Disclaimer: Los personajes de Candy no me pertenecen sino le pertenecen a Kioko Mishuki y Yumiko Igarashi, y la historia Corazón Salvaje no me pertenece sino a la escritora mexicana Caridad Bravo Adams. Este fic es hecho con fines recreativos no pretendo buscar ningún tipo de remuneración o reconocimiento, simplemente lo comparto con ustedes porque realmente me gusta la historia y los personajes de Candy.
¡Holaaaa! Yo de nuevo por aquí, por lo que veo tuvo buena aceptación el fic ¡Yupiiii! —Brinca de felicidad porque de verdad le gusta esta historia— Estoy muy feliz porque les guste.
Bueno en este capítulo veremos la continuación del anterior y sucesos posteriores de Corazón Salvaje con Candy y Terry.
La historia tendrá tres partes como la trilogía original, " Eliza (Aimé) Terry (Juan)", de ahí viene la parte más romántica "Candy (Mónica) y Terry (Juan)" y la última el desenlace y final de "Terry (Juan del diablo)" versión (Terry Pirata)
Primera Parte...
Terry (Juan) Eliza (Aimé).
—¡Eliza! ¡Eliza!
—¿Qué te pasa? ¿Qué tienes? —se alarma Albert.
—¡Eliza Andrew! ¡Aquí dice Eliza Andrew! —estalla Terry ya fuera de sí—. ¡No puede ser! ¡ Eliza Andrew es la prometida de…!
—No su prometida; su esposa. Se casaron ayer —rectifica Albert completamente desconcertado.
—¡Mentira! —se enfurece Terry—. ¡Mentira! ¡Eliza casada con Anthony! ¡Ella su esposa, su mujer…! ¿Dónde? ¿Dónde están?
—¿Te has vuelto loco? —reprocha el notario, francamente espantado—. ¿Dónde han de estar más que en Campo Real? Pero ¿Qué es esto?
Terry, ha zarandeado entre sus duras manos al notario, blanco de espanto, que apenas acierta a comprender. Le ha apretado como si fuera a estrangularle, soltándole después con violencia, mientras exclama:
—¡Canalla! ¡Maldito! ¡Y ella… ella…!
—Terry. ¿Qué pasa?
_Eliza, era mi prometida, mi mujer, con la que me revolqué todas las noches jurándome amor eterno e no solo eso, me dio palabra de matrimonio.
_No entiendo de que hablas
-Ella juro esperarme
_Pero no entiendo, Eliza estaba comprometida con Anthony desde hace mucho tiempo.
_No puede ser posible la comprometida ¿No era su hermana?
_Claro, pero el rompió con Candy, para comprometerse con Eliza, es por eso que Candy se metió al convento por decepción.
—¡Con su vida y su sangre pagará ella también!
Inútilmente, el notario ha corrido tras él. Terry marcha ya como un ciclón, como una tromba a quien nada detiene. De un salto está sobre su coche, tomando las riendas, empuñando con ademán feroz el látigo, mientras el espantado Kuki, apenas acierta a saltar tras él…
…..
En la casa de los Andrew...
Eloy Andrew, estaba preocupada por el escándalo que armaría si Anthony descubriera que Eliza no es virgen.
_Hija estoy preocupada….
_ ¿Qué pasa madre?, te veo pálida.
_Es muy delicado hablar de eso, tu hermana se caso ayer y lo mas probable es que perdió su virginidad.
_ ¿Qué pasa madre?
_Pasa que, si es verdad lo que tu dices, tengo miedo que Anthony se haya dado cuenta
_ ¿Tú crees?
_Si, hija, imagínate, los maridos se dan cuenta cuando una joven ya no es virgen
_ ¿Como?
_Mira ahora, no tengo tiempo para explicarte, pero quiero saber si lo que dijiste esa vez fue porque estabas celosa de que tu hermana te quito a tu novio.
_No madre, Sandra me lo dijo...
_A lo mejor esa niña mintió.
_No mamá, no mintió, ella dice la verdad, porque recuerdo que una noche el tal Terry del Diablo se metió a su habitación en la madrugada como si nada, ojalá Anthony no se haya dado cuenta porque el no merece esa traición.
_Deja de pensar en ese hombre, piensa en nosotras ¿Qué tal si la repudian?, imagínate el escándalo, la vergüenza, por eso tienes que prometerme de que ningún hombre te toque antes del matrimonio.
_De eso ni te preocupes, porque yo no pienso casarme nunca.
_Tu eres el extremo en todo Candy, nunca digas nunca…
En ese momento Anthony se aparece en la sala ante las damas.
_Buenos días... Eliza ya sale se esta vistiendo.
Doña Eloy se pone nerviosa y se retira de la sala.
_ Me parece o tu madre ¿Esta nerviosa?
_Me parece que todavía no se acostumbra la idea de que Eliza esté casada.
Anthony sonríe...
….
Eloy busca a Eliza en su habitación… mientras ella esta con su empleada Dorothi.
_Llévate el frasco y bótalo a la basura, sin que nadie te vea, ten cuidado, porque me puedo meter en problemas
_Si, niña, no te preocupes.
Dorothi se dirige a la cocina... para cumplir las ordenes de su niña.
_Y Tu muchacha... ¿Cuándo piensas ayudarnos a preparar el desayuno?
_Tengo que ir hacer un recargo que la señorita Eliza me pidió, ahorita vengo
Flanmy sin que Dorothi se de cuenta le sigue, ella se va a las afueras de la casa, e entierra con un poco de tierra entre los jardines el remedio anticonceptivo de Eliza, la muestra de que ella fue amante de Terry del Diablo, Flanmy toma el frasco para enseñárselo a su patrona en el momento oportuno.
..
La señora Eloy Andrew habla con su hija, para que le cuente como paso la noche con su esposo.
_Madre, tranquila yo rompí mi virginidad con mi esposo, el no sospecho nada, entre Terry y yo, nunca hubo nada, por último, ni lo conozco, solo hemos cruzado tres palabras en la playa, te juro que Anthony es el único hombre de mi vida.
