Disclaimer: Los personajes de Candy no me pertenecen sino le pertenecen a Kioko Mishuki y Yumiko Igarashi, y la historia Corazón Salvaje no me pertenece sino a la escritora mexicana Caridad Bravo Adams. Este fic es hecho con fines recreativos no pretendo buscar ningún tipo de remuneración o reconocimiento, simplemente lo comparto con ustedes porque realmente me gusta la historia y los personajes de Candy.

¡Holaaaa! Yo de nuevo por aquí, por lo que veo tuvo buena aceptación el fic ¡Yupiiii! —Brinca de felicidad porque de verdad le gusta esta historia— Estoy muy feliz porque les guste.

Bueno en este capítulo veremos la continuación del anterior y sucesos posteriores de Corazón Salvaje con Candy y Terry.

La historia tendrá tres partes como la trilogía original, " Eliza (Aimé) Terry (Juan)", de ahí viene la parte más romántica "Candy (Mónica) y Terry (Juan)" y la última el desenlace y final de "Terry (Juan del diablo)" versión (Terry Pirata)

Primera Parte...

Terry (Juan) Eliza (Aimé).

Capítulo 13

—¡Kuki! ¡Kuki!

—Aquí estoy, mi amo. ¿Qué me manda a hacer?

—Ven a ensayar las gracias con que vas a lucirte en Saint-Pierre.

