Satori inhala profundo y trata de tranquilizar a su corazón mientras sus dedos tamborilean sobre su pierna, imitando el ritmo de una de las nuevas canciones que Semi escribió. Es una sucesión de latidos tan rápidos que incluso tuvieron que ir a una consulta médica en la que descubrieron que Satori tenía taquicardia. Aunque regresó a casa con medicamentos para regular su ritmo cardíaco, creyó por un tiempo que sería inútil.

Después de todo, ¿cómo podría quedarse quieto y tranquilo después de haber recibido su carta de aceptación? Recuerda la sonrisa que Semi intentó contener al terminar de leer la carta, la forma en la que fracasó y terminó por reír, abrazándole muy fuerte hasta que terminó recitando casi de memoria palabra por palabra en un francés e inglés quebrado, para después recordar que ya tenían el documento que faltaba y era necesario para el «concurso de la habitación». Ahora se encontraban en espera de respuesta de este último y, Semi y Wakatoshi —siempre presente en su vida a pesar de estar a kilómetros de distancia— se encargan de animarle, darle confianza y asegurarle que todo saldrá bien.

Es con esas palabras —grabadas en su corazón, haciendo eco en su mente— que decide dar el siguiente paso.

A pesar de que insistió mucho en que él podía hacer todo solo, Semi no estuvo de acuerdo. Mencionó que quería acompañarlo, ver el entorno en el que creció y, aunque no lo expresó en voz alta, también sabía que Semi deseaba gritarles unas cuantas cosas a sus padres —a Satori no le llaman Guess Monster por nada—. Tomó un poco de tiempo el tratar de convencerlo, pero Semi terminó cediendo... con la condición de al menos acompañarle y esperarle hasta que terminara.

Cuando vio que Satori no iba a aceptar, trajo a la conversación todas las ocasiones en las que él y sus compañeros necesitaron dinero para cuerdas nuevas, transporte, alguna emergencia, cada una de ellas contabilizada por uno de los dedos de las manos de Semi. Cuando éste estuvo a punto de quedarse sin dedos, Satori intervino.

—Está bien, ya lo entiendo.

—Déjame apoyarte. Tú lo hiciste cuando recién empezamos la banda.

Satori no olvida esos días en los que, al no haber mucha gente interesada en un nuevo grupo que estaba «destinado al fracaso» sin siquiera haberlos escuchado, se esforzó por repartir los demos en distintos clubes. Ser intimidante tenía sus ventajas, pues la mayoría de los dueños las aceptaba al estar bajo aquella mirada rojiza. En otras ocasiones, no se retiraba hasta que hubiesen llegado a un acuerdo para una breve presentación.


Aparcan el auto de renta a una distancia considerable de la casa porque Satori insiste en caminar hacia allí. Es algo que le va a ayudar a sus nervios, esos que le están comiendo con cada segundo que marca el reloj.

Semi es un gran apoyo, una gran persona; pero hay cosas que Satori debe hacer solo. Como enfrentar a su madre.

—Pase lo que pase —Semi dice antes de que salga del auto, mientras voltea a ver hacia la enorme casa. Frunce el ceño, desconfía. Satori no lo culpa por ello—, no permitas que ella vuelva a ponerte una mano encima.

Recibe un ligero apretón en su mano que se convierte en una caricia fugaz. Satori sonríe, tranquilo, da la media vuelta y comienza a caminar.


El regreso a aquella casa no es como lo espera o como imaginó, cientos de veces, durante años. Aunque, si debe ser honesto consigo, no sabe qué es lo que esperaba que sucediera, si es que siquiera esperaba que sucediera algo fuera de lo común. La cerradura sigue siendo la misma, los colores de las paredes permanecen del mismo tono que el que tienen en sus recuerdos. Es como si adentro de la casa el tiempo se hubiera detenido por completo. Nada parece estar desgastado, por lo que deduce que las paredes, muebles y todo lo demás recibieron mantenimiento hace poco. Los muebles están en los mismos lugares, con sus figuras de porcelana impecables y casi en la misma posición que la última vez que estuvo ahí.