_Eso espero Eliza, de todas maneras, no hagas cosas buenas que parezcan malas, te quiero.
_Interrumpo.
_No Anthony, yo me retiro, que tengan un lindo día. (Dijo la madre retirándose.
_Vengo a despedirme de mi linda esposa, tengo trabajos que hacer amor.
—¿Cómo? ¿Vas a dejarme, Anthony?
—Sólo por una hora, mi vida. Candy no puede hacerlo todo ella sola. Es justo que yo llegue hasta allá para prestarle un poco de ayuda.
—¿Qué? ¿Vas a ir hasta el otro valle? ¿Y a eso le llamas estar una hora fuera? Sólo para llegar allí gastarás una hora, y otra para volver.
—Y unos minutos en echar un vistazo.
—Ya será, por lo menos, otra hora también. Total: tres horas sin verte, tres horas aquí abandonada.
—Abandonada… ¡qué terrible palabra! —se burla Anthony con ternura—. Abandonada en una casa en donde están tu mamá y la mía, donde hay un verdadero ejército de criados esperando tus órdenes para satisfacer tus menores caprichos.
—No me interesan… no me interesa nadie más que tú.
—Entonces, vida mía, aguárdame. Te prometo tardar lo menos posible. Mira, en la biblioteca hay libros excelentes, además de las últimas revistas de Francia. También puedes practicar un poco tu piano o dormir un rato. Es una dulce hora para la siesta. Además, hay unas labores de aguja…
—No quiero hacer nada. Te aguardaré furiosa y aburrida, ya lo sabes. Vete… vete ya que no tiene remedio, pero no tardes demasiado.
Eliza ha echado los brazos al cuello de Anthony, besándolo mientras él sonríe. El juego de la hipocresía no es difícil para su alma flexible y astuta. Lo jugaba a diario entre petimetres que formaban su corte en Saint-Pierre… tiene un íntimo y femenino goce al comprobar el efecto de sus mimos, de sus sonrisas, de sus besos, de aquellos gestos largamente estudiados que le han dado el fácil dominio sobre los sentidos del hombre. Anthony le ha besado las manos antes de cruzar con paso rápido la ancha galería. Cuando su figura ha desaparecido, Eliza se deja caer con gesto de fastidio, en el diván de raso, se hunde en los almohadones y entrecierra los párpados…
Con esfuerzo, brutalmente hostigados por el látigo que implacable empuña Terry, los robustos caballos que arrastran el liviano coche de dos asientos galopan cuesta arriba salvando el camino escarpado que deja atrás la costa. Con firme mano guía los dos caballos que, en lo alto ya de la primera loma, le dejan divisar aquel pequeño valle donde se extienden los cañaverales, donde se alza el primitivo ingenio de ladrillo, donde, amazona en el corcel que Rosemary obsequiara a Eliza como uno de los regalos de boda, Candy aparece de pronto, atravesándose en el camino.
—Cuidado, mi amo —advierte kUKI.
—¡Malhaya…! —maldice Terry frenando bruscamente a los poderosos caballos que relinchan y patalean sudorosos.
—¡La mató… la mató, mi amo! —exclama espantado el muchachuelo.
De un salto, Terry está junto a la mujer que ha rodado sobre el polvo del camino, pero que ya se alza sin esperar su ayuda para enfrentarle con más cólera que susto:
—¡Salvaje! ¡Es usted un salvaje!
—¡Santa Candy…!
—¡Terry del Diablo…!
Ella ha retrocedido al reconocerle, mientras las pupilas de él se agrandan de sorpresa. Un momento quedan los dos desconcertados, como si no pudiesen dar crédito a sus sentidos, como si la mutua transformación les maravillara al mismo tiempo…
—¡Usted… usted…! ¿Pero es usted? —exclama Candy realmente asombrada.
—Yo, sí… Yo…
Terry ha dado un paso hacia ella, mirándola intensamente, mientras en su corazón aletea un rayo de esperanza… Aquella espléndida mujer, ahora vestida con ropas civiles; aquella inesperada presencia, en las tierras de los Grandchester de la que él no puede imaginar más que en su lejano convento; aquella aparición atravesándose en su camino, ¿no puede acaso significar que las cosas no son de la manera que él piensa?
—Grandchester… Grandchester… ¡Usted es Andrew también! ¿O es la señora Grandchester?
—¿Yo? ¿Está loco?
—¿No es usted la que se ha casado con Anthony Grandchester? ¿No es usted? Entonces, es Eliza, ¡Eliza…!
Ha ido hacia Candy, pero ella retrocede más, y hay en sus ojos una expresión de espanto. Comprende, adivina más que comprender; es demasiado elocuente la expresión de aquel rostro viril, de aquellos labios que tiemblan, de aquellos ojos que relampaguean, de aquellas duras manos que se alzan tomándola por los brazos bruscamente, y de las que ella se desprende altiva y violenta, ordenando:
—¡Suélteme! ¿Cómo se atreve?
—¿Y cómo se ha atrevido ella a hacerme esto? ¡A mí! ¡A mí!
—¿Y quién es usted? No entiendo nada…
—Sí entiende. En sus ojos veo que sí entiende… ¡Ella no podía casarse con otro, y usted lo sabe perfectamente! ¡No podía, y le costará la vida haberlo hecho!
—¡Quieto! ¿Es que ha perdido la razón?
Ahora es ella quien le sujeta, quien audazmente se interpone, deteniéndolo cuando él va ya hacia el coche cuyas riendas sujetan las oscuras y temblorosas manos de Kuki. Ella es quien lo ha visto todo en un momento, como si el resplandor vivísimo de un rayo hiriese sus pupilas, deslumbrándola al mismo tiempo que le muestra un impensado panorama de horror…
—¿Dónde va?
—¿Dónde he de ir sino a buscarla? ¡Donde esté, donde se halle, tengo que dar con ella!
_Tranquilízate de que estas hablando.
_Sabias que Eliza fue mi amante, pues lo fue, por ella hice ese viaje para poder tener dinero y casarme, me traiciono, se burló de mí, se atrevió a casarse con otro cuando juro hacerlo conmigo.
