Advertencias: Out of Character, errores de ortografía y gramaticales; lo usual. Divergencia del canon; semi AU. Menciones de negligencia, maltrato y abuso sexual infantil. Si bien no es muy específico, sí hay presencia de ellos. Si estás incómodo con alguno de estos temas o son disparadores de algún mal recuerdo o experiencia, por favor, retrocede y olvida que esto existe.
Se suponía que esto sería un one-shot; pero, como mi mente no puede permancer traquila, las cosas se salieron de control.
Ayame
Satori recuerda el jarrón con las flores extravagantes que su padre dio a su madre como obsequio de aniversario. Eran de un color muy bonito, un morado mucho más bonito, elegante y llamativo que el que viste el Shiratorizawa. Lo recuerda justo ahora y no sabe la razón. El momento ha llegado de la nada, sin una advertencia, mientras está junto a Wakatoshi y Semi, viendo por enésima vez la película de su amor eterno, Sadako-chan.
Es curioso y raro el cómo funcionan los recuerdos, piensa, que llegan sin anuncio, alteran su percepción de la realidad y de lo que creía que alguna vez había o no sucedido. Como esas flores y ese jarrón plateado cuyo color, también es curioso, era muy similar al cabello de Semi. O, tal vez, su memoria está jugando con él y sólo llena los huecos, ya que se ha encargado de enviarle un recuerdo adjunto con el mensaje «hey, creo que debes recordar esto ahora y no me importan las consecuencias; hasta la próxima». Porque, sí, está muy seguro de que habrá una próxima vez.
Mientras Sadako-chan atormenta a la protagonista, el recuerdo hace lo mismo con Satori.
Sus dedos pequeños estaban a escasos centímetros de tocar las flores. ¿Cómo serían sus pétalos?, se preguntaba. ¿Lisos, aterciopelados? ¿Acaso tendrían la misma textura que la de una hoja? No llegó a saberlo, pues su madre alejó los curiosos dedos de un manotazo.
—No las toques, Satori —dijo muy seria, con un tono que indicaba que sus palabras no eran un juego y, por ende, esperaba absoluta obediencia—. Son un regalo muy preciado de tu padre.
La palabra «preciado» tenía un significado no muy convencional, al menos en su familia. Aunque la mayoría de las ocasiones o personas lo asociaran al sentimiento que conllevaba atesorar algo porque provenía de alguien a quien se estimaba, dentro de la familia Tendo no había más significado que «ha costado mucho dinero; si rompes algo, pagarás por ello». Así que las dejó en paz; pero, dentro del pequeño Satori, la curiosidad seguía latiendo.
Es un recuerdo extraño, se dice. Flores moradas y un jarrón plateado que simbolizaban dinero que, en definitiva, no era suyo y tampoco sería para él.
—Hey, ¿estás bien? —Semi pregunta.
Sus palabras, apenas un susurro para no interrumpir el diálogo en la película, le devuelven a su presente. A su lado, recién se da cuenta de ello, Wakatoshi le mira atento y con el ceño fruncido, indicio de que está preocupado. Semi tiene una expresión similar en el rostro, con la diferencia de que, en el suyo, la emoción es más notoria. Sin embargo, Satori sacude la cabeza en un sentido figurado para alejar el recuerdo de su mente, después, recupera la compostura habitual.
—Pero qué dices Semi-Semi —los labios de Semi forman una mueca extraña debido a la molestia de ser llamado con aquel sobrenombre; Satori se felicita por lograr esa reacción en él—, claro que estoy bien, es que esa escena me aburre.
No ha prestado atención a la película, pero basta un rápido vistazo para saber en qué parte están. La ha visto demasiadas veces que ya se sabe de memoria todas las escenas, expresiones de los personajes y los diálogos. La figura de Sadako-chan no ha aparecido por un largo rato en la pantalla del televisor, es obvio que pueda fingir que no le interesa. Sus compañeros se mantienen en silencio, pero siguen vigilantes. En cuanto el espectro aparece de nueva cuenta, Satori sonríe. Esta vez lo hace más animado.
—Oh, aquí viene —dice en voz alta, muy alegre, cuando empieza su escena favorita de toda la serie de películas.
Es consciente de las miradas que Wakatoshi y Semi le dirigen, incluso después de pasados unos minutos; pero Satori las ignora y se encierra en sí mismo, como es su costumbre desde hace muchos años.
Está en una práctica cuando otro recuerdo llega sin más, imitando al primero. Sus dedos largos tienen un reflejo, un pinchazo que provoca que se estiren y encojan tan rápido que manda el balón al lado del que, es obvio, no debe ir. Siente la mirada de Tanji-kun —Washijo-sensei para los demás— sobre él, juzgándole; pero no se atreve a verle, sólo ofrece disculpas en la forma más apropiada para la situación y para el entrenador: agacha un poco la cabeza y encoge los hombros. Ese error les podría haber costado la clasificación en un partido real, aunque no sabe si es una suerte que todo se trate de una práctica.
Todos sus compañeros se giran a verle, sin excepción. El club de vóleibol de Shiratorizawa es un campo muy competitivo, en el que los suplentes están a la espera de los errores de los titulares para arrebatarles el lugar. Sin embargo, todos saben que en el caso de Satori es muy difícil que éste pierda su muy merecida posición de titular, pues nadie puede igualar las cosas que él sabe hacer. Los que no le conocen, verán aquel error como una reacción normal tratándose del entrenador y cualquier regaño que éste les pueda dar; los que medio le conocen, que interactúan con él al intercambiar escasas palabras, no sabrán qué suponer; los que realmente le conocen, sin embargo, se quedarán extrañados de los movimientos de su cuerpo.
Sólo es Wakatoshi-kun, piensa; no se da cuenta de que Semi también le observa.
Al segundo error, Tanji-kun grita su nombre desde el lateral del gimnasio. Hace énfasis en cada sílaba y le exige que ponga atención; al tercero, está más que molesto, retirándolo del partido y enviándole a «enfriar la cabeza», añadiendo que no aceptará ninguna de sus disculpas hasta que reflexione. Tal vez Tanji-kun se lo decía en sentido figurado, pero considera apropiado el darse una vuelta, correr por fuera del gimnasio y después echarse agua en toda la cabeza. Logra enfriarla, pero no ayuda a alejar los recuerdos.
Se trata, otra vez, de esas flores y del color morado. Del morado de ellas y del que adornó sus manos después de que desobedeció aquella orden de «no tocar».
¿Cuántos años tendría? Aún tenía niñera asignada, así que no debía pasar de seis.
El agua cae sobre su cabeza; su mente escarba en la memoria. Sus dedos nunca tocaron las flores, ni siquiera se acercaron al jarrón. Fue un juguete, un pequeño cochecito, de esos que los demás pasaban por coleccionables pero que el padre de Satori podía conseguir con suma facilidad. Era muy fácil aburrirse en una casa tan grande como en la que solía vivir y se le ocurrió la idea de hacer «volar» el pequeño coche.
Tras un primer intento, todo estuvo bien. El auto pequeño se estrelló contra la alfombra y ésta amortiguó el golpe. Satori comenzó a imaginar que dentro del juguete había un piloto, de esos de acrobacias que pasaban por el televisor, así que siguió y siguió hasta que, al empujarlo muy fuerte, el coche se estrelló contra el frágil jarrón. Se hizo pedazos y los fragmentos plateados quedaron regados por la alfombra ahora empapada; y las flores —bonitas, moradas y «preciadas»— quedaron dispersas por el suelo.
La madre de Satori, que estaba en una habitación lejana, llegó para verle en el momento justo en el que él recogía un fragmento plateado.
—¿Qué hiciste, Satori?
Ella estaba furiosa. Ante sus palabras y su tono escandalizado, Satori se sobresaltó, el trozo de cristal se enterró en su dedo y la sangre comenzó a salir.
La mujer se quedó quieta un momento, sus ojos absorbiendo la situación, pasando aquella mirada color rojizo por el jarrón y sus flores en el suelo, el juguete culpable y el niño que no supo medirse en sus travesuras. Su madre, después de ver sus flores preciadas en el suelo, lloró y se puso furiosa —Satori no cree que haya una palabra que pueda definir el comportamiento de su madre más que esa—. Llamó a alguien a gritos y, después de reprocharle su pecado con la mirada, le pidió a la joven niñera que le pusiera un castigo digno de su travesura, después de todo y a ojos de su madre, aquel incidente también era responsabilidad de la muchacha por no hacer su trabajo de manera adecuada.
Satori no recuerda el nombre de su niñera, sólo recuerda que ella se negó a obedecer a su madre. Pensó que su empleadora bromeaba (una broma de muy mal gusto, además), pero cuando se dio cuenta de que no era así, comenzó a cuestionarla —en su expresión, su voz y postura—. Todo aquello solo le demostró a su madre que la muchacha era igual de débil que Satori.
