Disclaimer: Los personajes de Candy no me pertenecen sino le pertenecen a Kioko Mishuki y Yumiko Igarashi, y la historia Corazón Salvaje no me pertenece sino a la escritora mexicana Caridad Bravo Adams. Este fic es hecho con fines recreativos no pretendo buscar ningún tipo de remuneración o reconocimiento, simplemente lo comparto con ustedes porque realmente me gusta la historia y los personajes de Candy.

¡Holaaaa! Yo de nuevo por aquí, por lo que veo tuvo buena aceptación el fic ¡Yupiiii! —Brinca de felicidad porque de verdad le gusta esta historia— Estoy muy feliz porque les guste.

Bueno en este capítulo veremos la continuación del anterior y sucesos posteriores de Corazón Salvaje con Candy y Terry.

La historia tendrá tres partes como la trilogía original, " Eliza (Aimé) Terry (Juan)", de ahí viene la parte más romántica "Candy (Mónica) y Terry (Juan)" y la última el desenlace y final de "Terry (Juan del diablo)" versión (Terry Pirata)

Primera Parte...

Terry (Juan) Eliza (Aimé).

Capitulo 17

—Eliza, mi vida , ¿qué es esto? ¿Por qué estás llorando? ¿Te sientes muy mal?
—¡Oh, déjame!
—Perdóname, pero no comprendo, Candy dijo que venga, para rogarte, al mismo tiempo, que te quedes unos días…, estabas mejor y que me llamabas…
—¿Qué sabe esa imbécil…?
—¿Imbécil tu hermana? —se sorprende Anthony, profundamente estupefacto ante el exabrupto de su esposa.
—¡Imbécil, estúpida y entrometida! ¿Cuándo va a irse a su convento y dejarnos en paz?
—Pero, Eliza, yo creo que estás trastornada, fuera de ti… ¿Por qué? ¿Qué es lo que ha pasado?
—¿Qué es lo que te ha contado ella?
—Nada me ha contado ni nada tenía que contarme. Tú eres la que me desconciertas. ¿Por qué hablas así de tu hermana? Es absurdo que reacciones contra ella de ese modo, cuando no puede ser más generosa, más solicita, más tierna contigo…
—¡Pobre Candy! —suspira hipócritamente Eliza, algo tranquilizada ante las palabras de Anthony.
—¿Ahora la compadeces?
—Es que no sé ni lo que digo…
Ha secado sus lágrimas, ha hecho un esfuerzo para reaccionar. Odia a Candy… sí, la odia, y el rencor le sube a los labios como una espuma amarga. Pero en el rostro de Anthony ha visto una expresión dura, severa, grave, y astutamente recoge velas mientras le observa, mientras, como un relámpago de esperanza, cruza por su mente la idea de un plan disparatado, e interroga de nuevo:
—¿No dijo nada Candy de mi desmayo?
—Sí, mi vida, dijo que los padecías, cosa que yo ignoraba. ¿Te ha molestado que lo dijera? No tiene nada de particular. Además, tenía que decirlo para tranquilizarnos. Comprendo lo que sientes: te molesta, te humilla la idea de padecer algo. Pero, mi amor, ¡qué tonta eres! Eso no tiene nada de particular… todos padecemos de algo. Tú eres maravillosa y perfecta. Ese pequeño mal vamos a curarlo, y si no se cura, es igual. Mi amor es para siempre y para todo, Eliza, en dicha y en dolor, en salud o en enfermedad. Te quiero para siempre, y como dice el rito protestante: ¡Hasta que la muerte nos separe!
Dulcemente, Anthony ha estrechado a Eliza entre sus brazos. Poco a poco ha ido cambiando su expresión y su gesto, mientras, mejor que puede hacerlo nadie, halla en sí mismo la disculpa perfecta, que borra la dolorosa impresión de ingratitud, de dureza y violencia que por un momento le causaran las palabras de Eliza Y mientras su amor salva generosamente la distancia, Eliza caza la intención al vuelo, demasiado astuta para no aprovecharse de cualquier ventaja que se le ofrezca, demasiado calculadora para no querer guardarse contra todo riesgo… aun con el escudo de una lágrima falsa.
— Eliza, mi vida, pero ¿qué es esto? ¿Lloras otra vez?
—Perdóname… ahora es de pena por haber hablado mal de Mónica. Ella es muy buena, Anthony.
—Sí, Eliza, inmensamente buena. Está haciendo una gran obra en el cuidado de los enfermos…
—Ya sé que estás encantado con ella; pero, de cualquier modo, su puesto no está aquí sino en su convento. Ella no es feliz con nosotros y es un egoísmo muy grande de nuestra parte empeñarnos en retenerla.
—Todavía no me he empeñado.
—Pero lo harás, te conozco muy bien. Y es un verdadero error de tu parte. El casado casa quiere. Tú y yo debíamos vivir solos, amor mío… solos en nuestra linda casa de Saint-Pierre. ¿No me respondes?
—Ahora no —evade Anthony—, pero ya hablaremos de todo. Por el momento hay mucho que hacer en Campo Real, y como la suerte me pone a mano los colaboradores que soñaba…
—¿Colaboradores? ¿Quiénes?
—En primer lugar Candy, y después… supongo que no pudiste verlo, te sentiste mal. El hombre que guiaba el carruaje…
—Lo vi perfectamente.
—Le conocías, ¿verdad?
—Bueno… —acepta Eliza sin negar ni afirmar.
—Candy sí; Candy le conoce perfectamente. Y él, de vista al menos, afirmó conocerte. Candy me recordó que la casa de ustedes, en Saint-Pierre, está muy cerca de la playa. Parece ser que Terry acostumbraba tomar tierra por una playuela que queda justamente detrás del jardín de ustedes. Lo curioso es que tú no lo conozcas más que ella, puesto que llevas más tiempo viviendo en esa casa…
—Ya te dije que sí lo conocía, pero no simpatizo nada con él, y no me preguntes por qué, pues no sabría decírtelo; pero no me es nada, nada simpático. ¿Se fue ya?
—No, Eliza, no se ha ido. Le he comprometido a que pase unos días con nosotros. Durante ellos trataré de convencerlo para que acepte un puesto en Campo Real.
—¿Estás loco? —reprocha Eliza, con vivacidad—. Él no sabe nada de fincas, es un hombre de mar… y con bastante mala fama por cierto. Lo acusan de contrabandista y de pirata.
—En efecto. Pero yo tengo mucho interés en que cambie de vida para que no le acusen más de nada de eso. Somos amigos de la infancia, mi padre le prometió al suyo velar por él. Por desgracia, murió sin poder hacer lo que se proponía, y yo considero un deber moral hacer por Terry lo que mi padre hubiera hecho.
—¿Y él está conforme en trabajar para ti?
—Todavía no. Mas ya te lo dije antes: espero convencerlo. Él ha tenido suerte en su último viaje y trae algún dinero. Tal vez no quiera trabajar conmigo, sino establecerse por su cuenta, y en ese caso también lo ayudaré; pero, de un modo o de otro, quiero lograr su amistad. Por eso siento que no simpatices con él y que no seas tú la única, pues tampoco mamá quiere nada con Terry del Diablo, como le llaman. Sin embargo, confío en ir limando asperezas…
Eliza ha inclinado la frente hasta ocultar el rostro a las miradas de Anthony. Teme delatarse con un gesto y tiembla como si tuviera fiebre, mientras él acaricia sus manos con ternura, e indaga solícito:
—¿Te sientes mejor? ¿Crees que puedes acompañarnos a la mesa?
—¡Oh, no, Anthony! Me siento muy mal. Me duele horriblemente la cabeza y no creo poder ponerme de pie siquiera. No me obligues a levantarme…
—Claro que no te obligo, ¡qué ocurrencia! Yo mismo voy a llevarte a nuestro departamento…
—¿Le molestaría mucho a doña Rosemary que yo pasara la noche en este diván? Por lo menos, déjame aquí unas horas, déjame sola, totalmente sola y a oscuras para reponerme. Con eso acabaré de sentirme bien. Te lo ruego, Renato, tienes mil cosas en que ocuparte.