En la puerta de la cabina del capitán, ágil como una ardilla, negro como el betún, alegre como un cascabel, el nuevo tripulante del Luzbel, se contorsiona en la más Ads graciosa de sus muecas. Puede tener doce años, y los grandes ojos brillan como luceros sobre la piel oscura y lustrosa. La redonda cabeza, en la que el rubio pelo finge granitos de pimienta, gira como pudiera hacerlo la de un muñeco, y el flexible talle se dobla en una burlesca reverencia de corte, que acompaña el más picaresco de los gestos.
—Perfecto —aprueba Terry, riendo—. Así tienes que saludar a tu nueva dueña, y como para entonces te habrás puesto tu traje nuevo, todo de terciopelo rojo…
—¿De veras, mi amo? —se entusiasma el llamado Kuki—. ¿Me va a regalar un traje nuevo? ¿Un traje colorado, con cascabeles?
—Claro que sí. ¿Cuándo te he dicho yo mentiras?
—Nunca, mi amo. Me dijo que me iba a traer a su barco, y a su barco me trajo. Que aquí todos los días iba a comer, y todos los días estoy comiendo. Que ya no iba a tener que cargar más leña, y ni una astilla cargo. Pero también me dijo que me iba a dar un ramo de uvas, grande, grandote… y eso sí que…
—¡Bandolero…! Estás aprendiendo a pedir demasiado pronto, y eso no me gusta. Pero el ramo de uvas, aquí lo tienes. Tómalo y lárgate.
Riendo, Terry del Diablo ha lanzado al aire el más hermoso racimo de uvas de cuantos hay en una bandeja sobre la tosca mesa, y el muchachuelo lo atrapa con uno de sus rápidos movimientos, huyendo después alegremente, como pudiera hacerlo un pequeño Kuki.
—Está usted embobado con ese muchachuelo, patrón —comenta el segundo de a bordo—. No sirve para nada en el barco, más que para distraer a la gente. Es fuerte y ágil. Pudiera ser un buen grumete…
—No quiero grumetes. No hacen falta en mi barco. Recluto hombres a quienes romperles el pescuezo si no cumplen, no niños a quienes maltratar cuando a cada cual le venga en gana hacerlo.
—Está bien —acepta el segundo; y en seguida, cambiando de tono, solicita—: ¿Puedo echarme un trago, patrón?
—¿Para qué? ¿No crees que bebiste suficiente?
—Ya ni beber se puede en este barco.
—Muy pronto beberás hasta caerte, cuando seas tú el patrón.
—¿Pero es de veras que va usted a quedarse en Saint-Pierre? ¿Es en serio?
—¿Cuándo te dije yo algo que no fuera de veras? Lentamente, Terry se ha puesto de pie tras de rellenar su pipa de tabaco rubio y la enciende, aspirando pensativo el humo azul y espeso. Lleva siete semanas en el mar, su piel parece aún más curtida que antes de emprender aquel viaje definitivo, sus cabellos largos y negro se encrespan rebeldes sobre la ancha frente, su mentón es cuadrado, firme, voluntarioso… Pero hay una expresión diferente en sus grandes ojos italianos, y los carnosos labios ardientes y sensuales sonríen levemente a la imagen lejana de una mujer.
—Hay que ver cómo ha cambiado usted, patrón.
—¿Cambiar yo? ¿En qué?
—En todo. Como si le hubieran dado a beber una de esas pócimas que preparan en Haití, quién sabe con qué yerbas… Esas pócimas con que le roban a uno el alma… De ellos se dice que son muertos…
—Y yo estoy muy vivo, segundo. Además, soy rico. ¿No te das cuenta?
—¡Humm! Creo que usted confía demasiado en ese poco de dinero que tiene.
—No es poco. Basta y sobra para lo que quiero hacer.
—Dejar el Luzbel, meterse tierra adentro —refunfuña el segundo—. ¿Quién ha visto eso?
—Nunca hablé de meterme tierra adentro. Sobre las rocas del Cabo del Diablo haré mi casa, recia como una fortaleza. Compraré las diez leguas de tierra que quedan detrás, un carruaje con dos caballos, cuatro barcas para la pesca… Compraré después todas esas cosas bonitas que les gustan a las mujeres: espejos, vestidos, perfumes…
—Sólo piensa en eso. Lo que puede cambiar un hombre, Señor.
—¿Y qué? La quiero y será mía para siempre. Nadie va a mirarla cuando sea mía. Nadie pondrá los ojos en ella. Yo le daré todo lo que quiera, todo lo que pida, todo lo que sueñe…
—Con una mina de oro no basta para tener contenta a una mujer, si es de las que les gusta el lujo.
—Y yo tengo una mina: ésta… el
Luzbel
. El
Luzbel
seguirá en el mar, contigo de patrón. Ya sabes el camino de las buenas, cosechas…
—Pero a veces las cosas se ponen muy malas. No se fíe de este viaje en que todo ha salido bien. Ha tenido usted mucha suerte, patrón.
—De ahora en adelante la tendré siempre. La estrella de Terry del Diablo no va a apagarse.
—Pero puede ponerse roja de repente…
—¿Para qué haces el papel de agorero? —reprocha Juan francamente enfurecido.
—Quisiera que pensara un poco más, patrón. No sería bueno volver por la Martinica en algunos meses. A veces la policía se pone muy curiosa, y teniendo usted enemigos como los que tiene…
—¿Lo dices por mano cortada? Ese perro ladra, pero no muerde. A ése se le tapa la boca con unas monedas. En Saint-Pierre, lo único que quedó fue una deuda… Una deuda con el ilustre Anthony Grandchester … Se la pagaré hasta el último centavo y quedaré en paz con el hijo de doña Rosemary.
Ha mordido la pipa mientras se cierra su recio puño. Tal vez un quemante recuerdo de la infancia roza su alma, trayéndole la amargura a sus labios, pero otro más reciente vuelve de nuevo, suavizándolo todo, y exclama:
—¡Qué sorpresa va a llevarse ella! Se imaginará que vuelvo, pero no cómo voy a volver: llevándoselo todo… todo… y un regalo especial… Kuki —llama imperioso.
—¿Qué me manda, mi amo? Aquí me tiene.