La señora Tendo era muy creativa. Se le ocurrió, entonces, quitarse uno de los adornos que mantenían su peinado perfecto, en su lugar. Eran unos palillos largos y especiales, de color negro y grabados con flores, mandados a hacer por su padre como presente de algún otro aniversario. Se lo tendió a la niñera mientras ésta le veía desesperada sin saber qué hacer; en cambio, a Satori le pidió poner las manos sobre la mesa, sus dedos bien extendidos, sin doblarlos ni un ápice.
—Quince en cada mano.
La muchacha le miró, suplicándole «no», pero la señora Tendo hizo caso omiso y a cambio hizo un gesto con la cabeza: «adelante, estoy esperando». Entonces, los golpes comenzaron y, con cada uno, su niñera dejaba escapar un quejido mientras su madre permanecía impasible. Si la muchacha titubeaba o su madre consideraba que el golpe no era digno de llamarse castigo, la cuenta se congelaba. Satori aguantó cada uno, más de los treinta golpes prometidos sin llorar; pero sus ojos, aquellos que los otros niños del vecindario ya temían, se abrían cada vez más.
Cuando todo terminó, cuando sus dedos se habían puesto de color morado y comenzaba a sentir el dolor, le ordenaron volver a su habitación y reflexionar sobre lo que había hecho. Satori obedeció en silencio. Cerró la puerta tras de sí, puso el seguro y se echó a llorar.
Sus dedos cierran el grifo del agua con poca fuerza y se yergue. Los ve un par de segundos, los estudia. No hay marcas de ningún color, sus manos permanecen pulcras con la excepción de los callos por la gran cantidad de prácticas a las que se ve sometido; tal vez una manchita blanca, de cuando se enterró una piedrecilla al caer en un parque, pero nada más. Se quita las vendas sucias de sus dedos y también las observa. No hay manchas de sangre en ellas; no hay morado o verde en sus dedos, están limpios.
—Oye.
Alza la mirada. Se encuentra con la figura de Semi, quien está expectante a sus acciones. Satori lo estudia también, a aquel cabello plata —como lo era el jarrón de su madre—; a su figura que, al no estar usando su uniforme de práctica, se ve igual que los dedos de Satori, sin tener rastro de morado en ella.
—¿Tengo algo en la cara? —Semi pregunta de repente, molesto al verse bajo tal escrutinio.
Satori sonríe, porque está acostumbrado a hacerlo, al igual que a adivinar los pensamientos de la gente y a esconderse de ellos.
—¿Sabes, Semi-Semi? —empieza. Impregna su voz con la misma entonación de cuando desea saber la respuesta de cosas serias o importantes—. Me estaba preguntando, si tu cabello ya es blanco, ¿de qué color serán tus canas? Porque a Wakatoshi le han salido algunas canas y…
Semi le lanza la toalla seca que lleva consigo a la cara, lo que toma un poco por sorpresa a Satori.
—Tu cabello es un desastre —Semi declara y se marcha.
Hasta ese momento Satori se da cuenta de su cabello medio caído y peinado arruinado, todo un desastre pegajoso gracias al fijador que usa. No le da importancia, pues cuando regrese al gimnasio la práctica ya habrá terminado.
Con cada paso que da sus dedos acarician la tela de la toalla sobre su cabeza. No pueden dejar de temblar.
El tercer recuerdo, a comparación de los anteriores, no es amable.
Coincide, para variar, con la visita de un pariente lejano que él y su familia no han visto en años. Llega en forma de un aviso, un mensaje de texto diciendo que uno de sus tíos, junto con su familia, visitará a sus padres. Le escriben un «sería bueno que estuvieras aquí» como despedida.
Satori frunce el ceño. Ha vivido entre mentiras como para saber distinguir una a la perfección. Deja el mensaje pendiente, ya después responderá que está muy ocupado con las actividades del club y por eso no puede ir. La verdad, sin embargo, es que no quiere ir.
Wakatoshi le acompaña a un conbini después de terminar las prácticas. Es necesario que vaya cuanto antes a comprar el nuevo número de la Jump y uno de los pudines que tanto le gustan, de esos que deben admirarse por un rato y en su totalidad antes de comerse. Va contento, por supuesto, y ansioso. Su manga favorito regresa de una pausa en ese número y el último capítulo publicado fue muy emocionante.
Es ahí cuando recuerda, con cada paso que da, la sensación de unas manos ajenas sobre su cuerpo, en lugares que no deberían estar.
No sabía qué sucedía, mucho menos las razones. Sólo que su familiar, un primo mayor suyo, había dicho «vamos, quiero pasar un rato contigo». Le engañó con la promesa de un juego, de ver un programa en la televisión.
Los adultos no sospecharon nada tras esas palabras pues el mayor, ante los ojos de los padres de Satori, se traba de alguien digno de admiración, alguien responsable; además, no eran más que un par de niños. Después, los adultos se fueron a hacer cosas de adultos, como hablar de los vecinos y de la gente que no estaba presente; por lo que, en cuanto no hubo nadie vigilando que los niños no hicieran más allá de sus travesuras permitidas, cuando obedeció a la sugerencia de «es mejor si nos recostamos en el sofá», las caricias empezaron.
Satori se quedó muy quieto durante todo el tiempo que duró aquello, sin saber con exactitud qué era lo que debía hacer. Sus ojos se centraron en la película que pasaban por el televisor; su mente trataba de centrarse en los diálogos y alejarse de los quejidos que recibía en su oído.
Siempre que Satori escuchaba pasos cerca, se encogía de miedo; pero en esas ocasiones le alegraban, porque aquellas pisadas de adulto indicaban que todo movimiento se detendría y pronto regresaría a su normalidad. Después, siempre después, ninguno hablaba.
Sus padres solían ser como un reloj, preguntaban sin falta si se habían divertido. Satori no respondía, alcanzaba a oír lo que se suponía debían haber hecho a la vez que pensaba «mentir está mal». Así era siempre, Satori no respondía en voz alta, no se quejaba más que en su cabeza; el otro mentía, decía «bien» y sonreía.
—Nos vemos después, Satori —se despedía de él.
Fue en tantas ocasiones que, aún si le dice a su cerebro «haz que recuerde el tiempo» sabe que eso no sucederá. Satori cree que su cerebro sólo coopera cuando se trata de vóley, películas, cómics y de Wakatoshi-kun… tal vez también de Semi y de otros miembros del equipo que puede llamar amigos. ¿Habrían sido meses? ¿Un año? ¿Dos? El tiempo que fuese ya no importaba, lo que sí es que al menos eso se detuvo hasta que esa rama de su familia se mudó a otro lugar. Tampoco llegó a importarle a dónde se habían ido, ni siquiera llegó a preguntarse si él había sido el único hasta ahora que su cabeza se encarga de regresarle ese recuerdo perdido.
Tal vez aquello había durado mucho tiempo, tal vez poco. Lo que sí tiene presente son dos cosas: que todo se detuvo hasta que su cuerpo comenzó a cambiar —poco antes de que sus parientes se mudaran— y que no intentó decir nada. Para sus padres tal vez aquello sería una excusa, un pretexto nada elaborado para llamar la atención y que tendría graves consecuencias sólo para él. Tal vez, se dice, no le tomó tanta importancia y en realidad no sabía de qué se trataba todo aquello, por eso su mente lo borró. Tal vez, se dice, sí le importó, le marcó; y, por eso, su cerebro decidió bloquear esa información.
—¿Sucede algo? —Wakatoshi pregunta, la curiosidad apenas perceptible en el tono de su voz.
Wakatoshi-kun, Satori piensa, no tiene por qué lidiar aún más con toda la mierda que hay en su cabeza.
—Nada, nada. ¿Te dijo Semi-Semi? ¿Qué le pregunté sobre sus canas?
—Sí, me dijo.
—Estaba tan molesto, pero es que tengo curiosidad… Ah, se me olvidó responder que no iba a ir a casa. Lo haré después.
Aunque Wakatoshi-kun se mantiene en silencio, Satori sabe que él es del tipo de personas que no se traga sus excusas.
«Mentir está mal» se repite, pero es por el bien de Wakatoshi-kun.
Cuando regresan al dormitorio, aun asimilando el recuerdo anterior, responde el mensaje y añade que tiene mucha tarea para el día siguiente. No habrá problema, le creerán, porque estar en Shiratorizawa es un privilegio del que muy pocos pueden gozar y, si sus padres disfrutan de algo, es el ser privilegiados. Apaga el teléfono, si preguntan dirá que se le acabó la batería; si alguno de sus compañeros o algún profesor le busca, que vaya hasta su dormitorio.
«Mentir está mal», su mente le susurra. «No si eres un demonio como yo», Satori se responde.
Por el momento lo único que quiere es dormir, ya después leerá su nuevo volumen de la Jump.
El realizar una investigación nunca había sido un fastidio tan grande como en ese momento. No entendía cómo de un reporte de historia terminó en búsquedas de términos que le ayudaran a comprender por qué era tan… defectuoso. Su navegador está a punto de colapsar con tantas pestañas que tiene abiertas y no sabe si tendrá el tiempo suficiente para revisar cada una de ellas.