—Está bien. Si es tu gusto, te dejo sola; pero, de todos modos, prevendré a tu doncella para que esté atenta.

Ha salido, y Eliza hace tras él un gesto de impaciencia. No puede más; se siente enloquecer de desesperación, y afloja al fin los contenidos nervios. Ha resbalado del diván hasta caer al suelo, mordiéndose las manos, mesándose los negros cabellos, retorciéndose como bajo la agonía del más cruel tormento… La sangre le hierve en las venas, el corazón le late hasta ahogarla y, al fin, se alza como aferrándose a una determinación y murmura en voz alta:

—¡Terry… Terry…! Tengo que hablarle a solas. ¡Pase lo que pase, tengo que hablar a solas con él! —De pronto, oye unos pasos suaves que se deslizan sigilosos, y alarmada, indaga—: ¿Quién anda ahí? ¡Oh, eres tú, Dorothi! ¿Qué hacías detrás de esas cortinas?

—Pues nada, mi ama, ¿qué quiere usted que haga? El señor Anthony me dijo que estuviera cerca y que esperara…

—Ven acá…

Dócil a la voz de Eliza, la oscura doncella que Rosemary ha cedido a su nuera se acerca a ella, sentándose muy cerca, a sus pies, en la alfombra, y ladea la cabeza mirándola con solicitud de animalejo doméstico. Nada parece haber cambiado en ella durante aquellos quince años: es como si hubieran resbalado sobre su alma infantil, como si eternamente tuviera aquella adolescencia ingenua que hace brillar sus ojos como dos azabaches y aparecer los dientes blanquísimos como carne de coco sobre la piel color tabaco.

—Ya se estaban poniendo feas las cosas en esta casa, ¿verdad, señora Eliza? Igualitico que la otra vez que vino el niño Terry…

—¿Qué otra vez?

—Bueno… la otra… Cuando se mató el amo viejo, que fue el que trajo a Juan. Entonces, el niño Anthony tenía este alto, y ni Y Flanmy ni George mandaban en la casa…

—¿Es que los Grandchester conocían ya a Terry?

—Pues, claro. Y mire usted que se dijeron cosas… ¿Quiere que le traiga una taza de caldo?

—No. Dime dónde están los demás… ¿Qué hacen?

—Cada uno, una cosa distinta. La señora Rosemary, encerrada, furiosa como la otra vez… Dicen que le dijo al niñito Anthony que ella no iba a comer en la mesa mientras estuviera aquí Terry. Seguro que lo hace para que el señor Anthony lo eche. Pero que va, ahí está Terry en el comedor, tan alto y tan buen mozo como el amo don Richard hace veinte años. Se le parece, ¿sabe, señora Eliza? Cuando lo vi de pronto, hasta me di un susto. Era entre dos luces y me pareció que se trataba del ánima del amo…

—Dices muchas tonterías, Pony, y no respondes a lo que te he preguntado. ¿Dónde están todos? ¿En el comedor acaso? ¿Están comiendo ya? ¿Y Candy? ¿Qué hace Candy?

—Ahora no sé. ¿Quiere que vaya a verlo y vuelva a avisarle?

—Sí, Candy, porque necesito hacer algo grave, importante… algo en que tú sola vas a ayudarme, y que será un secreto entre las dos. Si sabes guardarlo, te regalaré un traje nuevo, de seda, y unos zapatos, y un collar, y todo lo que quieras. Pero tienes que aprender a hacer las cosas como yo te las mando, y a callarte, Dorothi, a callarte como una tumba. ¿Sabrás hacerlo? ¿Me lo juras?

—Pues claro. No voy a decir ni una palabra a nadie. Yo sé hacerlo muy bien… ¡La de cosas que yo me callo! Si yo hablara, señora Eliza… si yo hablara…

La doncella nativa ha hecho un gesto expresivo, mostrando al sonreír la doble sarta de sus dientes blanquísimos, dichosa y encantada de haber llegado a aquel punto de la confidencia en el que su joven ama nueva va a abrirle las puertas de su intimidad. Diáfana y simple, incapaz de pensar, es quizás la cómplice menos adecuada; pero es demasiado violento el torbellino de pasiones que arrebata el alma de Eliza. Necesita de alguien, y no es capaz de ser prudente…

—¿No quieres que hablemos un momento, Candy?

