Época romana.
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La oscuridad que seguía al crepúsculo sería la señal para su salida.
Y, aun así, cuando llegó, sus pies parecían estar pegados al suelo del patio.
—¿Estáis seguros de que deberíamos hacerlo? —musitó, con una voz algo más aguda de lo que le gustaría.
Apenas había terminado de pronunciar la primera palabra, el rostro de su hermano mayor se había vuelto hacia él, ofreciéndole un ceño fruncido y unos ojos entrecerrados que le hicieron bajar el volumen conforme transcurría la oración.
Galia, por otro lado, esperó a que hubiese terminado para girarse hacia él con sus inmensos ojos azules y sus labios fruncidos. Tras varios segundos con la mirada puesta sobre él, una de sus cejas rubias hizo el amago de arquearse.
—¿Acaso estás asustado?
Él se forzó a tragar saliva antes de negar con la cabeza. El movimiento arrojó varios de sus mechones castaños sobre sus ojos, y necesitó llevarlos hacia atrás con los dedos de una mano. Para mayor seguridad, arrastró los rizos más cercanos a sus mejillas por detrás de sus orejas.
Su hermano no tenía esos problemas; sus cabellos estaban asegurados en una trenza que él le había realizado durante la tarde, y que podía ver cayendo por su espalda mientras examinaba el hueco en la pared.
—Pero, ¿y si padre nos descubre?
A pesar del grosor de la tela que cubría los hombros de su hermano, él fue capaz de apreciar el instante justo en el que estos se tensaron bajo ella. Aun así, procuró disimularlo con un carraspeo antes de dirigir sus ojos verde oliva en su dirección.
—Saldremos y volveremos sin que él se dé cuenta, no te preocupes.
Acto seguido, se agachó y comenzó a atravesar el boquete.
Galia prefirió ladear su cabeza, manteniendo su atención en las maniobras de su hermano para salir por un hueco claramente más pequeño que cualquiera de ellos.
Era muy probable que por eso su padre no se hubiese molestado en repararlo.
Él de inmediato se giró sobre sus talones y observó el resto del jardín, aunque la altura de la vegetación en torno a la fuente le impedía ver con claridad el acceso principal. Sus ojos rondaron por el espacio entre las cuatro paredes hasta que se cruzaron con una planta de anchas hojas, bajo las cuales se escondía una parte de una serie de figuras finas y alargadas, con un tono predominantemente negruzco.
Apretó sus labios antes de girarlos hacia Galia, que se había dignado a mirarle mientras apoyaba su hombro sobre la pared.
—¿Qué pasa ahora? ¿Lo has visto? —se mofó.
Él chasqueó su lengua y lo fulminó con la mirada.
Aquello solo sirvió para que Galia parpadease y arquease una ceja.
Él dio un paso en su dirección y se encorvó a su lado.
—¿Y si nos encontramos un lémur? —cuestionó, en un simple susurro.
El bufido salió de la boca de su hermano con tanta fuerza que le permitió impulsarse fuera del boquete. Sus cabellos y ropas ahora se hallaban impregnados por un polvo anaranjado.
Mientras se los sacudía con sus manos, musitó algo entre dientes que él fingió no entender.
Pero había llegado a sus oídos alto y claro.
¿Acaso él no sabía que no hacía falta molestar a ninguna clase de espíritu para que esas criaturas fuesen una amenaza?
—Vete a recoger unas cuantas habas, anda. —Su hermano ni siquiera había terminado y él ya les había dado la espalda hacia la planta que había ubicado hacía unos minutos. Sin embargo, un pequeño tirón en su cinto le hizo detenerse y llevar sus manos hacia la empuñadura de madera, que sujetó con fuerza antes de volverse hacia ellos. Su hermano tenía una mano extendida—. Mientras dame la espada, por favor.
Él negó con la cabeza y pivotó de nuevo sobre sus talones.