Lee todo lo que puede lo más rápido que puede y, en el momento en el que una definición no «encaja» con él, abandona el artículo para no regresar. ¿Por qué no hay algo útil para él? Quiere saber por qué esta vez el recuerdo duele de otra forma. Por qué, cuando a los doce dio su primer beso a un niño, no se sintió asqueado o maravillado como la mayoría, en la actualidad, lo hace parecer.
Le había visto con atención unas cuantas veces por los pasillos y, en las pocas ocasiones que conversaron gracias a los trabajos en conjunto que los profesores les asignaban, vio que él era el único que le entendía… o al menos se esforzaba en hacerlo.
Como diferentes situaciones en la vida de Satori, en esa ocasión tampoco pudo evitar el cometer un error. Si bien ese beso, una presión apenas de labios no había despertado nada en él, sirvió para imponer distancia y revelarle que, en efecto, era diferente. Sin ningún filtro en la boca, confesó lo que sentía —o la carencia de ello—. Notó cómo la emoción, desconocida para Satori, que se reflejaba en los ojos del otro niño se rompía. Poco después, aquel que consideró su amigo, la única persona en el mundo capaz de entenderle, se alejó de él y comenzó a esparcir aún más el rumor de que Satori era un monstruo.
No ayudaba que la palabra «yokai» ya estuviera asociada a Satori, que destacara en deportes y que todos evitaran el cruzar la mirada con él. No ayudaba que su madre se preguntara de manera frecuente qué era lo que había hecho para tener un hijo así, tan irresponsable y descuidado, con ojos rojizos que daban miedo al no parpadear por un largo rato. Satori pensó que, si todas las personas le iban a tratar de demonio, bien podría ser uno.
A pesar de que Washijo Tanji-kun le dio libertad y ánimos para continuar —en su propio lenguaje, claro—, Satori pensaba que, como yokai que era, debía vivir y cumplir las expectativas de los demás. Debía seguir atemorizando a los otros, haciéndoles creer que en realidad era un demonio que podía adivinar cada movimiento que hacían. Les iba a hacer creer que era un demonio que había dado un beso a alguien similar a él. Satori era un ser maligno que de vez en cuando, y antes de lastimar a alguien, rompía jarrones y flores caras para calmar un poco el aburrimiento que le abrumaba.
Pensó que ya no se iba a dejar atormentar por golpes en las manos, por toques no deseados, por quebrar amistades y dañar su propio corazón. Como demonio se protegería de todo aquello y, si tenía que seguir fingiendo que no estaba defectuoso, que así fuera.
—¿Homoerotismo? ¿No hacías un reporte de historia?
Semi interrumpe una vez más la tormenta que hay en su cabeza. Satori parpadea un par de veces y después nota que Semi lleva una laptop consigo, muy afianzada bajo el brazo. Sus ojos lucen cansados, su figura se ve un poco tensa… de seguro ha estado entrenando de más y no ha dormido o descansado como es debido. A Tanji-kun no le gustará eso si llega a enterarse.
—Sí, pero me aburrí y me pasé al de literatura —responde, como si nada; mantiene su expresión en blanco para que sus pensamientos no se reflejen en su rostro. Semi alza una ceja; él continúa—. ¿Sabías que han publicado una antología erótica con relatos de Ihara Saikaku, Semi-Semi? Aunque dudo que sea erótica.
—Sí, lo sé —se escucha tenue, no quiere alzar la voz en la biblioteca a pesar de que ellos son los únicos a esas horas—. Lo compré hace poco.
—Oh —Satori contesta, porque no se le ocurre alguna otra cosa que decir. Semi le ha sorprendido.
Comienza a estudiar a Semi un poco más, a notar los detalles que siempre se le escapan; mientras tanto, el silencio se prolonga y el párpado de Semi parece tener un ligero tic, su ceño se frunce. Satori cree que está a punto de soltarle algún insulto que él responderá con mucho ahínco.
Sin embargo, lo que Semi dice dista de lo que se imaginó.
—Podría prestártela.
—¿La antología? —pregunta, porque le ha tomado por sorpresa. Sigue sin creer que Semi le ofrezca una de sus valiosas posesiones a él.
—¿De qué más estamos hablando?
Satori sopesa la oferta. Tal vez ha observado cómo cuida sus múltiples volúmenes de la Jump, o el mismo Wakatoshi-kun ha hablado de sus hábitos inocuos de lectura o que Satori sería incapaz de dañar un libro. No cualquiera hace una oferta como esa, mucho menos a alguien como él… a menos que quieran obtener algo a cambio. Satori frunce el ceño, lo piensa unos segundos y anuncia su respuesta.
—Muy bien, Semi-Semi —decide aceptar, su instinto le dice que lo haga.
—¿Hasta cuándo dejarás de llamarme así?
—Nunca, Semi-Semi —repite para hacer entender su punto.
Semi no dice más, sólo suspira antes de dar la media vuelta y marcharse.
Satori da un último vistazo a su «investigación» antes de guardar todo y olvidarse de ella por el resto del día. Regresa a los dormitorios mientras tararea una canción.
Sin faltar a su palabra y tras amenazarle por si no cuidaba el libro, Semi le presta la antología de Ihara a Satori. Son historias sencillas, no cree que haya otra manera de decirlo. Si la persona que escribió el prólogo tiene algo de razón y en realidad es un estudio del campo como presume, el beneficio de Japón es… bueno, no quiere ahondar en detalles que terminarán en discusiones absurdas, le agotan.
Recuerda, entonces, otro suceso en su corta vida cuando los rumores del demonio Tendo disminuyeron y, con ello, le devolvieron un poco de la normalidad y tranquilidad en la que había vivido antes.
Un chico, compañero suyo del club de vóley —¿había sido un senpai?, ¿kohai? Esos detalles todavía no los recuerda— que había conversado varias veces con él, pidió su ayuda para ordenar el pequeño almacén después de que las actividades del club se terminaron. Satori no se había molestado en ponerle mayor atención, no buscó indicios de nada y la intuición que siempre le acompañaba parecía haberse apagado en ese momento; es por ello que no se negó.
Mientras acomodaban todo, platicaron de cosas absurdas. Lo sabe porque, si no hubiera sido así, las recordaría. Al menos eso es lo que quiere creer. Conversaron hasta que un diálogo quedó interrumpido, pues el muchacho se acercó demasiado a Satori. La respiración caía sobre su cara, las manos a los costados de su rostro, el olor del sudor le picaba la nariz.
«Ah, kabe-don» Satori pensó mientras recordaba una escena que había visto el día anterior en un dorama. Después, su compañero le besó.
Satori, con la escasa experiencia de una ocasión pasada y las consecuencias que ésta había traído, tomó la rápida decisión de corresponder e imitar. Le dejó hacer lo que quiso e incluso, cuando el otro usó su lengua, copió el movimiento. No le empujó, mucho menos le reclamó.
Cuando su senpai se alejó —ahora recuerda, ese día era el último que el otro chico asistiría al club—, evitó la mirada de Satori y con un «creo que ya hemos terminado aquí. Gracias, Tendo-kun», se despidió. Después, si Satori llegaba a encontrarse con él en los pasillos, éste le ignoraba. No dolía, se decía, era algo a lo que ya estaba acostumbrado.
Su libreta de notas está en blanco, lo que le devuelve al momento presente, al reemplazar un instante el recuerdo con el pensamiento de la gran probabilidad que tiene de leer el libro otra vez. Compara pasado, presente y novela. Da vuelta al lápiz en su mano al igual que el recuerdo da vueltas en su cabeza. Ahora que lo piensa y analiza bien, no sintió nada, ni una alteración en su ánimo o emoción de algún tipo. Ni siquiera con ese «beso francés» que, leyó en algún lado, se supone deben ser eróticos y sólo se le figuró eterno.
—Oye, Wakatoshi-kun —llama. Su amigo deja de escribir en ese instante para enfocarse por completo en él—. ¿Alguna vez has besado a alguien?
Wakatoshi le observa por dos segundos exactos. A pesar de que la mayoría de las personas crea que Wakatoshi es impasible, Satori es capaz de reconocer la sorpresa en el rostro del otro. Es una pregunta que nadie jamás hace, de temas que casi nunca discuten. Tres segundos de silencio después, Wakatoshi al fin responde.
—No —es una respuesta honesta y directa, como siempre lo son las respuestas de él.
—Quería pedir tu opinión porque no sé qué poner en el reporte, pero no has besado a nadie —Satori se queja, es lo único que se le ocurre hacer.
—¿Y tú, Tendo? ¿Has besado a alguien?
La pregunta de Wakatoshi resuena entre ellos; después, se disuelve en el silencio. Satori se estremece, debió suponer que ese sería el complemento de la negativa. Al principio no quiere contestar con la verdad, pero si hay algo que es capaz de sentir, es culpa al estar mintiendo de manera constante a su mejor amigo.
Mira hacia el techo y confiesa.
—Mmm… no, no he besado a nadie.
