Disclaimer: Los personajes de Candy no me pertenecen sino le pertenecen a Kioko Mishuki y Yumiko Igarashi, y la historia Corazón Salvaje no me pertenece sino a la escritora mexicana Caridad Bravo Adams. Este fic es hecho con fines recreativos no pretendo buscar ningún tipo de remuneración o reconocimiento, simplemente lo comparto con ustedes porque realmente me gusta la historia y los personajes de Candy.
¡Holaaaa! Yo de nuevo por aquí, por lo que veo tuvo buena aceptación el fic ¡Yupiiii! —Brinca de felicidad porque de verdad le gusta esta historia— Estoy muy feliz porque les guste.
Bueno en este capítulo veremos la continuación del anterior y sucesos posteriores de Corazón Salvaje con Candy y Terry.
La historia tendrá tres partes como la trilogía original, " Eliza (Aimé) Terry (Juan)", de ahí viene la parte más romántica "Candy (Mónica) y Terry (Juan)" y la última el desenlace y final de "Terry (Juan del diablo)" versión (Terry Pirata)
Acercándose al final de la primera parte… todavía falta mas o menos para terminar con la primera parte… pero casi estamos acercándonos al final
Primera Parte...
Terry (Juan) Eliza (Aimé).
Capítulo 12
Relampagueantes las pupilas, como un felino a punto de saltar para luchar con todas sus fuerzas, ha respondido Eliza a las palabras de Candy, mientras un soplo tempestuoso cruza sobre la reunión familiar. Rosemary Grandchester la mira sorprendida, desconcertada; Flanmy, ha dado un paso colocándose detrás de ella, como si se dispusiera a respaldarla, mientras Anthony, pálido de ira, contiene su expresión con esfuerzo, y Elroy Andrew, acierta por fin a balbucear las palabras que el espanto ahogó en su garganta:
—Candy, Candy, pero ¿has perdido la razón, hija? ¿Por qué dices eso?
—¿Por qué ha de decirlo si no porque me odia? —no puede contenerse Eliza—. ¡Me odia, me aborrece!
—En mi opinión, ninguna de las dos sabe lo que dice —interviene, conciliadora, Rosemary—. Se han acalorado sin razón de ninguna especie. Seguramente Candy, ha cedido a un rapto involuntario de impaciencia.
—Creo que le debes una explicación a tu hermana, Candy —aconseja Anthony, categórico y severo.
Candy no puede aguantar la tensión que la absorbe y domina, y sin decir palabra abandona el grupo, alejándose corriendo.
—¡Candy! ¡Candy! —la llama Anthony hondamente estupefacto.
—No vayas con ella, Anthony. No la tomes en cuenta. ¿No es suficiente que esté yo dispuesta a complacerte? ¡Déjala… déjala…!
—Tu novia tiene razón, hijo mío. Escúchala y atiéndele a ella, que bastante mortificada está por la intemperancia de su hermana.
—Quiero recordarles a todos que Candy está enferma, y justamente de los nervios —intercede Elroy con el loable afán de restar importancia al acto tan desagradable—. Estoy segura que no quiso decir lo que dijo, ni molestar a nadie. Pero la pobrecita está mala: no come, no duerme…
—Usted sí debería ir tras ella, Elroy, y decirle lo que hace al caso. Desde luego, sin ser demasiado severa —aconseja Rosemary con benevolencia—. En efecto, su linda hija mayor no se ve saludable, y nuestra adorable Eliza se estaba haciendo de rogar demasiado. ¿No te parece, hijita, que aparte de su rudeza, tu hermana ha hecho bien en ayudarte a que te decidas?
Eliza ha hecho un esfuerzo para contenerse, para sonreír, para recobrar la máscara angélica que un momento la hiciera abandonar la ira, y con falsa modestia responde:
—Yo estaba decidida ya, Tía Rosemary. No discutíamos sino una fecha. Yo soy tan feliz siendo novia de Anthony, que no quiero ni necesito nada más.
—Las flores son bellas, pero dar fruto es la función natural del árbol. El noviazgo es como la primavera. Eres aún muy niña para comprender ciertas cosas. Sin embargo, piensa que estoy enferma, que no soy joven, y que el último de mis sueños es dormir en mis brazos a un nieto. Que sea cuanto antes esa boda…
Anthony ha tomado entre las suyas la mano de Eliza, pero no sonríe. La mira gravemente, con una mirada profunda, como si quisiera penetrar hasta lo más íntimo de sus pensamientos, como si por primera vez hallara un misterio en aquella alma de mujer, en la que cifra toda su esperanza de dicha. Mas no es una pregunta, sino una promesa, lo que por fin escapa de sus labios:
—Viviré para procurar tu dicha, para hacerte feliz, Eliza.
Juntas las manos, inclinada la frente, de rodillas ante el altar del Crucificado que preside la pequeña iglesia de Campo Real, Candy busca en vano palabras para su oración, y no las halla. Eleva sólo un pensamiento dolorido y rebelde:
—¡Perdón, Señor, perdón…!
Una espuma amarga, de rencor y de celos, se mezcla a la oración en sus labios y, como relámpagos, pasan sentimientos diversos iluminando el negro cielo de su mundo interior, mientras sigue su rezo:
—No fue por odio… fue por amor… Pero mi amor es culpable también. ¡Mi amor es peor que el odio…!
Está sola bajo la única nave del diminuto templo, casa de Dios de anchas paredes blanqueadas de cal, de toscos arcos coloniales en los que clavan sus tallos prensátiles las frescas enredaderas tropicales. Cerca del altar están los reclinatorios de terciopelo de los Grandchester : luego, los largos bancos de madera para los jornaleros y sirvientes. Pero ni amos ni servidores asoman en este instante por sus altas puertas. Sólo la frágil mujer vestida de negro que reza y llora con las manos juntas, y, como una sombra, Anthony Grandchester que desde lejos la contempla…
—Señor, no permitas que mi lengua vuelva a moverse torpemente. Dame la fuerza de callar y la humildad de bajar la cabeza frente a la injusticia…
Sus lágrimas han corrido un instante, pero se secan al contacto de su piel ardiente. Algo como un presentimiento la estremece. Ha sentido que el calor de una mirada la envuelve. Alguien la observa, alguien está cerca de ella. Bruscamente, vuelve la cabeza y un escalofrío la sacude…
—¡Anthony! ¡No… no…!
Candy, huye. Pretende huir, esquivar a Anthony. No se siente con fuerzas de resistir ahora su mirada frente a frente, de escuchar sus palabras que adivina cargadas de reproches. Quiere escapar a ese tormento, pero no puede. Él la ha seguido, ha cruzado también el pequeño templo y la detiene cerrándole el paso apenas pisa los cuadros del jardín que lo rodea, reprochándole:
—Huyes como si hubieras visto al demonio. ¿Por qué?