Ante el sonido de pasos a su espalda, él extrajo el filo de la carcasa y pegó la espada a su pecho mientras se aproximaba hacia la planta. Lo único que disipaba el manto de la noche, cada vez más denso, eran tres antorchas que ardían en el muro del exterior, por lo que necesitó detenerse un momento para acostumbrar su vista a la escasa iluminación y detectar las vainas negras de la mata.
A continuación, guardó la espada, flexionó sus rodillas y extendió una mano hacia el punto en el que el tallo se bifurcaba en la vaina, para después ejercer presión con el pulgar. Al mismo tiempo que lograba separar la legumbre del resto de la planta, se escuchó un aullido agudo en la distancia que le hizo trastabillar con sus propios pies y caer al suelo de culo.
Ignoró el temblor de sus manos para utilizar aquella que no sostenía la vaina para impulsarse y apoyarse solo sobre las suelas de sus sandalias.
Apenas se molestó en sacudirse mientras volvía con su hermano y Galia, prefiriendo utilizar el pequeño trayecto para comenzar a doblar la vaina en los espacios en los que se estrechaba. Cada haba que salía quedaba guarecida en su mano libre, cerrada en un puño.
Cuando por fin regresó delante del boquete, su hermano lo observaba con sus brazos en jarras.
Él extendió su mano para mostrarle las habichuelas.
—¿Queréis? —Giró su cabeza hacia Galia, aunque, antes de poder siquiera esbozar la pregunta de nuevo, este ya le había robado dos habas. Él parpadeó, y Galia en respuesta simplemente se encogió de hombros y regresó al lado del muro. Tras varios segundos, sacudió su cabeza y devolvió su atención hacia su hermano, que apenas había variado su postura—. No sabemos si el ritual de padre sirve más allá de las murallas.
Su hermano, con sus cejas alzadas, le sostuvo la mirada bajo la tenue lumbre, para después suspirar y sacudir su cabeza hacia el boquete.
—Ya que no me quieres dejar tu espada, pasa tú primero, por favor.
Él arqueó una ceja.
—No es mi culpa que padre no te haya regalado ninguna espada. —Escuchó la carcajada estrangulada de Galia a su lado, y aprovechó para sacudir la cabeza en su dirección—. Incluso él tiene una.
Su hermano soltó un bufido, para justo después apoyar su mano sobre su hombro.
—Pasas tú primero —sentenció, empujándolo hacia el boquete. Tuvo la osadía de alzar ligeramente una de sus comisuras—. ¿O es que acaso estás asustado? ¿De qué, de los lémures? —Forcejeó con él por una de las habas, que le arrebató de entre los dedos sin demasiado esfuerzo—. Ya no tendrías por qué, Hispania.
Él tragó saliva, aunque procuró apretar sus labios y arrugar ligeramente su ceño.
Sin embargo, terminó por agacharse y tantear con su mano libre el hueco. Sus dedos quedaron manchados de naranja, al igual que sus cabellos cuando introdujo la cabeza para echarle un vistazo al exterior.
Al contrario que en el jardín, fuera de los muros de la vivienda apenas era capaz de distinguir las siluetas de un cúmulo de arbustos, en parte gracias a la tenue luz de la luna.
Él inspiró hondo y apoyó su mano en el campo de hierba.
Se impulsó con sus pies desde el otro lado, aunque algo a la altura de su cintura hizo de tope e impidió que el resto de su cuerpo pudiese atravesar el boquete. Escuchar los murmullos en el lado del jardín hizo que el nudo en su garganta aumentase en tamaño, y apoyó también su puño con el haba con tal de prepararse para regresar.
Sin embargo, antes de que tuviese la ocasión de hacer fuerza, sintió cómo dos manos en sus muslos lo empujaban hacia delante.
Y, aquella vez, no tuvo ninguna oposición y se precipitó de cara contra los arbustos.
(España siempre defendería que el grito a continuación no había podido salir de su garganta; Portugal y Francia siempre negarían la veracidad de sus palabras).
Apenas tardó unos segundos en inspirar hondo, afianzar sus manos en la cama de hierba —el haba seguía en su puño—, y apoyar las suelas de sus sandalias antes de ponerse en pie. Sus piernas cedieron ligeramente por la brusquedad del movimiento, pero se forzó a mantenerse firme mediante un agarre férreo sobre sus rodillas.