Se pregunta, entonces, si los ruidos de la madera, al pisarla, serán los mismos a los de hace años. Si existe la posibilidad de tropezar en los mismos lugares, con los mismos objetos, provocando un dolor similar, mayor o menor a los de aquel entonces.

A primera vista, después de no vivir ahí durante años y regresar para escrutar todo, Satori se encuentra descubriendo un contraste que es muy notorio, que habla a gritos: él sigue avanzando y cambiando; aquella casa, a excepción de los detalles casi imperceptibles, sigue siendo la misma de siempre.

Sube hasta su habitación mientras recuerda todas las veces que subió o bajó aquellos escalones, con la rapidez además del cuidado suficiente para no verse descubierto en sus escapadas nocturnas hacia la cocina. Al entrar, es imposible no dejar de recordar, de asociar cada uno de sus objetos a más memorias malas que buenas. Sin embargo, no pierde el tiempo, mucho menos se pierde entre recuerdos. Esta vez no.

Cierra la puerta detrás de sí, con cautela. Se sorprende frente al hecho de que las bisagras de su puerta están tan bien cuidadas que apenas si hacen ruido al encerrarse. Sus pasos son ligeros y rápidos cuando se dirigen a su armario, justo para encontrar todos sus documentos escondidos en el lugar que los dejó la última vez: dentro de un sobre, guardados en una bolsa de plástico; ocultos en una de las mochilas que solía llevar a la escuela cuando era niño.

Examina el sobre con cautela. Busca indicios de que la cinta con la que lo selló no haya sido removida, reemplazada o alterada de alguna manera. Cuando nota que el sello sigue sin romperse, sonríe. Lo guarda en la mochila que lleva ahora, diferente de la de su yo del pasado, con varios straps que recibió como regalo de cumpleaños por parte de los miembros del antiguo equipo de Shiratorizawa.

Abandona su antigua habitación, esperando que nada salga mal —porque aquí sólo se espera, los intentos de adivinación nunca funcionan—, para ir a la habitación que funge como sala, aquella en la que Satori jugaba cuando rompió el jarrón plateado. Al bajar la escalera, sus pasos son silenciosos. Pisa los mismos puntos que pisaba hace años, cuando aún estaba lleno de energía y tenía hambre como para ir a oscuras a la cocina, para robarse uno de los pudines que había en el refrigerador.

—Satori-sama.

La voz que pronuncia su nombre es una que, Satori creía, no escucharía más. Se da la media vuelta sin inmutarse al ver al ayudante de su madre, quien se escucha y se ve sorprendido. De verle ahí, de ver cuánto ha crecido o cómo ha cambiado, Satori no lo sabe; tampoco se queda pensando mucho en ello.

—Es bueno verlo de nuevo.

—Lo mismo digo —pronuncia por costumbre, pero su cuerpo le delata. La forma en la que entrecierra sus ojos rojos y en cómo la sonrisa trabaja por seguir presente en su rostro son indicativo suficiente de que desea que aquel hombre, la mano derecha de su madre, le deje solo.

—Satori.

El tono autoritario con el que recitan su nombre es muy conocido, imposible de olvidar. Se encarga de plagar sus sueños, de revivirlo entre recuerdos desde hace meses, así como sabe que le seguirá por otro tiempo más.

Su asistente se congela frente a Satori, sus ojos apenas si muestran un poco de sorpresa antes de saludarla y hacer una pequeña reverencia, irguiéndose sólo cuando ella le expresa que puede hacerlo. No sabe qué es lo que pasa a sus espaldas, cuál es la expresión en el rostro fino y severo, pero no es difícil adivinar que le ha pedido al hombre, con un gesto determinado de su mano, que se retire de la habitación.

Los ojos rojos de Satori siguen la figura del hombre hasta que atraviesa la puerta que da hacia el jardín, cerrándola tras su salida. El sonido de sus pasos se hace cada vez más tenue hasta que desaparece por completo. Es en ese momento que Satori se gira para ver a su madre. No sabe qué esperaba, pero no se sorprende en lo absoluto cuando descubre que ella se ve igual que siempre, igual que su casa. Perfecta, distante, imponente. Lo que sí le toma un poco por sorpresa es la ropa que lleva, pues no se imaginó que en su nada grata pero sí necesaria reunión, es que use el mismo vestido con el que la vio en sueños hace años. Un sueño que no hizo más que darle un atisbo del cariño con el que su madre jamás podría hablarle.