—No te había visto. Terminé de rezar y…
—¡No mientas! —la interrumpe Anthony—. Perdóname si te parezco brusco y rudo, pero tenemos confianza de hermanos. Te miré y te consideré siempre como la más fraterna de las amigas, y pronto seremos hermanos realmente.
—¡No se es hermanos sino por la sangre! —protesta Candy, dolida por el reproche de Anthony.
—Ya veo que de mí no quieres serlo, y es justamente por eso mi empeño en hablarte.
—No vale la pena. Molestaré poco. Creo que mañana mismo puedo regresar a Saint-Pierre y esperar en mi casa a mamá y a Eliza.
—¿Tan mal te sientes en la mía? ¿Tan desagradable te resulta mi presencia? Porque supongo que no será la de mi pobre madre, que te ha colmado de atenciones, que hasta hoy estaba encantada contigo, lo que… —se interrumpe y, adoptando un tono afectuoso, pregunta—: Candy, ¿qué tienes? Mientras rezabas te vi llorar. Sería menester estar ciego para no darme cuenta que ahora mismo estás luchando con tus lágrimas. Sufres… veo que sufres… Pero ¿por qué? ¿Por quién?
Con qué terrible esfuerzo sujeta Candy el corazón que se le desboca. Con qué alarde de voluntad suprema traga el nudo de lágrimas que se le enrosca en la garganta como una sierpe, y aprieta las manos clavándose las uñas en la piel, mientras el pálido rostro se serena, mientras halla milagrosamente la suficiente fuerza para responder fría y cortésmente.
—Eres muy amable preocupándote por mis lágrimas. Pero tambien eres un estupido ciego, no lo digo por celos, sino por amor, yo siempre estuve enamorada de ti y eso lo sabes, aun asi no te importo romperme el corazon para casarte con una mujer que no te quiere.
_Yo se que estas celosa, pero Eliza y yo nos amamos.
_No Anthony, eso es lo que te hace creer, pero no es asi, ella no te ama, ojala no sea demasiado tarde para que te des cuenta de la verdad, por lo tanto no le des más importancia a mis lagrimas y que seas muy feliz con mi hermanita querida, mientras yo igual te amare siempre Anthony, disculpa si te ofendi: un poco de excitación nerviosa y un poco de nostalgia por la paz de mi convento. Te aseguro que no es más que eso, Yo no podía ofender a nadie —se rebela Candy, alterada pero conteniéndose mediante un supremo esfuerzo—. Me limité a preguntarle a mi hermana si estaba segura de su sentimiento. Creo que en el matrimonio es preferible arrepentirse una hora antes que un minuto después.
—En efecto; pero ¿por qué había Eliza de arrepentirse? ¿En qué puedes apoyarte para pensar que no soy digno de ella?
—¡Yo jamás he dicho eso! —niega Candy vivamente.
—No es preciso decir lo que se da a entender con toda claridad —se queja Anthony con cierta amargura—. Hay algo en mí que no te gusta para tu hermana. Cambiaste totalmente, dejaste de ser mi amiga desde que te diste cuenta de que la amaba… es la verdad. Y hablemos claro de una vez: desde que saliste del convento, las pocas veces que nos hemos visto me has tratado con frialdad, con antipatía… casi podría decirte que con aborrecimiento. ¿Por qué? ¿Qué mal te he hecho? Ninguno, ¿verdad? ¿Qué puedes tener contra mí sino el miedo de que no haga feliz a tu hermana? ¿Qué fallas ves en mí? ¿Qué defectos me encuentras?
Otra vez Candy le ha mirado en silencio, conteniendo sus emociones. Otra vez ha hecho el milagro de permanecer fría y serena, ahogando aquella verdad que con el latir de su corazón parece golpearle las sienes. Otra vez ha logrado responder cortésmente, con algo parecido a una sonrisa:
—Lo que dices es pueril, Anthony. ¿Quién puede encontrar en ti un defecto? Eres el hombre más rico de la isla, el más importante después del Gobernador, y aun antes que él para la mayor parte de las gentes. Tienes nombre, fortuna, juventud y talento. ¿A qué cosa mejor que a ti puede aspirar una mujer?
—Te sobrepasas en el elogio, o eres cruel en tu burla. Si yo tengo todo eso, ¿qué tienes tú contra mí?
—Nada, Anthony. ¿Qué puedo tener? Vivimos en mundos diferentes, y éste no es el mío; por eso resulto incomprensible a los ojos de muchos, de ti el primero. Olvídate de mí, que se olviden todos. Permítanme volver a Saint-Pierre, y tú sé feliz, tan inmensamente feliz como deseo que llegues a ser. Olvídate de mí amistad Anthony Es todo lo que tienes que hacer, te lo estoy diciendo en tu propia cara que estoy enamorada de ti, desde que era niña, es por eso la razón por la cual me tengo que alejar de ti.
_Pero tu también puedes encontrar la felicidad.
_Mi felicidad es estar al lado de Dios, de corazón espero que mi hermana pueda serte feliz como te mereces Anthony.
—¡Candy… Candy…! —llama Anthony al ver que ésta se aleja con paso presuroso.
—Anthony mío, ¿qué te pasa? ¿Qué tienes? —pregunta Eliza, acercándose solícita a su novio—. Estás alterado, muy pálido, y no creo que valga la pena. No debes hacer el menor caso de cuanto te ha dicho…
—Hablaba con Candy…
—Ya lo sé. La vi pasar corriendo. Salí a buscarte, porque me imaginé que vendrías detrás de ella y no podía consentir que me calumniara…
—¿Calumniarte? —se sorprende Renato—. Nada dijo de ti. ¿Qué podía decirme? Yo soy quien, por lo visto, no satisfago su ideal para cuñado…
—¿Te dijo eso? —exclama Eliza en el colmo del asombro.
—Está demasiado claro para que no lo entienda. Creo que no me halla digno de tu amor y que le molesta ver cómo me quieres.
Eliza ha hecho un esfuerzo para contener una sonrisa burlona que juguetea ya en sus labios, y respira después profundamente, sintiéndose segura de sí misma, disfruta como nunca de la situación, con fuerza y poder para decidir tres vidas a su antojo y, condescendiente, le reprocha:
—Mi querido Anthony, es increíble que confíes tan poco en tus propios méritos, que les des tanta importancia a las tonterías de Candy… ella esta enamorada de ti.
—Si, lo sé, pero yo te amo y eso tu hermana tiene que comprender, Tú se la diste primero que yo. Si son tonterías, ¿por qué te alteraste de esa manera?
—Yo, no soy más que una débil mujer. Tú, en cambio, eres el hombre fuerte, sabio, inteligente… Lo mejor es que te olvides de los arrebatos de Candy.
—Es precisamente lo que me ha pedido ella: que la olvide, que la deje volver mañana mismo a Saint-Pierre para esperar allí el regreso de ustedes.
