Disclaimer: Ninguno de los nombres de personajes o lugares aquí mencionados son de mi pertenencia, a excepción de aquellos creados para sustentar esta obra. El resto son propiedad de Nickelodeon, Michael Dante DiMartino y Bryan Konietzko. Basado en La Leyenda de Korra.


~Creo que te Amo~

Por: Devil-In-My-Shoes


V: Al Final de un Largo Día

Ikki saltó fuera del pequeño corral utilizando una ráfaga de aire para impulsarse. Una vez que sus pies dieron con el suave y verde pasto, salpicado de florecillas silvestres, emprendió el rumbo de regreso al área común del templo.

Corrió incansable una larga distancia, desde las cuevas de los bisontes hasta la torre principal. Al llegar, se desvió hacia el comedor, donde encontró a su padre y su madre tomando el té de la tarde juntos.

Pequeñas gotas de agua se desprendían de las hojas de los árboles y los techos entejados, como consecuencia de la inesperada llovizna de primavera que escampó hace unos momentos. Anochecía. Los celajes en el cielo perdían la intensidad de su brillo dorado, tornándose violeta, azul oscuro, casi negro.

Ya despuntaban las primeras estrellas cuando Ikki divisó, en la distancia, el contorno de un pequeño velero que estaba por tocar puerto.

—¡Mamá! ¡Papá! ¡Mamá! ¡Papá! —los llamó con gran emoción.

Tenzin hizo a un lado la hoja de periódico que leía para enfocar su atención en su hija de trece años.

—¿Qué sucede, Ikki? ¿Has logrado algún avance con Parche ya?

Toda la euforia que mantenía a la niña dando brincos en un solo lugar se desvaneció apenas su padre hizo aquella pregunta. Ikki bajó la cabeza y se encorvó de modo exagerado, comunicando la decepción que la embargaba. Ella y Kai eran los principales encargados del cuidado de los bisontes, y desde hacía una semana, habían acogido a un gran ejemplar salvaje en los establos del templo.

Fue Kai quien lo encontró durante uno de sus vuelos matutinos sobre las extensas planicies que bordeaban Ciudad República, al pie de las montañas. El animal presentaba varias heridas de naturaleza extraña, una de las principales en el ojo izquierdo, que perdió lastimosamente. Por eso, luego de sanarlo y de confeccionarle un parche para cubrirle el ojo tuerto, se le dio cariñosamente ese apodo al nuevo bisonte.

—Parece que está mejor de salud —contestó Ikki en voz baja—. Pero sigue siendo muy agresivo tanto con los humanos como con los bisontes de nuestro rebaño. Ni siquiera deja que nos acerquemos un centímetro, ¡y alimentarlo es todo un lío! Temo que domarlo será más difícil de lo que pensamos…

Al ver la tristeza de su hija, Tenzin intercambió una mirada con su esposa, Pema, que sonreía dulcemente.

—No desesperes hija —le dijo su madre—. Siempre es más complicado rehabilitar a un bisonte cuando ha sido lastimado por humanos. Se necesita de mucha paciencia, entrega, y todo el cariño que puedas darle. Ya verás que con el tiempo, Parche encontrará su lugar, ¡y volverá a ser un bisonte feliz!

Ikki asintió decidida, apretando los puños con entusiasmo.

—¡Así lo haré, mamá! ¡Le daré tanto amor a ese bisonte, que cuando alce vuelo nuevamente, pintará un precioso arcoíris por el cielo! —Y volvió aquella efusiva sonrisa traviesa que caracterizaba a la joven maestra aire—. ¡Por cierto! ¡Creo que Korra está por arribar! ¡Me pareció ver un bote acercándose a nuestro puerto!

La expresión jovial en los rostros de Pema y Tenzin cambió súbitamente por una de alarma. Para nada describían la felicidad habitual que les iluminaba cada vez que escuchaban del regreso de la joven Avatar. Fue más bien como si Ikki les acabara de anunciar que una aeronave enemiga estaba a punto de arrojar una bomba sobre el templo. Incluso los acólitos del aire, que trabajaban recogiendo platos o barriendo al fondo de la habitación, se paralizaron al oír esto.