—¿Cómo vas a saludar a tu nueva dueña? A ver, haz la reverencia. —Terry no puede contener las carcajadas—. ¡Magnífico! ¡Perfecto! ¿Te comiste las uvas? Toma otro racimo, y lárgate.
El segundo ha bajado la cabeza. Terry deja atrás la única cabina de su nave, cruza la cubierta, se apoya en la borda y su mirada de águila distingue, en la línea imprecisa del horizonte, la alta cima de aquella montaña de laderas inaccesibles que hunde en las nubes su pico de fuego. Luego, su mano cae sujetando al muchachuelo negro, enseñándole con extraña emoción la sombra de aquella cima que se ve a lo lejos, y explica:
—El Mont Pelée. Esta noche estaremos en Saint-Pierre…
—¡Pero qué preciosidad, qué cosa más linda! ¡Qué sedas, qué bordados, qué encajes…! —exclama Catalina con incontenible entusiasmo.
—Sí, mamá, todo está precioso —conviene Eliza con cierta frialdad.
—¿Te gusta de veras tu ajuar? —pregunta Rosemary,
—Claro, Tía Rosemary, tiene que gustarme, puesto que se tomó usted la molestia de hacerlo traer de Francia para mí…
—No, hija, no por eso…
—Por eso también, aparte de que todo es lindísimo. Mi hija agradece en todo lo que vale su interés y su cariño por ella Rosemary.
Empeñada como siempre en demostrar hasta el límite su satisfacción y su gratitud, la bondadosa y asustadiza señora de Andrew se deshace en elogios frente a aquella canastilla de boda verdaderamente magnífica, que extienden sobre el ancho lecho de la futura pareja, las blancas manos de Rosemary Grandchester.
Todo está listo, ya para aquella suntuosa boda, acontecimiento máximo en las tierras de los Grandchester y en toda la isla de la Martinica. Durante la última semana, los sirvientes no se han dado reposo. Hasta los trabajos del campo se han suspendido para atender a los de arreglo y embellecimiento de la enorme finca, que luce ahora como nunca: pintada y decorada de nuevo, resembrados los jardines, renovados adornos, colgaduras, cortinajes, brillantes como espejo los pisos pulidos. Hasta los caminos que conducen allí han sido reparados. Todo el que es alguien en la Martinica asistirá a esa boda: desde el Gobernador, con fueros de padrino, hasta el Obispo, que será el encargado de bendecir la unión.
—¿No sería bueno ir guardando todo esto en el armario? —propone Elroy.
—Supongo que la doncella nueva puede hacerlo —observa Eliza
—Claro que sí —corrobora Rosemary—. Te he cedido a Ana, porque es magnífica: la mejor auxiliar que puedes tener para el cuidado de tu persona.
—Ha sido muy amable de su parte, doña Rosemary, pero no era preciso. Ana era su doncella…
—Yo tengo a Flanmy y con ella me basta. Ana te será más útil a ti. Quiero cuidar personalmente de todos los detalles de tu comodidad, quiero que seas feliz en esta casa, hija.
Eliza ha respondido sonriendo con vaga sonrisa. Cada día, cada hora que se acerca a aquella boda suntuosa, se va sintiendo más intranquila, con un sordo presentimiento de angustia, con una especie de violencia contenida para cuantos le rodean. Odia la actitud de su madre, la generosidad de Rosemary, la solicitud de los sirvientes, el rostro pálido y helado de Candy, cuyas manos se mueven en actitud febril tomando por ella todas las iniciativas.
—Dejen ahí la ropa. Yo la pondré en el armario.
—No, Candy, la arreglaré yo misma.
—Tú tienes que arreglarte para esperar a Anthony. Ya va a ser la hora en que suele venir.
—Yo creo que tu hermana tiene razón, hijita —interviene suavemente Rosemary—. Nosotras arreglaremos el armario. Ve a tu cuarto y ponte muy linda para cuando regrese mi hijo.
Eliza ha obedecido por no replicar violentamente a Rosemary. Como una autómata abandona la alcoba que arreglan para ella, sale a la amplísima galería y se detiene frente a la balaustrada para mirar a lo lejos aquellos tres picos del Cabet que dividen en dos la isla, encerrando a Campo Real en aquel valle que es como una poza profunda y florida. Y un ansia repentina de huir, de cruzar la barrera de aquellos montes y asomarse al mar abierto y limpio que se ve desde arriba, la sacude con un anhelo de libertad, con un deseo violento de rebelarse contra la nueva vida que parece imponerle su destino. Y es el recuerdo, como saeta de fuego traspasando su alma…
—¡Eliza, mi vida! ¿Qué te pasa? ¿Qué tienes?
—¿Eh? ¿Qué? Anthony… tú…
—¿No me esperabas? ¿Te asusté?
—No te esperaba. Pero ¿por qué había de asustarme? —replica Eliza, dominándose.
—Por nada, mi vida, pero pusiste una cara extraña. Por eso te lo pregunté. ¿En qué pensabas? Parecías angustiada y, por la expresión de tus ojos, hubiera podido jurar que tu pensamiento iba muy lejos. ¿Y sabes lo que sentí de repente? Celos…
—¡Pero qué loco eres, Anthony! ¿Celos de quién? —refuta Eliza, pretendiendo aparecer alegre.
—No lo sé y espero no llegar nunca a concretar mis celos contigo. Creo que sería un tormento superior a mis fuerzas. Junto a ti, viviendo el uno para el otro como ya vivimos, me basta verte como ahora, la mirada perdida, fruncido el ceño, para tener la absoluta necesidad de saber en seguida a dónde voló tu pensamiento.
—¿A dónde ha de volar, tirano mío? Se me hacen eternas las horas en que me dejas sola. ¿Dónde estabas? ¿Por qué te pasas tanto tiempo por ahí, Dios sabe dónde?
—Dios… y tú lo sabes también. Hoy crucé el desfiladero para ir a las tierras del otro lado, donde están las plantaciones de caña y el ingenio.