—Claro… si lo deseas, con el mayor gusto, Anthony. Están en uno de los saloncillos contiguos al amplio comedor. Candy y Terry, apenas han probado el café y el coñac servidos después de la cena. Terry acaba de retirarse, y Candy parece respirar con un poco más de confianza. Aún la presencia de Anthony es para ella preciosa… Aún saborea como una golosina, inquietante y amarga, el sentirlo a su lado, hasta en aquellos momentos de tensión y de angustia, sintiendo palpitar en torno suyo el peligro de una catástrofe.

—En primer lugar, quiero darte las gracias: eres la única que no ha desertado, la única que ha venido a acompañarme a compartir la mesa con Terry.

—Eliza, está enferma, y mamá…

—Sí, ya sé: sufre de jaqueca. También mi madre, oficialmente al menos, tendrá jaqueca durante los días que Juan pase en esta casa. Y en cuanto a la enfermedad de Eliza, pienso que ella ha exagerado, pues tampoco le es simpático el pobre Terry.

—¿Te lo dijo ella…?

—Me lo dijo con toda franqueza. Como siempre le he pedido que sea absolutamente sincera conmigo, se lo agradezco. ¡Pero me hubiera gustado tanto encontrarla, como a ti, comprensiva y amable con Terry…!

—No creo que Terry encaje en el ambiente de esta casa. Tú mismo lo estás viendo, Anthony. El no parece contento aquí. ¿Por qué no lo dejas alejarse?

—Lo dejaré, ¡qué remedio me queda! Pero es absurda la mala voluntad que todos tienen contra Terry. Es hosco y áspero, porque ha sufrido mucho… Su historia es larga. Otro día te la contaré, aunque la verdad es que aun para mí mismo guarda muchos puntos oscuros. Mi padre tenía en él un empeño tan grande… pero dejemos a papá, aunque está ligado con lo que quería decirte. Quiero hacer una modificación completa del régimen de trabajo en Campo Real. Hemos empezado por lo más perentorio, que eran los enfermos; pero en todo hay que poner la mano. Claro que para eso necesito tener aquí al viejo Albert, y mira qué casualidad… pensaba mandar a buscarlo la próxima semana, y hace poco vinieron a traerme el aviso de que estaba detenido en mitad del camino, por una rueda rota del coche de alquiler en que viene. Y, como es natural, mandé un coche a buscarlo… ¿Pero qué te pasa? Estás inquieta…

—No me pasa nada. Son tantas cosas, que…

—Una a una las iremos solventando. Si no estás muy cansada, saldremos a la galería a ver si llega Albert. Mucho me temo que su presencia tampoco va a ser del agrado de mamá.

—¿Entonces…?

—No le gusta nada que sea contra George, pero yo estoy resuelto a terminar con él y con todos sus abusos. Su presencia aquí es el mal que hay que extirpar y para eso no valen paños tibios: es preciso cortar por lo sano… ¿Oyes? Me parece que llega un carruaje… ¡Vamos…!

—El señor Anthony y la señorita Candy salieron al jardín porque oyeron llegar un coche, pero no era la visita que esperaban… Era el coche grande, con los encargos de la señorita Candy para esos enfermos que está cuidando. De modo que el señor y la señorita se quedaron muy entretenidos con tantos paquetes —informa Pony a Eliza de acuerdo con el encargo que ésta le hiciera.

—¿Y Terry? ¿Fue con ellos Terry?

—¡Qué va! El Terry se fue del comedor acabando de comer, diciendo que a acostarse. Pero qué va… se fue a buscar a ese muchacho que trajo con él, a averiguar qué le habían dado de cenar. Y le dijo a Esteban que no lo pusiera en ningún cuarto de sirvientes, porque Kuki, que así se llama el condenado negrito, tenía que dormir con él en el mismo cuarto.

—¿Y dónde está ahora?

—Paseando con el muchachito por el segundo patio, y sin hablar.

—Óyeme, Pony Es preciso que llames a ese niño, que te lo lleves a cualquier parte, que dejes sólo a Terry.

—¿Para qué, mi ama? —se sorprende la sirvienta.

—No preguntes y haz lo que te mando. Mira, ¿te gusta esta sortija? Tómala… es tuya… Para ti… Pero haz inmediatamente lo que te mando. ¡Anda!

—Mi amo…

—¿Qué quieres, Kuki?

Terry, se ha detenido en uno de aquellos lentos paseos de los que ha dado muchos ya de uno a otro extremo del segundo patio. Ha llegado hasta allí llevando consigo al muchachuelo, pero no le mira ni le habla. Está demasiado absorto en sus amargos pensamientos, y su mirada, al oírle hablar, es casi de sorpresa, como si despertara de un sueño poblado de siniestras imágenes, como si el pequeño y oscuro rostro amigo le consolara un tanto…

—¿Nos vamos a quedar en esta casa, mi amo? En la cocina dijeron que nos íbamos a quedar para siempre, y que usted iba a mandar, y que iban a echar a un hombre muy malo que es el que ahora está mandando. Pero cuando él llegó, todos se callaron. ¡Es un viejo más feo, patrón…! Llegó regañando, y a un gato que estaba bebiendo leche, le dio una patada. De verdad que es muy malo, pues el gato no le hacía daño a nadie. ¿Es cierto lo que dijeron, mi amo?

—No, Kuki, no es verdad. Mañana mismo nos iremos de esta casa…

—¿Sin ver al ama nueva? ¿Sin buscarla?

—No hay tal ama nueva, Kuki—se lamenta Terry con amarga tristeza—. Nos iremos otra vez al Luzbel. Pondremos proa al centro del mar, y no volveremos nunca más a la Martinica.

—¿Y la casa grande que iba a hacer allá, en aquellas piedras? ¿Y todas las cosas lindas que usted pensaba, mi amo?