Tenzin abandonó su puesto en la mesa de inmediato, exclamando:

—¡Pema! ¡Reúnelos a todos en la entrada y alerta a un par de centinelas!

—¿Centinelas, Papá? —inquirió Ikki, extrañada ante el pánico que se esparcía a su alrededor.

No comprendía por qué tanta agitación. Tan sólo se trataba de Korra y Kuvira. ¿Qué había de aterrador en eso?

Tenzin le lanzó una mirada de incredulidad a su hija y, tensando la mandíbula, le dijo:

—Es sólo por precaución, Ikki.


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Kuvira saltó fuera del velero y contempló la playa, la larga subida cuesta arriba hacia el templo y todo el paisaje en general. La isla resultó ser más grande de lo que esperaba, y se atrevió a pensar que era un bonito lugar; repleto de bosques y altas colinas. Suspiró y miró a Korra, que terminaba de amarrar el bote en el muelle. La joven Avatar se percató de esto y le envió una sonrisa afable.

—¿Nerviosa?

—Yo diría preocupada —respondió Kuvira.

Naga fue la última en bajar, y se acercó a Kuvira para que la rascara. Y ella lo hizo así, hallando algo de consuelo en hacer que Naga agitara la cola en signo de alegría.

—¿Estás segura de esto, Korra? ¿No se opondrán ellos a que me quede aquí?

Korra intentó no reírse. Aunque Kuvira se esforzaba por ocultarlo —o cuando menos disimularlo—, su ansiedad y nervios eran bastante obvios.

No había ni rastros de la cara dura e inflexible, rebosante de seguridad y arrogancia, que solía lucir en el pasado, cuando más que una humana, parecía una fría máquina de guerra. Ahora en cambio, le brillaban los ojos con incertidumbre, y se le notaba un ligero titubeo al hablar. Kuvira quería la aprobación y la aceptación de Tenzin, así como la de los demás. Con razón la percibía tan inquieta, casi angustiada.

A Korra le provocó ternura verla así, luchando por mantener su orgullo, a pesar de estar hecha un manojo de nervios.

—No te preocupes, ya hablé con Tenzin sobre esto y él estuvo de acuerdo —explicó Korra, alentándola para que empezaran la larga marcha cuesta arriba—. Él nunca pensó mal de ti. Si te hace sentir mejor, él te veía como lo hacía yo: como una persona fuera de balance. ¡Y vaya que estabas fuera de balance! —se carcajeó, pese a que Kuvira no entendía qué era tan divertido—. Ha pasado mucho tiempo y tú te has estabilizado. Quizás sientas que aún te falta mejorar, pero yo creo que ya lo has conseguido. No temas, todo estará bien.

—Tal vez el maestro Tenzin no me odie, ¿pero qué hay de los demás? Sé que Opal Beifong me las tiene juradas tanto como Su…

Nada incomodaba más a Kuvira que pensar en los Beifong. Y estaba consciente de que si la odiaban, era con justa razón. Le dolía pensar en Baatar Jr: su mejor y único amigo de la infancia, además de uno de los más grandes fracasos sentimentales en su vida. Le dolía pensar en cómo había avasallado la ciudad de Zaofu: la comunidad que la acogió, hospedó, y protegió cuando llegó a sus puertas a la edad de ocho años, sin más pertenencias que las ropas sucias que traía puestas, y un corazón destrozado.

Pero por sobretodo, le dolía pensar en Suyin Beifong. La mujer a la que le debía todo lo que era; su maestra, su líder, su ídolo… La única figura maternal que tuvo durante su crecimiento. No había perdón para su traición, Kuvira estaba consciente de ello. Había sido una malagradecida, una descarada. Había atentando contra su ciudad, su familia, e incluso contra la vida de Suyin.

Y la estremecía el pensar que ambas, la maestra y su protegida, tuvieron la sangre fría para intentar asesinarse la una a la otra.