—Sí. Le oí hablar de eso a doña Rosemary. Parece que es una obra de mucho mérito que ha emprendido George. ¿No se llama George el administrador de ustedes?
—Sí, desde luego. George se llama. Pero no estoy de acuerdo con la forma en que se han hecho las cosas.
—Tu madre dijo que eso estaba dejando dinero.
—Tal vez. Pero las condiciones de vida de esos infelices no son adecuadas. Duermen hacinados en unos barracones sin luz y sin aire, trabajan de seis a seis, con sólo media hora para comer, en este clima agotador. ¿Comprendes? Hay algunos enfermos, verdaderamente enfermos, y ni siquiera están aislados de los demás. Es preciso hacer viviendas nuevas, canalizar un arroyo… Pero te estoy aburriendo, ¿verdad?
—No —responde Eliza en tono indiferente—. Pero pensé que, en estos días, tú no estarías ocupándote de nada de eso, sino de cumplir cuanto me has prometido. ¿Comenzaron ya las reparaciones en la casa de Saint-Pierre?
—No ha habido tiempo, pero la casa de Saint-Pierre será reparada.
—¿Cuándo? No estará a tiempo para que pasemos allí la luna de miel.
—No será sólo una luna de miel lo que tú y yo vivamos, Eliza, sino muchos años de felicidad. Ya verás. De momento, no podíamos desairar a mamá que mandó arreglar, especialmente para nosotros, el ala izquierda del edificio. ¿No te gusta nuestro departamento?
—Sí, desde luego. Al fin y al cabo, para veranear está bien. Porque, según me prometiste, donde viviremos es en Saint-Pierre. ¿O es que no te acuerdas?
—Me acuerdo de todo, Eliza, y habrá tiempo para hablar de ello. Por el momento, si me lo permites, voy a saludar a mamá. Después he de hablar con George, Es urgente, hay que resolver algo con esos enfermos. Hubiera querido hablarte de ellos, Eliza…
—No, por Dios. Era lo único que me faltaba. Pero ahí tienes a Candy; por ahí viene… A ella puedes describirle todas las dolencias de tus cortadores de caña. Tiene la paciencia que se necesita para el caso. Yo te confieso que no la tengo. Cuando hayas agotado el tema, tomaremos juntos una taza de té.
—Eliza… —reprocha Anthony, extrañado de la actitud despreocupada de su novia.
—Hasta luego —saluda Eliza, alejándose. Y a su hermana, que va llegando, le advierte—:Candy, te habla Anthony.
—¿Querías algo de mí, Anthony? —pregunta Candy.
—Según tu hermana, abusar de tu paciencia. Trataba de hablarle de una especie de epidemia que se ha presentado en el valle chico, donde están las plantaciones nuevas y el ingenio, pero no quiso escucharme. Le molestan los enfermos, y es natural. Entonces, esa linda muñeca traviesa, burlándose un poco de nosotros, me envió a molestarte a ti al ver que te acercabas.
—Pues si puedo servirte en algo, Anthony, habla. A mí no me molesta. Al contrario…
—Sé que eres lo bastante bondadosa para escucharme: pero si Eliza no quiso hacerlo…
—Somos diferentes. Además, ella sólo piensa en su próxima boda, lo cual es natural, ¿no te parece?
—Sí; naturalísimo. He sido inoportuno tratando de tocar con ella ese tema, pero te confieso que en estos asuntos me encuentro un poco solo. Mi madre no comparte mis ideas, está ciega con respecto a George, cree cuanto él dice y aprueba cuanto él hace…
—Pero tú eres aquí el verdadero dueño, el amo, el que ha de disponer.
—Y así lo haré, aunque de momento prefiero hacerlo sin violencias para no disgustar a mi madre. He pensado en otro administrador para la hacienda. Mejor dicho, en repartir entre dos el trabajo de uno. Para hacer cuentas y calcular gastos y fletes, lo mismo que para los asuntos legales, he pensado en el doctor Albert: un hombre honrado a carta cabal, inteligente y bondadoso. Para estar en el campo, luchando con los trabajadores, necesito otro tipo de hombre: joven, enérgico, decidido, pero con ideas liberales, con generosidad para los que trabajan, con comprensión para los que sufren…
—¿Y tienes también candidato para ese puesto?
—Hay uno que pudiera serlo si quisiera, pero habría que conquistarlo. Se trata de un amigo de la infancia que creció áspero, díscolo como un gato montés. Además, es muy poco probable que acepte. Pienso ocuparme de eso más adelante.
—Pero antes dijiste que tenías un problema urgente.
—Sí. Los enfermos. Sospecho que las condiciones sanitarias en que viven y trabajan son peor que malas. Hay una especie de epidemia entre los cortadores de caña y los trabajadores del ingenio. Quisiera, por lo menos, separarlos de los demás, prestarles un poco de asistencia médica. En fin, no sé, no sé. Pensé dejarlo todo para después de la boda, más temo que el mal sé extienda demasiado.
—¿Quieres que me ocupe yo de eso? ¿Dónde es el asunto?
—Me parece excesivamente duro para ti, pues el lugar se halla a más de tres leguas y los caminos están endiablados por las últimas lluvias. No creo que un coche pueda pasar hasta allí. Yo he tenido que ir a caballo.
—Pues a caballo puedo ir yo también. ¿Quieres disponer uno para mí?
—Dispondré un caballo, un sirviente para que te acompañe y una orden escrita para que te obedezcan en todo cuanto ordenes —apoya Anthony alegremente—. ¡Qué buena eres, Candy! ¡Cómo te lo agradezco!
Ha estrechado sus manos, se ha alejado después con paso rápido y alegre, mientras Candy sonríe, saboreando la hiel de su martirio, clavándose más hondo la espina, que le hiere, como si apretase a su corazón las cuerdas de un silicio cruel, y susurra:
—Pasará todo el día junto a ella. Le dará, a todas horas, su amor y sus besos. Así será. ¡Así lo quiero…!