El vestido, de color blanco, con flores moradas e hilo dorado hace que su tanto su cabello rojo, así como su rostro, destaquen todavía más. El par de palillos costosos, uno de los obsequios varios de aniversario por parte de su padre y aquellos que los dedos de Satori ya recuerdan, se enredan sobre las hebras bermejas para mantener el peinado elegante en su lugar, inamovible.

Con la palma de su mano, señala la silla que está frente a ella. Es un gesto firme, pero delicado, practicado tantas veces como los movimientos de Satori en el gimnasio. También es una indicación muy clara de que debe tomar asiento, sin siquiera pensar en desobedecer.

Pasan esos minutos en silencio. Satori analizando las paredes, los muebles, lo que sea con tal de ganar un poco de tiempo y prepararse para la inevitable conversación que deben tener.

Una persona desconocida entra a la misma habitación que ellos. Su primera suposición es que se trata de alguien que su madre contrató hace poco, lo cual explicaría por qué no puede reconocerlo. Cuando lo analiza más se da cuenta de que, como siempre, su adivinación es correcta. Su ropa es perfecta, limpia y del agrado de su madre. Susurra algo en su oído, otra costumbre que se ha mantenido entre ella y su "personal", para que Satori no los escuche y ella responde de la misma manera.

El silencio que queda después de que otro de los asistentes de su madre se va, es pesado. Sabe que en esos minutos que estarán solos, su madre analizará cada uno de sus movimientos, similar a lo que él hace durante los partidos. Satori deberá tener cuidado para ocultarle a ella lo que sólo él mismo sabe, lo que tampoco ha querido revelar a Semi. Satori no quiere demostrar que, en realidad, tiene miedo. Es por ello que adopta una postura relajada sobre su asiento mientras sus ojos deambulan por la habitación, fingiendo el tratar de encontrar alguna diferencia —que no la hay— a la de sus recuerdos.

La persona de antes regresa con una bandeja y uno de los tantos juegos de té que tiene su madre. Aún no lo sirven, mucho menos lo prueba, pero sabe que dentro de la pequeña tetera de porcelana hay té verde, muy concentrado y amargo —el favorito de ella—.

Ella pide que les dejen solos. Grande es su sorpresa cuando su madre comienza a servirle sin hacer comentarios, con la destreza y perfección que siempre le ha caracterizado. Acomoda la taza frente a él para, después, hacer una rutina que Satori le conoce desde siempre: bebe un sorbo de su taza, sus dedos acarician los grabados en la porcelana durante dos segundos; pone la taza de vuelta en la mesa y, al final, limpia de sus labios los restos que hayan quedado de la bebida con un pañuelo, otro regalo de su padre.

—¿Cómo te va en la escuela?

Su voz se escucha tranquila, dulce, similar a la de una persona que siempre guarda la compostura. Inmutable, aún si el mundo estuviera destruyéndose a su alrededor. Una típica muestra suya sobre el título de "esposa perfecta" que posee.

El juego de té de porcelana le recuerda a aquella vez que fueron a casa de uno de sus familiares. Ocasión en la cual su comportamiento fue digno de un castigo que permanece grabado en su mano y en la que, por unos segundos, esa perfección abandonó el cuerpo de su madre.

—Oh, abandoné —Satori responde, como si no tuviera preocupación alguna. Por dentro, sin embargo, el miedo sigue presente. Siente que se ha convertido de nueva cuenta en ese niño pequeño y aterrado de lo que pueda sucederle si da un paso en falso. Para distraerse, sus dedos tocan las pequeñas flores pintadas sobre su taza pues, de lo contrario, formarán puños que apretarán tan fuerte que se lastimará y encontrará difíciles de deshacer—. Pero estudiaré otra cosa. No te preocupes, pagaré la escuela con mi salario —añade.