Ahora todo aquello era como despertar de un trance. Ahora Kuvira podía ver con claridad el horror de sus actos. Ahora comprendía el porqué del desprecio y el abandono de Suyin, y de cada miembro de su familia. Por eso, encontrarse de frente con Opal Beifong, era una de sus principales preocupaciones. ¿Cómo reaccionaría esa muchacha? ¿Acaso recurriría a Suyin? ¿Haría que la encierren de nuevo en prisión?

Era todo tan confuso e incierto.

Esto no sería como caminar entre las multitudes de Ciudad República, donde la gente distraída y ocupada, no reparaba en ella lo suficiente como para darse cuenta de que la temida Gran Unificadora estaba mezclándose entre ellos. La población ni siquiera estaba enterada de que Raiko y el Avatar la habían liberado, una sabia decisión para no causar pánico entre la gente ni arruinar las posibilidades de Kuvira de reintegrarse a la sociedad… Pero en la Isla del Templo del Aire, la situación era por completo distinta.

Todos allí estaban conscientes de quién era ella, y todos habían sido víctimas de sus actos de una forma u otra. Adaptarse allí, ser aceptada o siquiera bienvenida, parecía ser sólo otra de las fantasías ingenuas de Korra. Y muy en el fondo, con la sensibilidad que había adquirido tras ver desquebrajarse su máscara de dictadora indiferente, la verdad era que Kuvira estaba aterrada.

Aterrada de volver a ser rechazada, abandonada por el mundo.

—Kuv… —suspiró Korra, adivinando lo que pensaba—. Admito que es muy posible que los demás tarden en asimilar tu presencia, pero con el tiempo se acostumbrarán a ti, y se darán cuenta de que ya no eres la persona que creían que eras.

Debido a que Kuvira no le respondió, Korra optó por entrelazar su mano con la suya. Así, fría y sudorosa como la maestra metal la tenía, Korra se la sostuvo con firmeza y cariño. Y se preguntó si era por un signo tan claro de vulnerabilidad como ése, que Kuvira adoptó el uso de guantes durante su campaña de unificación. Lo más seguro era que sí.

Marcharon juntas hacia arriba, siempre hacia arriba. Cuando ya estuvieron a punto de llegar, Naga olfateó a sus viejos amigos, y se les adelantó, anunciando su llegada.

Kuvira escuchó las risas y los saludos entusiasmados con los que las personas en la cima recibían a Naga. Pensó que recibirían a Korra con la misma euforia, y así fue. Nada más ver a la joven Avatar, un puñado de niños y adultos por igual se arremolinaron entorno a ella. Korra los abrazó a todos al mismo tiempo, alzando del suelo a cinco de los más jóvenes entre sus fuertes brazos.

Era una escena linda de contemplar. Sí, desde atrás. Alejada del resto, entre las sombras que los faroles del templo no alcanzaban a iluminar.

A Kuvira le hubiera gustado unírseles, participar de tanta alegría y calor humano, tal vez para saber qué se sentía. Pero fue como si sus pies se hubieran adherido al concreto del suelo. Su corazón palpitaba con un millar de emociones reprimidas y, probablemente, en su rostro se dibujaba una expresión de desasosiego.

Todos sus sentidos le recordaban que ella no pertenecía allí, que no tenía lugar entre tanta felicidad y compañía. Llegó a dudar. ¿Qué demonios estaba haciendo ella ahí? ¿De verdad pensó que sería acogida y aceptada? Qué tontería. Había desvariado, se había dejado ilusionar por sus propias esperanzas.

Estaba petrificada, ante una gran familia de maestros aire, que ni siquiera habían reparado en su presencia. Temía por el segundo en que todos fueran a posar su mirada sobre ella, mil ojos juzgándola.

Y estaba aquel gigantesco y molesto nudo en el que se le había contorsionado el estómago, y que le subió hasta la garganta. Le impediría hablar, la haría trastabillar, quedaría como una tonta.