…..

Candy se ha detenido , pálida de angustia, frente al hueco, que es la puerta de aquel barracón enorme y fétido, cuyo vaho insoportable la obliga a detenerse. Apenas puede creer lo que sus ojos ven, tan rudo es el contraste que ofrecen el paisaje magnífico y el fondo sórdido de aquella vivienda miserable. Tal vez aquel que llaman pequeño valle sea más lindo y risueño que el hondo y perfumado que es centro de Campo Real. A un lado se agrupan los bosques de áloes, caobos y cedros; al otro, el pañuelo verde de la caña se pierde hasta donde la costa, cortada de repente, se rompe bruscamente para hundirse en el mar azul. Al frente, con sus paredes de ladrillos, su actividad febril y sus humeantes chimeneas, el pequeño ingenio primitivo que hace tintinear las monedas de oro en las repletas arcas de los Grandchester .
Candy ha hecho un esfuerzo para cruzar sobre aquel umbral, y apenas puede creer lo que sus ojos ven: el techo y las paredes son de palmas mal unidas; el suelo, de tierra; no hay más muebles que algunos cajones y banquetas rústicas; cuelgan de algunos postes hamacas destrozadas y mugrientas, y tirados sobre sucias esteras, peor que bestias, las largas filas de los trabajadores enfermos, sin luz, sin aire, sin un cántaro de agua fresca al alcance de su mano, sin una sombra de piedad humana que sea capaz de penetrar en aquel infierno…
—Señorita, ¿pero adónde va usted? Salga… salga, que se va a
sofocá, Esto no lo aguanta toda la gente.
Un anciano de piel color carbón y encrespados cabellos casi blancos se ha acercado a ella, entre tímido y asustado. Se apoya en una especie de muleta rústica y arrastra con dificultad las hinchadas piernas, pero en su mirada tristísima, de humillado de siglos, hay una chispa de bondad ingenua que se ilumina contemplando la frágil belleza de aquella mujer que no retrocede.
—No vaya más para dentro, señorita. Estas cosas no son para ver esto. Aquí no puede entrar. Yo le contaré lo que pasa, allá afuera…
—¿Quién es usted?
—¿Quién he de ser? Saúl, el curandero. Me llamaron para que los curara con mis yerbas, pero el mal no hay quién lo pare. Ayer había como cuarenta hombres enfermos, y hoy pasan de ochenta.
—Naturalmente, puesto que están junto con los sanos. Esto no puede ser, necesitan médico, medicinas, gente que los atienda, aire, espacio… Pero ¿por qué están en este abandono? ¿No tienen familia? ¿No hay una mujer que lo ayude a usted?
—A Vallecito vinieron los hombres solos; las mujeres y los muchachos están recogiendo café en el otro lado. El señor administrador ha prohibido que vengan, dice que hacen mucha falta por allá, y…
—¿Qué es esto? —interrumpe George, acercándose.
—¡El señor administrador! —se asusta el negro Saúl. Un silencio profundo se ha hecho repentinamente en el ancho barracón. Hasta los más enfermos han callado, conteniendo el aliento. Algunos se han incorporado, otros han vuelto con esfuerzo la cabeza para mirar el duro rostro del capataz, que los recorre con una mirada de desprecio y de ira, para volverse luego impaciente a la importuna visitante y ordenar:
—¿Quiere hacerme el favor de salir de aquí, señorita De Andrew?
—No, George. Vine para ver esto… y para tratar de remediarlo. Ya veo que es infinitamente peor de lo que pensé.
—¿Y cómo quiere usted que sea, si a estos haraganes les ha dado por fingirse enfermos? —masculla George con ira. Después, alzando la voz, amenaza—: ¡Se les descontará el jornal a los que no trabajen! ¡Arriba, holgazanes!
Candy, ha palidecido aún más, ha recorrido con la mirada las largas filas de desdichados que apenas se agitan un momento bajo la ominosa voz del capataz. Algunos han hecho el ademán de incorporarse, para volver a caer. Cerca de la puerta hay uno inmóvil, con las manos cruzadas con los ojos abiertos, y en él se detiene con espanto la mirada de Candy, para volver relampagueante de ira hacia George, espetándole:
—¿Pretende usted que se levanten también los muertos? ¡Usted no tiene corazón ni conciencia!
—¡Me está usted insultando! ¡Basta, señorita! Salga usted de aquí… Aquí soy yo el que manda. No tiene usted derecho…
—¡Mire usted si esta orden, escrita por mano de Anthony, sirve de algo! Aquí manda qué se me obedezca y no voy a quedarme con las manos cruzadas. ¡Lo que voy a ordenar es en nombre suyo!