El temblor que tiene la mano —en apariencia delicada— de su madre es muy notorio para sus ya entrenados ojos rojos.

—Ya veo —responde. La mueca que forman sus labios es un nuevo gesto para ambos.

No hay preguntas ni comentarios por un rato, sólo el silencio que se le hace agobiante.

—Me imagino que tienes tus documentos en orden —declara y bebe otro sorbo de su té. No hay necesidad de que Satori responda de alguna forma a aquella afirmación. Su madre adivina, muy fácil, una vez más; después de todo, no hay otro motivo por el que Satori estaría de vuelta en aquella casa—. ¿Necesitas algo más?

Satori quiere responder que sí. Quiere preguntar tantos «por qué». Desea saber, al menos, una de las razones detrás de las acciones de su madre o si hubo algún momento en el que albergó una emoción por él, la que fuera, incluso odio. Es tanto lo que quiere decir que, en lugar de hablar, se queda callado. Es una sensación de pesadez que se apodera rápido de su cuerpo, una que le oprime la garganta para que las palabras no puedan salir, pero que las lágrimas puedan traicionarle en cualquier instante.

Ella le mira con esos ojos que tienen el poder de petrificar a cualquiera, impasible. Satori se pregunta… quiere preguntar si de verdad ella le quiso alguna vez. Si en ella hubo más que indiferencia y un sentimiento de deber.

Las palabras regresan de su boca a su estómago.

—Ashura-sama.

La misma persona de antes les interrumpe. Su madre ladea la cabeza, un gesto que está acostumbrada a hacer cada vez que alguien le llama. Es este gesto lo que trae otro recuerdo. Una sensación de miedo a la oscuridad enterrada y olvidada, que no tardó mucho en transformarse en alivio. Esta vez, sin embargo, no hay tiempo para perderse en ese recuerdo pues su madre se levanta de su asiento y se dirige hacia la puerta.

De repente, se detiene. Pareciera que olvidaba algo importante.

—Si necesitas algo —su madre dice sin cambiar el tono de su voz, sin mirarle a los ojos, con la espalda hacia su hijo—, lo que sea, no dudes en llamar.

Ella desaparece detrás de la puerta. Su asistente —Satori cree que se trata de su asistente— da una reverencia pronunciada, una disculpa por su falta grave al haberles interrumpido y se retira antes de que él pueda responder algo.

Es cuando Satori abandona la casa, cuando cruza la reja y se ha alejado un poco, que comienza a reír a carcajadas. Sus manos sostienen con fuerza la mochila en la que lleva sus documentos y su risa no puede parar. Es euforia que no puede ser contenida. Es una sensación de alivio que le corre por las venas. Es libertad.

De camino a casa, a aquel departamento que extraña desde el momento que lo abandonó, no puede evitar pensar que es una verdadera ironía el haberse comportado como un demonio mientras se pertenece al reino del cielo.


La pierna de Semi no deja de moverse. Es obvio que está nervioso, incluso más que el propio Satori. Sin embargo, él ya no le dice nada por temor a que otra vez le fulmine con la mirada. La rutina repetitiva de Semi consiste en cruzarse de brazos, soltar un suspiro sonoro y levantarse; después, se va a caminar un rato, regresa y de nuevo toma asiento. Ha hecho esto durante dos horas y, Satori jura, va a seguir hasta que sea el momento en el que él ya no esté ahí.

Este es su día, se repite. Aquel en el que por fin podrá empezar a hacer lo que le gusta, aprender de alguien igual de apasionado —tal vez un poco menos, tal vez un poco más— que él. Si bien le invaden los nervios de querer abordar ya, de estar en los cielos para después llegar a una tierra que le ofrecerá muchas cosas nuevas, también está la pequeña duda, el considerar que es mejor arrepentirse de cruzar aquella puerta, dar la media vuelta y quedarse en donde está.

No hay tiempo para arrepentirse, pues los altavoces anuncian su vuelo casi de inmediato. Es en ese momento cuando se da cuenta que el momento de la verdadera despedida llegó. Sus «nos vemos mañana», esos que decía a diario con tanto ahínco, se acortarán a un simple «nos vemos» del cual desconoce la fecha.