Kuvira los examinó a todos en silencio. Estaban el maestro Tenzin, su esposa, y sus cuatro hijos. Estaban además, los otros dos descendientes del Avatar Aang, Bumi y Kya. Había también un muchacho maestro aire, de piel morena y ojos verdes. Y como extra, dos centinelas del Loto Blanco, los únicos seres humanos que le sostenían la mirada fijamente. Vigilaban todo en posición firme, prestos a saltar a la acción.

No había rastros de Opal ni de Bolin en ninguna parte.

Era lógico. ¿Por qué alguno de ellos se molestaría siquiera en mostrarse para verla llegar? La estaban evitando a toda costa. Kuvira misma sentía que ella también debía desaparecer; salirse de un cuadro en el que no encajaba, acostumbrarse a vivir en reclusión. Ése era su único destino posible.

Hubiera querido dar media vuelta, descender a la playa, y adentrarse en el mar hasta que las olas le cubrieran la cabeza y la ahogaran. Pero apenas aquella idea le cruzó la mente, Korra se le adelantó e hizo obvia su presencia.

—Supongo que todos recuerdan a Kuvira, ¿no? —dijo, y a Kuvira le pareció la introducción más tonta que se le pudo haber ocurrido. ¡Por supuesto que todos recordaban a la mujer que atentó contra sus vidas!

—Me refiero —se corrigió Korra—. A que recuerdan por qué está aquí hoy, entre nosotros…

Ni la distancia ni las sombras podían ocultarla de ellos ahora. Kuvira sintió todas aquellas miradas clavándose en ella como cuchillos afilados. Curiosas unas pocas, confundidas otras. Algunas plagadas de expectativa, con miedo y desconfianza. Ceños fruncidos, rostros serios con enfado en formación... Todo pintaba igual que en su anécdota del pueblo en el que los animales la contemplaban con ganas de devorarla viva. Como si ella fuera a hacerles algún daño.

Y reinó en ese instante el silencio más absoluto.

Parecía que hasta el mar se hubiera congelado, pues ya no se oían siquiera las olas que rompían en la costa. Nada. Ni el canto de los grillos o las cigarras. Ni el latir de sus propios órganos internos, o la respiración de los presentes. Kuvira jamás creyó que el silencio pudiera volvérsele insoportable, desquiciante. Estaba más desconcertada y vulnerable que nunca. Casi se sintió desnuda frente a todas esas miradas ceñudas.

¿Qué esperaban de ella? ¿Que hablara? ¿Debía ser ella quien rompiera con ese abrumador silencio? Por supuesto. ¿Pero cómo empezar o qué decir? Kuvira, la que siempre se enorgulleció de su talento para la oratoria, estaba falta de palabras, nerviosa ante un pequeño público. Ya nada tenía sentido, su mundo entero se había ido al traste.

Kuvira cerró los ojos un momento para componerse. Estaría muy por fuera de su zona de comodidad, pero no era una cobarde, y nunca lo sería.

Se animó a hablar, con la precaución de quien toma impulso antes de lanzarse de un precipicio, calculando cada factor y anticipando cualquier falla posible, midiendo el riesgo. Cuando volvió a abrirlos, supo que sus ojos habían adquirido ese semblante severo que la caracterizaba, y que la mirada que les asestó a los presentes era penetrante e intensa.

Así era cómo se defendía del mundo, y lo lamentaba si sus ojos, inquisitivos e inteligentes, despertaban más desconfianza de la que ya inundaba el pesado ambiente. Al menos se propuso intentar sonreír, esperando que sus labios no se curvaran de forma engreída ni amenazante.

—Buenas noches —dijo, alto y claro, su voz siempre firme y autoritaria, a pesar del nudo en su garganta.

Pero nadie respondió, y las miradas de los presentes se volvieron atónitas y estupefactas. ¿Acaso había sido demasiado formal? Tendría que haber dicho "Hola" o un simple "¿Qué tal? ¿Cómo están?" No tenía idea y tampoco podía saberlo. Korra debió haberle advertido, quizás hubiera sido mejor si hubieran ensayado algo antes de presentarse frente a todos. Ahora se sentía como una perfecta idiota. Y si nadie reaccionaba pronto, haría que la tierra se la tragara.