Fue entonces cuando se percató de que en su cinto faltaba el cuerpo de su espada.
Por suerte, esta cayó junto a él a los pocos segundos de erguirse por completo.
Él se permitió soltar un suspiro antes de apresurarse a recogerla y afianzarla en su cinturón.
Cuando por fin el temblor remitió y pudo absorber sus alrededores, sintió cómo su corazón se henchía en su pecho. Sus labios se separaron en una sonrisa sin apenas pensamiento de por medio, y en sus pulmones burbujeó el inicio de una carcajada. A continuación, giró su cabeza hacia la única fuente de luz cálida.
—¿Ahora quién está asustado? —cuestionó en el tono más alto que su garganta le podía permitir, a la vez que sacudía su brazo en su dirección.
Un gruñido gutural a sus espaldas le hizo congelarse.
Con sumo cuidado, él se dio la vuelta en dirección al sonido mientras su mano libre se cerraba sobre la empuñadura de su espada. Tuvo que apretar la mandíbula para evitar gritar.
La fuente del sonido era un animal de gran tamaño y pelaje de un negro azabache, aunque él apenas le prestó atención a algo más que a sus brillantes ojos ambarinos, y sus afilados dientes blancos, entre los que destacaban sus colmillos, que nacían en la parte superior para curvarse y quedar encajados en la fila inferior.
Él tragó saliva y procuró guarecer su sonrisa tras sus labios antes de extender la mano que sostenía el haba.
Se permitió sisear, aunque aquello solo sirvió para que el lobo apretase aún más sus dientes y aumentase el volumen de sus gruñidos. Desde luego, los susurros a su espalda, que le recomendaban volver hacia el agujero con lentitud, tampoco ayudaban.
—Tranquilo —musitó él, mientras aprovechaba para dar un paso atrás.
El lobo avanzó en su dirección.
Él apretó la mandíbula.
—No te voy a hacer nada —susurró.
La fuerza de los latidos de su corazón había llegado al punto de impedirle escuchar los gruñidos. Sacudió entonces su puño, que capturó los ojos del animal, y él se permitió girar su mano y relajar sus dedos, dejando a la vista el haba negra. Los orificios de su nariz color carbón se hincharon.
—¿Quieres comértela y me dejas en paz? —murmulló, con una leve sacudida. A su vez, afirmó su agarre sobre la empuñadura—. Es alimento para lémures, pero tú también puedes tenerla.
Se permitió extraer una pequeña porción del filo de la espada.
El lobo se abalanzó sobre su mano prácticamente al instante.
Él apenas tuvo tiempo de apartarla antes de que sus dientes se enterrasen en su piel, y un chillido escapó de sus labios, fuera de su control. Tampoco fue el único que resonó en la noche. Sus rodillas cedieron, y cayó al suelo sobre ellas. El animal retrocedió sin soltarlo, desgarrando su piel con el movimiento.
Sus ojos se vieron inundados de lágrimas, además de sus propios cabellos.
—¡Suéltame!
La mano que sostenía su espada dirigió el filo hacia el hocico del animal. Apenas fue capaz de apreciar el daño, más allá de la sangre que salpicó su rostro, pero sí el momento en el que por fin lo soltó. A continuación, una mano se cerró en torno a su brazo sano, y tiró de él hacia sus espaldas con una fuerza tal que ni siquiera pudo oponer resistencia.
No era capaz de describir exactamente lo que había pasado a continuación.
Debían de haberle hecho atravesar el hueco, conseguir calmar sus sollozos, sacarlo del jardín, curarle la herida y después llevarlo hacia los dormitorios, porque lo siguiente que recordaba era estar acostado en su cama, con la herida ardiendo bajo un vendaje voluminoso en torno a la palma de su mano y ropa limpia.
Huelga decir que aquella noche no había sido capaz de sellar sus párpados ni una sola vez, a pesar de que Galia insistía en ello desde el otro colchón de la pequeña habitación.