Al menos no por iniciativa propia, dice para sí. Satori se voltea hacia Wakatoshi y nota algo en ese rostro por lo general imperturbable. Es una pequeña arruga que delata su incredulidad. Satori no sabe por qué si él es honestidad pura cuando se trata de Wakatoshi y las conversaciones que mantienen. Repite las palabras que ha dicho, esta vez en su mente, y repara en que no fue del todo honesto. Está omitiendo detalles; Wakatoshi se ha dado cuenta de ello. Ah, ahí está ese sentimiento de culpa.
—Ah —dice con una emoción que no puede identificar, fingiendo que es un detalle que acaba de recordar, algo que no está muy lejos de la verdad—, pero sí me han besado. No se siente nada, Wakatoshi-kun, nada. Por eso te pregunté sobre ello. Las películas y los dramas, y parece que también los libros mienten sobre eso.
Wakatoshi se mantiene en silencio, luego retoma su escritura. Satori lee desde el principio una vez más.
Un día flojo, de esos en los que parece que su memoria no va a jugar con él —tiene un buen presentimiento—, se le ocurre invitar a Wakatoshi, Reon y Semi a comer. Wakatoshi asiente; Reon rechaza la invitación, explicando que no puede ir con ellos porque tiene un compromiso familiar. Aunque Semi al principio duda en acompañarlos, decide hacerlo después de que Satori comienza a decir cómo es comprensible el avergonzarse para salir en público con ese suéter morado tan horrible que Semi lleva puesto. Por supuesto, eso obtiene la reacción esperada: Semi se enoja y los acompaña, diciendo que Satori debe pagar lo que él coma, una retribución pequeña por haberle ofendido. Satori responde que sí, ese era su plan desde el principio.
El lugar es cálido, se siente cálido. Satori cree que es del tipo de lugares que tienen una sensación a hogar. Él no conoce lo que es eso, pero la atmósfera dista de la que siempre hay en su casa, con su familia. En este lugar el dueño siempre lo saluda con afecto y, aunque al principio se mostró reacio a pensar que así fuese el anciano, con el ir y venir de los diferentes clientes se dio cuenta de que esa era la verdadera personalidad del hombre. Esta ocasión no es diferente y también saluda, alegre, a Wakatoshi y a Semi.
Este pequeño restaurante, vóleibol y los dormitorios del Shiratorizawa son lo único que Satori está dispuesto a asemejar a un hogar.
—Hola, Tendo-kun. ¿Qué van a comer tus amigos?
La mesera es hija del dueño. Es una muchacha un poco mayor que el propio Satori e igual de amable y cálida que su padre. Nunca le pregunta qué va a comer, ella ya sabe qué tipo de ramen es el que Satori prefiere.
—El ramen de aquí es delicioso —Satori dice a los otros dos. Está ansioso y emocionado, quiere que prueben una de sus recomendaciones.
Wakatoshi asiente y deja que Satori escoja el tipo de ramen que él quiere que pruebe. Wakatoshi es de ese tipo, del que permite algunas imposiciones de las personas que él decide. Semi, por otro lado, el tan irritante Semi que no puede quedarse sin venganza contra Satori, pide tsukemen.
Satori entrecierra los ojos, acusándole con la mirada. No se queja en voz alta porque no quiere ser reprendido por el anciano ni por Wakatoshi. El descarado de Semi, cuando la chica se va a entregar sus órdenes, le sonríe. Es en ese instante que Satori pierde la paciencia.
—Eita-kun —pronuncia el honorífico con fuerza—, te traje a comer ramen.
—Sí, lo sé.
—Entonces, si te traje a comer ramen, ¿por qué pediste tsukemen?
La maldita sonrisa de Semi se hace más grande, pero no dice nada; Satori se enoja, Wakatoshi ni se inmuta.
—Dime, Wakatoshi-kun, ¿por qué no pide ramen?
Su amigo parece pensar en darle alguna respuesta que pueda convencerle, cuando Semi les interrumpe.
—Voy al baño —Semi dice y se va. Satori le ve preguntar algo a la mesera y a ella señalar el lugar en el que está el baño.
Cuando Semi vuelve con ellos, Satori sigue preguntándose —y quejándose con Wakatoshi— cuáles son las ventajas del tsukemen para preferirlo al ramen que pidieron y, por supuesto, sigue molesto.
La mesera regresa con ellos y les lleva su pedido. Al ver los platos con sumo detalle, Satori se sorprende cuando nota que en ninguno de ellos hay tsukemen. Ve, con ojos muy abiertos e incrédulos, el plato de ramen que yace frente a Semi mientras éste pronuncia un «gracias».
Satori quiere preguntar por qué, pero las palabras se quedan atascadas en su garganta. Se remueve en su asiento y está seguro de la expresión que tiene su propio rostro. Semi observa su comportamiento y, antes de tomar bocado, responde la pregunta muda.
—Cambié de opinión.
Ah, piensa Satori, fue cuando habló a la mesera. El «itadakimasu» de Semi es casi un susurro, pero a oídos de Satori, resuena como si lo hubiera gritado.
—Oh, tenías razón —Semi esboza una sonrisa—. Está delicioso.
De repente, el suéter morado y feo de Semi ya no le parece tan feo.
Con el paso del tiempo, Satori se ha convencido de varias cosas. La primera de ellas es que jugar en los lugares donde hay cosas bonitas y frágiles no es buena idea; la segunda es que el besar no es nada a como lo pintan en los programas de televisión y no es algo que quiera hacer. La tercera, más simple, es que, aparte de contadas excepciones, no hay nada con lo que pueda decir «quiero hacer esto». La cuarta, no tan simple, es algo que aún no alcanza a comprender del todo. Por qué aquel color que siempre ha asociado a algo intocable y fuera de su alcance es usado por Semi fuera del ámbito escolar.
El suéter feo que utilizó cuando fueron a comer ramen es reemplazado por otro, más grueso y más grande, menos feo esta vez e, igual, de color morado.
Satori siente que han pasado minutos desde que llamó a la puerta del dormitorio y Semi apareció detrás de ella como si nada. Su sorpresa inicial ayudó a que su percepción sienta que el tiempo se ha congelado, cuando sabe muy bien que es un truco de su mente y en realidad sólo han sido pocos segundos.
—Sólo quiero que sepas…
Satori tiende el libro prestado y deja la frase inconclusa, esperando a que el otro haga lo suyo. Semi frunce el ceño y desvía la mirada, piensa por un instante hasta que sonríe, lleno de confianza.
—Que es tarde.
Satori se decepciona.
—No, Semi-Semi. Es «quién soy». «Sólo quiero que sepas quién soy». Como la canción.
—¿Y cómo se supone que sepa que estás hablando de una canción? —Semi reclama y toma el libro, es un poco brusco en su acción. Deja la puerta abierta y se adentra en el dormitorio.
Satori sabe que aquello es una invitación que puede rechazar, pero la toma, porque así le dicta su corazón. «Debes seguir fastidiando a Semi, en venganza del ramen», piensa.
—Siempre te digo que completes la canción, Semi-Semi. Nunca es una frase cualquiera, siempre una canción.
—Ya —dice desinteresado. Después, algo en su mirada cambia y sonríe. A Satori le recorre un escalofrío—. Entonces, ¿qué te pareció? ¿Ihara? ¿Te ayudó?
—Son historias sencillas —repite lo que pensó con anterioridad, sin parpadear, seguro de sí.
Los labios de Semi borran la sonrisa y se transforman en una línea recta. Después, en cuestión de centésimas de segundos, Semi vuelve a sonreír, pero no se detiene ahí. Ríe a carcajadas, un estruendoso sonido que le hace doler el estómago y derramar unas cuantas lágrimas. Satori le ve incrédulo hasta que se va tranquilizando. Sus ojos rojizos de demonio siguen los dedos pálidos de Semi y la delicadeza con la que estos quitan los rastros de lágrimas de sus ojos.
Semi abre la boca para decir algo solo para volver a reírse como un loco. Satori comienza a pensar que Semi es un idiota.
—Lo siento —dice—, pero de todas las cosas que imaginé, no pensé que dirías eso.
—¿Acaso piensas, Semi-Semi?
—No tientes tu suerte —comenta sin veneno en la voz, con la sonrisa de vuelta a sus labios—. Entonces, supongo que no quieres leer la segunda parte.
Eso llama la atención de Satori. Desvía la mirada de Semi hacia el pequeño librero, buscando el título del que le está hablando. Lo encuentra. Satori sonríe, es una sonrisa de esas, amplias, de las que solo los demonios como él suelen hacer; extiende la palma de su mano sin decir ni una palabra más.
Minutos más tarde, Satori abandona el dormitorio de Semi con un nuevo libro bajo el brazo.
Cuando dan la noticia de que Shirabu reemplazará a Semi como titular, el gimnasio se queda envuelto en un silencio incómodo. No es secreto que Semi está ahí por una beca, todos lo saben —aunque nadie va expresándolo en voz alta—, y las consecuencias que ese cambio puede ocasionar son graves. Semi, sin embargo, sorprende a todos al aceptar la decisión de Washijo, sin replicar ni titubear en sus palabras o en su mirada.