Kuvira quiso darse un golpe en la frente con la palma de la mano, como hacen los desesperados. Sin embargo, antes de que pudiera continuar atacándose a sí misma, alguien dio un paso al frente.

Una niña, de escasos trece o doce años, según lo que Kuvira pudo calcular. De complexión delgada y fina, como una hebra de hilo; cabello largo y lacio, adornado con un par de pompones amarillos; ojos grises y benévolos, de aire risueño, como los del Avatar Aang, según describían los libros de historia.

Al principio su acercamiento fue tímido, pero conforme fue abriéndose paso hacia Kuvira, la niña demostró más confianza, alegría incluso.

—Buenas noches, señorita Kuvira —dijo, haciendo una cortés reverencia—. Yo soy Ikki, y los que están a mis espaldas son mi hermana y hermanos: Jinora, Rohan y Meelo. Nuestro amigo Kai, mis tíos Kya y Bumi. Y por supuesto, mi mamá Pema y mi papá Tenzin. ¡Bienvenida a la Isla del Templo del Aire! ¡Puedo ser tu guía si quieres! ¡Hay muchas cosas que ver y conocer por aquí!

Ahora no solamente eran los presentes quienes observaban la escena estupefactos, sino que Kuvira también había quedado con la boca ligeramente abierta y la mirada confundida. Nadie más que la niña Ikki y Korra sonreían ampliamente, y ésta última se vio obligada a darle un empujón a Tenzin por la espalda, para que hiciera el recibimiento apropiado.

El monje por poco se tropieza al verse impulsado por la enérgica mano de Korra, pero logró mantener su postura en el último segundo. Y luego de acomodar su capa, como quien dice "para proteger su dignidad", caminó erguido y muy propio hacia Kuvira. Se notaba que le avergonzaba no haber sido quien enfrentara primero a la temible maestra metal, en lugar de Ikki, nada más que una niñita todavía. Tenzin colocó una mano en el hombro de su hija, y se aclaró la garganta antes de hablar.

—Bien, como ya lo mencionó mi hija, eres bienvenida aquí —comenzó—. Hemos sido testigos de tu progreso y rehabilitación al lado de Korra. Confiamos en ella y, por lo tanto, confiamos en ti. Espero que no nos des motivos para cambiar de parecer.

—No, señor —Kuvira adoptó la misma pose de obediencia que solía tomar cuando fungía como capitana en la guardia de Suyin, inclinando la cabeza en un gesto sumiso—. Prometo que no les causaré problemas ni seré una molestia. Tengo una deuda que pagar con ustedes y la sociedad. Estoy aquí para servir.

—¡Más te vale! —exclamó una voz chillona y desafiante.

Meelo, ahora un chico de once años, saltó al frente y señaló a Kuvira con el dedo índice. Ella lo contempló con total extrañeza, arqueando una ceja. «¿Será éste el mismo chiquillo salvaje que pegó su rostro contra el cristal del Coloso?» Su duda no duró mucho, y tampoco la sensación de seguridad que había comenzado a adquirir al verse bienvenida por la joven Ikki y el maestro Tenzin.

—¡Ya me oíste! ¡Te lo advierto! —amenazó el niño, en un tono de voz exagerado y decidido—. ¡Si intentas algo para lastimar a mi familia y amigos otra vez, sentirás la…! ¡La Furia del Gran Meelo!

Y dicho esto arrojó su pequeño puño al frente, descargando una fuerte ráfaga de viento contra Kuvira. Ella no reaccionó a tiempo para evadirla, pues jamás se lo hubiera esperado en esas circunstancias, y acabó siendo impactada directamente por el chorro de aire, casi sólido, en el abdomen. Cayó de espaldas a varios metros de distancia, sujetándose la zona adolorida sin poder recuperarse.