_Tiene que ver un error.
_No es ningún error y usted lo sabe muy bien, por ella hice ese viaje y poder casarme, ella se burlo de mi y eso no se va quedar así… ¿Dónde esta Eliza?
—¡Está junto a su esposo!
—¿Y qué? ¿Piensa que voy a detenerme porque ese imbécil, ese monigote, ese mequetrefe…?
—¡Cállese, o soy capaz de abofetearlo! ¡Usted es el imbécil, el monigote, el mequetrefe!
—¿Quiere que empiece por apretarle a usted el pescuezo? —se enfurece Terry.
—¡Hágalo si se atreve a tanto!
—¿Que si me atrevo…? ¿Pero de veras quiere hacerme cometer un disparate?
¡Suélteme, quítese de en medio!
—¡No voy a soltarlo hasta que me oiga! ¿Con qué derecho va usted a llegar hasta Eliza?
—¿Cómo? ¿Con qué derecho? ¿Es que no sabe quién soy, quién he sido para ella? ¿Es que no sabe lo que he hecho para poder venir a cumplirle la palabra empeñada? ¿Es que no le contó ella que era conmigo, con Terry del Diablo, con quien tenía que unirse para siempre?
—¡Con Terry del Diablo…!
—¡Terry del Diablo, sí, Terry del Diablo! ¡Ese soy yo! Y si le molesta mi nombre, lo siento, pero Terry del Diablo soy y he de ser, y Terry del Diablo va a pedirle a su hermana de usted cuentas muy estrechas… tan estrechas como su cuello cuando estas manos dejen de apretarlo y lo suelten para que Anthony recoja lo único que voy a dejar de ella: ¡el maldito cadáver!
—¡No! ¡Imposible!
Candy ha estado a punto de caer desfallecida bajo la oleada de horror que le producen la mirada y el gesto de aquel hombre fiero, pero se repone bruscamente cuando las manazas de él la aprietan, a la vez zarandeándola y sosteniéndola.
—No se desmaye todavía Santa Candy, ¡espere a verlo! —aconseja Terry con feroz sarcasmo.
—Usted no lo hará, porque a Anthony Granchester…
—¡A ése lo parto en cuatro, por traidor, por imbécil!
—¡Anthony no sabe nada! Ni siquiera sabe que usted existe, en la vida de Eliza.
—¿Que no sabe que existo?
—Nadie sabe que usted existe en la vida de Eliza. ¡Yo misma lo ignoraba!
—¡Mentira! Usted y yo ya nos habíamos visto las caras…
—¿Y qué? ¿Podía yo suponer que un sucio marinero era el amante de mi hermana?
—¡Pues debía suponerlo!
—Efectivamente. Ahora tiene usted razón —acepta Candy. con amargura—. Conociéndola, debí suponerlo. ¡Qué baja y qué despreciable!
—¿Por quererme…?
—¡Sí! Por todo cuanto ha hecho, y también por eso. ¡Por querer a un bárbaro como usted!
Candy ha retrocedido, tambaleante, al borde del camino, hasta que el tronco de un árbol la detiene y ahí queda inmóvil, jadeante, como sin fuerzas, mientras sin aprovechar el instante de seguir su camino, Terry da unos pasos para acercarse a ella, un tanto mitigada su cólera, como si un sentimiento nuevo le bullera dentro con punzante fuerza niveladora, y murmura:
—Entonces, Eliza nos ha engañado a todos…
—Exactamente —confirma Candy con voz ahogada—. Nos ha engañado a todos, se ha burlado de todos, ha pisoteado nuestros sentimientos. Todos tendremos derecho de pedirle cuentas de la misma manera que usted quiere hacerlo, y Anthony Grandchester más que usted, ¡cien veces más que usted!
Terry ha apretado los puños, ha alzado la cabeza altanera, ha mirado a uno y otro lado toda la tierra que sus ojos abarcan: a la derecha, cerca, el valle pequeño que termina en el mar, los cañaverales, el ingenio, los acantilados, el mar bravío; a la izquierda, lejano, ya envuelto entre la bruma azul de la tarde, Campo Real, el valle florido, dulce y fértil, en cuyo fondo se levanta el palacio anacrónico que es reino de los Grandchester. Y como en un lamento, se rebela:
—Anthony Grandchester… Todo lo tuvo, todo lo tiene desde niño, todo está en sus manos… Pero no era bastante, no era suficiente… Tenía también que quitármela, tenía que arrebatármela a ella, lo primero mío que yo quise tener. ¡Maldito sea!
Largo rato ha permanecido inmóvil Terry del Diablo, cerrados los puños, apretados los dientes, tan amarga la expresión, tan doloroso el gesto, que Candy Andrew le contempla desconcertada. Sólo ahora nota la gran transformación habida en él; sólo ahora le mira de pies a cabeza, desde las altas botas de charol brillante hasta la bien cortada chaqueta que ciñe impecable su cuerpo airoso y recio. Ahora es cuando nota con extrañeza la blanca camisa de hilo bordado, la botonadura de oro que la cierra, los cabellos cortados de otro modo, las mejillas pulcramente afeitadas, y aquella expresión desconcertante, de dolor noble y hondo, que borra un momento la fiereza de sus ardientes ojos italianos. Le ve distinto, joven y atractivo, fuerte y hermoso, y la voz sale para él como para un ser humano:
—Terry, ¿quiere usted que hablemos?
—¿De qué? No vine para hablar… vine para proceder… vine para vengarme. Es lo único que me queda ya por hacer: vengarme, y vengarme con estas manos. ¡Matarla a golpes, como una ramera! ¡Y matarlo también a él!
—¿Está loco? ¿Qué mal le ha hecho él? ¿Qué mal consciente, voluntario, le ha hecho Anthony Grandchester?
—¿Consciente y voluntario? No sé… tal vez ninguno… ¡Con vivir, con nacer, ya me hizo todo el daño!
—¿Con vivir? ¿Con nacer? Ahora sí no lo entiendo —se sorprende Candy.