—Me parece muy acertado, pero no que se vaya ella sola. Será mejor que regresemos las tres, que arreglemos allá las cosas mientras tú las arreglas aquí, que mandes a reparar a toda prisa la casa de la capital, que es el lugar indicado para que pasemos nuestra luna de miel, y cuando hayan transcurrido esas cinco semanas indispensables para todo esto, nos casemos mientras Candy vuelve a su convento, que es el lugar que le corresponde. Que tome al fin los hábitos, que profese. —Y con una jovialidad que más bien es ironía, declara—: Y que rece por nosotros, que rece por nuestros pecados, ya que ha elegido ese camino para llegar al cielo.
—¿Irte tú también? ¿Dejarme?
—Por unos días solamente, mi tonto querido. Es indispensable. Si hemos de casarnos, hay mil cosas qué disponer. Si estamos oficialmente comprometidos para casarnos, no es muy correcto que viva yo en tu casa, que durmamos bajo el mismo techo. ¿No te parece?
Lo ha besado con un largo beso ardiente, cerrando los ojos, acaso soñando que es otra boca la que besa, y un instante arrastrado por aquel torbellino, responde Anthony a su beso de fuego, susurrando:
—¡Eliza… mi vida…!
—Y ahora, formalidad —aconseja Eliza, reaccionando—. Ve a disponer las cosas para que mañana temprano nos lleven a Saint-Pierre. Yo voy a decírselo mi mamá y… —Se interrumpe al ver a unos pasos de ellos a Flanmy, y no puede menos que lanzar una exclamación de sorpresa—. ¡Ah…!
—La señora Rosemary aguarda al señor Anthony en sus habitaciones —avisa la mestiza, adoptando un tono humilde—. Le ruega que vaya inmediatamente.
—Con usted no gana uno para sustos, Flanmy —bromea Eliza con intención aviesa—. ¿Qué es lo que se pone en los pies para pisar como los gatos?
—Mi deseo de servir a los Grandchester, señorita. Como hasta ahora no ha habido en esta casa nada qué sorprender ni ocultar…
—Ni lo hay tampoco ahora, Flanmy—reprende rudamente Anthony—. Puede usted omitir las reticencias.
—Perdón, señor. Yo sólo dije…
—Oí perfectamente lo que dijo. No quiero seguir hablando del asunto, ya que aclaré el punto total y absolutamente. No hay misterios, pero no todo puede hablarse delante de la servidumbre.
—¿Qué? —se sorprende ahora Flanmy.
—Será muy saludable que lo recuerde —recalca Anthony. Luego, cambiando la expresión, se dirige a Eliza—: Con tu permiso, voy a ver qué quiere mamá.
—Y yo también voy a prevenir a mi gente. Hasta ahora mismo, ¿verdad?
—Hasta siempre, mi vida…
Se ha inclinado, llevándose a los labios la mano de Elisa y besándola con tierno respeto. Después se alejan ambos por distintos rumbos, mientras, inclinada la frente, ardiendo las mejillas como bajo la ofensa de una bofetada, Flanmy permanece inmóvil, tensa, hasta que la mirada hosca y serena del hombre que se acerca, se fija en ella y observa:
—Flanmy, ¿qué haces aquí?
—Nada, tío… —soslaya la mestiza haciendo un verdadero esfuerzo.
—A eso se aplican todos en esta casa: a no hacer nada. Y lo que es en el campo, si no estuviera yo siempre atento, con la fusta en la mano, no habría tampoco quién se moviera. ¡La vida voy a dejarme en las nuevas plantaciones de caña que estamos haciendo! Se han roturado cuatro parcelas en escalón, casi hasta lo alto del monte. Me gustaría que el señor Anthony lo viera. Deberían darse una vuelta por allá. ¿Me oyes? —rezonga Bautista. Y al observar atentamente la extraña expresión de su sobrina, indaga—: ¿Pero qué es lo que tienes? A lo que parece, vas a llorar. ¿Qué te ha pasado?
—Nada. El señor Anthony se ha dignado recordarme que no soy aquí más que una sirvienta. Le molestó que al acercarme lo viera besando a esa Andrew… a esa Eliza que no es más que una cualquiera…
—¿Pero cómo te atreves…?
—Cualquiera puede verlo. Basta con mirarla. Pero el señor Anthony es sordo y ciego, porque no quiere ni oír ni ver. Bueno, más vale que yo me calle, tío.
—De acuerdo. Creo que más vale que te calles si vas a decir disparates. La señorita Eliza Andrew será nuestra dueña dentro de cinco semanas según me dijiste.
—En Campo Real no habrá nunca más que una dueña: la señora Rosemary. La otra, que no venga… ¡Qué no venga, porque le irá demasiado mal si viene!
—¿Pero qué dices? ¿Demasiado mal?
—¡Y yo seré la que me ocupe de eso!
…..
—¿Qué haces, Candy? Veo que apresuras las cosas… La voz de Eliza ha llegado hasta Candy golpeando sus nervios en tensión, deteniéndola, para dejarla inmóvil frente a la pequeña maleta que está poniendo en orden. Se hallan en la amplísima alcoba que le han destinado en aquella especie de palacio campestre, la más sencilla de las tres, no obstante, los ricos cortinajes, los pulidos pisos, los lujosos y bien cuidados muebles…
—¿Puedes dejarme un rato en paz, Eliza?
—No te preocupes. No vengo a discutir ni a hacerte reproches. Al contrario. No tendrían razón de ser. Estoy encantada por tu magnífica iniciativa de volver cuanto antes a Saint-Pierre. La idea es, desde luego, de mi más absoluto gusto.
—Me lo imagino. Sé cuánto deseas perderme de vista.
—En este caso, perder de vista a mi futuro palacio, a mi futura familia y a mi futuro reino…
—¿A qué viene todo eso?
—Comprenderás que mamá y yo nos vamos también. Ya se lo he dicho a ella y se ha quedado poco más o menos que con un ataque de nervios. Sería conveniente que la calmaras, tú qué sabes hacerlo. La pobre mamá tiene un santo horror a que se nos escape Anthony, pero yo no. Sé que lo tengo bien seguro y aunque te duela oírlo quiero afirmártelo una vez más.
—No me duele. Lamento muchísimo haber dicho lo que dije. Por eso quiero regresar a Saint-Pierre; pero regresar yo sola. De ningún modo que por mí se interrumpa la visita de ustedes.
—Por ti no se interrumpe nada, hermana. Cálmate. Yo soy la que quiero irme, yo soy la que estoy harta de todo esto.
—Y, sin embargo, pretendes casarte con Anthony —refuta Candy sin poder suavizar el tono violento de su voz—. ¿Por qué no eres leal con él? ¿Por qué me obligas a hacer lo que no quiero hacer? Si sigues como estás, me obligarás a hablarle claramente.
—No creo que te atrevas. Hoy perdiste una ocasión estupenda. Hubieras podido sincerarte, hablarle de tu amor, pero lo único que se te ocurrió fue darle a entender que no te gustaba para cuñado. Porque, desde luego, me lo dijo. Él me lo cuenta todo. Hasta sus más recónditos pensamientos me pertenecen. Y es un niño, ¿sabes? Es un niño tonto… y supongo que lo bastante bueno para seguir siendo tonto hasta el fin de sus días.