—¡A mí no tiene nada que ordenarme!
—¡Pues a quien sea! Esta orden abarca a todo el personal del ingenio.
—¿Por qué no llama usted a los caporales, señorita? —insinúa el viejo negro.
—¿Quieres callarte, imbécil? —ordena George, furibundo—. ¡Si vuelves a abrir la boca, te…!
—¡Haga el favor de reportarse, George! —ataja Candy con gesto severo.
—Haré algo más, señorita Andrew. Daré cuenta de esto al ama inmediatamente. Y si ella sostiene las locuras de su hijo, no estaré ni una hora más en Campo Real.
—Si las cosas son de esa manera, creo que no le falta razón a Candy.
—¿Pero es posible que la señora diga eso? —Se encrespa George, dominado por la sorpresa y la ira.
—¡Algún día tenía la señora que darse cuenta de los procedimientos de usted! —estalla Anthony en un arrebato de furia.
—¡Pues en ese caso, estoy de más en Campo Real!
—¡Naturalmente! —acepta Anthony.
—Cálmate, George, y tú también, Anthony. Te lo ruego… —interviene Rosemary en tono conciliador.
—¡La señorita Andrew me ha insultado, me ha desautorizado delante de más de cien hombres! —se queja George—. ¡Tendré que hacerles apalear a todos si quiero, que, de hoy en adelante, me respeten!
—Tendrás que callarte, y es lo mejor que puedes hacer —aconseja Rosemary con gesto severo—. Eres magnífico para nosotros, George, ya lo sé… pero acaso extremas la dureza con los trabajadores, y a eso es a lo que mi hijo se refiere.
—A lo que yo me refiero… —empieza a decir Anthony; pero su madre le interrumpe, para suplicar:
—Te ruego que me dejes acabar sin enfurecerte, Anthony. Estamos solamente a horas de tu boda… ¿Por qué no aplazar esta discusión para más adelante?
—Desde el día que llegué estoy aplazándola —protesta Anthony.
—Si el señor Anthony quiere que yo me vaya inmediatamente… —indica George con hipócrita humildad.
—De ninguna manera —rechaza Rosemary—. Te estimo demasiado para perderte, George. Creo que muy bien podemos compaginar las cosas.
—¿No te das cuenta, mamá, de que Candy ha sido demasiado buena, demasiado abnegada, aceptando realizar lo que yo debí hacer por mí mismo?
—Es cierto. Ha tenido un rasgo hermoso, que le agradezco profundamente. Me hubiera encantado que ese rasgo fuera de tu Eliza; pero, al fin y al cabo, es igual —acepta Rosemary; y dirigiéndose a su sirviente, suplica—: George, te ruego que obedezcas en todo a Candy, en lo que se refiere a los enfermos.
—¡Pero ha ordenado una serie de locuras…! Quiere que se fabrique para ellos un barracón aparte, con ventanas a lo largo de las paredes, camas con sábanas, mesitas de noche dónde poner el agua y las frutas de que, según ella, deben alimentarse esos holgazanes, y también ha mandado a buscar un médico a Saint-Pierre y pretende que lo tengamos para siempre en Campo Real.
—Es una idea que tengo yo desde hace tiempo —asegura Rosemary.
—También pretende quitarme media docena de las mujeres que trabajan en las plantaciones para que cuiden de ellos, y ha hecho una lista de diez pliegos con las medicinas y las cosas que dice necesarias.
—Todo cuanto ha ordenado Candy se cumplirá al pie de la letra. ¿No te parece bien, Anthony?
Anthony, no responde. Cruzados los brazos, frío y duro el rostro, parece contenerse para no estallar con demasiada violencia. Sin aguardar la respuesta, la señora Grandchester se vuelve a George:
—Hazme el favor de hacer cuanto he dicho, George. ¡Ah! Y no olvides de presentar tus excusas a la señorita por haber sido descortés con ella. Es una orden y, además, un ruego.
—Como la señora ordene —accede George deteniendo el freno y alejándose.
—Bueno… —suspira Rosemary—. Solucionado el lamentable incidente. ¿No te parece, hijo?
—No, madre. El mal está mucho más adentro, y más adentro he de llegar para curarlo. Sin embargo, tú misma lo dijiste antes: estamos sólo a horas de mi boda. Creo que, efectivamente, es preferible aceptar ese último plazo.
—Como tú quieras. No pienso interrumpir tu camino. Quiero sentirte y verte como amo y señor de Campo Real.
—Lo seré, madre. Ten la absoluta seguridad de que lo seré.
—En este momento iba a salir para las plantaciones, Candy.
—¿De veras? Supongo que ya llegó por aquí George.