Todas las miradas se centraron ahora en Meelo, el reproche claramente marcado en los rostros enfadados de su familia y amigos. La irritación y la exasperación eran especialmente explícitas en Pema, Tenzin e Ikki.

—¿¡Pero qué lémures saltarines te pasa, Meelo!? —le recriminó Ikki—. ¿Por qué atacas a la señorita Kuvira si todavía no nos ha hecho nada? ¡¿Estás loco?!

—¡Escucha hermana! —se defendió éste, parándose de puntillas para quedar a su altura—. ¡Yo sólo estaba dejando muy en claro una poderosa advertencia! ¡Además, ése fue un ataque de baja catadura! ¡No pude haberle hecho ni un rasguño!

—¡No puede levantarse! —escucharon gritar a Korra, alarmada.

La joven Avatar se había apresurado en correr al lado de Kuvira para ayudarla a recobrarse del súbito ataque. Y parecía que Kuvira estaba bien, excepto por el espantoso dolor que a todas luces la aquejaba en el área del abdomen, impidiéndole siquiera ponerse de pie sin ayuda. A ella misma se le notaba frustrada ante su propia fragilidad física, algo que nunca antes había experimentado, salvo por sus días en prisión. Kuvira maldijo en voz baja, tenía que ser eso.

—¡Recórcholis! —exclamó Meelo, flexionando sus bíceps—. ¡No conocía mi propia fuerza!

Jinora e Ikki le lanzaron una mirada desaprobadora.

—¡Meelo! —anunció severamente Tenzin, al pasar acompañado del resto de los adultos para atender a Kuvira—. ¡Estás castigado!

—¿¡Y ahora por qué!? ¿Yo qué hice?

Korra consiguió hacer que Kuvira se incorporara y se sentara. La última se dedicó a gruñir y a cubrirse la parte baja del torso con la mano. Le repetía a Korra que nada le había pasado, que estaba bien. No obstante, si intentaba levantarse del suelo, un intolerable dolor punzante le atravesaba el cuerpo de arriba a abajo. Ya había estado adolorida todo el día, y las últimas dos semanas desde que recibió aquella paliza en prisión, de hecho. No quería aceptarlo, pero quizás necesitaría más que los calmantes que solían suministrarle para obviar su lesión.

Si tan sólo ese niño no la hubiera golpeado justamente allí, ahora no tendría que lidiar con la insoportable atención de todos los adultos sobre ella, sintiéndole lástima, porque no podía ni hacerle frente a un chiquillo maestro aire. Era humillante verse tan débil delante de sus antiguos enemigos. Ya no lo soportaba, habían sido demasiadas emociones para un día.

—Abran paso, ¡sanadora experta aquí! —dijo Kya, empujando a Bumi y a Tenzin fuera de su camino.

La maestra agua se arrodilló junto a Korra y Kuvira, y pidió permiso para examinar a la recién llegada. Aunque esquiva y obstinada al principio, Kuvira permitió que Kya la revisara. Así, la acostaron sobre el regazo de Korra, mientras la sanadora palpaba cada punto en el abdomen de Kuvira por encima de su ropa, pasando luego a sus costados y sus costillas. No pasó mucho para que las manos expertas de Kya dieran con una zona específica que hizo a Kuvira constreñirse de dolor.

—Sí, es lo que creí, ésta es una lesión vieja. Meelo jamás habría podido ocasionar semejante daño con un ataque como ese —Kya agachó la cabeza para ver mejor a Kuvira y le preguntó—: ¿Acaso no te dieron atención médica apropiada en prisión?

—No lo sé… Limpiaron mis heridas, me suministraron calmantes, y me dijeron que estaría en recuperación por algunas semanas.

—Eso es negligencia —aseveró Kya—. Alguien tendrá que hablar con el alcaide de esa prisión al respecto. Ahora, necesito levantarte un poco la blusa para tratar la lesión.

—Preferiría que no me tocara —se rehusó rotundamente Kuvira.

—Dijo lo mismo esta mañana en el parque cuando le pedí que me dejara sanarla —se quejó Korra, acusándola con la maestra agua. Kuvira gruñó por lo bajo y miró con reproche al Avatar.

