Capítulo 4: "Suca"
Madame Lucenda abrió los ojos, ni bien la luz del sol penetró a través de ellos en su cabeza adolorida y amenazó con prender fuego a su cerebro. Tenía la boca sabor a vomito, sus fosas nasales taponadas –salvo un diminuto agujero de alfiler que le permitía respirar– y el estomago vuelto una bola de plomo llena de toda clase de porquerías.
Oyó unos ronquidos fuertes y, al erguirse y girar la cabeza, a su izquierda halló a un flacucho albino cuyo nombre no recordaba... A su derecha, dormitaba una chica igual de pálida, con el rostro y parte de los pechos ocultos bajo una larga melena azabache.
≪¡Exclamación!... ¿Y esta quién es?≫, se preguntó.
Ni puta idea. Para colmo, tenía pinta de ser menor de edad.
El par yacían desnudos sobre el mismo colchón desnudo que ella, en un suelo desnudo, boquiabiertos. La chica en un encharcado de su propio vomito y el muchacho con la nariz sangrante. Apenas recordó se había aproximado a este ultimo para ofrecerle una lectura. Lo que seguía a eso estaba en blanco.
De ahí bajó la vista y descubrió que ella misma también estaba al fresco.
–Suspiro... –se lamentó.
En esto, suestomago dio una sacudida liquida y un borbotón de agria porquería con regusto a whisky, cigarrillos y nachos rellenos le subió por la garganta, por lo que saltó fuera del colchón y se tambaleó hasta el cuarto de baño al final de un corto pasillo. Allí se abalanzó sobre la taza, cayó de rodillas y expulsó un torrente de cochinada amarilla pardusca sobre un zurullo flotante (no sabía si era suyo o si sería de alguno de esos dos). Buscó a tientas la palanca de la cisterna y la accionó. Vomitó de nuevo y luego se sentó sobre sus talones con la espalda desnuda apoyada contra la pared del baño, a esperar que la cisterna se llenara para vaciarla por segunda vez.
≪¡Se acabó! –se dijo–. Se acabó el alcohol, se acabaron los bares, se acabaron las borracheras≫.
Una promesa repetida mil veces, o tal vez diez mil. Pero una cosa era cierta: o se largaba de esa ciudad o se vería en serios aprietos.
Terminado de vestirse, buscó en su bolso las píldoras del día después y se pasó una con agua de la llave. Sería una asquerosa borracha, pero no estúpida, y estaba un 99% segura que el albino ese no había usado condón.
La noche anterior le había parecido un apuesto vampiro, como los que se imaginaba aparecían en las novelas que leía de niña, con su negra camisa entallada, sus labios pintados de negro, sus ojos delineados y una cabellera blanca como la suya recogida en una cola de caballo.
Esa mañana vio una masa de pellejos blanca, fofa y grasienta con poco o nada de vello ahí abajo. Lo que era se dice un hombre, no era. Pudiera estar rondando los dieciocho años. La chica, en cambio...
≪¡Exclamación!... Por Dios, que no sean menores de edad≫.
En una pared, escalofriantemente infantil, había un póster de Luna Loud cantando a dueto con un avejentado Mick Swagger, otro de Vampiros de la melancolía y sobre este colgaba un reloj del Pescado Musculoso que no corría. ¡Se tenía que largar de allí y tenía que hacerlo ya!
Así que se escabulló al estar en busca de sus botas. Si recordó que al entrar las había dejado caer de sus pies porque para entonces tenía las manos del albino firmemente apretadas contra sus nalgas. En breve estuvo sentada encima de él llenándole el cuello de chupetones. Lo que seguía sin recordar era la hora en que llegó a sumárseles la otra muchacha.
Pronto dio con ellas al pie del sofá, que se estaba desangrando con parte del relleno por fuera y tenía uno de sus extremos asentados en un bloque de cemento. Se sentó para ponérselas, sintiendo que los dientes le cosquilleaban y la cabeza le palpitaba un montón.
Delante de dicho sofá había un televisor grande con una raja surcando en medio de la pantalla que había sido remendada con cinta metálica, que ahora colgaba de una esquina en la que tenía tres moscas pegadas. Una de ellas seguía luchando lánguidamente por librarse.