Más tarde, después de la práctica, Satori llama a la puerta de Semi para devolver el segundo libro prestado y tarda mucho más tiempo fuera de la habitación, a diferencia de la ocasión anterior. Se escucha ruido adentro y Semi pide que espere unos cuantos segundos. Cuando la puerta al fin se abre, lo que le recibe es un Semi despeinado, con los ojos rojos y el ceño fruncido, ataviado con el mismo suéter morado y feo que Satori ahora clasifica como «no tan feo».
—¿Estabas llorando, Semi-Semi?
Satori dice sin delicadeza antes de que el otro siquiera pregunte el motivo por el que está afuera de su dormitorio. Aunque no es difícil de adivinar, incluso para alguien que no es un monstruo de la adivinación. Semi suspira.
—No, estaba haciendo un ensayo y me quedé dormido —cubre un bostezo con una de sus manos, lo que refuerza su declaración.
—Oh.
—Sí, ¿vas a pasar o no?
Semi se hace a un lado, igual que la vez pasada. Satori le sigue; nota un diccionario y el libro de inglés abiertos sobre el escritorio, la silla está desacomodada, y de los audífonos se escapan unos cuantos guturales. Reconoce esa canción en seguida, es de los grupos favoritos de Semi. No toma mucho para que Satori deduzca que el armador está deprimido, pues Semi solo escucha a ese grupo sin parar cuando no está «de humor».
—No digas nada —Semi habla. Su voz se escucha ronca.
Satori considera si es porque ha despertado hace nada o porque está molesto.
—No iba a decir nada.
—Más te vale.
Semi no está de humor, decide. Así que decide hacer la devolución a la que vino. Extiende el libro; pero, antes de que Semi lo tome, Satori lo aleja de él y condiciona la entrega a que finalice la oración.
—Y no quiero que el mundo...
—¿Muera?
Aunque a estas alturas ya debería estar acostumbrado, la respuesta de Semi es otra decepción que permite que se muestre en su rostro. Pone el libro con fuerza en aquella mano extendida mientras sonríe.
—No, Semi-Semi. Es «me vea». Pero esta vez te perdonaré porque estás decepcionado.
El muchacho toma el libro de mala gana y lo devuelve con cuidado al estante, justo al lado del anterior. Después, se dispone a arreglar el desorden en su escritorio, colocando las tapas a los bolígrafos, cerrando libros y cuadernos. Satori le ve sin decir palabra y sin intervenir. Luego, Semi toma el control de la consola de juegos y se lo tiende a Satori, formulando una pregunta con sus ojos.
Satori abre los ojos un poco, sorprendido, pero acepta la oferta. La sorpresa aumenta, así como la dicha, cuando nota que lo que jugarán es uno de los últimos de Naruto, con gráficos excelentes y sistema de combate propios de una consola de nueva generación. El modo «historia» comienza y Satori se encarga de la primera batalla, Semi de la segunda. Se turnan el mando por un rato antes de que Semi se relaje —y despierte— por completo.
—¿Qué te pareció? El libro —Semi añade. No hacía falta, Satori ya lo había adivinado.
—Son historias sencillas —responde por falta de elocuencia en ese momento; al mismo tiempo, esquiva a un enemigo, la dificultad aumenta de manera considerable si lo compara con el anterior—. No entiendo qué tiene de especial.
Semi le observa muy atento a él, a sus gestos, ademanes, incluso a las palabras que puedan abandonar sus labios. Procede, entonces, a explicarle que se trata de romance en apogeo, en la juventud del primer amor, donde la belleza de los protagonistas está en flor, todo en su punto más alto antes de marchitarse con el tiempo. Escrito así, menciona, ese florecer perdura mientras haya una persona que esté interesada en leer.
Satori no lo entiende. Sabe que esas cosas existen, que la atracción y el romance es algo que debería haber experimentado al menos una vez; pero Satori está roto, es un demonio que, si no puede tener el amor de sus padres, no merece nada más. Tal vez es un precio que tiene que pagar por alejarse de su casa y obtener cualquier cosa que se asemeje a la libertad.
—Ya veo —pronuncia su mentira.
Semi ríe y le responde:
—Ya lo entenderás.
Semi trabaja duro. Es por ello que, al verlo, Satori no cree que la acción desencadene otro de esos recuerdos que tanto ha llegado a odiar; pero lo hace, porque así es su suerte.
Estaba en su casa en aquella ocasión, yendo de puntillas, de habitación en habitación, escuchando el crujir de los muebles y del piso de madera, deteniéndose cuando la madera se quejaba para enfocarse, esta vez, en pasos apresurados y ajenos por el corredor. Movió los dedos de los pies, contento por el par nuevo de calcetines que compró con el dinero —suelto y que no era de trampa— que encontró. Le ayudaban a moverse en silencio por la casa y a robarse comida de la alacena sin que se dieran cuenta.
Cuando los pasos se escucharon cercanos y, más aún, las voces aumentaban de volumen, abandonó la cocina sin pensarlo dos veces. Corrió y subió de dos en dos los escalones que le guiaban hasta su habitación. Pero, casi al final de la escalera, cuando estaba a punto de considerarse victorioso, un paso en falso le hizo caer. Su rodilla se golpeó en el escalón y, aunque quiso llorar, se levantó rápido. Como pudo llegó a su habitación, el televisor seguía con el partido de vóleibol, tal como la había dejado, así que actuó como si estuviera viéndolo, como si no se hubiera movido de ahí.
Si su madre notó su cojera, no pronunció palabra sobre ello. Satori se felicitó mientras pensaba que un día sería libre para dejar de adivinar qué dinero era trampa y cuál no, de observar con cautela las grietas en los muebles, de aprender los sonidos de la casa y la forma en la que podía usarlos a su favor.
Al verle moverse por el gimnasio, esforzarse como nadie más está haciendo, Satori recuerda aquella «lección» que Semi le dio. Le ve y piensa sobre esa belleza en flor, en la juventud que sin duda se marchitará en unos cuantos años. Satori cree que esa es una de las ideas que permanecen en la mente de Semi, que es por ello que practica y se enfoca en el «ahora o nunca»; también ha tenido esta última idea, pero aplicada a una situación y contexto diferentes.
Semi, de forma súbita y desafiando sus patrones de conducta que Satori se ha dedicado a adivinar, realiza un nuevo movimiento que deja perplejos a él, al Capitán Ushijima y a Washijo-sensei. Semi ríe y festeja con su puño en el aire.
Satori no puede evitar pensar que Semi representa, en esos momentos, la libertad que el propio Satori siempre ha querido tener.
Tendido sobre la cama, Satori no puede dormir. Ya lo ha pensado y dicho, en voz alta y para sí, que su cerebro —en especial su memoria— se está encargando de hacer que su juventud en flor se marchite antes de tiempo con todos esos recuerdos que no pidió, mucho menos quiere recuperar. Se puede perdonar el que le ataquen durante el día, cuando está consciente; pero no cuando lo hacen mientras duerme.
En la oscuridad, recién despierto de forma abrupta, tararea aquella canción con la que ha estado fastidiando a Semi desde hace tiempo; es un intento para tranquilizarse. Repite las palabras en su mente, evoca la melodía, se concentra en ella. Una de sus frases reza que todo está hecho para romperse; Satori piensa que las personas no son una excepción.
Harto de que su método no funcione, y con la cautela y agilidad que podrían rivalizar a la de un gato, abandona su cama y se escabulle del dormitorio. Se siente encerrado a pesar del amplio espacio. Se ve en la necesidad de huir, de tomar aire fresco, alejarse lo más pronto posible de sus pesadillas. Camina presuroso sin detenerse hasta que el cielo oscuro y lleno de estrellas le inunda la vista.
Distingue algunas constelaciones, de esas que siempre vienen como ejemplos en los libros de texto que le aburren. No aparta la vista de su titilar. Una ligera brisa le recibe, encargándose de traerle de vuelta a su realidad presente, aquella que puede tocar y oler, no a la pasada que su mente le quiere recordar a pesar de haberla olvidado por razones cualesquiera.
¿Será un sueño?, se pregunta, ¿será otra jugarreta de su mente?
No puede evitar temblar mientras recuerda la clara sensación de opresión en su garganta. De tener que ver el rostro de su padre, deformado por el enojo, mientras demostraba que sus manos eran capaces de hacer mucho daño, rodeando el cuello de Satori, apretando cada vez más para cortarle la respiración y que así dejara de vivir. Recuerda gritar «me lastimas», «no, por favor», y otras cosas más que no sirvieron para detener a su onírico padre… agradece que esas súplicas no se escucharan fuera del sueño y no despertaran a nadie más.
—Fue un sueño —dice en voz alta, seguro de ello. Aún quiere confiar lo suficiente en su cerebro como para creer que eso no es un recuerdo.
Sus dedos pasan ligeros y suaves por su cuello, conscientes de los fragmentos de la pesadilla anterior. Su cuerpo tiembla. Sus ojos se enfocan de nuevo en lo despejado que luce el cielo, en las estrellas brillantes que lo adornan. Le mantienen a salvo, con los pies sobre la tierra.
—¿Tendo?