—Naturalmente. ¡Qué va usted a entenderme! Acaso tampoco él pueda entenderme…
—¿Por qué le odia entonces? ¿Por qué le maldice?
—¿Y usted por qué le defiende con tanto empeño? Usted es hermana de ella; pero él, su cuñado, ¿qué puede importarle?
—No es sólo él —esquiva Candy angustiada—. Es todo, son todos… Mi pobre madre, una anciana tímida, buena, débil… Cuanto haga usted contra Eliza, será contra ella, porque una madre… una madre… ¿Recuerda usted a su madre, Terry del Diablo?
—No, Candy —niega Juan con amargo sarcasmo en la voz—. No la recuerdo. Y si la recordara, sería para odiar más el nombre Grandchester , para maldecirlo, para aborrecerlo, para querer borrarlo con sangre. Sí… ¡Para borrarlo con sangre de la faz de la tierra!
Con amargura inmensa ha hablado Terry del Diablo; con infinito asombro, Candy le escucha y le contempla. Es alguien muy distinto, sí, es otro totalmente: un hombre que en nada se parece al insolente marinero que discutiera con ella en los alrededores de su casa de Saint-Pierre. Hay algo noble y digno en su dolor y en su cólera; algo recto, limpio y certero aun en su odio, aun en sus maldiciones, como si tuviese demasiada razón para odiar y maldecir, como si fuese demasiado justo aquel duro y amargo gesto rebelde con que se enfrente al mundo entero. Y a pesar de sí misma, Candy Andrew le admira… y le teme. El enigma que encierra se le clava en una interrogación que es casi una disculpa:
—En realidad, no sé nada de usted…
—Ni usted ni nadie; pero es igual, puesto que a nadie le interesa. ¡A nadie! Pensé que le importaba a una mujer, pensé que una mujer me amaba, ¡y no era cierto! Fui sólo su mofa, su juguete, alguien de quien reírse mientras llegaba la hora de la boda. Pues bien, ahora no reirá ella sola, ahora reiremos todos y yo seré el último en reír, ¡y el que ría con más gusto!
—¿Pero es que no puede pensar más que en ella? La señora Grandchester está enferma…
—¡La señora Grandchester ! —estalla Terry rabioso—. ¡Oh, santa señora Grandchester! ¿Todavía enferma? ¿Aún no se muere? ¿Piensa vivir cien años, mientras revientan los demás en tomo de ella?
—¡Terry… Terry! —reprocha Mónica.
—¡Basta ya, Santa Candy, hemos hablado de más!
—No; porque no me ha escuchado usted. No conozco su vida, no sé su historia, ignoro qué motivos de rencor pueda usted guardar para los Grandchestar, pero, fuere lo que fuere, sé que Anthony es inocente…y si se refiere a Eliza, él es una víctima, el no tiene la culpa de nada.
— Y a mí que me importa, si es tan Inocente, inocente… ¿y qué? ¿Acaso sólo carga uno con sus culpas? ¿No basta un nombre para ser bien o mal nacido? ¿No se heredan con él honores y riquezas? ¿No se heredan baldones y dolores? Pero no es eso, no es eso… ¿qué importa el pasado, después de todo?
—¿Y qué puede ganar con dar un escándalo como el que pretende?
—No pretendo ganar nada: me conformo con que todos pierdan, con pisotearlo todo, con mancharlo todo…
—¿No ha pensado jamás en vengarse con más nobleza? Al fin y al cabo, ¿cuáles son los agravios de usted? Una mujer fue suya… lo fue porque quiso, sin condición, sin cálculo… Supongo que fue sin cálculo…
—Claro… el cálculo lo hizo después, el negocio lo hizo con la boda…
—Pero de eso no es usted el que tiene derecho a vengarse. Es él, es Anthony Grandchester, Lo único que usted puede hacer es decírselo, delatarla, jactarse de algo que un hombre debe callar siempre… Echar a los cuatro vientos la lista de los favores que una mujer le otorgó, pensando que, por lo menos, era usted lo bastante hombre para callar…
—¡Basta, basta… no me enrede!
—No estoy diciendo más que la verdad. Y usted sería el último de los canallas, delatándola públicamente.
—Calle, calle, logrará trastornarme por completo…
—Lograré llegar a su corazón, lograré hacerle comprender. No es usted el vejado ni el ofendido.
—Soy el burlado porque había puesto la vida en ella. Fui un loco, un imbécil; pero ahora, ¡cómo la desprecio!
—¡Eso es lo único que debe usted hacer! —aconseja Candy tomándole la palabra—. ¿Qué mejor venganza que su desprecio, su gran desprecio? Si ella le engañó, si le mintió, si fue con usted desleal y embustera, piense que, al menos, tuvo la suerte de conocerla a tiempo. El mundo es grande, hay en él millones de mujeres… ¿por qué destrozar su vida por ella, si usted sabe ya que no vale la pena? ¿Por qué hacer tanto mal a los que son inocentes, y hacérselo a usted mismo? ¿Qué le espera después de vengarse? La venganza no es más que un minuto y, ¿qué va a quedarle después de ella?
Terry del Diablo ha quedado inmóvil y pensativo. Una a una, cual flechas certeras, las palabras de Candy se le han clavado corazón adentro. De pronto, la mira como si la viese por vez primera, vacila como bajo el hechizo de una sugestión, y murmura lentamente:
—En efecto… hay muchas mujeres. Supongo que todas son como ella: embusteras e hipócritas. Aunque, a decir verdad, usted no lo parece.
_Mire pídeme lo que sea a cambio de su silencio…
_Lo que sea…
_Puedo juntar una cantidad de dinero, lo suficiente para que sea rico y viva bien por el resto de su vida…
_Y si yo no quisiera dinero, perdí a una mujer, a una condesa y tal vez me calmo si consigo a otra- dijo apretándole la cintura...
_ ¡Santo dios! Que me va hacer... Yo no soy ese tipo de mujeres de la cual usted puede jugar...
_Yo no busco mujer para jugar señorita Andrew, busco para casarme, además es usted muy bonita, ahora que no esta vestida de monja déjame decirle que usted es muy bonita... ¿Por qué no esta vestida de monja?