En medio del sofá y la televisión se alzaba una mesa para el café. Encima de esta había un cenicero lleno de colillas, una bolsita de cierre hermético con el polvo blanco, un espejo y, para completar el cuadro, sobre este un billete de dólar mal enrollado y una navaja de afeitar.
–¡Rayos! –musitó refunfuñando–. Ni siquiera me gusta la coca. Esto ya es demasiado.
Se levantó y volvió a revisar su bolso, que para su desgracia estaba más vacío que lleno.
–¡Rayos!
Los primeros años había contado con casi diez mil dólares en su cuenta bancaria, que a la fecha estaba vacía y deshabilitada. Originalmente habían estado destinados a su educación en la universidad de Cambridge, pero ya hacía mucho que se los había tomado.
Tras una breve vacilación, regresó a la que se suponía era la única recamara en ese apartamento tan misera... Tan acogedor.
Pescó la cartera en los pantalones del albino y la abrió. Contenía varias fotos. En una aparecía abrazando a una mujer mayor con un pelo cano igual al suyo. Asumió se trataba de su madre o en su defecto alguna tía cercana. En otra lo vio abrazándose a la chica, a la que por fin le vio la cara dado que su negro pelo estaba recogido en un par de largas trenzas. Notó tenía un piercing en la ceja derecha, pero su novio todavía no tenía puesta aquella argolla en la nariz. Vestía una camisa sin mangas negra, holgada, bajo la cual destacaba una panza de unos siete a ocho meses de embarazo.
≪Mhp... Bebés haciendo bebés≫, pensó.
Por fin dio con cuatro billetes de veinte y tres de diez, y lo sintió mucho por ellos, pero así estaban las cosas. Luego devolvió la cartera a los pantalones, se dio media vuelta y emprendió la huida a paso sigiloso, como sólo ella había sabido desplazarse desde siempre.
No obstante, de regreso en el estar, pasó algo que por poco la hace gritar del susto, casi poniendose en el lugar de a los que les había hecho pasar por algo semejante, y a su vez hizo que el corazón le diera un vuelco en el pecho.
En el umbral de la cocina había una niña, de no más de un año a año y medio. Tal vistazo le recordó a la más pequeña de sus hermanas, que a diferencia de a la que vio allí mantenía casi siempre una expresión risueña y a su edad estaba más robusta y colorada. Llevaba puesta una camiseta de Ace Savvy que le llegaba hasta las rodillas; y aun así el pañal estaba a la vista, puesto que le colgaba hasta los tobillos porque estaba cargado.
–Mamá...–balbuceó la beba, quien se puso a buscar en derredor–. Papá... Tengo hambe.
Entonces divisó la coca en la mesita del café y trotó hacia ella, con el pañal cagado balanceándose entre sus piernitas.
–¡Suca!
–¡No!... –como una flecha, la mujer se lanzó a agarrarla antes que le echara mano al polvo y la apartó de la mesita. El pis rezumaba el pañal empapado y se le escurría entre los dedos–. Noeg asúgar.
Se le pasó por la cabeza avisar a servicios infantiles. Si, claro. Con la simpatía que los locales le tenían a los gitanos en Oklahoma, seguro tomarían en serio a una andrajosa disfrazada de adivina con tufo a alcohol y nachos picantes.
Por tanto, llevó a la beba a la cocina y buscó en la alacena. Casi todos los estantes estaban vacíos, pero al menos halló media bolsa de papas que puso en sus manitas. Luego regresó con ella al dormitorio y la puso en el colchón en medio del albino culero y la pálida pelinegra. La niña gateó hacia su madre quien, aun dormida, la rodeó con el brazo y la trajo hacia ella.
–Mamá... Mamá...
En cuanto regresó al estar cogió la bolsa con el polvo y la puso en la encimera de la cocina, lejos del alcance de la niña. Consideró la posibilidad de llevárselo e intentar sacar unos cien pavos por él. Sin embargo, con su suerte... ¡Ay, papá! El comprador resultaría ser de narcóticos asegurándose así un boleto de ida tras las rejas.
En su lugar cogió un paño que empapó en el fregadero y usó para limpiar la superficie de la mesita.