—Todas se acabaron, Kuki ¡Nos iremos para no volver más!

—¡Chist… chist…! —llama, la sirvienta mestiza.

—¿Qué es eso? ¿Qué pasa? —se violenta Terry.

—Llamaba al muchacho, señor Terry. Lo llamaba para llevármelo. Van a hablarle a solas a usted —murmura en voz baja y tono misterioso—. Quieren hablarle sin que nadie se entere.

—¿Quién quiere hablarme?

—No grite. Tiene que ser sin que lo sepa nadie. Váyase a aquel rincón que está bien oscuro, y no grite. No hable alto. Es un secreto. El ama no quiere que lo sepa nadie…

—¿El ama? ¿Qué ama? —pregunta Terry; pero, de pronto, comprende y exclama—: ¡Eliza!

—Chist… No grite… No grite… —suplica Flanmy y alejándose, ordena—: Vámonos, muchacho.

Un momento, Terry ha quedado inmóvil, sacudido por un sentimiento que es sorpresa y es cólera, y también una especie de alegría salvaje. Eliza está allí, frente a él, a pocos pasos… Más que verla la adivina en el rincón oscuro; distingue su figura y, al acercarse, ve su rostro pálido, sus labios trémulos, sus manos que se extienden hacia él, suplicantes. Sin proponérselo, baja la voz… Acaso le ahoga el golpe del corazón que se desboca, o el inexplicable escalofrío que recorre su espalda, y murmura:

_Si te acercas te mato. —¡Tú! ¡Tú!

—¡Mátame, Terry! Me acerco a ti, para que seas tú el que me mates…

—A matarte vine, Eliza… pero, al fin y al cabo, no creo tener ningún derecho… que me vas a decir ¿Quieres contarme que amas al caballero Grandchester?, que eres feliz ser la dueña de una hacienda, con tus trapos de seda y alachas.

_Yo he estado muy deprimida desde que te fuiste, si me case fue porque mi madre me obligo, estamos en la ruina.

_Ay por favor Eliza, no me vengas con ese cuento, en la ruina han estado siempre…

—¿No crees tener derecho? ¿Y cuándo has necesitado tú tener derecho para extender las manos y arrancarle a la vida cuanto la vida quiso negarte? ¿Cuándo, Terry?

_Te juro..

_No jures nada, eres mucho peor de lo que creía, ramera, hipócrita, arpía.

Eliza, ha dado un paso fuera de la penumbra para mirarle con sorpresa, casi con rabia. Aquel rostro frío, impasible, hermético, no es el que esperaba ver en Terry. Para salirle al paso, esquivando su violencia, se ha jugado el todo por el todo en una frase, y ahora se siente como defraudada en su anhelo morboso: Terry, su Terry del Diablo parece otro bajo aquellas ropas de caballero. Parece otro, como está ahora: enigmático, con un fulgor satánico en las pupilas…

_Entonces mátame..

—¿Para qué quieres que te mate? ¿No amas a tu esposo, al noble caballero Grandchester ? ¿No eres feliz siendo dueña de Campo Real? ¿No eres dichosa con tus trapos de seda y la basura de tus collares y tus alhajas?

—Tú sabes bien lo que me hace feliz, y no es nada de eso, Terry, tú lo sabes…

—Yo no sé nada. ¿Qué puedo yo saber de la señora Grandchester , la esposa de mi mejor amigo? La esposa de Anthony Grandcheser tan generoso y tan solícito para mí como si tuviéramos la misma sangre, tan preocupado de mi porvenir, que no quiere dejarme seguir en el mar; tan atento a mi bienestar, que quiere velar por él personalmente; tan seguro y confiado, que me ofrece un puesto en el que me sería muy fácil arruinarlo y, además, deshonrarlo.

—¿Pero estás loco?

—Lo está él, en todo caso. Aunque mis palabras te suenen a sarcasmo, son la pura y estricta verdad. Gracioso, ¿no? Extraordinariamente gracioso… Pero no hay razón para que te muestres desesperada. Al contrario… eres una mujer de suerte, Eliza, de suerte extraordinaria. ¿Qué más quieres?

—Quisiera saber si eres sincero; quisiera saber por qué hablas como hablas. Y, además, ¿para qué has venido? ¿Qué te propones? ¿Qué vas a hacer al fin?

—Para lo que he venido, ya lo dije antes: para matarte. Pero alguien me detuvo en el primer impulso…

_No me vas a matar... voy a gritar a todo el mundo que te amo y le voy a decir toda la verdad a Anthony.

_Hazlo, dile a todo el mundo la verdad, para que así tu marido, se ponga celoso, me reclame y así poder matarlo con gusto.

_Yo se que estas furioso, por eso me dices esas palabras, porque estas herido, pero se que en el fondo aun me amas.. como yo te amo a ti.

_Te equivocas tu crees que yo amaría a una arpía, hipócrita como tú, te equivocas, lo que sentí por ti ya se murió.

—Candy… ¡Ésa fue Candy!

—No envidies a tu hermana... ella es mil veces mejor que tú.. una mujer pura, inocente, noble, con un corazon de oro, no una zorra hipócrita como tu.. que pena por Anthony que es un idiota al cambiar a una mujer como ella por una mujer que no vale la pena, falsa, hipócrita.. una zorra, puta disfrazada de dama.

_Cállate..

_Digo la verdad. Eso es lo que eres arpía, falsa, Pero también puedo pensar que Anthony es un imbécil que no se da cuenta lo mujerzuela que eres, Es difícil dar de puñaladas a un niño que sonríe y que nos llama «el mejor amigo de su infancia». Y decirle a Anthony quién eres, es peor que apuñalarle. Porque no sólo cree en mí ese… bendito de Dios. También cree en ti. ¿Has visto nada con más gracia? Cree en ti, Eliza, te considera la mujer más pura, más noble, más leal. Te ama como al sol que llegara a su vida, iluminándola y purificándola. —Y enfureciéndose lentamente mientras habla, escupe el insulto—: ¡A ti… a ti, carroña, basura, mujerzuela hipócrita, prostituta, y despreciable, más y más perdida que la última ramera! Pero tranquilízate, él no lo sabe y tú eres la señora Grandchester , ama y reina de Campo Real —termina en son de burla.