_Porque no me aceptaron
_No le aceptaron o le daba miedo que le tente a la pasión de un hombre que la pueda tocar
_Cállese canalla, ¡Jesús! —le interrumpe Candy, azorada al oír el galope de un caballo que se acerca—. Es Anthony… es Anthony el que llega. Por piedad, no le hable, no le diga… Le ruego, le suplico, le imploro por Dios que está en los cielos…
—No creo en nada ni en nadie, Santa Candy.
—Por usted mismo, Terry, por su propia conciencia —ruega Candy en voz baja—. Llorando le suplico…
Terry ha clavado en Candy una mirada intensa, mirada interrogadora y extraña. Un momento parecen suavizarse sus ojos soberbios. Luego sonríe con amargo sarcasmo y, también en voz baja, murmura:
—Ahí está el hombre más dichoso de la tierra…
—Candy, ¿qué ha pasado? Me crucé en el camino con tu caballo suelto… —empieza a decir Anthony, que se acerca alarmado. Más de pronto, se sorprende al reconocer al acompañante de Candy y, con sincera alegría, exclama—: Terry… Terry… Esto sí que es fantástico. Creo que te envía el cielo, Terry…
Ha ido hacia él con los brazos abiertos, le ha estrechado con gesto tan espontáneo, tan fraternal, tan sincero y abierto, que Terry del Diablo no acierta a rechazarle. Se ha dejado abrazar correspondiendo con un torpe gesto, volviendo luego la cabeza para mirar de frente, pleno de amargo sarcasmo, el pálido rostro de Candy, y habla al fin, totalmente sereno:
—¿Tú crees que es el cielo? Pues Santa Candy no comparte tu opinión. Por poco tenemos un accidente. La atropellé cuando atravesaba el camino, y es un milagro que no haya sufrido ningún daño. Por supuesto, ni a ella ni al animal les ha ocurrido nada. Le estaba presentando mis excusas en este momento.
—¿Santa Candy dijiste? —se extraña Anthony.
—Es una broma… una broma de mal gusto, naturalmente, como todo lo mío. Pero la señorita Andrew me perdona. Más pesada broma fue echarle encima el coche, pero no lo hice de intento.
—¿Se conocían ustedes?
—Poca cosa, pero algo. ¿Verdad, señorita Andrew?
—Efectivamente —corrobora Candy, vacilando—. Nuestra casa en Saint-Pierre está muy cerca de la playa. El señor Terry…
—Del Diablo —completa Terry
—El señor
Terry… de Dios… —rectifica Candy— desembarcaba con frecuencia junto a los farallones de la costa y pasaba por casa. Alguna vez hablamos… De eso nos conocemos.
—Una forma bastante rara y sorprendente —comenta Anthony.
—En la vida hay muchas sorpresas —indica Candy—. También lo ha sido para mí comprobar que ustedes se conocen de antes, que son amigos…
—Amigos de la infancia —recalca Anthony con satisfacción—. Pero tienes mala cara, Candy, estás muy pálida. ¿Te asustaste mucho con el choque? ¿No te sientes bien?
—Claro está que no se siente bien —interviene Terry dominando la situación—. Pero, por fortuna, la casa está cerca. Si me lo permite, la llevaré hasta allí en el coche. Vamos, suba usted.
_Me encantaría que conocieras a mi esposa.
_Con mucho gusto…
La ha alzado en brazos bruscamente, colocándola en el asiento. Ha empuñado el látigo y las riendas, y mientras Anthony va hacia su caballo, la observa de nuevo con una mirada intensa.
—¡Gracias… gracias! —susurra Candy en un hilo de voz.
—Todavía no me las dé. Tal vez he hallado, como usted me sugirió, una forma distinta de vengarme, un modo más fino, ¡y más cruel!
—Anthony, hijo, ¿qué ha pasado? —interroga Sofía—. El caballo que montaba Candy llegó suelto…
—Mi caballo, Anthony… mi precioso caballo llegó todo estropeado, arañado, lleno de tierra, con un estribo roto… —se queja Eliza.
—Ya lo sé. Me crucé con él en el camino, y apuré alarmado yo también; pero, por fortuna, Candy no ha sufrido ningún daño. Estará aquí dentro de un momento. Viene en aquel coche al que yo me adelanté justamente para tranquilizarlas si se habían alarmado.
—¿En aquel coche? —pregunta Eliza.
—Que la atropello al cruzar el camino —concluye Renato—. Por suerte, a Candy no le ha ocurrido nada; y el culpable del accidente solicitó el honor de traerla él mismo.
—¿El culpable del accidente…? —se extraña Rosemary,
—Para el que, desde luego, te pido indulgencia, mamá.
—Si atropello a Candy por torpeza…
—No sólo por el atropello, mamá, sino por otras cosas. En una palabra, también me adelanté para eso. Sé que no es santo de tu devoción, pero te suplico, te ruego que le trates con indulgencia, que lo soportes, que ya después hablaremos de él…
—¿Pero quién es? —se alarma vivamente Rosemary,
—Un réprobo que confío pueda arrepentirse. Un loco a quien sueño con hacer sentar la cabeza. Un pecador a quién anhelo redimir desde hace mucho tiempo…
—¿Acabarás de decir el nombre, hijo? —apremia Rosemary, ya alarmada en grado sumo.
—Yo también estoy en ascuas, Anthony —asegura Eliza—. ¿Quién puede ser todo eso?
—Terry… del Diablo… Justamente, aquí lo tienen ustedes…
Anthony ha ido hacia la escalinata de piedra, frente a la que ya se detiene el cochecillo de dos asientos donde Terry llega trayendo a Candy. Kuki, acurrucado en el estribo, salta a tierra para dejar espacio, mientras trémula de ira y desconcierto da Rosemary, unos pasos detrás de su hijo. Por fortuna para ella, nadie ha mirado a Eliza, que se agarra al respaldo del sillón para no caer, para no desplomarse, aunque se doblan sus rodillas, aunque su vista se nubla… Un instante ve que toda gira a su alrededor: rostros y paisajes… y ahogando el grito que va a escapar de sus labios, cae, hundiéndose en la inconsciencia…
—¡Eliza… Eliza…! ¿Qué es esto? —se alarma Anthony.