Kya rodó los ojos y, tomando un tono autoritario, advirtió:

—Escúchame bien jovencita, es posible que tengas una fractura en una de tus costillas inferiores. Lesiones así no solamente pueden causar laceraciones internas, sino que pueden acarrear un trauma que te provocará problemas abdominales a la larga. ¿Es eso lo que quieres?

Kuvira no respondió.

—¡Dije! —repitió Kya, alzando la voz—. ¿Es eso lo que quieres?

—¡No quiero ser tocada por una extraña!

—¡Ya, ya! ¡Está bien! —intervino Korra—. ¡Yo lo haré!

Kuvira dio un respingo y volvió a refunfuñar algo por lo bajo.

Ahora le avergonzaba lo evidente que era su apego hacia Korra, y cómo se volvió obvio que la idea de ser tocada por el Avatar se le hacía más cómoda y tolerable que la de ser atendida por la propia hija de la maestra Katara, quien era por mucho más experimentada y confiable en ese aspecto. Kuvira le agradeció a la oscuridad de la noche por ocultar el leve rubor que teñía sus mejillas.

—¿Segura, Korra? —inquirió Kya—. Sanar huesos puede ser un poco más complicado que tratar heridas superficiales.

—Descuida, Katara me enseñó algunas técnicas de sanación avanzadas cuando me quedé con ella hace tres años —sonrió—. Puedo hacerme cargo. La llevaré a su habitación para que se instale de una vez. Tendrá toda la privacidad que una quisquillosa como ella pueda querer allí.

Dicho esto, Korra hizo el amago de llevarse a Kuvira en brazos, pero ella no se lo permitió. Con todo y el tremendo dolor físico que la aquejaba, Kuvira prefirió ser obstinada e insistió en que podía caminar. Korra resopló, resignada, y pasó el brazo de Kuvira por encima de su hombro para que, por lo menos, caminara apoyada en ella. Kuvira aceptó.

—¿Qué les parece? —exclamó Bumi, observándolas a ambas con aire divertido—. ¡Ésta es dura de matar!

—¡Tal y como tú, Korra! —correspondió Kya.

Korra giró la cabeza para verlos por encima del hombro, en su camino hacia los dormitorios.

—¡Lo sé! —les respondió alegre—. ¡También es un gigantesco dolor de cabeza en ocasiones!

Kuvira no escatimó energías en darle un pisotón en la punta del pie.

—¡Auw! ¿No me has lastimado lo suficiente hoy, mujer?


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La habitación era en extremo sencilla y carente de muebles, con excepción de una estrecha cama y un pequeño armario. A pesar de lo humilde de la alcoba, ésta era mil veces más acogedora que su celda en prisión. Piso de madera pulida, una enorme ventana con vista al mar frente a la cama… Y unos pequeños detalles, como un florero sobre la mesa de noche con lirios recién cortados y, por ende, muy aromáticos, le daban unos bellos acabados al lugar.

Al entrar, Korra depositó a Kuvira en la cama con toda la delicadeza que le fue posible.

La primera queja de la maestra metal fue que el colchón era demasiado duro, a lo que Korra respondió con el típico mantra de maestro aire: "De hecho es mejor para tu espalda así." Fue claro para Kuvira, a partir de ese momento, que la vida en el Templo del Aire sería por completo distinta a su vida en Zaofu y en prisión. Para bien o para mal, lo aceptaría agradecida.

—Desvístete, anda —ordenó Korra mientras preparaba el agua que utilizaría para el proceso de curación—. Con toda confianza, vamos. ¡Nadie te verá aquí!

Kuvira se rindió y se sacó la blusa por encima de la cabeza. Se echó boca arriba en la cama y permitió que los ojos de Korra inspeccionaran su cuerpo.

Los desagradables moretones en su abdomen seguían tan claros como en el día en que los demás reclusos la mancillaron contra una pared. Cortadas en proceso de cerrarse, viejas cicatrices, los huesos a flor de piel por la mala alimentación y su propia depresión… Korra comprendió por qué Kuvira no quería que nadie la viera o la tocara en ese estado.