—¡Oh, basta! ¡Mátame si crees que te he engañado, si defraudé tu amor y destrocé tu corazón; pero no me insultes, porque no voy a tolerarlo!

—¿No? ¿Cómo vas a hacer para no tolerarlo?

—¡Soy capaz de gritar, de ser yo la que lo diga todo!

—¿De veras?… Hazlo… será maravilloso… Dile la verdad a tu marido. Dile, además, que te he tratado como a lo que eres. Llámale para que me pida cuentas de mi ofensa. Vuélvelo contra mí, que eso es lo que estoy deseando: que venga como hombre ofendido y que me injurie, que me ataque. Entonces sí será fácil destrozarlo con estas manos. Entonces sí que la partida estará igualada. ¡Hazlo, Eliza, hazlo! ¡Grita, llámalo!

—Demasiado sabes que no voy a hacerlo, y de eso te aprovechas para tratarme como me tratas —protesta Eliza brotándole la ira por todos los poros de su ser—. Sabes que estoy perdida, sin defensa. ¡Eres un cobarde!

—Sí… soy un cobarde, porque no debí haber escuchado una palabra de nadie, porque debería haber matado a cuantos me cerraron el paso, llegar hasta ti como me había propuesto y apretar tu cuello con estas manos… —Terry ve el temor reflejado en el pálido rostro de Eliza y, despectivo e irónico a la vez, la tranquiliza—: No, no te asustes, no grites. Tú sí que eres cobarde… cobarde y baja… Porque eres embustera, hipócrita; porque te arrastras, te arrastras mordiendo por la espalda, infiltrando tu veneno por la sangre…

—Terry… Terry… —suplica Eliza, adolorida—. Sé que me odias, tienes que odiarme. Sé que me desprecias, tienes que despreciarme. Pero en el fondo de tu corazón me amas, tienes que amarme, porque el amor no se arranca de golpe…

—El tuyo está arrancado, ¡y hasta la última raíz está fuera!

—No lo creas, Terry. Sólo estás luchando con él, como yo he luchado durante horas y días, y a cada tirón por arrancarlo te sangra el corazón, como a mí me ha sangrado, como aún me sangra y duele hasta enloquecerme. Porque yo te quiero, Terry, es a ti a quien sigo amando. Nada ni nadie me hará cambiar.

Se ha hundido en la penumbra, ha resbalado a lo largo de la columna en que busca apoyo, y ahora llora en silencio, cubierto el rostro con las manos, mientras Juan la mira llorar, rota la voluntad en la lucha titánica de aquella nueva turba de sentimientos y de ideas que han brotado en su alma, vacilando como entre dos abismos, y reprocha:

—Basta de mentiras, de embustes, de farsas… Si me hubieras amado, si me hubieras querido sólo un poco, sólo la mitad de lo que me jurabas…

—¡Te quería y te quiero!

—¡No mientas más! Ahí están los hechos, tus hechos, demasiado profundos, demasiado claros: ¡Te casaste con otro!

—Con otro a quien no amo. ¡Te lo juro! No lo quiero, no lo quise nunca. Lo detesto, me fastidia. Las circunstancias me empujaron. Yo no sabía que tú ibas a volver… Alguien me dijo que no ibas a volver más.

—¿Quién fue ese alguien?

—Albert, el notario. Indaga, pregunta… Me dijo que tenías líos con la justicia, que la policía te buscaba, que no podrías volver más a la Martinica, y yo pensé que tus palabras habían sido falsas, que mentías a sabiendas cuando te alejaste prometiendo volver. Pensé que te habías burlado de mi amor…

—¿Y por qué no esperaste un poco más?

—Me cegó el despecho; Anthony me apremiaba…

—Naturalmente… apremiaba… Y como tú estabas jugando con dos barajas… No, a mí no me engañas. Sé quién eres, sé cómo eres… Yo no soy Anthony, bueno y cándido. Sé toda la maldad, todo el egoísmo, toda la crueldad fría e hipócrita que tienes en el alma.

—¡Pero me quisiste sabiendo eso!

—Sí, te quise como puede quererse lo que más nos daña, la droga que envenena, el vicio que arrastra, el peligro en el que podemos perecer a cada instante… Así te quise, y por ti pensé lo que nunca había pensado: ser otro hombre, cambiar de vida, colmar tu ambición y tu vanidad, humillar lo único que tenía en el mundo: mi orgullo de pirata… Volverme como los demás, sólo para satisfacerte, para quererte a la luz del día, para saberte mía, mía solo, aunque el Luzbel se hundiera en otras manos, aunque no pudiera seguir llamándome Terry del Diablo, aunque todo lo mío se hiciera polvo, para hacer de ese polvo una alfombra de flores por donde tú pisaras. Así te quise… ¡Pero todo acabó, todo ha terminado! ¿Quisiste ser la señora Grandchester ? Pues a serlo. ¡A serlo de verdad!

—¡No! ¡No! ¡Me mataré si me dejas! ¡Te juro que me mataré si me dejas!

—¿Tú matarte? ¡Bah! —rechaza Terry en tono despectivo—. Si no te dejo, será para volverte loca, para atormentarte, para torturarte, para hacer de tu vida un infierno.

—¡No me dejes, Terry!

_Lo único que puedes hacer para que te perdone es irte conmigo..

—Mi ama… mi ama… Viene gente… ¡Cuidado! —avisa Dorothi, cercándose apresurada—. Viene gente por ese lado… y creo que es el señor Anthony…

—¡Eliza! —llama Candy, aproximándose al grupo. Eliza ha retrocedido, hundiéndose en las sombras; Terry permanece inmóvil; Candy ha dado un paso acercándose más a él, al tiempo que llega lentamente Anthony, con una disculpa en los labios:

—Perdónenme si interrumpo una conversación interesante. Oí la voz de Terry, y como se había despedido para irse a acostar hace más de una hora…

—Sí… pero tuve calor. No sirvo para dormir encerrado.