Aunque escucha su nombre —dicho con curiosidad y preocupación— Satori no voltea para ver el rostro de Semi, sigue quieto, sin despegar sus ojos de las estrellas.
—Oye, Tendo —una pausa—, ¿estás bien?
Una ráfaga de aire les abraza y Satori tiembla. Recién es consciente de lo empapada que está su playera gracias al sudor, de lo desordenado que debe verse su cabello, de lo mucho que le arden los ojos. Antes de responder sabe que su voz se escuchará extraña, así que se aclara la garganta —la siente seca, adolorida— y responde que está bien. Su voz se mantiene estable, su respiración ya ha vuelto a la normalidad.
Semi da un paso hacia él. Es obvio que no se cree su respuesta, pero después de que el propio Satori de un brinco apenas perceptible, se detiene. Semi se queda clavado en su lugar, duda en moverse y no hace falta que Satori aplique sus técnicas de adivinación para saber que es así.
Satori, en cambio, comienza a relajarse. Cierra los ojos y alza los brazos hacia el cielo. Sonríe. Absorbe los sonidos y los olores a su alrededor: el de la noche, el viento, el leve crujir que las hojas hacen con cada paso que Semi da para acercarse a él.
Después de varios segundos —o minutos, ahora mismo no está interesado en ser exacto con el tiempo—, Satori se pregunta qué es lo que hará Semi. ¿Le dará un regaño? ¿Un golpe? ¿O le dará un abrazo? Siente que en estos momentos anhela el contacto que tanto ha rehuido durante los últimos años, quiere que alguien más aparte de Watakoshi le comprenda, porque Wakatoshi siempre parece entender y está cansado de depender de su amigo para todo. Otra parte de él no desea que Semi le toque siquiera con las yemas de los dedos, quiere que se aleje y le deje solo, tal como siempre ha estado. Satori se burla de sí mismo, de la contradicción que personifica en estos momentos. Su lógica y elocuencia se han ido al carajo.
—Olvídalo. No estoy bien, Semi —dice con tono de burla.
Semi se le queda viendo, incrédulo. Satori no se había dado cuenta hasta que se encontró bajo tal escrutinio, pero se siente diferente a hace minutos, cuando escapó de su habitación. Semi sigue observándolo, después le da un golpe en el brazo.
—Mentiroso.
La respuesta de Satori es una verdad disfrazada de mentira que sólo Semi puede ver. Satori no admitiría su debilidad ante el otro, porque es Semi, porque se juró que después de Wakatoshi nadie le vería ser débil. Aunque, ahora que repite la palabra «mentiroso» en su mente, siente que le queda muy bien. Porque es verdad, ahora que Semi está ahí afuera, con él, sin preguntas y sólo brindando su compañía, su expresión y emociones cambiaron, ahora se encuentra bien. Siente que al fin respira y recupera un poco de su normalidad.
Semi se quita una sudadera —desgastada por el uso y el paso de los años—, morada también. Satori se pregunta si el morado es el color favorito de Semi, si es por el uniforme que se esforzó para asistir a Shiratorizawa. No le da tiempo de fastidiarlo con eso, pues Semi le ordena que se quite la playera que lleva puesta. Satori sonríe, decide molestarle con eso.
—¿Qué dices, Semi-Semi? ¿Me quieres ver desnudo? No esperaba eso de ti.
Semi abre y cierra la boca, incapaz de decir algo. Respira profundo y, aunque quiere mantener la compostura, se avergüenza.
—No, idiota. Tu playera está llena de sudor, te enfermarás si sigues con ella.
Semi le tiende su sudadera y Satori, tras ver la incomodidad creciendo cada segundo en el otro muchacho, se apiada de él y obedece. La playera se siente pesada entre sus manos y el suéter morado le queda un poco grande (aunque menos que a Semi). Es cálido y tiene rastros sutiles de la colonia que Semi usa.
No despega los ojos de las estrellas, pero es consciente de la presencia de Semi, acercándose. Llega junto a él y le agarra de una de las mangas de la sudadera, sin tocarle la piel. Le lleva a rastras hasta un lugar en el que pueden sentarse, pero Semi le sorprende más cuando le deja ir y se recuesta sobre el pavimento. Cruza los brazos bajo su cabeza —un patético intento de almohada— y se mueve varias veces, probando la comodidad que puede obtener. Una vez que está satisfecho con su posición, nota que Satori no se mueve de su lugar.
—¿Qué? ¿Quieres volver al dormitorio? —pregunta. Para personas que no le conocen, Semi podrá escucharse brusco y grosero, pero Satori sabe que lo pregunta con incredulidad.
Satori, entonces, recuerda su pesadilla. Sus dedos pasan por su cuello una vez más y Semi, aunque sigue el movimiento, no hace comentarios al respecto.
—No —responde, honesto. No quiere volver, teme que la pesadilla se reanude si regresa a dormir ahora.
—Bien.
Semi señala con sus ojos el lugar vacante a su lado, una clara invitación para sentarse o acostarse a su lado. Después de ello, clava la vista en el cielo y no la aleja de ahí. Satori se pregunta en qué momento dejó que Semi le diera órdenes, pero está cansado como para ponerse a pelear con él, así que esta vez se deja llevar.
Contemplan las constelaciones. Semi recita algunos nombres y Satori no pierde de vista el tenue titilar a millones de kilómetros o años luz de distancia.
—¿Por qué sabes tanto de estrellas?
Semi duda un poco antes de responder; tal vez se anima a hacerlo porque los ojos de Satori permanecen casi ocultos por una cortina de cabello rojo.
—No te vayas a reír… —hace una pausa y, avergonzado, continúa: —quise impresionar a una chica y, bueno, no salió como lo esperaba.
—Mmm.
Satori resopla y alza unos cuantos cabellos de su flequillo. Claro que no se burla de Semi —al parecer esta noche es una de esas noches en las que se ha prohibido molestar a los demás—, ni lo hará, porque es algo que Satori desconoce. Nunca se ha sentido atraído a alguien y tampoco ha querido a alguien. No ha vivido la atracción ni querer que Semi y sus libros expresan.
—Bueno —Satori dice después de un momento de silencio, sus dedos juguetean con un mechón de su flequillo—, ella se lo pierde.
Algo cambia. Semi se queda muy quieto y callado, esperando escuchar a que Satori diga otra cosa; pero él ya no tiene más que decir, sólo quiere estar despierto el tiempo suficiente para olvidar su pesadilla y regresar a dormir, con suerte tendrá un mejor sueño o una pesadilla menos intensa que la anterior.
—Gracias.
La voz de Semi es un susurro muy audible en la noche. A pesar de que Satori no le ve en ese momento, puede sentir la mirada de Semi alejarse de él y posarse de nuevo sobre las estrellas. «No tienes que agradecerme nada», quiere confesar, en cambio deja salir:
—¿Cómo se llama aquella?
Señala una estrella. Semi estudia las que están alrededor de la que Satori apuntó y revela el nombre.
Más tarde, cuando Satori se nota más tranquilo y está a punto de volver a su personalidad y manías normales en él, deciden volver al dormitorio. En silencio, se apresuran a llegar al de Satori —el más cercano—. Abre la puerta con cuidado y ambos se asoman, sobresaltándose un poco al escuchar los ronquidos del compañero de Satori.
—Descansa, Tendo —Semi dice y no vuelve a su dormitorio hasta que Satori cierra la puerta.
Las pocas horas que transcurren antes de que suene su alarma, Satori sueña con un cielo lleno de estrellas, Semi y un viejo suéter color morado.
Si bien desde aquella ocasión no ha tenidos sueños desagradables —sólo sueños, porque los recuerdos siempre vienen—, Semi y él forman una especie de ritual, tan parecido y tan diferente al que tiene con Wakatoshi. Con éste, la convivencia es al salir, después de las prácticas o en las tardes a comprar helado, pudín o el número nuevo de la Jump mientras Satori habla de lo que se le ocurra, sin parar, con una intervención casual por parte de su amigo. Algunas veces, muy raras y contadas, Semi los acompaña. En esas ocasiones, el tiempo se convierte en una vivencia de los tres.
Con Semi, los momentos son por las noches, cuando las estrellan brillan en lo alto y son muy visibles o están ocultas por nubes grandes y oscuras. Entre ellos hay silencio, en ocasiones roto por Semi cuando las constelaciones cambian de lugar o cuando no es una estrella sino un planeta lo que se ve. Son un arrullo, un consuelo para Satori, quien se siente en calma, sin ganas de interrumpir a Semi y con deseos de que continúe hasta que el propio Satori se aprenda los nombres de todas las estrellas y constelaciones que Semi conoce. Después de la lluvia de nombres, de compartir una anécdota cada uno —Semi comparte retazos de su vida y su familia; Satori comparte vivencias escolares, la mayoría con Wakatoshi presente— y de un silencio acogedor, se retiran a los dormitorios, Satori siempre primero, cerrando la puerta ante un sonriente Semi que le da las buenas noches.
Después de repetir aquello durante meses, Satori se da cuenta de que no está tan defectuoso como pensaba. Es tan ligero, apenas un cambio notorio en su corazón por lo general desbocado que tiene que planteárselo varias veces.