—¡Si supieras cómo me repugnas cuando hablas así! ¡Cómo te odio cuando…!
—¡Qué lío de sentimientos te haces, hermana! —la interrumpe Eliza con una risita suave—. Me odias porque estás celosa, y estás celosa porque lo quieres.
—¿Quieres callarte de una vez? ¿Qué es lo que pretendes? ¿Volverme loca?
—Cálmate, Candy, y no grites. Acertaste al decir que no estoy segura de mis sentimientos y, naturalmente, quiero estarlo antes de casarme.
—¿Qué dices, Eliza? —se esperanza la novicia.
—Buscar mi verdad en unos días de reposo y de aislamiento. Quiero volver a Saint-Pierre para eso: para estar sola. Para darme cuenta de cómo son las cosas realmente; para decidir si me caso con Anthony, o si no me caso. Voy a hacer lo que tú llamarías examen de conciencia. Puede que me case. Son demasiadas las ventajas que Anthony me ofrece. Puede que no me case, que prefiera la libertad a la riqueza. En el segundo caso… —Su voz no puede disfrazar la ironía que la invade—: En el segundo caso, mi querida hermana, te daré una prueba de esa generosidad mía que tanto has puesto en duda. ¡Te lo devolveré!
Cómo un relámpago de esperanza ha cruzado sobre el alma de Candy, aunque las últimas palabras de su hermana la hieren y la ofenden. Duda, lucha, vacila, se retuerce en aquella dura batalla empeñada contra sí misma, mientras casi afable, casi sonriente, goza Eliza del desquite de verla temblar. Tal vez un momento cruza la compasión por los ojos de Eliza, pero se apaga al grito de su egoísmo, al benévolo placer de manejar otras almas a su antojo, mientras la palabra violenta estalla en los labios de Candy:
—¡No tienes nada qué devolverme! ¡Pero no creas que vas a seguir divirtiéndote, jugando con él!
—¿Por qué no? Cuando se entrega el corazón sin condiciones, no podemos quejarnos demasiado de lo que sucede. Y él me entregó su corazón. Me quiere más que a sí mismo y sin ambages me lo confiesa.
—Porque está ciego, porque no sabe quién eres. Si te conociera realmente, si yo le dijera de ti… —advierte sordamente Candy—, y demasiado bien sabes lo que podría decirle.
—Tú eres quien no lo sabes —se enfurece Eliza—. No puedes acusarme sino de tonterías, de chiquilladas, de simplezas. No tienes una prueba contra mí, y te desafío a que me acuses sin pruebas. Ya verás si te cree, ya verás contra quién se vuelve…
—Contra mí, por desgracia —acepta Candy con profundo dolor.
—Me alegro mucho que lo comprendas. Pero, aunque fuera verdad, aunque lograras demostrarle que soy indigna, ¿sabes lo que conseguirías con eso? ¡Que te odiase! ¡Porque matar su fe en mí es condenarle a sentirse el más desdichado de los hombres!
—De eso te aprovechas…
—No hago sino defenderme. Buena eres tú para no hacerlo. Si desde niña no hubiera estado yo alerta… Conmigo no te hagas la buena. Querrías verme muerta…
—¡Con cuánta injusticia hablas, Eliza! Yo querría verte feliz, pero haciéndole feliz a él también. Saber que eras capaz de ser honrada, digna, recta, de serle leal, totalmente leal…
—¿De veras? ¿Sólo con estar segura de eso te considerarías dichosa? Que sea leal, ¿verdad? Que sea sincera… pues bien, voy a serlo. Es justamente lo que te prometo: no me casaré con Anthony sin estar segura de poder brindarle esa felicidad que tú quieres para él y que yo deseo para mí misma. Pero cuando me case, si me decido a hacerlo, me harás el favor de dejarme tranquila. Es todo un pacto. ¿Aceptas? ¿Sellamos con un beso?
—Acepto… pero no es necesario el beso.
—Rencorosa, ¿eh? —ríe burlona Eliza—. Yo soy la que debiera estar enojada. Buena puñalada trapera quisiste darme. Pero a mí no me importa. Eres la oveja blanca de las dos hermanas: la aplicada, la noble, la prudente, la buena… Yo tengo algunas manchas, pero soy la más fuerte y no te guardo rencor de ninguna especie. —Y diciendo y haciendo, besa a su hermana.
—Hijitas… vaya, menos mal. —Elroy, que llega junto a ellas—. Temí que siguieran discutiendo. Es tan doloroso para mí verlas de esa manera, una contra la otra… Duelen tanto en el corazón de una madre esas desavenencias… ¡Ay, si los hijos supieran…! —Un suspiro llena el corazón de la madre.
—Mamá, por Dios, no te pongas romántica —rechaza Eliza con alegre jovialidad—. Ya pasó todo; fue una nubecilla de verano. ¿Verdad, Candy? Pero ya verás cómo no vuelve a suceder. De ahora en adelante, mi hermana y yo vamos a llevarnos maravillosamente bien: yo en mi casa y ella en su convento. La situación ideal para no disgustarnos. Y si andando los años me sale a mí una hija casquivana y coqueta, se la envío a su tía la abadesa para que la sermonee y…
—¡Eliza! —la interrumpe la voz de Anthony que la llama desde el pasillo.
—Creo que me llama Anthony —comenta Eliza; y luego, alzando la voz, responde—: Aquí estoy, querido. Entra.
—Perdónenme ustedes —se disculpa Anthony desde el umbral—. Sin duda, interrumpo una conversación familiar, pero es el caso que mamá quiere hablarte en seguida Eliza. A la pobre le ha caído bastante mal la noticia del viaje de ustedes.
—En dos minutos lo arreglo yo todo y la convenzo de nuestras magníficas razones —asegura Eliza—. ¿No vienes conmigo; Anthony?
Éste se ha quedado mirando a Candy, inmóvil frente a la pequeña maleta abierta, tan pálida, tan frágil, con una expresión tan dolorosa en los labios, que un irresistible sentimiento de amistosa compasión lo acerca a ella, y suplica:
—No quisiera que te fueras disgustada conmigo, Candy.
—No lo estoy, Anthony, ni habría razón para ello. Eres el mejor de los hombres…
—No lo soy, pero deseo serlo, para brindarle a tu hermana toda la felicidad que merece, para que un día puedas mirarme como hermano, aunque no tengamos la misma sangre…
Con rápido gesto ha tomado la mano de ella, llevándosela a los labios, y luego marcha tras Eliza…
—Qué buen muchacho, Señor —exclama Elroy—. No lo hay mejor en el mundo entero. Yo también me voy a preparar las maletas.