Candy ha respirado un poco más tranquila. Por un instante aguardó tensa, trémula de angustia, la respuesta que pudiese dar Terry. Ahora le sorprende su cambio repentino, la fría serenidad con que ha contestado a Anthony, la leve y amarga sonrisilla que asoma a sus labios, al proseguir:

—Piensa que he pasado más noches de mi vida al raso que bajo techo.

—Me hago cargo. Las noches en el mar han de ser deliciosas.

—Sí… sobre todo cuando se es grumete o marinero de tercera clase, y lo despiertan a uno a puntapiés para hacer la guardia… —observa Terry con ironía.

—No quise aludir a esos recuerdos tan poco agradables —rehúye Anthony jovialmente—; pero, siendo como eres patrón y propietario de tu barco, estoy seguro que las noches a bordo tienen para ti muchos encantos, tantos que casi, casi empiezo a darte la razón.

—¿La razón en qué?

—En algo de que antes hablaba con Candy. —Y volviéndose de pronto a la aludida, le recuerda—: También tú te despediste para acostarte, Candy. Me dijiste que estabas rendida, lo cual me pareció muy lógico, y renunciaste a esperar la llegada de Albert

—¿Viene Albert? —pregunta Terry, extrañado.

—Le estoy esperando. Tuve un aviso que el coche que le traía había sufrido un accidente en el camino, pero ya no debe tardar. Una visita por sorpresa, como la tuya. Me seguiré con lo que estaba diciéndote: pienso que acaso hago mal en empeñarme tanto en que cambies de vida…

—No creo que hagas mal. Es una solicitud que te agradezco. Además, me dijiste que me necesitabas…

—En efecto, es lo que dije.

—Pues no creo que deba negarte esa problemática ayuda, cuando tan desinteresadamente has tratado de servirme siempre que lo he necesitado.

—Pero, Terry, lo que quiere decir Anthony… —interviene Candy, nerviosa.

—Déjale que termine, Candy—la interrumpe Anthony—. Por favor… habla Terry…

—Termino en seguida. Iba a decirte que acepto el cargo que me ofreces… ¡Que me quedo en Campo Real!

Como si repentinamente hubiese tomado una nueva resolución, ha hablado Juan mirando con fijeza a Renato, un extraño matiz de desafío en el tono de sus palabras… Luego se vuelve lentamente hacia el oscuro rincón por donde Eliza desapareciera, con la esperanza de que ella esté muy cerca, de que haya escuchado sus palabras, de que recoja, valorando en cuanto significa, aquella determinación con que responde al reto, que ella le lanzara. Habría dado sangre de sus venas por poder mirarla a la cara en ese instante, para adivinar en sus ojos si había en ella placer o espanto, pero no atisba más que sombras espesas, y al volverse de nuevo ve otro rostro de mujer, pálido y helado como de mármol, dos manos blancas que se aprietan crispándose; una figura grácil que un instante se estremeció de angustia: Candy Andrew. Y aquella leve y burlona sonrisa que es siempre para él un arma contra ella, despunta en sus labios, al decir:

—¿Te ha dejado pensativo mi resolución, Anthony?

—No, Terry —niega Anthony con nobleza—. Al contrario; es algo que deseo desde hace mucho tiempo y déjame decirte las palabras que por los especiales incidentes de tu llegada todavía no te he dicho, pero que me salen del corazón: Bienvenido a Campo Real, Terry. Bienvenido a la que siempre debió ser tu casa, y lo es desde este instante.

—Gracias, Anthony… —se conmueve Terry, a pesar suyo.

—Espero que sea yo el que tenga que darte las gracias muy pronto, cuando hayamos logrado lo que deseo. Pero ha llegado un coche… Sí, ha llegado un coche al frente de la casa… seguramente es el bueno de Albert… Vamos allá… —invita Anthon alejándose.

Terry no ha seguido a Anthony. Ha quedado inmóvil bajo la mirada interrogadora y ardiente de Mónica, clavada en él como una amenaza, que se expresa al decir estupefacta:

—¿Debo suponer que está usted loco?

—¿Yo? ¿Por qué, Candy?

—¿Piensa de veras quedarse en Campo Real?

—¿Y por qué no debo quedarme? Por lo visto, es el más ardiente deseo de los dueños de esta casa. Ya oyó usted a Anthony, y supongo que también a la nueva señora Grandchester, puesto que, seguramente, estaba usted escondida escuchando.

—¡No tengo semejantes costumbres!

—Pues aun contra su costumbre, parece que, al menos por esta vez, lo ha hecho. De otro modo no se comprende que saliera en un momento tan oportuno, a tiempo de cubrir la retirada de su hermana. ¿Estaba usted de acuerdo con ella?

—¿Quiere callarse? —ordena Candy impulsada por la ira.

—No se enfurezca; ya veo que no… Debo suponer, entonces, que llegó por casualidad. Pero aun por casualidad, pudo oírla. Yo había decidido alejarme…

—¡Tiene que alejarse, Terry! ¡Usted no puede seguir aquí! ¿Qué se propone? ¿A dónde quiere usted llegar?

—Por el momento, solo hasta ese coche, Santa Candy—contesta Juan burlonamente—. Voy a evitar que el viejo Albert cometa una indiscreción enterando al buen Anthony de lo que más vale que ignore: que se ha casado con la amante de Terry del Diablo.

—¡Qué vil y qué despreciable me parece usted en este momento! —salta Candy en voz baja, pero trémula de indignación.

—¿Yo…? —Terry se contiene haciendo un esfuerzo y con amargo cinismo explica—: Eso no es nada nuevo. Son los sentimientos que suelo inspirar a las personas como usted: puras e impecables… pero no se preocupe, que ya empiezo a saber cubrir las apariencias y, por lo visto, la apariencia es lo único que vale en el mundo de las gentes respetables. A sus pies, futura abadesa…

—¡Estúpido, payaso!