Satori aún no se va, sigue en su mismo lugar, sin moverse o alejarse de sus amigos y ya siente cómo su garganta se cierra, cómo sus ojos se tornan vidriosos.

Algunos de los antiguos miembros del Shiratorizawa —el que significó más para él, aquel de su tercer año en la escuela— están ahí para despedirle, para recitar en voz alta los buenos deseos que tanto necesita, pero se niega a confesárselos. Wakatoshi, su mejor amigo de entre sus mejores amigos, le toma del hombro y le da un apretón; después le da un abrazo extraño —como siempre son sus abrazos— y tan prolongado que los demás comienzan a quejarse. Satori había olvidado por un momento lo bien que se sentía recibir un abrazo de él: un dolor perdurable en el cuerpo que reconforta. Su amigo le obsequia una sonrisa sutil, un gesto inconsciente y reservado para las personas más allegadas a él.

Tsutomu tiene la cara llena de lágrimas. El chico intenta borrarlas con la manga de su suéter, trata de sonreír; pero es inútil. Los labios le tiemblan a la vez que sus ya irritados ojos no dejan de llorar. Satori le da un abrazo muy fuerte, lo que provoca que el muchacho se suelte a llorar más fuerte y balbucee sus buenos deseos, lo mucho que lo va a extrañar, la promesa de visitarlo algún día. Le da un par de palmaditas en la espalda mientras sonríe. Va a extrañar esto.

Por otro lado, Reon es completa calma. Muestra aquella sonrisa que los acompañó en incontables ocasiones —todas dignas de ser recordadas y atesoradas— mientras dice a Satori que se olvide de la diferencia horaria, que escriba siempre que quiera, siempre que lo necesite, pues él le responderá todos los mensajes, sin excepción, en el momento que pueda leerlos.

Satori toma cada palabra, cada gesto, como un ligero empujón… Un alivio y un soporte que le ayudan a continuar, a no mirar atrás.

El último en despedirse, por supuesto, es Semi. El chico evade su mirada por unos cuantos segundos hasta que la persona detrás del altavoz repite que deben abordar, lo que le hace sobresaltarse un poco. Alrededor, Reon observa cómo Wakatoshi se empecina en calmar a Tsutomu, pero sin lograr ningún resultado positivo.

Una de las manos de Semi toma una de las suyas; se siente temblorosa, fría y llena de sudor —Satori deduce que es por los nervios—, pero no por ello es menos reconfortante. La otra, le entrega el objeto que tenía escondido, bien afianzado. Se trata de un iris, al menos unos cuantos de sus pétalos preservados en resina. Tiene forma de un rectángulo casi perfecto, con las esquinas redondeadas para que no se lastime y, está seguro, usará como marcador de páginas para alguno de sus libros.

—¿Recuerdas? —Semi dice en voz baja. Si se le quiebra un poco, Satori no comenta nada de ello.

Por supuesto que recuerda. Rememora con cariño todos los significados, sin excepción, de las flores anteriores y éste es uno que no se puede permitir no recordar: alguien que está esperando que algo grande suceda pronto; lealtad. Es el par de significados que se ha grabado en su mente, ambos imposibles de olvidar.

Satori asiente; después, Semi sonríe. Esta vez, es Satori quien abraza a Semi, quien le aprieta contra sí y no quiere dejarle ir. Es él quien le dice al oído que hablarán todos los días, aunque sea durante cinco minutos, que lo va a extrañar, que le quiere mucho. Las manos de Semi, ahora aferradas a la espalda de Satori, no dejan de temblar.

Con cierta reticencia, Semi se separa de él. Limpia el rastro de lágrimas de sus ojos y se gira hacia Satori con aquella sonrisa que siempre le dedica, una exclusiva para él.

—Llámame en cuanto llegues —dice. Da dos pasos hacia atrás—. Estaré esperando.

—Te irá bien —Wakatoshi declara con toda seguridad, como siempre que hacía antes de empezar un juego y aseverar que iban a ganar. Ellos nunca han necesitado a la "buena suerte", Shiratorizawa siempre se abre paso, siempre se asegura de que les vaya bien—. Nos vemos, Tendo.