Cuando ya iba de salida, en la puerta encontró a la bisabuela Harriet calando de su boquilla. Su imagen estaba más translucida a la ultima vez que la vio, y su voz sonaba cada vez más apagada.
–Mal, muy mal, Lucy. Al menos déjales el dinero. Por lo menos haz eso.
–Refunfuño... ¿Para qué? ¿Para que lo gasten en más coca?
La que parecía una niña, pero no era una niña, negó con la cabeza decepcionada.
–Gruñido... Bueno, ya. Lo dividiré: Setenta para ellos y cuarenta para mi. No necesito más, y eso porque estoy siendo considerada.
–Te lo advierto, jovencita –la reprendió su bisabuela–. Podrás guardar las cosas del Overlook en tus cajas de seguridad, pero no los recuerdos. Esos son los verdaderos fantasmas.
Y estaba en lo cierto.
–Hay una canción, muy especial, que compuse hace más de quince años, cuando aun vivía aquí en Michigan. Va dedicada a mi papá, que siempre me apoyó en mi carrera, y por eso le compuse esta canción, que me gustaría estrenar hoy en tu programa, Katty. ¿Quieres que te la cante?
–¡Cómo me gustaría, querida! –clamó una Katherine Mulligan entrada en años, pero que había podido conservarse muy bien.
–Bien, esta va para ti, papá rockero –anunció Luna Loud–, donde quiera que estés.
–Estreno exclusivo: "Te extrañamos, papá". Aquí en Confidencias con Katherine.
Con esto dicho, todos en el estudio guardaron silencio y la banda sonora pasó a interpretar una melodía triste que acompañó la canción entonada por la estrella invitada.
–Papá... ¿Dónde estás, papá...?
Extraño tus regaños... ¿Dónde estás...?
Mamá nos dijo a todas... Que te fuiste a trabajar...
Que Diosito te llamó... Y volverás...
La entrevistadora se llevó una mano al pecho y suspiró conmovida.
–Ouh...
–Papá... Te quiero preguntar...
En qué dirección del cielo estarás...
Te quiero mandar una carta... Que un angelito llevará...
Con muchos mensajes bonitos... De la casa Loud...
Papá... Yo sigo siendo igual...
Tu siempre escandalosa Luna... Que nunca para de rockear...
Papá... Te dedico mi canción...
Te recuerdo con cariño... Mi papá... Lynn Loud... Es el... Mejor...
Luna Loud hizo una pausa para sacar un pañuelo con que enjugarse las lagrimas que empezaban a brotar. En ello se mostraron algunas tomas de la gente del publico y hasta los técnicos y camarógrafos, en especifico los que se notaba quedaban conmovidos con su canción. Al entonar la siguiente estrofa, la voz de Luna sonó entrecortada.
–Papá... Las ocho van a dar...
Asoma tu carita... Y nos verás...
Enciéndenos tu estrella... Para que sepamos en cuál estás...
Y así cada noche podamos... Platicar...
Papá... Yo sigo siendo igual...
Tu siempre escandalosa Luna... Que nunca para de rockear...
Papá... Te dedico mi canción...
Te recuerdo con cariño... Mi papá... Lynn Loud... Es el... Mejor...
–¡Ay, bravo! –exclamó Katherine, que también dejó escapar unas lagrimas, entre la infinidad de aplausos y vitoreos dedicados a la talentosa rockera.
Por otro lado, su hermana, que la observaba al otro lado de la barra, bufó. Ya era de noche y estaba en una cantina de Arlen, Texas. Al final se había largado y dejado atrás el incidente de la bebé y la coca.
Caía la fecha aproximada en la que el señor Lynn Loud padre perdió la vida en un accidente de carretera. Por eso Luna había sacado el tema a colación.
Ocurrió tal cual Lucy lo había visto venir en el umbral, del mismo modo vio venir la explosión y la imagen del cadáver carbonizado de Lincoln hundido en la nieve. Sin embargo, al ser en ese entonces una recién nacida, no fue capaz de advertir sobre lo que iba a pasar y sólo pudo expresarlo con un llanto tan intenso que preocupó sobremanera al medico que ayudó a traerla al mundo.