—Un desmayo… estaba muy nerviosa —explica —. Llama, hijo, llama a las doncellas.
Terry ha bajado del coche lentamente. Desde lejos ha visto a Eliza; la ha visto tambalearse y caer; ha visto que todos corren acudiendo a ella; ha dejado pasar a Mónica, que se dirige hacia su hermana…
—¡Pronto! ¡Que corran por el médico! —ordena Rosemary con autoridad—. Ha perdido el pulso; está helada…
—Ella padece estos accidentes —explica Candy—. Pero no es nada. Necesita reposo y silencio. Por favor, Anthony, llévala a su alcoba…
—La mía está más cerca… Vamos… pronto… —ofrece Rosemary, alejándose junto con Anthony, que carga el cuerpo inanimado de su esposa.
_Ahora ¿Por qué no se va Terry?, mi hermana hasta se desmayo del susto.
_ ¿Usted cree que me siento satisfecho con eso?, es solo el principio de mi venganza.
—Terry, váyase ahora… Aléjese en este momento —suplica Candy. transida de angustia.
—No se preocupe… Esperaré. Vaya con ellos… Esperaremos. —Ha vuelto la cabeza para mirar al muchachuelo, de pie junto a él, los grandes ojos espantados, y le sonríe con sonrisa de hiel—. Vaya tranquila, Santa Candy, mi secretario y yo esperaremos…
Bajo el dintel de la puerta que da a la galería, Rosemary Grandchester se ha detenido, apoyándose en el brazo de su hijo, y ambos contemplan un momento la figura arrogante que ha permanecido inmóvil junto a la escalinata de piedra. Un momento, Rosemary ha sacudido la cabeza como espantando una idea horrible. También ella, como el viejo notario, ha sentido que un escalofrío la recorre, que un sudor helado humedece sus sienes, porque el mozo que aguarda de pie, fruncido el ceño y alta la cabeza, se parece demasiado a aquel Richard Grandchester que, faltando a todas las leyes humanas y divinas, le diera el ser. Es, como él, a la vez esbelto y recio, fuerte y ágil; tiene, como él, los ademanes anchos y el gesto desdeñoso, alza con la misma altivez, la cabeza. Sólo su piel más oscura le diferencia; sólo sus cabellos, más largos y negros; sólo sus grandes ojos azules, aquellos ojos iguales a los de Eleonor Bertolini, que son para Rosemary Grandchester la más intolerable de las ofensas…
—Con el desmayo de Eliza, lo dejamos plantado —murmura Anthony—. Pero tú oíste mi ruego, ¿verdad, madre?
—Anthony, yo soy quien te ruego…
—¿Por qué ese rencor, madre? —reprocha con suavidad Anthony—. Al fin y al cabo, ¿qué mal nos ha hecho?
—¡Es un ladrón! —se defiende Rosemary en voz baja y rencorosa—. ¡Todo el mundo lo dice!
—Todo el mundo se engaña con respecto a él. Yo creo comprenderlo. Déjame haceruna prueba, madre, déjame darle una oportunidad en la vida. Yo te prometo que, si no responde a ella, le volveré definitivamente la espalda…
—Perdónenme que les interrumpa —se disculpa Terry, acercándose a los Grandchester —; pero tengo prisa en regresar al pueblo. Vine sólo para saldar una cuenta con Anthony, señora Grandchester, y les ahorraré en seguida la molestia de verme. Aquí está lo que debo…
—¿Qué dices, Terry?
—Toma… Lo que pagaste por mí cuando me detuvieron, lo que le diste al manco para que retirara la demanda, lo que costó el embargo del Luzbel … y esta cuenta más vieja: el pañuelo de monedas que te quité cuando éramos niños… dos monedas de oro y veintiséis reales de plata. Los robé para poder escapar de aquí, para no morir de hambre como un perro a las puertas de tu opulencia, pero ya está pagado todo, ¡hasta el último centavo!
—Terry… Terry…! —llama Anthony al ver que Terry se aleja con paso rápido.
Ha corrido detrás de Terry y le detiene apoyando en su brazo robusto la bien cuidada mano de caballero. Es grave su presión, tanto como la de Juan es tempestuosa; es noble y sencillo su porte, tanto como el de Terry es altanero; y hay una luz profunda de comprensión y afecto en sus ojos azules, mientras en los negrísimos y fieros ojos de Terry del Diablo brilla la chispa de aquel rencor amargo, de aquel odio ancestral con que nutrieron su infancia miserable, su horrible adolescencia, su dura y rebelde juventud…
—Terry, ¿por qué te portas de esta manera?
—¿De qué manera me porto? ¿Pagar mis deudas? No es sólo patrimonio de bien nacidos el hacerlo… Déjame, Anthony. ¿Por qué no me dejas?
—Porque soy más terco que tú, Terry del Diablo —afirma Anthony en tono cordial—. Porque tengo empeño en ser amigo tuyo, aunque me hayas rechazado siempre con los peores modales.
—¿Qué quieres? Yo no soy un caballero. ¡Déjame, Anthony! Será mejor para ti que me dejes…
—Vamos, basta de hacerte el réprobo. Ni aun de niño lograste espantarme con tus bufidos de fiera. Juan, yo sé que eres bueno…
—¿Bueno yo? —ríe Terry con amarga rabia.
—Ríete cuanto quieras Terry, te comprendo cómo tal vez nadie en el mundo te comprende. Hay algo en ti que me atrae, que me hace sentirme hermano tuyo… Y la verdad es que no sé a qué atribuirlo… Acaso porque te vi llegar a esta casa de la mano de mi padre a quien siempre admiré; acaso, y esto es casi un secreto, porque con ser tan breve nuestra amistad de niños, tú eres el único amigo que tuve en la infancia.
—¿Qué estás diciendo?