Candy ha quedado sola, inmóvil, sintiendo sobre la piel de su mano derecha la dulce y ardiente sensación de aquel beso, el cálido deleite de aquella caricia que enciende de rubor sus mejillas… y furiosamente se clava las uñas, borrando con sangre la huella de aquel beso…
—Es un gran honor su visita para mí, señorita, pero francamente no recuerdo…
—No fatigue su imaginación, doctor Noel. Es la primera vez que nos vemos… de cerca. De vista le conozco bastante. En Saint-Pierre, más o menos, todos nos conocemos, ¿verdad?
—Yo no creo haber tenido el gusto hasta ahora.
—Mi nombre es Eliza… Eliza Andrew…
—Ahora sí. ¡Acabáramos! Después de todo, no le falta a usted razón. De vista, más o menos, todos nos conocemos. Conozco a su señora madre, y su señor padre, que en paz descanse, fue amigo mío también. Pero ¿en qué puedo servirla? En primer lugar, siéntese… siéntese…
—No hace falta; mi visita será muy corta…
Dominando sus nervios, mirando furtivamente a las ventanas y a las puertas de aquel viejo y destartalado despacho, Eliza parece decidirse a jugar la peligrosa carta de su empeño. Lleva ya varios días en Saint-Pierre inquiriendo inútilmente, preguntando en vano, deslizándose al borde de los ambientes en que podría recoger alguna información, y al fin se ha decidido a visitar al viejo notario que ahora, al contemplarla entre curioso y complacido, afirma:
—La vi a usted algunas veces de niña, pero se ha transformado maravillosamente. ¿En qué puedo servirla, hija mía? La veo nerviosa…
—¡Oh, no! En lo absoluto… Mi visita es una tontería… Quiero decir que no es para nada serio. Pasé cerca y pensé: puede que el señor Albert sepa algo de mis encargos. No me entiende, claro. Perdóneme. Es un enredo… Resulta que yo le había dado unas monedas al patrón de cierta goleta para que me trajese de Jamaica perfumes ingleses.
—¿Perfumes ingleses? ¿No nos envía Francia los mejores perfumes del mundo? —Se escandaliza el buen Albert.
—Sí, sí… claro… Pero no se trata de eso. Era un perfume especial el que yo quería… Un perfume para caballeros… Y algunas camisas. Algunas de esas admirables camisas inglesas que no se parecen a ninguna. Se trata de un regalo que quiero hacer. Un regalo para mi prometido. Estoy de novia, doctor Noel. Me casaré muy pronto…
—Pues felicito a su futuro. Pero siga su cuento: usted dio unas monedas al patrón de una goleta…
—Para que me trajera perfumes de Jamaica. Pero el hombre no ha vuelto…
—Y quiere usted demandarlo. ¿Tiene recibo?
—¡Oh, no! Absolutamente. Creo que se trata de una persona de confianza. Me lo recomendaron como tal. Pero nadie me da razón de él, y como alguien me informó que era amigo de usted…
—¿Amigo mío un patrón de goleta? ¿Cómo se llama?
—El apellido no lo sé. Su barco se llama el
Luzbel
—¡Terry del Diablo! Pero es fantástico lo que usted me cuenta. ¡Terry del Diablo, comisionista de perfumes!
—Bueno… era un favor particular el que iba a hacerme. Se lo rogué, accedió, le di el dinero, me dijo que pronto estaría de vuelta, pero nadie sabe nada de él.
—En efecto, señorita Andrew. Nadie sabe nada de él, ni creo que sabrá en mucho tiempo. Me veo en la obligación de ser sincero, porque conozco a su prometido: conozco y quiero al joven caballero Anthony Grandchester .
—Tío Albert… —se atraganta Eliza con el nerviosismo de la sorpresa reflejada en su lindo rostro.
—Y no sé por qué me imagino que es él quien la envía.
—¿Qué dice? —apremia Eliza ya en el colmo del asombro.
—Anthony pertenece a la rara casta de hombres demasiado generosos, demasiado buenos. A él le preocupa extraordinariamente la suerte de Terry del Diablo, y no le ha bastado con sacarlo de un apuro recibiendo su ingratitud en pago. Ahora se empeña en saber qué ha sido de él, ¿verdad? Y como teme un sermón de mi parte la manda a usted…
—¿Yo… yo…? —balbucea Eliza, sin acertar a comprender.
—Mi linda señorita Andrew, mucho me temo que Terry, por el que confieso que siento afecto a pesar de todo, esté metido en un asunto bastante feo. No oye consejos. Se ha empeñado en hacer fortuna de repente. Con seguridad no sé lo que está haciendo, pero me temo que las autoridades se hallen ya sobre aviso con respecto a él. No creo que pueda regresar, no creo que volvamos a verle por Saint-Pierre en muchos años. Porque si volviera, es casi seguro que iría a parar al fondo de un calabozo, ¡y Terry del Diablo no es tan tonto para eso!
Albert ha hablado dejándose llevar por sus sentimientos sin reparar apenas en el efecto que sus palabras hacen en la linda muchacha que le escucha consternada, juntas las manos, agrandadas las pupilas, conteniendo milagrosamente la oleada de desesperación que la envuelve. Al fin, Eliza Andrew se pone de pie y, más que hablar, sus labios balbucean:
—¿Está usted seguro de eso?
—Naturalmente. Dígale a Anthony que no se preocupe más de él, que lo deje correr su suerte. Bien dichosos podemos estar con que no lo ahorquen un día de éstos o le partan el corazón de una puñalada, en una riña de taberna. Que, si hasta ahora ha salido bien de todos los enredos, no quiere decir que esa suerte va a durarle siempre. Un día se le acaba, y ¡zas!, un loco menos…
—¿Cree usted que está loco?
—Creo que fue muy desgraciado de niño y que esas cosas siempre dejan huella. Nació con una estrella negra… Es una historia larga y confusa… Más vale que no hable de ella. ¿Para qué?
—Es que yo quisiera saber… Si usted me lo dice, le doy mi palabra de no repetirlo a nadie… ni a Anthony siquiera. Bueno, la verdad es que él no sabe que he venido. Yo vine por mi cuenta, inquieta al verle preocupado. Y también lo de los perfumes es cierto. Él me prometió volver… volver en cinco semanas.
—Espérelo cinco años… y acaso vuelva. ¿Sus encargos eran regalo para Anthony?
—Sí, pero no quiero que él lo sepa.
—Mi consejo es de que se olvide de todo eso usted también.
—¿Se olvidará también usted de mi visita?
—Bueno… Si usted lo desea…
—Se lo ruego. Me ha hecho usted un gran favor… un enorme favor…
—Sí, Anthony, ve a buscarlas. Me parece muy buena idea. Ve a buscarlas y apresura las cosas. Guíate siempre por tu razón, por tu criterio, que es el que debe prevalecer en el matrimonio. Malo es que un hombre acceda en todo a los caprichos de una mujer. Ya sé lo que piensas: que cómo te hablo de este modo, siendo yo mujer. Pues, porque eres mi hijo, Anthony, y te sé blando, complaciente, tierno, demasiado generoso, acaso demasiado enamorado…
—Pero, mamá… —Hay una repulsa en la voz de Anthony por los conceptos de su madre.
