su consideración y respeto. Su integridad habla muy bien de usted.

Roy le dedicó una sonrisa triste, pero sincera y una ligera reverencia.

—Gracias, señorita Hawkeye. Le prometo que estaré aquí temprano. Descanse bien esta noche.

—Gracias, coronel. Nos veremos mañana.

Roy se dio la vuelta y caminó hacia el carruaje que lo esperaba al pie del sendero. Riza observó cómo se alejaba, el sonido de sus pasos desvaneciéndose en el aire fresco de la tarde. El carruaje se puso en marcha, desapareciendo lentamente por el camino que conducía a la ciudad.

Riza se quedó un momento más en el jardín, dejando que la tranquilidad del entorno calmará sus pensamientos. La brisa acariciaba suavemente su rostro, llevando consigo el aroma de la tierra y el arroyo que pasaba cerca. El cielo, ahora teñido de colores cálidos por el sol poniente, le ofrecía un espectáculo de serenidad.

Con un último suspiro profundo, se dirigió de nuevo hacia la casa. El recibidor estaba ahora en penumbra, iluminado solo por la tenue luz que entraba por las ventanas. Subió las escaleras lentamente, sus pasos resonando en el pasillo silencioso. Llegó a la habitación de su padre y se detuvo en la puerta, observando a Esther que aún estaba adentro, asegurándose de que Berthold estuviera cómodo y tranquilo.

—¿Cómo está? —preguntó Riza en voz baja.

Esther se volvió hacia ella, su expresión mostrando una mezcla de preocupación y compasión.

—Está más calmado ahora. Ha tomado su medicina y se ha quedado dormido.

Riza asintió, sintiendo un alivio momentáneo.

—Gracias, Esther. No creí que se alteraría de ese modo —dijo Riza, su voz cargada de tristeza y preocupación.

Esther sonrió suavemente, tratando de consolarla.

—No había forma de que lo supiera, señorita. Su padre no la ve desde que tenía seis años. Su mente conecta más su aspecto con la señora Leonora que con usted. Hasta a nosotros nos sorprendió al principio.

Riza asintió, comprendiendo a que se refería, a veces podía ver la turbación que su aspecto causaba en su abuelo cuando volvían a verse después de muy tiempo, hasta ella podía verse a sí misma en el retrato de su madre que guardaba en el guardapelo. Miró a su padre, que ahora dormía tranquilo, y por un momento sintió algo de compasión por aquel hombre.

—Hare lo todo lo posible por arreglar las cosas, Esther. Te lo prometo.

Esther le dio una mirada llena de apoyo y convicción.

—Lo sé, señorita Riza. Y estamos aquí para ayudarla en todo lo que necesite.

Riza le sonrió con gratitud, sintiendo el peso de la responsabilidad y el compromiso. Caminó por el pasillo oscuro, sus pasos rompían el silencio y su eco rebotaban en las paredes desnudas, aquel era un silencio distinto al del Central college era casi fantasmagórico, se dirigió a su propia habitación en la otra punta de la casa.

Cuando entró, cerró la puerta suavemente detrás de ella y se dirigió hacia la ventana. Abrió las cortinas y dejó que el aire fresco de la noche entrara, despejando un poco la opresiva atmósfera de la casa. Se sentó en el borde de la cama, mirando hacia el cielo estrellado y dejando que la paz del exterior calmara sus pensamientos.

Mientras se preparaba para dormir, dejó que la calma del jardín le diera fuerzas. Se tumbó en la cama, dejando que el cansancio del día finalmente la venciera. Sin embargo, en lugar de dormirse, su mente empezó a rondar las palabras del coronel en el jardín. Solo lo conocía desde hacía tres días, pero Mustang le había parecido un buen hombre; era caballeroso y educado. Se sintió culpable, cuando se conocieron Rebecca le había advertido sobre el, " es un mujeriego descarado, un borracho y un violento no te acerques a el" le había advertido, y ella la había creído, por eso en cuando lo descubrió mirándola con aquella intensidad, se enfureció y le llamó cerdo descarado, sus mejillas empezaron a arder, cuanto lamentaba ahora hacerle dicho aquello.

Había algo en él que inspiraba confianza, y a pesar de las circunstancias difíciles, siempre había mostrado un comportamiento honorable y respetuoso. Su mente se llenaba de preguntas sobre su pasado y las razones detrás de las habladurías.

Mientras miraba el techo de su habitación, dejó que sus pensamientos vagaran. ¿Qué tipo de hombre era realmente el coronel Roy Mustang? ¿Qué había hecho para ganarse esa reputación? Recordó su mirada, firme y determinada, pero también sus momentos de gentileza y consideración.

Riza se dio cuenta de que quería saber más sobre él. Aunque no podía determinar bien el porqué, sentía una curiosidad genuina sobre el hombre detrás del uniforme. ¿Había algo en su pasado que explicara la aparente disonancia entre su comportamiento y su fama?¿ Era posible que el coronel Mustang que se presentaba ante ella fuese un impostor?,¿ una flamante actuación para agradar a la nieta de su superior?. Riza descartó rápidamente esa idea. Si tal fuese el caso, ¿por qué ser sincero y desvelarle su mala reputación? Una reputación que ella ya conocía de antes ¿mujeriego? Podría ser, pero ¿un borracho? No lo había visto beber ni una sola vez en tres días, si bien era cierto que estaba trabajando… una punzada de decepción la asalto, Roy Mustang estaba allí porque su abuelo lo había mandado a cuidar de ella, ese era su trabajo, la razón por la que era amable y considerado, sin embargo, había algo en su manera de comportarse, en su mirada y en sus acciones, que le hacía difícil creer que sus intenciones no fueran genuinas.

Riza decidió que, para poder confiar plenamente en él y en cualquier consejo que pudiera ofrecer en el futuro, debía conocer más sobre su historia. Quizás había más en su pasado que justificara las habladurías, o tal vez esas habladurías no eran más que rumores infundados. De cualquier manera, necesitaba respuestas.

Se giró en la cama, buscando una posición cómoda mientras su mente seguía trabajando. Finalmente, decidió que hablaría con él directamente. La próxima vez que tuviera la oportunidad.

Con esa resolución en mente, Riza sintió cómo sus pensamientos comenzaban a calmarse. El sonido de los grillos en el jardín y la suave brisa que entraba por la ventana la ayudaron a relajarse. Cerró los ojos, dejándose llevar por el cansancio del día y la esperanza de un nuevo comienzo.

Mientras se sumía en el sueño, sabía que el camino por delante sería difícil, pero se sentía lista para enfrentarlo. Mañana sería un nuevo día.