—Comprendo que te extrañe. Es raro, pero así fue. Yo no tuve amigos de niño. Mi madre no me dejó tenerlos. Su gran amor me envolvía en mimos y cuidados. No fui nunca a la escuela… los maestros no eran para mí sino sirvientes más o menos considerados, empleados a sueldo que se deshacían en elogios y halagos para el alumno único, cuyos padres pagaban espléndidamente. Claro que en Campo Real sobraban niños y muchachos, pero jamás se permitió que se acercaran a mí, ni yo a ellos. Tú fuiste algo nuevo, diferente… Me parece que te estoy viendo cuando te trajeron: áspero, hosco, salvaje como un gato montés. Pero había en ti algo de fuerte y de libre que me cautivó, que me hizo envidiarte… sí, envidiarte, Terry. Me consideraba dichoso con que me dejaras ir detrás de ti por los campos tratando de imitar tus proezas, y te hubiera seguido sin vacilar si tú, naturalmente, no hubieras preferido irte solo. Ya veo que te sorprendes…
—En efecto. A mí me parecías un rey. Yo, a tu lado, era menos que un perro.
—Acaso los demás vieran así las cosas, pero yo no. Para mí, tú eras el rey y yo el mendigo de los ásperos goces de tu infancia libre. Poco has cambiado, Terry. Entonces me mirabas como ahora: hosco y ceñudo, pero te apresurabas a ayudarme y a defenderme si me veías en el menor peligro. ¿Te acuerdas?
Terry ha bajado la cabeza. Sus anchos puños, recios como mazas, se cierran. Es como si bajara al fondo de sí mismo, como si descendiera al abismo interno de sus más íntimos sentimientos… al mundo de amargura, de rabia y de celos, en el que se debate como perdido. Y suena la voz de Anthony más afectuosa, más fraterna, más profundamente cordial y sincera:
—Quiero que te quedes a mi lado, Terry; que cambies para siempre tus gorras y tus camisetas de marino por esa ropa que tan bien te sienta; que emplees para el bien, no para el mal, tu valor y tu fuerza; que seas, a mi lado, lo que soñé que fueras: amigo, colaborador, hermano… sí, hermano. Mi padre lo dijo así una vez y no he olvidado sus palabras. Te nombro administrador de Campo Real. Tendrás autoridad y dinero, honra y provecho, y a nadie más que a mí tendrás que rendir cuentas.
—¿Yo administrador de Campo Real? —Totalmente desconcertado, Terry, ha alzado la cabeza, ha buscado la verdad en el fondo de aquellas pupilas azules, fraternas y leales para él, y ha sentido el golpe brusco de su propio corazón, que late apresuradamente—. ¿De veras has pensado eso? ¿Tú solo? ¿Por ti mismo? Doña Rosemary, me odia…
—No exageremos. No puedo negar que no le eres simpático, que nunca se lo fuiste. En realidad, creo que ni siquiera es eso, sino su amor maternal, su gran amor por mí, que le hace verme siempre pequeño, indefenso… Y no te ofendas, Terry… También materia propicia para que prendas en mí tu mal ejemplo. Mi pobre madre no comprende ciertas cosas, y es lógico que no las comprenda. Es otro su mundo, pero estoy seguro que todo eso pasará en cuanto te trate un poco. Es demasiado sensible y demasiado buena… Ya la irás conociendo…
—No lo creo, Anthony, Porque aun agradeciendo con toda el alma lo que acabas de decirme, no estoy dispuesto a…
—No me des tu negativa de pronto. Espera un poco y piénsalo. Te hice mi proposición de reunos días solamente, que a nada te comprometerán. En realidad, no debes decir que sí sin enterarte de lo que se trata. Es un trabajo duro y arduo: quiero transformar el régimen interno de Campo Real totalmente, desterrar los viejos procedimientos y arrancarle para siempre los colmillos a un viejo zorro: George, ¿lo recuerdas? En otros tiempos, mayordomo de la casa; luego, administrador general; actualmente, un tiranuelo ridículo y despreciable contra el que Candy y yo hemos comenzado la ofensiva.
—¿Candy? —se extraña Terry.
—Sí… Candy, mi cuñada, que fue, después de ti, mi única y verdadera amiga en la infancia y en la adolescencia, la musa inspiradora de mis quince años…
—¿Y por qué no te casaste con ella?
—¿Con Candy? —se sorprende Anthony—. Bueno… en realidad, no sé cómo no acabé por enamorarme de ella. Era encantadora, lo sigue siendo… Me llevaba mucho mejor con ella que con Eliza, pero el corazón es así… Un día cambió de rumbo y me cautivó esa criatura que tiene todas las gracias, todos los encantos. —Anthony ha sonreído a su propio pensamiento, ciego en su ensueño, sin mirar el rostro de Terry, a quien el solo nombre de Eliza transforma, endureciéndolo, encendiéndolo de cólera violenta, que milagrosamente contiene—. Supongo que la conoces de vista, como a Candy. Lamento muchísimo el malestar que me impidió presentarte a ella, pero será dentro de un rato… Soy muy feliz, Terry, inmensamente feliz. Y cuando se es feliz, es fácil ser generoso. Quiero que esta dicha mía llegué hasta el último rincón de mi hacienda; quiero que los más humildes bendigan el nombre de Eliza, pensando que el bienestar les llegó por ella, porque su amor supo hacerme más humano, más bueno… ¿Te sorprende?
Ahora sí mira a Terry, y es él el sorprendido por la terrible expresión de aquel semblante. Sobre el rostro trigueño que la palidez hace blanco, son dos llamaradas de rencor los grandes ojos azules, y se aprietan los labios, de los que por un verdadero milagro no escapa su secreto.
—¿En qué piensas, Terry? Estás lejos… lejos, y en un lugar nada grato. Me doy cuenta… Te he propuesto quedarte aquí sin preguntarte nada. Acaso tú tengas tu amor también… Acaso una mujer…
—¡Malditas sean todas!
—¡Terry! —reprocha Anthony; pero, comprensivo, indaga—: ¿Te ha herido alguna? ¿Has tenido la desgracia de tropezar con alguna mala mujer?