—Nadie nos oye. Creo que puedo serte absolutamente sincera. Tú sabes que nadie te quiere más que yo. ¡Nadie!
—Eliza me quiere…
—Desde luego, hijo. En eso confío. Espero que te quiera hijo, por qué no quererte. Bien contenta puede estar con su suerte, pero no estoy segura que te ame, además debe respetarte, entender que su destino es estar sujeta a ti, que su primer deber es complacerte. Eliza, es bella, pero es demasiada inquieta, consentida y mimada en extremo. Una madre muy blanda, un padre ausente primero y luego muerto… Su hermana mayor parece muy descontenta con ella. Y Candy, a pesar de sus arrebatos, me parece una persona excelente, sólida y recta, además ella te ama, pero me cae mejor.
— Pero yo amo a Eliza, pero ahora Candy esta con sus nervios…
—¿Cuál es el origen de esa enfermedad nerviosa?
—No lo sé, mamá. A veces me parece que tal enfermedad no existe, que es una forma de disculpar, de explicar un estado de ánimo hosco y hostil con todo el mundo, o al menos conmigo. No quería decírtelo, pero ya que llevas las cosas por ese camino, más vale que lo sepas: Candy no es mi amiga desde que emprendí las relaciones con Eliza.
_Candy es la chica más buena del mundo, por eso la elegí para ti, pero tu elegiste a la hermana y a mí no me cae bien, siempre me cayo mejor Candy, yo creo que se enfermó desde que le rompiste el corazón.
—Pueda ser madre, pero Candy no es la perfecta pareja para mí, es demasiada infantil, yo quiero una mujer madura, no una niña consentida, Eliza es bella y tiene
—Por nada. A veces la imaginación va muy lejos y más vale no dejarla volar. En definitiva, Anthony, mañana sales para Saint-Pierre y las traes. Puedes quedarte allí dos o tres días, lo necesario para activar los papeles de ella, que seguramente no te tomará más tiempo. Cuando vuelvas, todo estará dispuesto. Quiero que te cases aquí, en nuestra vieja iglesia, donde te bautizaron, donde velamos a tu padre, donde un día me velarás a mí también… Es nuestra tradición. Nunca amé demasiado a esta tierra. Ahora creo que hice mal. Aquí está mi vida, puesto que está la tuya y estará la de tus hijos. ¡Quiero que me des muchos nietos! Quiero verlos crecer sanos y alegres en tu Campo Real, y que la linda mariposa, que es hoy tu novia Eliza, se convierta en la mujer fuerte y serena que yo soñé a tu lado. Quiérela, pero no la abandones a su antojo. Guíala, sostenía, hazla a tu modo, modélale el alma para que sea tu mujer, no la linda tiranuela en que amenaza convertirse. Que sea digna de tu amor, y estará en Campo Real como una reina.
—¿En Campo Real…?
—Claro. ¿En qué piensas?
—Eliza soñaba con vivir en Saint-Pierre, y yo le había prometido mandar reparar nuestra vieja casa… Es tan joven, tan alegre… Me temo que se aburre demasiado en el valle.
—¿Qué locura es ésa? Poca confianza tienes en ti mismo sí piensas que puede aburrirse tu mujer estando a tu lado. Bueno, ni una palabra más de esa tontería. Las obras que he mandado hacer en el ala izquierda de la casa estarán a tiempo para que paséis allí una deliciosa luna de miel. A Saint-Pierre podrá ir cuando tú la lleves de paseo. Éste es el hogar de los Grandchester , éstas son tus tierras y es aquí donde ha de vivir la mujer que se case contigo.
—Yo pienso como tú, mamá, naturalmente. Pero es duro comenzar por discutir con ella. No creas que me falta carácter. Todo cuanto dices era también mi propósito. ¡Pero la quiero tanto! ¡Tengo tal anhelo de verla feliz!
—Ya lo sé. Y es contra la debilidad de tu gran amor contra la que te prevengo. Cólmala de amor, pero exígele que te corresponda plenamente. Y si no estás seguro de poder hacerlo, no te cases con ella.
—Sí, madre. Me casaré y será tal como tú lo deseas: mi esposa, mi compañera en todo. Lo haré, madre. Tengo que hacerlo, porque yo no podría vivir sin ella, porque la quiero más que a mi vida, y como a mi propia vida defenderé el derecho de que sea mía totalmente.
….
—¡Terry! ¡Terry!
El nombre ha escapado, como un sollozo, de la garganta trémula de Eliza. Está sola en la playa. Sola frente al mar siempre inquieto que baña las costas martiniqueñas. Sola frente a la tormenta de su alma, frente a la marejada brutal de los recuerdos, y murmura:
—No volverás; no volverás nunca tal vez, y yo… yo…
Ha retrocedido hasta llegar a la entrada de la cueva, aquella gruta profunda, de piso de arena, que huele a yodo y a salitre… aquella gruta, tálamo de su amor tempestuoso, que brindó a sus horas de locura el verde terciopelo de sus algas y la frágil cortina de sus helechos. Ha entrado con paso tambaleante. Sus rodillas se doblan, su cuerpo se inclina hasta que las manos trémulas cubren el rostro y tocan otra sal: la de sus lágrimas. Es como una despedida dolorosa y cruel…
El nombre de Eliza, suena a lo lejos, como la llamada de otros mundos, como el grito de la razón que llega hasta la enamorada de Terry, despertando su instinto de combate, su egoísmo, su soberbia, su anhelo de triunfar, su ansia de lujo, su sed de placeres:
—¡Eliza…! ¡Eliza…!
Al solo recuerdo de su hermana, se alza la cabeza de Eliza, se yergue su torso con brusco ademán altanero. No quiere que la encuentre así: humillada, vencida, llorando frente al amor que se fue. No ha respondido a su llamada, pero ya Candy se acerca. Ha visto el camino labrado a pico desde el acantilado de piedra y ha bajado por él hasta la playa, buscando con sus grandes ojos anhelantes hasta descubrir la entrada de la cueva, y corre a ella como impulsada por un presentimiento…
—Eliza, ¿qué te pasa? ¿No me oías? ¿Por qué no me contestas? ¿Qué tienes?
—Nada. ¡Estoy harta de que me persigas siempre!
—Merecías qué no lo hiciera… Levántate, ven… Anthony te espera en la casa. Lo que hayas decidido, se lo dirás a él…
Eliza, se ha levantado de un salto, trémula de sorpresa. Ha sentido como si el propio Anthony la sorprendiera allí, en aquel santuario de su amor por Terry, como si aquella mujer, celosa rival aun cuando corra la misma sangre por sus venas, fuera capaz de adivinar su pensamiento. No, no perderá a Anthony. No lo perderá todo, tras el golpe cruel de haber perdido a Terry, y allí está Candy, dispuesta a arrebatárselo, decidida a luchar quién sabe con qué armas… Candy, en cuyos ojos arde la enorme fuerza de su amor y de su voluntad. Pero Eliza está bien decidida, será más astuta, más rápida, aun cuando la sorpresa la sacuda en este momento, y serenándose tras un esfuerzo supremo, inquiere:
—¿Que Anthony está en casa…?