Satori sonríe y da la media vuelta. No tiene caso seguir postergando aquel momento. Cruza las puertas para abordar el avión, camina hacia adelante y no encuentra el valor para mirar hacia atrás y despedirse una vez más.


Para Satori, la vida en París es muy diferente a la vida en Japón; a la vez, no lo es tanto. Desde que se mudó, no ha dejado de maravillarse, de mirar cada escaparate con comida, preguntándose a qué sabrá cada cosa, cuáles serán sus ingredientes, si se tornarán en una delicia en su paladar que siempre será recordada o en un sabor que debe ser removido por completo de su memoria. Se siente como un niño emocionado que entra a una juguetería nueva, a quien le han dicho que puede escoger todas las cosas que quiera.

Eso es sólo con la comida. Cuando se trata de algo que lleve chocolate, se convierte en un monstruo que no descansa hasta consumir lo que sea que hayan atrapado sus ojos. Le queda perfecto, ahora es un monstruo devorador de chocolates. Encuentra combinaciones que jamás probó en su país natal, de diversas formas y colores que, cada que las ve, abren su apetito.

Los compañeros con los que comparte el apartamento (seleccionados del mismo programa al que él aplicó) son muy divertidos e igual de apasionados. Se pasan las tardes opinando sobre las clases e ingredientes; comparando apuntes, recetas y discutiendo sobre cuál será la mejor.

No extraña Japón, mucho menos la casa en la que creció; pero sí extraña su hogar. Es lo único que puede decir que es diferente. Se convierte en una ausencia que duele a ratos, cuando todo lo nuevo es incapaz de seguir distrayéndole. Echa de menos a Semi y sus constantes murmullos, las letras de sus canciones escapando, ligeras, de sus labios. Extraña aquellas tardes en las que se recostaba sobre el viejo sofá, para descansar y pensar en nada, mientras los dedos de Semi le peinaban el cabello.

Echa de menos a todos en Shiratorizawa, incluso a Tanji-kun. Sin embargo, sus favoritos siempre serán Semi y Wakatoshi. La presencia continua de su amigo era una ayuda inimaginable, un pilar de fortaleza al que Satori podía recurrir en el momento que lo necesitara. La situación de ahora es muy parecida, con la gran excepción de que ninguno se encuentra en las cercanías del otro, sino a miles de kilómetros de ahí. Ahora tiene que esperar a que sus nervios se tranquilicen mientras llega la respuesta con una hora adecuada para hablar.

Por supuesto, aquello no le molesta. Satori sabía que, una vez se graduaran, cada uno tomaría un camino diferente. Era un pensamiento que había plantado raíces en su mente desde el momento que decidió que Ushijima Wakatoshi sería su mejor amigo, aunque el hecho de que suceda no lo hace menos doloroso.

Es por eso que, una de las cosas con las que está muy agradecido, es la tecnología. Se habla con Wakatoshi casi todos los días, pide detalles minuciosos de cada uno de los partidos jugados de su amigo, no importa que sean de práctica o recién le haya visto en vivo. Le gusta escucharle hablar, notar la emoción con la que hace comentarios sobre sus oponentes, los encuentros que ha tenido y lugares en los que ha estado. Además, Satori comparte todo lo que le sucede. Desde los compañeros con los que comparte el dormitorio hasta los vecinos desagradables, desde las recetas que han sido todo un éxito gracias a las clases no aburridas a aquellas que jamás quiere volver a hacer en su vida.

Wakatoshi se dedica a escuchar pues es él quien está más acostumbrado a los impulsos de Satori que Semi. Su mejor amigo es del tipo de personas que, al ver algún cambio en él, sólo alza las cejas. Se forma una pregunta que en algunas ocasiones expresa en voz alta pues la conclusión a la que llega, y que rara vez comparte, provee la respuesta y explicación suficiente a sus acciones. Después, prosigue con lo que sea que estaba haciendo.

Es por ello que, al ver su nuevo aspecto, sólo alza las cejas y sigue sumido en la conversación que tienen, como si nada hubiera cambiado.