—No te tuvieron piedad allá… —musitó, tomando asiento a la orilla de la cama.

—¿Por qué habrían de hacerlo? Yo tampoco se la tuve a nadie —replicó Kuvira, cerrando los ojos.

—¿Quieres hablar de eso?

—No.

Korra asintió y procedió a controlar una masa de agua sobre el lastimado abdomen de Kuvira. Cuando adquirió el brillo azulado, un golpe de dolor se catapultó por el cuerpo de la paciente. Sin embargo, éste fue cediendo poco a poco, tornándose en un suave masaje que, de hecho, era placentero.

Una sonrisa ausente se dibujó en los pálidos labios de Kuvira al sentir su cuerpo revitalizarse. Apreció en silencio la energía de carácter puro que fluía por sus canales de chi; cerrando sus heridas, sanando los golpes que amorataban su piel, y reemplazando todo el malestar físico por una sensación de alivio incomparable.

Kuvira no recordaba la última vez que estuvo tan relajada en toda su vida. Y no exageraba al pensar en que no había tenido una noche de buen sueño desde que partió de Zaofu, al principio de su campaña, cuando su vida entera se fue cuesta abajo.

—Parecen amables… Todos ellos… —suspiró Kuvira.

Korra esbozó una cálida sonrisa.

—Son como una segunda familia para mí; buenas personas, siempre dispuestos a ayudar a quien lo necesite. También son guerreros valientes y leales. Amigos para toda una vida… Tienen sus defectos, sí, como cualquiera —disimuló una risilla—. Lamento que Meelo haya sido pues… Meelo contigo.

—Procuraré guardarle distancia a ese crío.

Korra se echó a reír.

—Y esa niña, Ikki… —comentó Kuvira con interés—. ¿Siempre es así? Me veía con estrellas en los ojos… Casi como si me admirara. Fue extraño, pero gratificante. Me hizo sentir como en los primeros días de la campaña…

—¿Eras popular entre los niños?

A lo que Kuvira afirmó con gran orgullo:

—Yo era su héroe. Me pedían autógrafos, se sacaban fotografías conmigo… —Entonces su voz se tornó vacía, triste—. Quisiera saber en qué momento cambió todo eso… ¿Cuándo comenzó el reinado del terror?

Korra se concentró en terminar la curación. Controló el agua para que se guardara en un recipiente al pie de la cama, y sacó unas pijamas del armario. Como eran suyas, y ella y Kuvira eran más o menos de la misma talla, le cedió un par para que se vistiera. Korra aprovechó para cambiarse también, y se tumbó junto a Kuvira en la cama.

—¿No vas a ir a tu habitación? —preguntó Kuvira.

—¿Tú quieres que me vaya?

Instintivamente, Kuvira se abrazó a ella, descansando la cabeza en su pecho. Korra la rodeó con el brazo y se acurrucó con ella. Sintió los dedos del Avatar enredarse en su pelo, deshaciendo con cuidado la trenza que lo acomodaba, acariciándola para ayudarla a relajarse más. Cada toque suave en su largo cabello le provocaba diminutas vibraciones de placer, como escalofríos, que le recorrían la espalda. Adoraba aquella sensación.

Kuvira había pasado por una agitada noche de incertidumbre y angustia. Había enfrentado a Raiko la mañana siguiente; se reencontró con Korra y por poco le parte la cara. Se paseó por Ciudad República como una persona común, montó un perro-oso polar bajo la lluvia, navegó el mar por primera vez en su vida… Se enfrentó a sus antiguos enemigos con honor, y sobrevivió a Meelo el Terrible.

Tenía derecho de caer inconsciente en la tibieza de los brazos de Korra. Estaba cansada, exhausta, tan fatigada…

Y un nuevo día de trabajo duro le esperaba a la mañana siguiente.

—Por cierto, tienes un bonito ombligo.

—Cállate, Korra.

»Continuará…