—Sí. Llegó, habló con mi madre y perdió la primera escaramuza.
—¿Es posible, Anthony? ¿Lograste…?
—Mi madre te da la razón y te agradece infinitamente lo que has hecho. Como cuando éramos adolescentes, me has dado la inspiración, la norma, me has marcado el camino de lo que hay que hacer. Ya sabía yo que, con tu ayuda, todo podría lograrse. Y lograremos la transformación absoluta, total… Sí, Candy. Gracias a ti, el paraíso de los Grandchester, no tendrá ya rincones de infierno.
Sin que ella pueda evitarlo, Anthony ha llevado a los labios las manos de Candy, besándolas con gratitud, con ternura, con un entusiasmo juvenil e ingenuo que la estremece toda, haciendo retroceder vertiginosamente el tiempo hasta los días ya lejanos de la adolescencia en los que ella fuera, para él, hermana, amiga, guía y consejera… En los que él fuera para ella el sueño sublime de un amor ideal. Sin embargo, bruscamente aparta las manos cuando la linda figura de Eliza, aparece tras ellos, y acercándose comenta en son de broma algo picante:
—¿Qué es esto? Mi señor prometido parece sentir verdadero entusiasmo por mi hermana la abadesa…
—Ni siquiera soy monja, hermana. Todavía no… Desde luego, las dos seguiremos el camino que nos hemos trazado…
—Le daba las gracias a Candy con todo el entusiasmo de mi corazón, Eliza —explica Anthony—. Gracias a ella va a ser realidad la primera obra de humanidad y de justicia de cuantas deseo introducir en Campo Real. Pero no tenemos tiempo que perder. He de vigilar que se cumplan en seguida todas las cosas que has mandado, Candy. Tú debes estar rendida y es conveniente que te tomes unas horas de reposo.
—No estoy rendida. Sería el colmo que tan pronto me cansara. En efecto, hay mucho qué hacer y no pienso darme un punto de reposo hasta que la mayor parte, al menos, se haya realizado. Quiero hablar con doña Rosemary y volver inmediatamente a las plantaciones.
—Como quieras, Candy. Y ahora, perdónenme las dos, pero tengo que irme. Hasta luego…
—Apenas has estado conmigo, Anthony —se queja Eliza.
—Hay tiempo, Eliza. Hay mucho tiempo —asegura Anthony, al tiempo que se aleja dejando solas a las dos hermanas.
—¡Imbécil! —masculla Eliza entre dientes.
—¡No! —reprueba Candy como en un lamento.
—¡Sí! Es un imbécil. Claro que tú estás bañándote en agua de rosas.
—En agua de espinas en todo caso, hermana. Quisiera pensar que eres sincera, que le amas lo bastante como para sentir celos.
—¿Celos de ti? —rechaza Eliza con fingido desdén.
—Sería absurdo, desde luego. No te preocupes. Sólo tomo la parte que tú no quieres: fatigas, desvelos…
—Y toda la gratitud de Anthony, claro está.
—Tú tienes todo su amor. No te quejes…
—No soy de las que se quejan, sino de las que se defienden. Mañana, cuando se haya casado conmigo, ya verás como todo es diferente.
—Es lo único que espero, lo único que deseo. Y ahora, con tu permiso… vete a tus perfumes, a tus encajes y a tus sedas. Yo vuelvo a mis desdichas, a mis llagas y a mis enfermos. No vamos a tropezar más, hermana. Tenemos caminos bien diferentes.
—¡Pasamos el banco! —exclama Terry del Diablo, alborozado. Y acto seguido, ordena—: ¡Arríen la vela del palo de mesana! ¡Dos hombres a babor, listos para achicar el agua…!
—¿Qué va a hacer, patrón? —se alarma el segundo de a bordo.
—¿No lo estás viendo? Virar a la izquierda.
—¡Pero nos vamos contra las piedras! ¡No aguantamos, hay mucho viento…!
—¡Arriba la vela del trinquete! —grita Terry, haciendo caso omiso de la observación de su segundo—. ¡Arriba la mayor!
Un golpe de mar violentísimo ha azotado sobre el costado de babor, barriendo la cubierta, haciendo rodar, a su bárbaro empuje, a dos de los mojados marineros que como autómatas obedecen a la voz de su capitán. En seguida, otro golpe sacude el barco, haciéndole tomar la posición que perdiera, y como un potro fogoso, a quien se le clavaran las espuelas, salta el Luzbel
dejando a un lado los arrecifes para entrar triunfante e ileso en el abrigo que le prestan los farallones de la costa.
—Si no lo veo hacerlo, patrón, no lo creo.
—Pues ya lo has visto —observa Terry sin dar mayor importancia al asunto. Luego, alzando la voz, ordena—: ¡A tu puesto, timonel!