Semi, por el contrario, es toda una gama de expresiones que Satori adora descubrir por lo que, cuando llega el momento de hacer la llamada, no puede evitar sonreír.

—¿Qué te hiciste? —Semi dice tan pronto como el rostro de Satori aparece en la pantalla. Sus ojos y boca están abiertos, incrédulos ante la imagen que le recibe después de una semana de haber estado demasiado ocupados como para hacer algo más que compartir mensajes por LINE.

En esta ocasión, la expresión que inunda su rostro es hilarante, tanto que Satori transforma por completo su sonrisa y termina por reír a carcajadas. Sabe que eso tuvo que ser un gran impacto para Semi pues, cuando antes tenía el cabello un tanto largo —al punto de requerir una cantidad considerable de fijador—, ahora su cabeza parece haberlo perdido casi por completo.

—Corté mi cabello, ¿qué no es obvio? ¿Te está fallando la vista, Semi-Semi? —Se burla. No puede evitarlo, está en su naturaleza—. Así es más práctico —añade después de un rato en el que sólo se escucha la respiración de Semi.

Es esto lo que parece sacarle de su trance.

—Mentiroso. No eres tan despreocupado como aparentas.

Semi sonríe mientras niega con la cabeza y sin decir algo más. Satori sabe que si él no quiere admitir qué fue lo que le llevó a tomar esa decisión, Semi no va a cuestionarle más, mucho menos le presionará para que le de una respuesta; esperará hasta que se haya decidido, hasta que el propio Satori diga que es el momento adecuado.

Después de eso, los ojos rojizos se enfocan en el suéter que Semi lleva puesto, en el obsequio que le dio hace ya un año. Tampoco se escapa aquello que está al fondo, justo a la derecha de Semi: un pequeño florero con unos cuantos iris que comienzan a marchitarse. Gracias a esto, su mente le da una imagen: la figura de Semi rodeada de varias flores, de ese color morado que tanto le gusta usar y que le queda muy bien.

Es por eso no puede evitar el impulso que le obliga a hablar sus siguientes palabras:

—Tengamos una cita, Semi-Semi.

—¿Una cita? —dice, sorprendido—. ¿Dónde? ¿Cuándo?

—Ahora mismo.

Semi está intrigado y está lleno de curiosidad. Aunque la imagen no se es de la calidad que le gustaría, Satori puede notar algunos detalles, como la forma en la que las cejas de Semi se curvan y en la inclinación, hacia adelante, de su cuerpo.

Satori sonríe ante aquello e inicia el programa que instaló hace poco en su computadora. Prepara todo: la ubicación en la que se encuentra en ese momento y el punto hacia donde empezará el recorrido, envía una solicitud para compartir lo que tiene en la pantalla.

Con el Earth en su laptop y Semi del otro lado del mundo, se dispone a hacer su paseo. Relata su recorrido desde el departamento en el que se hospeda, el piso en el que está y llega incluso a señalar su ventana. Muestra las calles por las que pasa hasta llegar al lugar en el que estudia. Cuando el programa no le permite avanzar más, suelta algún comentario como «mejor volvemos después, este lugar no es tan entretenido» y, cuando toca el turno de su escuela, algo como «pero no te traje a conocer mi escuela, sino París».

Se despiden diez minutos después de que su cita "termina", con buenos deseos del uno al otro, con la sensación de euforia y vacío que siempre quedan después. ¿Acaso es posible? ¿Sentirse tan feliz al mismo tiempo que sentirse hambriento? ¿Hambriento de tiempo, de tenerle a un lado, de que no acabara nunca el día para seguir escuchando su voz? Parece que sí, por contradictorio que eso pueda llegar a ser.

Los días que en los que ambos tienen tiempo libre, se reúnen, a pesar de la diferencia horaria. Pasean por las calles virtuales de París, conocen lugares nuevos y hacen una lista de los sitios, edificios o museos a los que prometen ir después. Comparten experiencias, vivencias, a la vez que Satori interrumpe cuando encuentra algún lugar al que ya fue antes, diciendo «Tenemos que venir aquí, Semi-Semi. La comida es deliciosa. Mira…» y enviando fotografías de todo lo que ha podido capturar.