Para el momento en el que él decidió levantarse, solo podía escuchar ligeros ronquidos de su parte. Si no movía su mano, simplemente tenía que lidiar con el ardor y pálpito constantes de la herida bajo la venda.
Recorrió a paso lento la mayor parte de la vivienda, sin realizar su habitual parada delante de la puerta de la habitación de su hermano o en el patio interior para apreciar el color del cielo. Tampoco fue algo intencional; sus pies lo llevaron directamente hacia el comedor, aunque se detuvo en seco al apreciar la figura de su padre acomodado en su silla.
Por supuesto, sus ojos color miel no tardaron ni medio segundo en posarse sobre él.
Y después sobre el vendaje.
Su padre carraspeó y dio una serie de golpecitos en la mesa.
Él agachó la cabeza mientras se adentraba en la habitación hasta situarse frente a su asiento.
Y, entonces, detectó al lobo hecho una bola debajo de la silla de su padre. Negro y de un tamaño excesivo para su especie. Cuando este abrió sus ojos ambarinos, dirigió su hocico hacia él y le permitió apreciar las vendas que rodeaban un lado de su morro, sintió ganas de salir corriendo de la estancia.
Su espada continuaba en su habitación; nadie había querido limpiar la sangre del animal.
—¿Qué te ha pasado en la mano? —La voz de su padre le hizo alzar su rostro hacia él. Su expresión apenas transmitía algo más que serenidad, y permanecía sentado de forma descuidada, con solo sus hombros contra el costado y una pierna doblada sobre la otra—. ¿Galia y tú habéis vuelto a enzarzaros en un duelo a altas horas de la noche?
Él escondió su mano vendada tras su espalda y se permitió asentir con la cabeza, aprovechando la salida.
Su padre emitió un gañido antes de soltar un suspiro.
—A pesar de que sabéis que no debéis hacerlo. —Su padre clavó sus ojos en los suyos. El dolor de su mano aumentó, y él solo asintió con la cabeza y mantuvo su mirada en el suelo—. Bien. Pues no lo hagáis. Tenéis tiempo de sobra en cualquier otro momento del día. Pero hoy no, ¿entendido?
—Entendido —murmulló, tras volver a levantar la mirada. Sabía que no hacerlo solo podría complicar las cosas.
La ligera sonrisa en los labios de su padre consiguió calmarlo.
—Para permitir que tu mano se cure. —Empujó un pedazo de pan en su dirección—. Ya encontraréis otra cosa que hacer. —Su padre frunció sus labios y apartó su mirada de él antes de asentir con la cabeza—. Cuidar de Lupa, por ejemplo.
Captó por el rabillo del ojo cómo el animal alzaba las orejas.
Él sintió cómo la bilis se le subía por la garganta.
Por suerte, su padre no tardó en chasquear la lengua y negar con la cabeza.
—No, creo que podríais aprovechar mejor el día. Ya pensaré qué podéis hacer. —Sacudió su mano en el aire—. Retírate, anda, y espérate a que baje Galia hasta que lo decida.
Él asintió con la cabeza, y procuró que no se notase el hecho de que sus pasos eran más ligeros de lo habitual. El ardor de su mano contribuyó a que recordase ralentizarlos. Cuando por fin logró cruzar el umbral de la puerta, permitió que una ola de alivio lo recorriese.
Hasta que su padre volvió a llamarlo y la tensión regresó a él.
—Por favor, tampoco te pongas a recoger habas negras tan tarde. Te aseguro que los lémures no se atreven a entrar en esta propiedad. —La voz de su padre se iba haciendo más cercana con cada palabra—. Y menos ahora que voy a reparar el boquete. Mancha demasiado. Asegúrate de distribuir la noticia.
Él esperó a que su padre siguiese hablando, aunque la pequeña cancioncilla que empezó a resonar en la estancia varios segundos después le indicó que ya había terminado.
Sus pies nunca lo habían llevado tan rápido hacia su habitación.
Cuando su padre decidía pasar algo por alto, no había que desperdiciarlo.
Ni los lémures serían tan osados como para hacerlo.