—Ése sí es un insulto nuevo… Payaso… Hasta ahora nadie me lo había llamado. ¿Payaso? Puede ser. Pero el que pretenda reír a costa de este payaso, pagará la función en moneda de sangre. Dígaselo a su hermana, a la joven señora Grandchester . Prevéngala de que la entrada para el circo de Terry del Diablo cuesta muy cara. ¡Demasiado cara!

—Kuki, ¿vienes conmigo a dar un paseo?

—Al fin del mundo voy detrás de usted, patrón. Saltando sobre una y otra pierna, hacia delante y hacia atrás, con aquella agilidad que le ha valido el mote que ostenta, sale Kuki, tras de Terry rumbo a las amplias cuadras que ocupan el fondo de la casa. Son las seis de una espléndida mañana, el aire transparente, el cielo azul muy claro y los primeros rayos del sol asoman dorando las cumbres limpias por excepción, de aquellas tres montañas que se alzan como gigantes petrificados sobre la fértil tierra martiniqueña: Mont Pelée y los picos de Cabet.

—¿Hasta dónde vamos, mi amo?

—Por lo pronto, a buscar un caballo.

—A mí no me gustan los caballos, mi amo. Ni los caballos, ni los burros, ni los coches, ni las montañas… Me gusta el mar. ¿Cuándo vamos para el mar, patrón?

—No lo sé, Kuki, Tal vez mañana mismo, acaso nunca más…

—Qué raro se ha vuelto usted, patrón. Antes lo sabía todo, hasta lo que iba a pasar dentro de un año… y ahora no sabe ni lo que usted mismo va a hacer mañana.

—¿Te extraña? Algún día sabrás que así marcha un barco, cuando es una mujer la que toma el timón de nuestra vida, Kuki.

—Pero usted dijo antes que no había más ama nueva…

—No… no hay más ama nueva. Pero cuando una pasión nos hace su esclavo, el ama es la desesperación, y el rumbo, la ruta de la desgracia… ¡Mira…!

Se ha detenido sujetando al muchacho. Ya están muy cerca de la entrada de las caballerizas y no se ve por ahí ningún sirviente. Pero alguien saca un caballo del pesebre. Unas manos blancas buscan al azar una montura, se extienden hasta alcanzar uno de los frenos colgados de la vía central de la cuadra… Una mujer se dispone a ensillar por sí misma un caballo, y hacia ella va Juan con rápido paso, ofreciéndose:

—¿Puedo ayudarla en algo?

—¡Oh… usted…! —se sorprende Candy.

—¿No hay un criado que pueda hacer esto en su lugar?

—Sin duda, pero es muy temprano y prefiero no molestar a nadie ¿Quiere seguir su camino y dejarme en paz?

—Mi camino es éste, Santa Candy.. Me acerqué para ensillar un caballo en el que dar un paseo. Me es igual ensillar dos o, mejor aún, enganchar mi cochecito y llevarla, ya que parece gustar, como yo, de los aires matinales. ¿A dónde es el paseo? Colibrí, ayúdame un poco… Vamos a enganchar el coche…

—Sí, patrón… volando… —aprueba el muchachuelo alegremente.

—Ya le he dicho que no quiero que nadie se moleste por mí.

—No es molestia; al contrario. ¿No ha visto la alegría de ese monigote? Le tiene horror a los caballos… le encanta la idea de que vayamos a pasear en coche. Daremos un paseo al llevarla a usted a donde vaya. No creo tener nada que hacer en todo el día.

—Usted sólo tiene que hacer una cosa, Terry: marcharse… Irse pronto… ¡Irse para siempre!

—¡Caramba! ¿No sabe usted decirme otra cosa? Resulta monótono escucharla. Cuando no aconseja u ordena, insulta. Resulta usted terrible, señorita Andrew—comenta Terry en tono de guasa.

—¿Cómo puede bromear? ¿Es que no se da cuenta de la situación en que nos coloca a todos su presencia aquí? ¿Por qué se empeña en quedarse? ¿Qué espera? ¿Qué aguarda?

—¿Alguna vez se le ha ocurrido a usted preguntarse qué espera, qué aguarda el náufrago que en medio del mar se aferra a un resto de lo que fue su nave, mientras el sol abrasador le tortura hasta enloquecerle, mientras la sed le afiebra y le extenúa el hambre, mientras a su alrededor ve asomarse a las feroces bestias del mar? ¿Se ha preguntado usted qué aguarda, cuando con sus ojos casi ciegos recorre el horizonte por donde no se asoma la esperanza de un barco? ¿Por qué sigue aferrado al madero con los dedos heridos, crispados? ¿Por qué sigue tragando el agua amarga que le cae en los labios, en lugar de soltarse y acabar de una vez? ¿Por qué lo hace? ¿Por qué?

—Bueno… —reflexiona Candy, dubitativa—. Eso es distinto. Será por instinto de conservación, por deber y derecho humano de defender su vida… ¡Él espera un milagro que lo salve! Pero usted…

—Yo estoy como ese náufrago, Santa Candy, y no creo en los milagros…

—¿Y no cree tampoco en la bondad humana, Terry… de Dios?

—No, no creo en ella. Aunque me dé usted ese ridículo hombre que no tengo por qué llevar. Supongo que se burla de mí con el mismo derecho que yo de su presunta santidad.

—Yo no me burlo de nadie, Terry. Primero le creí a usted una fiera, un bárbaro… No voy a negárselo. Después, al saberle hombre, al sentirle humano, al ver que a pesar suyo no es indiferente a la amistad de Anthony y no fue del todo sordo a mis súplicas, tengo que decirle: ¿Para qué prolongar esta situación horrible? Acepte su fracaso y váyase.

—Yo no he fracasado. Eliza, me quiere. A su modo, pero me quiere. Sin santidad, sin dignidad, si me deja que le hable claro. Me quiere y me prefiere, como tantas veces me prefirieron las mujerzuelas de las tabernas del puerto. Creo que es capaz de venir conmigo a donde yo quiera llevarla.

—¿Pero está loco? ¿Están locos los dos? ¿Cómo puede estar pensando en una cosa semejante? ¿Quiere… pretende… espera…?