—Vino a resolverlo todo para la boda, pero si como me prometiste has hecho examen de conciencia…
—¡Oh, déjame!
Eliza ha cruzado ya la playa, trepa por el sendero abierto entre los riscos, mientras Candy la mira alejarse como si una fuerza extraña la detuviera bajo el tosco arco natural que da entrada a la cueva. Sus ojos recorren ésta con sorpresa. Con paso tambaleante se interna en ella. Jamás pensó que la naturaleza pudiera brindar al hombre una estancia natural como aquélla, y cual un torbellino cruza una imagen por su mente: la de Terry del Diablo… Recuerda su rostro curtido, su sonrisa desdeñosa, sus ojos altaneros, su aire a la vez atractivo, natural y salvaje como el de aquella cueva. Ha presentido, ha adivinado casi, pero rechaza aquella idea punzante, como quien rechaza un mal pensamiento, y haciendo la señal de la cruz sobre su frente, sale siguiendo los pasos de Eliza…
—¿Entonces, mi vida; no hay ningún inconveniente?
—Nunca hubo ningún inconveniente, Anthony mío. Hoy mismo pensaba escribirte, buscar un propio con quien enviarte unas líneas diciéndote que por mí todo estaba dispuesto.
Suave, tierna, sonriente, con aquella coquetería mimosa un tanto pueril con que suele dirigirse a él, Eliza ha cortado las posibles preguntas de Anthony diciendo que sí a cada palabra, a cada petición…
—Mamá desea verlas en Campo Real cuanto antes…
—Iremos cuando quieras, querido. Ya te dije que todo lo tenemos dispuesto, al memos mamá y yo. De Candy no sé y más vale que sea mamá la que le pregunte. Está tan nerviosa y tan rara en estos días… No me extrañaría que no quisiera asistir a nuestra boda, que se empeñara en volver a su convento… — Eliza se interrumpe al ver a su hermana que ha llegado junto a ellos y, con voz casi melosa, exclama—: ¡Ah, Candy! De ti hablábamos precisamente…
—Ya te oí —asiente Candy con serenidad—. Oí todo cuanto dijiste.
—No quisiera que interpretaras mal… —empieza a disculparse Eliza, pero Candy la interrumpe y puntualiza con toda claridad:
—No creo que lo que has dicho se preste a ser interpretado. Está más claro que la luz del día: esperas que vuelva al convento y que no asista a vuestra boda…
—No espero; temo…
—Iba a hacer la modificación, Candy —interviene Anthony—. Te aseguro que me darías un gran disgusto negándote a estar junto a nosotros en un día que tanto significa, y no creo que las reglas de ninguna orden, por severas que sean, te nieguen el permiso de asistir a la boda de tu hermana.
—Por el momento estoy fuera de todas las órdenes y de todas las reglas del convento. Tengo licencia por tiempo indefinido…
—Pero, Candy querida —comenta Eliza—, eso es algo completamente nuevo. Al menos, nunca lo habías dicho.
—No hubo ocasión. Solemos hablar tan pocas veces… Pero sí, hermana, estoy libre. Puedo ir a donde me plazca y hacer lo que desee, inclusive decidir no volver al convento. Por algo se da tiempo a las gentes antes de que hagan los votos definitivos. Hay cosas que requieren ser pensadas y meditadas muy seriamente antes de decidirse a ellas. Sobre todo, el matrimonio y las órdenes religiosas, pues es irreparable el daño que se hace a los demás, y a sí mismo, yendo a ellos indebidamente, sin una absoluta seguridad de nuestros sentimientos.
Eliza ha apretado los labios, sintiendo que la sangre enciende sus mejillas, pero es demasiado astuta para dejar escapar una palabra imprudente, para no desconfiar frente a la helada serenidad de Mónica, que se dispone a salir del vetusto salón con una disculpa:
—Con tu permiso, Anthony. Tengo aún algunas cosas qué disponer. Quedas, naturalmente, en la mejor compañía.
—Menos mal. Tu hermana parece sentirse mejor —comenta Anthony sintiendo cierto alivio.
—No sé qué decida —dice Eliza con ira contenida—. De las gentes lunáticas no es posible fiarse. Siempre salen por donde menos se las espera. ¿Me permites también a mí un momento? Te dejaré solo un minuto nada más…
Ha salido con paso rápido, ha visto a Mónica que se aleja hacia el jardín, con paso mesurado, y corre tras ella, llamándola:
—¡Candy…! Candy, quiero que hablemos en seguida.
—Te estaba esperando precisamente para eso. Iba a llegar hasta un lugar del jardín donde pudiéramos hacerlo a solas sin que nadie nos oyera.
—Aquí nadie nos oye y necesito saber, inmediatamente, qué es lo que te propones.
—Nunca me he propuesto más que una sola cosa: impedir que hagas desdichado a Anthony, salirte al paso en cuanto hagas contra él qué no sea claro, leal y diáfano. Puedo apartarme de tu camino, cederte el campo, pisotear mi corazón, ahogar mis sentimientos, anularlos hasta que desaparezcan, pero no entregarte a Anthony para que lo conviertas en un guiñapo con tus mentiras y tus astucias.
—No soy mentirosa ni astuta como supones. Yo lo quiero también.
—Eso juraste y eso creí un día: que le amabas; que, a tu manera, le querías, que había verdadero amor en ti y que eras capaz de vivir por él y para él. Y decidí apartarme. Pensé que mi única misión era ésa, que tenía el derecho de vivir sólo para mí misma, de buscar en el convento, la paz que me faltaba. Más ahora las cosas han cambiado. No perdamos el tiempo en repetir lo que las dos sabemos. Anthony te ama con locura y, amándote como te ama, está en tus manos desamparado y ciego…
—Bueno, lo único que quiero saber es lo que te has propuesto. No creas que vas a hacerme vivir bajo la amenaza de soltar la lengua diciendo tonterías.
—Pues así has de vivir, aunque no quieras. Y no serán tonterías las que yo cuente… De ti sola dependerá mi actitud, Eliza. Me prometiste reflexionar, ser sincera, hacer examen de conciencia, pesar las cosas en la balanza de tu corazón…
—Te prometí resolver, y he resuelto… He resuelto casarme con Anthony, dedicarle mi vida entera, ser dueña absoluta de mi familia, de mi casa, de mi vida y la suya, y no permitir que ni tú ni nadie intervenga en lo que no le concierne. Te prometí tomar una determinación y es ésa. ¿Está claro? ¡Pues vete ya a tu convento y déjame en paz de una vez!