La primera vez se dice que es mentira, que está pensando mucho las cosas. Semi no le gusta, jamás lo haría, sino que sus ansias porque llegue la noche se debe a la tranquilidad, a dormir sin pesadillas y a que sus sueños se vean plagados de recuerdos con el equipo del Shiratorizawa; a sentirse rejuvenecido después de despertar cada mañana y a pensar que el día será perfecto a pesar de todos los regaños que Tanji-kun pueda darle.
La segunda vez se dice que Semi le gusta, pero es el gustar con el que suelen referirse a los amigos. Se dice que sólo es un buen chico al que disfruta fastidiar porque siempre reacciona ante todo lo que Satori hace, y eso incluye completar de forma errónea todas las canciones que le recita, en especial las últimas que ha inventado. A veces esto le da risa; otras, le frustra y, en muchas otras más, se pregunta cómo es que Semi tampoco se harta de él.
Lo niega una tercera —en la que su corazón, muy nervioso antes de regresar a casa por las vacaciones, se tranquiliza después de verle sonreír—, cuarta —cuando se quedan hasta tarde respondiéndose los mensajes por LINE— y quinta vez —cuando lo vuelve a ver, después de las vacaciones—; pero a la sexta, cuando otro recuerdo le golpea, se queda sin saber cómo proceder.
Sucede cuando están bajo las estrellas, Semi le está contando sobre su fase corta y temprana de querer ser mangaka, con el entumecimiento de la mano izquierda de Satori por tanto apoyarse en ella. La mueve para que la sensación se aleje, pero no se da cuenta y se apoya sobre un pequeño cristal que se incrusta en su mano.
Las manos de su madre estaban bajo la mesa, sobre su regazo, una cubriendo a la otra. Su figura delgada se mostraba en una posición de rectitud y elegancia, de porte orgulloso ante su familia. A su derecha, se encontraba Satori; a su izquierda, su padre, el señor Tendo… el verdadero Tendo-san.
Satori estaba aburrido. No le interesaban las cosas que los adultos pudieran hablar y, de cualquier forma, sus padres no permitirían que escuchara algo. Así que optó por ver a su alrededor, observar los pequeños detalles de la casa de sus parientes. Las cortinas lujosas y de color rojo, amarradas con una cuerda de color dorado. La fina porcelana que una vez perteneció a su abuela, decorada con rosas rojas pintadas a mano, en la que les sirvieron el té verde que le supo horrible y amargo. La ropa impecable y perfecta, sin ninguna arruga visible, que cada uno de sus primos vestía.
Una de sus tías notó lo que hacía y Satori, quien pensó que sólo se trataba de un juego, le devolvió la mirada sin parpadear pensando en que así ganaría. La mujer —en nada parecida a su padre—, se estremeció y fingió que su esposo le llamó la atención, no quiso admitir que perdió un simple e inocente juego de «no parpadear» con un niño. Sin embargo, Satori aprendió que, en el mundo de los adultos, es imposible que un niño gane un juego que sólo es para los grandes.
Su madre le dirigió una mirada de soslayo antes de que, sin aviso previo o advertencia, sus uñas se clavaran en el dorso de la mano pequeña, la izquierda, dejando una delgada marca rojiza que se parecía a la luna. Satori apenas si brincó cuando sintió el dolor y de sus labios escapó un pequeño gemido que ahogó tan rápido como pudo.
—Compórtate.
La mano delgada de la mujer regresó a su antigua posición, como si nunca se hubiese movido. Satori bajó la mirada. Notó su mano temblorosa y recordó cuando pintaba con acuarelas y el color parecía derretirse sobre el papel. La marca en forma de luna se asemejaba a un boceto; su mano, el papel; y, la sangre, era el color que se desdibujaba, lento, sin detenerse.
Satori observa su mano ahora, el cristal incrustado, la sangre que sale de la herida. Nota a Semi a su lado, tratando de abrir una botella de agua y murmurando que deben ir al hospital cuanto antes. Es esto lo que le saca de su trance.
—Tranquilo, Semi-Semi. Esto no es nada —su tono carece de preocupación, a estas alturas ya se ha acostumbrado a las heridas y al dolor.
Semi le mira, incrédulo. De cierta manera, Satori le entiende. Semi no debe estar acostumbrado a ocultar todo, a cubrir sus heridas ni esconder las cosas que ha utilizado para curarlas; tal vez no sabe diferenciar entre las cosas que puede tomar o las trampas que antes le hacían dudar.
Satori toca el cristal con las yemas de los dedos, lo reconoce. Nota la carencia de los bordes usuales, aquellos que indican que el cristal se romperá. Sin un segundo más para pensarlo —porque es el monstruo de las adivinaciones, ya sabe cómo terminará todo— saca el cristal de su mano, ante el horror grabado en los ojos y rostro de Semi. Sin embargo, Satori no deja de pensar que Semi es bueno —idiota, pero bueno— y desconoce muchas cosas, como que prefiere ese tipo de dolor al que viene acompañado con sus recuerdos, o el que le deja con una extraña opresión en la garganta y le impide respirar con normalidad.
Satori se trata la herida como siempre lo ha hecho, con brusquedad, pensando en cómo ocultarla, ya no de sus padres, sino del entrenador, del equipo entero.
Pero hay un detalle. La sugerencia de Semi por ir al hospital se vuelve a presentar; Satori la rechaza porque no es gran cosa, porque se curará sola, porque a lo mejor deje una marca y ese será el único vestigio que quede de que algo estuvo mal esa noche.
Así se lo dice a Semi, quien le toma de la muñeca y le lleva hacia los baños. Satori se deja hacer, prefiere centrarse en la figura de su compañero —¿ya le puede llamar amigo?—, en la forma de su espalda y el estrés al que se ve sometida, la rigidez de los hombros, lo cálido de su mano. A pesar de que Semi se mantiene en silencio, es imposible que oculte del todo el temblor que tiene su mano, porque Satori lo ve todo para adivinar y su suposición indica que Semi está tratando de tranquilizarse.
En el baño, la luz les enceguece por unos segundos. Después, Semi revisa la herida mientras el agua se lleva consigo todo rastro de sangre que puede. El toque es cuidadoso, delicado y, por primera vez en su vida, Satori experimenta un miedo diferente al que siempre sintió.
Su primer pensamiento es que no merece la atención que le brindan. No merece las caricias suaves que tocan su mano, mucho menos las palabras de preocupación que abandonan los labios de Semi. Un calor no deseado le recorre desde la boca del estómago y sube hasta su cabeza —donde se asienta— y el hormigueo que empieza a sentir se hace más potente con cada toque, con cada segundo.
Semi le hace prometerle que, tan pronto como llegue a su habitación, deberá ponerse alguna gasa o venda, lo que sea con tal de proteger su herida, que no se le infecte y demás. Satori quiere regresar a la comodidad de antes, al momento bajo las estrellas en el que el tiempo no parece avanzar, aquel en el que no siente nada de miedo, sólo tranquilidad. En cambio, Semi tiene otros planes, pues le ordena que vaya a descansar; su cuerpo lo necesita, dice, y aunque no lo menciona es obvio para Satori que Semi no quiere arriesgarse con el corte en la mano.
Satori se deja guiar hasta su habitación, la mano de Semi tiene un agarre firme sobre su muñeca del cual no se quiere soltar. Es bueno, piensa, que sean altas horas de la noche, que su flequillo oculte sus ojos y las emociones en ellos, que no se vea lo mucho que trata de convencerse que no debe temer a Semi, a su extraño afecto y la calidez de su toque.
Tal vez Semi crea que lo agitado de su respiración se deba a que la emoción de que aquel pequeño incidente ha pasado y que la frialdad de su mano es una consecuencia de ello.
Cuando llegan a su habitación, con los ronquidos de fondo siempre presentes, Semi le desea buenas noches mientras sus ojos no se despegan de su mano unos cuantos segundos. Después, sonríe; pero no hay felicidad alguna en ese gesto, no es necesario ser un gran adivinador para saberlo.
Satori corresponde a la despedida para después cerrar la puerta y suspirar. Es en ese momento, cuando Satori nota lo acelerado de su corazón, que se siente aliviado y todavía más aterrado.
Los días transcurren y no hay uno de ellos en el que Satori se cuestione si lo que está haciendo y sintiendo está bien cuando, hasta hace poco, se creía alguien sin la capacidad de querer, así como no pasa día en el que no piense «por qué». Hasta ahora, la única respuesta que tiene para sí es una lista de cualidades que muy poco tienen que ver con el aspecto físico de Semi y más con las características de su personalidad que ha podido descubrir de él, dentro y fuera del gimnasio.
Sin embargo, después de pensarlo por horas en una tarde libre del club, Satori llega a una conclusión: Semi es libertad.