Desde entonces no había vuelto a llorar a lagrima viva, y conforme crecía fue olvidando lo visto en tan macabra visión; pero la sensación se quedó con ella, lo que terminaba de explicar porque siempre su semblante tan sombrío.
Su vida siempre había sido una prisión mental, y en esos años que trataba de alejarse de todo, a donde quiera que fuera, siempre era importunada por cada sombra ruidosa del pasado; tal como acabada de sucederle con su hermana al haber topado con esta en uno de esos programas faranduleros de entrevistas nocturnas.
Con un refunfuño apesadumbrado, Lucy, conocida también por aquellos lares como Madame Lucenda, llamó al tabernero con un gesto de su mano. Con la otra señaló la televisión que colgaba de su soporte.
–¿Ves eso? Haz algo por mi, ¿si? Cambia de canal, o apágalo, pero quita esa cosa.
–¿Por qué, Madame? –repuso el tabernero encogiéndose de hombros. Lloyd era como se llamaba el de esta locación–. A muchos aquí les gusta el programa de Katherine.
–Katherine Mulligan es una estúpida –gruñó.
–Puede que no tenga mucho en la cabeza –rió Lloyd–. Pero usa una minifalda...
–¡Que la quites, he dicho! –interrumpió la andrajosa, golpeando la barra con el puño.
Acción que sobresaltó a Lloyd, por lo que procuró serenarse y usar su voz calma y monótona de siempre al pedírselo una vez más.
–Quita eso... Por favor.
Sin mas, Lloyd sintonizó un partido de football y siguió en lo suyo. Al rato le sirvió una copa de ron; pero Lucy se limitó a contemplarlo entre lamentos silenciosos y recriminaciones hacia si misma.
De nuevo recordó a quien le había ofrecido su primer trago. Bien había dicho que la primera vez le sabría amargo, pero las siguientes sería la cosa más dulce y sabrosa que en su vida habría probado. Aquella era la medicina, la cura comprobada, el remedio que lo curaba todo, porque la mente era un pizarrón, y el liquido chamuscante del vaso el borrador.
La necesitaba. La tonta canción de su hermana la hizo recordar con amargura tiempos mejores, de cuando era una niña, algo reservada, pero feliz de habitar en una casa de locos con muchos hermanos y un solo baño. Los buenos tiempos a antes que todo se torciera y que ya nunca volverían.
Pues eso fue antes que Lucy Loud, alias Madame Lucenda, aquella joven aterrorizada por el hotel Overlook, se convirtiera en una alcohólica atormentada por los fantasmas de su pasado, que había podido controlar, pero no eliminar de su mente.
Separada de su familia, en la actualidad vivía vagabundeando por todo el país, no siempre sustentándose con su acto de adivina errante. A veces conseguía empleos en funerarias o como cavadora de tumbas, aunque siempre terminaban despidiéndola por no llegar al trabajo o llegar ebria.
Su vida nocturna se la pasaba en bares y acostándose con fulanos que a la mañana siguiente no recordaba sus nombres. Bien poniendo en practica el consejo que le dio Lincoln esa vez. La mujer tomaba el trago, el trago tomaba un trago y luego el trago tomaba a la mujer.
Su alcoholismo era obviamente en lo que más se asemejaba a su hermano muerto; y por otra parte como un escape, ya que ebria su resplandor se apagaba y eso la ayudaba a escapar.
Sin embargo, lo que vivió esa mañana la afectó mucho. El par de mocosos esos habían dejado abandonada a su pequeña toda la noche, y esa pequeña, además, estuvo a punto de agarrar cocaína que había en la mesa de la sala.
"Suca", había llegado a pronunciar en su balbuceo.
Y ella, en respuesta, había tratado de decir: "No es azúcar"; aunque, por supuesto, lo que realmente balbuceo fue: Noeg asúgar".
Al final dio un trago al ron, que esta vez le supo muy amargo. Y es que tal imagen la perseguiría en días posteriores, conforme sus intervalos de borrachera se hicieran cada vez más separados uno del otro. La niña sería su ultimo pensamiento en cada noche de juerga y el primero en acudir a su mente resacosa a la mañana siguiente. La niña, su pelo cano y risado sin lavar, el pañal sucio y su manita extendida hacia la coca.
≪Suca≫.