—Me iré cuando esté segura de que cumplirás tu promesa, pero no antes, Eliza. Es mi último derecho, y no lo entrego, no renuncio a él. Hay demasiadas cosas oscuras en tu vida… pero puedes estar tranquila, porque el pasado no voy a tenértelo en cuenta.
—¿Qué sabes tú de mi pasado?
—A ti no voy a decírtelo, Eliza. Sería tanto como quedar indefensa y eres una enemiga demasiado peligrosa. No haré nada, no diré nada mientras te portes correctamente con Anthony. Y en último caso, tomo para mí el papel más ingrato: el de recogida, el de agregada. Quieras o no, seré junto a ti como la imagen viva de tu conciencia.
—Si piensas que voy a soportarlo…
—Lo soportarás. Y además, no será por toda la vida.
—Menos mal que le pones plazo a tu espionaje —comenta Eliza con rabiosa ironía.
—Precisamente. Cuando le hayas dado un hijo a Anthony, me apartaré para siempre de ustedes. Confío en que tu conciencia de madre te baste a partir de ese momento. Confío…
—Perdónenme —interrumpe Anthony, que se ha acercado silenciosamente—. Presentí que estaban disputando y no pude quedarme en la sala. Tus últimas palabras me parecieron muy interesantes, Candy. Son las únicas que escuché y me gustaría saber a qué se refieren. Dijiste algo así como: «Confío en que tu conciencia de madre te baste a partir de ese momento». ¿A qué conciencia te refieres? ¿Eran dirigidas directamente a Eliza tus palabras?
Un gesto grave invade el rostro de Anthony, dándole una expresión diferente a la que nunca tuviera frente a Eliza. A pesar de su astucia, a pesar de su cinismo, ella ha temblado. Pero Candy sonríe… sonríe con perfecta sonrisa cordial, mientras apoya suavemente su blanca mano en el brazo de su hermana para soslayar con tranquilidad:
—Sí; pero no te pongas tan serio, hombre. Se trataba sólo de unos cuantos consejos de hermana mayor, acaso un poco demasiado monjiles. Eliza es muy joven para casarse, y ésa ha sido la única razón de mis temores hasta este momento. Comprendo que has interpretado mal las cosas por culpa mía, pero ella me ha jurado una vez más que te adora y que vivirá para ti. Yo creo en sus palabras, creo en ella… Es la mayor garantía de felicidad para los dos. Nada en el mundo me importa tanto como la felicidad de ustedes, y acabo de prometerle a Eliza velar por ella…
—¿Qué dices a esto, Eliza? —interroga Anthony. volviéndose hacia ésta y contemplándola con ternura.
—¿Qué puedo decir? Absolutamente nada… Me iré a disponer las maletas
…Gracias por seguirme en esta historia... ahora contestare sus comentarios, en mi sección favorita.
Ary81 . Gracias por tu apoyo, ojala puedas seguir apoyándome con esta historia y las demás historias, bendiciones para ti y gracias por apoyarme en la otra adaptación cadenas de amargura.
Mia8111: Te considero mas que mi amiga, gracias por tu apoyo se que siempre me apoyas con todas mis historias, gracias por tu apoyo incondicional, se que te gusta leer de todo y que corazón salvaje es tu novela favorita, te prometo que hare lo posible por terminar la historia y gracias por seguirme en la otra adaptación cadenas de amargura, abecés me confundo los nombres no olvides que Eliza es (Aimé), Terry (Juan), Candy (Mónica), Anthony (Renato, Andrés), Rosemary (Sofia), Elroy (Catalina), Albert (Noe), George (Bautista), Flanmy (Janina, la sobrina de George).
Carol Aragon gracias por tu comentario y seguirme en esta historia, te sugeriría que me leas cadenas de amargura que también es una adaptación, es hermosa al igual que esta, hasta te puedo decir que se parece mucho a la vida de candy, con un final feliz deberías leerla.
Alce alce: Gracias por seguirme en esta historia, sé que te gusta mucho, te invito a leer cadenas de amargura es hermosa al igual que esta, ojala me acompañes en esa historia que te estoy invitando a leerla es una de las mejores tramas que hay.
Australia77 gracias hermosa por tu comentario así me da ganas de seguir con esta novela, te invitaría que me leas cadenas de amargura es hermosa al igual que esta hasta te puedo decir para mí que es la mejor historia que vi al igual que esta, espero que me sigas allí también.
Mizuko : Gracias por tus comentarios, por lo que veo hasta ahora corazón salvaje es la mejor historia que he escrito, por la cantidad de comentarios veo que les ha gustado mucho y eso me alegra, te invito a leer cadenas de amargura también es una trama muy hermosa al igual que esta espero que me acompañes ahí también,
Blanca G: si pues Eliza es una mujer fría y mentirosa, Aimé era muy astuta para engañar.. Anthony (Renato) nunca se da cuenta de que ella ya no es santa la que se da cuenta es Flanmy cuando lava las sabanas y se lo enseña a su madrina es ahí donde Rosemary (Sofia) se da cuenta que ella nunca se equivocó, por eso siempre le decían la semilla mala, en el libro, gracias por seguirme en cadenas de amargura, estoy segura que te gustara.
Grace: Gracias por tu comentario si ya pronto se viene la segunda parte, pero no te olvides que yo me baso el libreto original también, gracias por tu comentario, te invito a leer cadenas de amargura es una novela muy linda, no sé si lo abras visto, pero te invito a leerla.
1 : si amiga gracias hermosa, por tu comentario no te proucupes por Eliza ella pagara todas sus maldades todo poco a poco, te invito a que leas mi fic de cadenas de amargura es una gran historia al igual que esta, estoy segura que te gustara como dice mi comentarista Lucy, cadenas de amargura es muy hermosa y yo te puedo decir que es tan hermosa como corazón salvaje.
Dulce Graham: No te preocupes por candy, mi querida amiga ella se pone fuerte con Terry, paciencia, amiga te sugiero que leas cadenas de amargura, es una de las mejores tramas que he leído y te puedo decir que es tan hermosa como esta, estoy segura que les gustara... la trama es hermosa.
Elvia Soan: gracias por tu apoyo y por animarme a publicar en tu grupo de corazón salvaje...
SARITANIMELOVE: Se que es tu novela favorita al igual que la mía, si Eliza es una desgraciada al igual que la bellísima de Aimé, pero toda paciencia, solo te digo que este capitulo es mas apegada al libreto original, por eso lleva muchos contenidos que no tiene la novela, pero igual es hermosa, Candy y Terry tendrán su tiempo, su amor será tan bello como el de Juan y Mónica.
Bueno gracias por seguirme en esta historia, les sugiero que lean la otra adaptación llamada cadenas de amargura que es muy hermosa como corazón salvaje, lo que me gusta de cadenas de amargura es que es tan parecida a la vida de nuestra Candy, lo único diferente es que tiene un final feliz y la chica lucha por su felicidad.
Gracias…
Nos vemos en el próximo capitulo de corazón salvaje.
Continuara
gracias por leer y comentar
bendiciones
Maggie Grand.