Va de aquí a allá, estudia y se esfuerza porque así lo quiere, no porque se vea obligado a ello —aunque Semi diga lo contrario y ponga la beca como excusa, Satori sabe que es así—. En sus tiempos libres lee lo que quiere, el género que más le apetece en ese momento. Escucha música —de esos grupos de visual kei—con ayuda de una bocina o auriculares, saltándose algunas canciones o repitiendo otras; investiga, ansioso, sobre estrellas y nombres que más tarde comparte con Satori para que ambos las busquen en el cielo nocturno, ya sea que finjan o no el haberlas encontrado.
Lo nota en la manera que habla a sus compañeros y en las escasas ocasiones que le ha escuchado conversar con sus padres. Es libre de hacer y de ir cuanto quiere y, porque lo es, decide esforzarse para seguir en el equipo, aunque sea como suplente.
Semi Eita es un aliento de aire fresco para alguien que ha estado ahogándose toda su vida. Gracias a él, a todas esas noches bajo las estrellas, Satori también siente que es libre y puede respirar.
Por mucho que le cueste olvidarse de que Semi encarna la libertad, lo que Satori no logra alejar es el deseo de que no se convierta en una ilusión, en una copia. No quiere que esa libertad sea encadenada por sentimientos que no deben decirse, por lo que sea que Satori siente.
Los días transcurren y, cada uno de ellos, Satori calla. Guarda todo para sí, porque a diferencia de su habitación en la casa de sus padres y a pesar de que Shiratorizawa se siente como un hogar, no hay un lugar que pueda decir que no pertenece a nadie más que a él.
Satori se pregunta si esto es un castigo por romper un jarrón plateado caro, por estropear las flores bonitas, moradas y preciadas. ¿En qué momento exacto empezó?, se pregunta, pero no hay respuesta clara, un día le fue imposible seguir viendo a Semi a los ojos. No es que le haya hecho algo y ahora se arrepienta; sino que, por más que lo intenta, termina desviando la mirada o viéndole de reojo. Su altura, se dice, es una ventaja y le ayuda mucho para no encontrase de forma directa con esos ojos que ya no puede, pero sí quiere ver.
¿Cómo hacía antes? Escarba en su memoria, quiere encontrar algo útil en ella que le sirva para regresar al momento en el que no sabía que los ojos de Semi son tan honestos como para reflejar las emociones más diversas. No importa qué mentira digan los labios de Semi, sus ojos siempre le traicionan con la verdad. Además, se dice, son de un color muy bonito.
Así como pierde la habilidad de ver a Semi a los ojos, también pierde la habilidad para «esconderse» de él.
—Muy bien, ¿qué te pasa?
La pregunta le toma por sorpresa, a solas, después de que todos han abandonado el gimnasio. Satori intenta verlo a los ojos; es obvio que no lo logra, por lo que opta por mirarle de reojo, alzando un poco la cabeza para que el movimiento no sea tan sospechoso.
—¿De qué hablas, Semi-Semi?
A pesar de que su pregunta es una mentira obvia, aún está dentro de él la capacidad para escucharse seguro, de fingir que en realidad no tiene idea de lo que el otro habla. Está convencido de que Semi está a punto de creerle, hasta que ve cómo su ceño se frunce y sus labios forman una mueca extraña. Satori no puede despegar la vista de ellos, de lo contrario, se topará con los ojos de Semi. Eso es algo que no se puede permitir o se delatará.
—Has estado evitando verme a la cara —dice, muy serio y cruzado de brazos—. Pensé que tenía algo en la cara y no querías decirme porque te estabas burlando de mí.
Satori quiere negar todo eso, pero no lo hace porque es cobarde. Se ríe de él mismo mientras logra despegar sus ojos de los labios de Semi y ve de reojo hacia otro lugar. Él no era así, Semi le está cambiando de formas que no se imaginó jamás.
—Le pregunté a Wakatoshi —Semi continúa, muy consciente de las acciones de Satori— y me dijo que no tenía nada. Hablamos por un rato y estamos de acuerdo en que estás algo raro. Así que, ¿qué sucede?
Semi omite cosas de esa conversación, lo hace a propósito. Satori piensa que eso no puede traer nada bueno, así que hurga en su mente, buscando lo que sea, una excusa incluso barata que el otro se pueda creer o, por lo menos, no cuestione demasiado.
Entonces, la idea viene a él como un rayo, le causa escalofríos y hace una mueca que no se asemeja para nada a una sonrisa.
—Verás Semi-Semi, ya que sabes tanto de estrellas —esto llama su atención y la tensión se aleja un poco de su cuerpo—, pensé que también podías saber algo de flores —un sonrojo tenue se pinta en el rostro de Semi y el corazón de Satori da un vuelco—. Se ve que eres del tipo de persona a la que le gustan estas cosas.
»Recordé unas flores moradas que había en mi casa —continúa, feliz de que tiene toda la atención de Semi—. Eran un regalo para mi madre, pero hubo un accidente, la flor se rompió y quiero comprarle una. Porque le gustan esas flores. Mucho. Son sus favoritas.
Satori se siente orgulloso de su mentira a medias. Si bien le da curiosidad esa flor y le gustaría tener una para probar si puede superar sus recuerdos, no tiene la menor intención de dársela a su madre. Además, existe la posibilidad de que llegue a pasar tiempo con Semi mientras la busca, pueda volver a acostumbrarse a su presencia y así ocultar sus sentimientos de manera impecable, como lo hacía antes de Semi, de Wakatoshi y de Washijo Tanji.
El ceño fruncido de Semi es una señal de que está considerando su propuesta. La mirada esquiva no hace más que asegurarle que la respuesta será afirmativa.
—Está bien, te ayudaré —suspira—, pero necesito más que «unas flores moradas».
Satori sueña con flores moradas y elegantes. Sueña que está en la casa de sus padres, rodeado de muebles y pinturas caras, de un ambiente al que parece faltarle el oxígeno porque no puede respirar. Sobre los muebles reposan más cosas: cerámica, porcelana, cristal, incluso unas esculturas pequeñas hechas de manera fina y obsidiana. Todas preciadas para sus padres, menos para él.
Al principio cree que está en su mundo real y no recuerda cómo llegó, por qué está ahí; pero pronto el jarrón plateado que rompió hace tiempo aparece en la mesa de cristal en la que siempre estaba, sin ningún rasguño o prueba de que alguna vez Satori le haya hecho algo. Es ese el detalle que le asegura que no es más que un sueño y, como tal, decide aventurarse en él como si se tratara de un nuevo lugar por explorar.
Deambula. Sus pies hacen los ruidos que ya conoce al pisar en los lugares que se aprendió de memoria. A pesar de que ha olvidado muchas cosas, sabe que ese tipo de conocimiento es uno que jamás podrá borrar de los recuerdos de su mente o de su cuerpo. Es más, se nota en la forma en la que llegó por primera vez a su dormitorio en Shiratorizawa. Probó dar pasos —con esos calcetines suyos, los que tenían gomas en la base para «no resbalar»— por toda la habitación hasta que estuvo contento, sólo siendo detenido por uno de sus senpai cuando estuvo a punto de subirse a un escritorio.
Suelo que no crujía, bisagras que servían —gracias al aceite que él mismo se encargaba de comprar y colocar—, picaporte suave al abrir, una cama cómoda que no hacía ruido. Satori se atrevía a expresar en voz alta que aquella habitación compartida era el paraíso. Si después de eso sus compañeros pensaron que era raro, no le importó.
Pero ese no era momento de soñar dentro de un sueño, sino de averiguar qué era lo que su mente quería decirle y no podía cuando Satori estaba consciente.
Después de lo que se sienten como minutos —que tal vez sean horas—, Satori se desespera. Debe estar agotado, porque ha intentado despertarse numerosas veces y no lo ha logrado. Algunas veces es paciente, pero la mayoría de las ocasiones —cuando sus planes no funcionan, o el enemigo no se deja intimidar ni responde a sus provocaciones— siente que su mente se desespera al no ver rápido los resultados que desea. Es lo que le pasa ahora, que no despierta y tampoco descubre qué es lo que está mal en el sueño aparte del jarrón y de unos lugares en los que, al pisar, no se escucha nada.
Satori escucha unos pasos y se congela. Los recuerda tan bien que le es imposible no reconocerlos, ya sea que se trate de su realidad o de sus sueños. La figura de su madre aparece tras las puertas corredizas, con su porte elegante y serio típico de ella. Sus uñas están bien pintadas, del mismo tono de rojo que el cabello de Satori, y con flores moradas que se han trazado con ayuda de un fino pincel.
—Ah, Satori. No te vi.
Su madre, la de sus sueños, dice con un atisbo de sorpresa en rostro y voz, con una calidez que jamás será imitada en la del mundo real.
—¿El gato te comió la lengua? —oculta su risa detrás de su mano pálida, delgada; Satori recién nota el vestido blanco con flores bonitas y de color morado, acompañadas de hilo dorado que no hacen más que destacar su belleza—. Me sorprende, dado lo elocuente que eres…
Satori abre los ojos. El techo que ve es el mismo que ha visto desde que se mudó a los dormitorios del Shiratorizawa, los rayos del sol se filtran por la ventana. Despierta sabiendo dos cosas; una, su casa no tiene puertas corredizas y dos, el dolor en su cuello es terrible.