Estas "salidas", estas promesas son un consuelo para ambos. Semi no puede tomar vacaciones aún, no cuando está trabajando como un loco para apoyar a Satori en todo lo que pueda. Ya habrá tiempo, ya habrá un momento, se dicen. Satori piensa que ya habrá tiempo, un momento en el que los papeles se inviertan y pueda apoyar a Semi de la misma forma que éste ha hecho por él.

Sus citas terminan con Semi bostezando, agotado por todo lo que ha vivido durante el día; o con él diciendo a Satori que debe ser tarde, que lo mejor es que ya vaya a dormir.

«Ya habrá tiempo, ya habrá un momento». Satori repite todas las noches antes de cerrar los ojos.


La vida durante ese año es un cúmulo de experiencias inigualables que Satori no puede priorizar. No sabe definir cuál es su favorita o cuál es su menos favorita porque todas son igual de importantes para él.

Disfruta mucho de sus clases, del lugar en el que trabaja y de probar todo el chocolate que puede; le emocionan sus citas virtuales con Semi y las llamadas con Wakatoshi, las conversaciones a deshoras con Reon y el progreso de Tsutomu, escuchar que Shiratorizawa, su hogar, sigue haciéndose más fuerte con cada día que pasa y que Tanji-kun sigue igual de malhumorado que antes.

A pesar de estar a gusto en París, extraña Japón. Es por eso que, tan pronto como la idea se le ocurre, decide irse; aprovechar el tiempo libre del cambio de curso y reservar un boleto de avión lo más pronto posible. Así se lo comenta a Semi en otra llamada de vídeo —su última llamada antes de ir a Japón, pues ambos están muy ocupados—, quien se muestra un poco sorprendido y se ofrece a hacer él la compra del boleto.

Dos semanas antes de que el ciclo escolar termine, Satori empieza a preparar todo para el siguiente. Los documentos de la renovación de la beca y del arrendamiento están listos para entregarse en las oficinas de su universidad, las maletas están preparadas para cuando se vaya a Japón unos días después y la limpieza de la habitación está programada el día antes de marcharse.

Sus últimos días son ajetreados, entre los últimos proyectos que tiene que entregar y en recordarse que no debe olvidar nada. En uno de esos días, en los que está demasiado ocupado y esperando por la comida que pidió a domicilio, que escucha que dan un par de golpes en su puerta. Sus ojos buscan de inmediato el reloj en su muñeca, el cual le indica que es demasiado pronto como para que el repartidor haya llegado.

Su curiosidad le traiciona y se dirige hacia la puerta cuando tocan por segunda vez. No puede ser nadie sospechoso, razona, de haber sido así, le hubiesen negado la entrada al campus. Al abrir, lo primero que le recibe es una flor de color morado, una muy similar a las que siempre suele comprar.

—Estaré aquí dos semanas —la voz de Semi parece perforar sus oídos, se escucha distinta a la versión opacada de las llamadas de vídeo. Sus ojos nerviosos se alejan de Satori, parecen encontrar en la pared algo interesante—. No son "buenas noticias", pero…

Semi es interrumpido por unos brazos largos y cálidos a su alrededor. En un instante, corresponde el abrazo y Satori se siente valiente y motivado, por primera vez, siente que de verdad quiere hacer algo. Deposita un beso corto en la comisura de los labios de Semi, separándose de inmediato de él, justo a tiempo para notar su reacción, para ver el color rojo subiéndosele al rostro.

Semi le abraza, fuerte. Le duele un poco, pero Satori no quiere decir nada gracias a la forma en la que las manos de Semi se aferran a su espalda, sobre su propio suéter, también de color morado.

—Te extrañé —Semi dice, en un sollozo que se ahoga en su hombro.

Satori no miente, ya no más.

—Yo también.

«Ya es tiempo,» se dice, «ya llegó ese momento».


FIN


Notas: Muchas gracias por leer esta historia, significa tanto para mí el que se hayan tomado el tiempo para hacerlo y para esperar su conclusión. Lamento mucho la espera y espero que este fic haya sido de su agrado tanto como yo disfruté escribirlo.