Continuará…

…Gracias por seguirme en esta historia... ahora contestare sus comentarios, en mi sección favorita.

Mia8111: Gracias por su bello comentario, mi querida hermana.

Carol Aragón: Gracias por tu bello comentario, si las tres novelas las voy a actualizar, Amor real, será el próximo año, primero terminare con las que tengo, voy a bajar una leyenda basada a mi historia de un amor no correspondido.

Australia77: Gracias por tu bello comentario, no te preocupes la primera parte pronto se termina lo mas pronto posible, los rebeldes tendrán su hermosa historia de amor.

Ary81: Ya llegara Terry, hay muchas cosas de aquí, que no salen en la Telenovela, ya que me baso también al libreto original.

Grace: Si mi querida amiga Eliza (Aimé), dentro de su maldad, amo a Terry (Juan), ¡Que hermosa melodía cada vez q aparecía Aimé sabía q iba a sonar...realmente bellísima! murió amando a Juan, fue egoísta, Llena de constantes cambios de ánimo porque a pesar de tenerlo todo y estar rodeada de gente se siente muy sola. pero la culpa de que la lindísima Aimé era así envidiosa con su hermana es Eloy (Catalina), por prestar más atención a la otra hija Candy (Mónica), es normal que tuviera ese carácter y esa envidia hacia su hermana por la falta de amor maternal, no justifico su maldad pero si comprendo la personalidad de Aimé.

Dulce Graham: mi querida amiga, no se trata de que no pueda vivir sin Anthony, es ambiciosa y envidia mucho a su hermana, ya que todos prefieren a Candy y él es único que la prefirió primero a Eliza antes de Candy, es Anthony, es por eso que quiere casarse solo para fastidiar a su hermana, pero en el fondo ama a Terry (Juan).

Blanca G: Creo que Anthony (Renato), era un joven criado bajo las normas, creo que, si era virgen, eso tampoco explica, pero si creo que era virgen porque tampoco entiendo cómo es que no se da cuenta que Eliza (Aimé) no es virgen.

Elvia Soan: Gracias por animarme en publicar, se que te esta gustando esta historia, se que eres mas fanática de la novela, que, del anime, que solo lo lees porque te recuerda a la hermosa telenovela, pero tengo mucho que agradecerte por tus comentarios y también por compartir esta historia en tu grupo de corazon salvaje.

María García: Gracias por tu bello comentario.

Guest 1: Hermoso comentario, gracias.

Alce alce: Gracias por tu apoyo.

cecilia. rodriguez1: Si mi querida amiga, Candy se vuelve más valiente cada vez, recuerda que Mónica al principio era tímida, insegura, pero gracias al amor de Terry (Juan), se vuelve mas fuerte.

SARITANIMELOVE: Gracias por tu bello comentario amiga, recuerda que no solo me baso a la novela, sino al libreto original, no todo lo que sale aquí, está en la novela, por ejemplo el personaje Kuki interpreta a Calobre el niño que protege Juan del diablo en el libro, en la telenovela del 93 protege a Azucena (La chica salvada de la prostitución), en mi versión interpretaran los dos Azucena con el nombre de Sandra y Calobri con el nombre de Kuki, si deseas saber te recomiendo que mires la versión de Angelica María, esa es mas apegada al libro, pero las dos son muy hermosas, me da gusto que te guste mi versión.

Guest 2: gracias por tu apoyo y tu comentario, tratare de bajar mas seguido la novela.

…..

Nos vemos en el próximo capitulo de corazón salvaje.

Continuara

gracias por leer y comentar

bendiciones

Maggie Grand.