—¿Y cuál no es mala?
—Vamos… no hables de esa manera. No es digno de un hombre cabal maldecir así, a bulto, a todas las mujeres. Algunas son lo peor del mundo, estoy de acuerdo; otras, lo más alto, lo más noble, lo más limpio y puro que podamos hallar sobre la tierra…
—¿Lo dices por tu Eliza…?
—¡Naturalmente!
Anthony ha contestado con brusquedad, ha fruncido el ceño, ha clavado en Terry una mirada dura y penetrante, ha erguido más la fina cabeza… pero la frase que tiembla en los labios de Terry del Diablo no llega a brotar. Hay una desconocida fuerza interna que le detiene. Al volver la cabeza, ve que Candy Andrew se acerca, y comenta indiferente…
—Tu cuñada…
—Eliza, ha vuelto en sí, Anthony —explica Candy—. Preguntó por ti inmediatamente. Le sorprendió mucho que no estuvieras junto a ella.
—Sí, claro… voy corriendo. Salí sólo para detener a Terry. Que te cuente él lo que acabo de decirle… ¡Ah! Y tráelo para la casa. Mandaré que le preparen una habitación de huéspedes…
Anthony ha cruzado con ágil paso el trozo de jardín que le separa de las escalinatas y rápidamente penetra en la mansión. Los ojos de Terry le han seguido hasta verle perderse, mientras Candy, tensa de emoción, le observa…
—No me mire así… todavía no he dicho una palabra; todavía no he hecho nada —la tranquiliza Terry—. Me he dejado llevar y traer al gusto de todos ustedes…
—Que Dios se lo pague ¿Pero ¿qué es lo que Anthony le ha dicho? ¿Qué es lo que se propone usted hacer?
—Anthony pretende que me quede en Campo Real. Que me quede indefinidamente. Me ofrece el jugoso puesto de administrador de su hacienda…
—Pero usted no ha aceptado eso, Terry. ¿Verdad? No puede aceptarlo. ¡Usted tiene que irse de aquí inmediatamente! Ya ha visto usted el efecto que su presencia hizo en Eliza.
—Un desmayo muy socorrido. ¡Qué cómodo, qué oportuno el mundo es para las mujeres…!
—No fue fingido. Su aparición la hirió como un rayo. Ahora está desesperada, enloquecida, sufre como en el fondo del infierno… Ella no sabía que usted iba a volver…
—¿Y para no saberlo me lo hizo jurar tantas veces? ¡Que no mienta! ¡Ella estaba segura de que me tenía bien sujeto, loco y enamorado como un imbécil, capaz de todo por ella…! ¡De todo, sí, de todo! ¿Usted sabe lo que yo he hecho? ¡Me he jugado la vida cien veces cada día! Y todo, ¿por qué? ¿Para qué? Para cumplir mi palabra; para poder acercarme a ella con ropas de caballero; para poder darle lo que yo sabía que ambicionaba; para llevármela del brazo a la luz del sol, cumpliendo con todo eso que ustedes llaman religión, familia, conveniencias…
—Terry, por piedad. Ha callado hasta ahora. Siga callando, aléjese. Yo le aseguro que, en este momento, Eliza llora con lágrimas de sangre…
—Entre los brazos de Anthony—concluye Terry con infinita amargura.
—No piense en eso. Yo le ruego…
—¡Basta de ruegos! —corta Terry con aspereza—. No crea que va a seguir manejándome con súplicas y lágrimas. No soy un sentimental como Anthony, no soy lo bastante feliz como para querer ser generoso. Al contrario, soy lo bastante desdichado para odiar hasta la luz del cielo, hasta el aire que respiro, hasta la tierra que me sostiene… ¡Y no he renunciado a vengarme!
Continuará
Ahora contestare sus comentarios en mi sección favorita...
Estamos finalizando la primera parte
Cecilia. rodriguez1: jajaaja se le salió el apellido, esta super emocionante la historia ya no falta nada para terminar con la primera parte.
Carol Aragón : Gracias por tus bellas palabras, así me anima a escribir esta historia que es una adaptación a esta hermosa novela, por cierto, ya bajé cadenas de amargura espero que me sigas ahí también, gracias por tu apoyo linda.
Mia8111: Gracias querida amiga por tu apoyo.
Blanca G: Si se entero de la peor manera del engaño, por eso va querer vengarse, pero gracias a esa venganza Terry se enamorará perdidamente de Candy, así como Juan se enamoro de Mónica y la amo tanto hasta el final, ahí viene la tortura de Eliza (Aimé), ya que Terry (Juan) deja de quererla. Además, creo que nunca la quiso, solo era pasión, lujuria... con Candy (Mónica) conoce el verdadero amor...
Guest: Ahora empieza el plan de la venganza.
Dulce Graham: Terry (Juan) se liberó de Eliza (Aimé) que es un alacrán, ahora es su plan de venganza, así conocerá el verdadero amor con Candy (Mónica)
Ary81: Gracias por tus palabras ya falta poco para terminar la primera parte.
Grace: Si amiga ahora van a estar super emocionante los capítulos… te sabes toda la telenovela, tienes un buen concepto de lo que va a suceder, pero recuerda que aquí también se basa al libreto original. Gracias hermosa por tus comentarios así me anima a seguir con esta bella historia.
SARITANIMELOVE: Si ya se le salió la furia de Terry (Juan).. gracias a eso se desenamora de Eliza (Aimé) y se enamorara de Candy (Mónica), la amara hasta el final, no te olvides que tiene muchos argumentos del libreto original así que no todo será igual a la novela, pero la pasión de Candy (Mónica) y Terry (Juan) será como el de la telenovela, esa si no la cambiare jamás... la noche de bodas... solo que será en el barco donde Terry (Juan) se la lleva, en el libro Juan se lleva a Mónica a navegar por el barco…
Muy agradecida por sus amables comentarios y el sincero apoyo a esta hermosa historia y las demás historias que cada vez se ponen más intensas para dar paso a las que están pendientes de continuarse
Un abrazo a la Distancia
Maggie Grand.