—Me ha pedido que no la abandone; me lo ha suplicado llorando. Cuando usted llegó anoche tan oportunamente a ocupar su lugar, eso era lo que ella me pedía, y mi respuesta fue aceptar el cargo que me ofrecía Renato.

—¡No! ¡No es posible! ¡No puede llegar a ese extremo la maldad humana!

—La maldad humana es capaz de llegar infinitamente más lejos de cuanto usted pueda imaginar —asegura Terry con gesto adusto y voz enronquecida.

—¡No! ¡No! ¡Tendrían que ser dos monstruos! ¡No pueden destrozar así el honor y la vida de Anthony! ¡No pueden herirle de esa manera, porque hay un Dios en los cielos y ese Dios enviaría sobre ustedes sus rayos…!

—No diga tonterías, Santa Candy, no sea infantil—ríe Terry amargamente. .. dime una cosa, usted no hace eso por su hermana, sino por Anthony ¿Verdad?, entonces es verdad lo que dijo Don Albert que usted se metió al convento por decepción, porque fue el quien le cambio por otra, ¿Cómo es posible que defienda tanto por un hombre que la cambio por otra?..

Candy queda llorando. Pero se da cuenta que Terrence dice la verdad, ¿Cómo es posible que ame tanto a un hombre que no la quiere, que nunca la quiso?... Y volviéndose hacia donde se encuentra el muchacho , lo llama—: ¡Kuki! ¡Ven acá! Acércate… quítate la camisa…

—¿Cómo? ¿Qué? —se extraña Candy.

—Esta señorita quiere ver tu espalda, Kuki. Quiere ver las huellas de tus golpes y de tus quemaduras. Quiere enterarse, porque no lo sabe y va a palparlo en este momento, hasta qué extremos pueden llegar la maldad y la crueldad humanas. Quiero que le cuentes lo que ha sido tu vida, lo que han hecho contigo aquéllos con quienes estabas antes. Y quiero que usted escuche esos relatos, señorita Andrew, y que después me diga dónde estaba Dios cuando las bestias con figura humana, que fueron sus amos, lo maltrataban de esta manera. ¡Quiero que me diga usted dónde estaba Dios, señorita Andrew, y por qué no envió entonces uno de sus rayos!

Brusco, violento, relampagueante la mirada, Terry del Diablo ha despojado a Kuki, de su camisa de hilo blanco, desnudando el pequeño cuerpo, alzándolo en sus brazos para que ella pueda verlo más de cerca, mirando con ansia el bello rostro de mujer, que ya no expresa indignación ni cólera, sino espanto, dolor y piedad, cuando balbucea:

—No… no es posible… Este niño… esta pobre criatura…

—Véalo, pálpelo, escúchelo hablar. Él le dirá lo que puede sufrir una criatura humana sin que se conmuevan los cielos. Mire estos hombros destrozados por las cargas de leña, superiores a sus fuerzas de niño; estos pobres huesos deformados por el hambre y los malos tratos. Vea las cicatrices de las quemaduras, de los latigazos… Para los hombres que lo explotaban era menos que una bestia, menos que un perro cubierto de carroña: era un niño, huérfano, abandonado, sin una ley capaz de protegerlo, sin una mano que se alzara para detener la de sus verdugos…

—¿Pero dónde? ¿Dónde halló usted a esta criatura?

—¿Dónde? ¡Qué más da! ¿Acaso no hay millares como él? ¿Acaso estas horrendas cosas no pasan en todos los rincones de la tierra? ¿Acaso cada día no se cometen atrocidades semejantes bajo todos los cielos? Sí… la crueldad humana es infinita y Dios no envía sus rayos… Siguen triunfando los malvados, siguen los fuertes pisoteando a los débiles. Y cuando una de estas criaturas, tratadas peor que una sabandija, logra sobrevivir y se alza llena de todo el rencor del mundo, saturada de toda la crueldad que contra ella usaron, cuando un niño así llega a hombre, ¿cómo puede pedirle a nadie que se sacrifique por los que siempre fueron dichosos? ¿Cómo puede esperar nadie de él más que odio y crueldad?

—Pero usted… usted…

—Sí… Yo soy ése… Me enseñaron a odiar, a herir antes de que me hiriesen, a matar para que no me mataran, y si no hubiera logrado aprender esa lección, que tan duramente me enseñaron, no estaría vivo frente a usted, señorita Andrew, No espere de mí nada; no espere conmoverme jamás con súplicas y lágrimas. Las odio, las detesto, no sé lo que es piedad. Seguiré por mi camino, destrozándolo todo si es preciso. Y no tenga usted miedo, ¡que Dios no envía sus rayos! Nada tengo resuelto con respecto a su hermana, pero no es por piedad. Ignoro el significado de esa palabra… Ahora, voy a enganchar el coche para llevarla a ese maldito viaje…

Se ha alejado dejando antes en el suelo, junto a ella, el oscuro muchacho semidesnudo que la mira con los grandes ojos llenos de asombro. Y ella se inclina contemplándolo como si por primera vez le mirase, y viese a través de él mucho más allá; todo un mundo dolorido y trágico. Y en ese mundo, Terry… el niño que fue Terry del Diablo… Y mientras piensa en él, sus blancas manos resbalan acariciando la piel oscura de Kuki, sus horribles cicatrices, aquella pobre carne cándidamente negra, inocente y torturada, y de pronto le estrecha contra su corazón y lo besa con una ternura nueva, pura y distinta, que cual un diáfano manantial le sube desde el corazón hasta los labios, de donde brota con infinita piedad el lamento:

—¡Pobre Kuki!

—¿Usted es el ama nueva? El patrón dijo que veníamos a la Martinica a buscar al ama nueva… Después dijo que no había más ama nueva, pero ahora… ahora… Él dijo que el ama era linda, que el ama era buena… —La ha mirado con un ansia encendida en las pupilas color de azabache, con un hambre de calor y cariño, y Candy vuelve a estrechar contra su pecho la redonda cabeza de cortísimos cabellos rizados—. Es usted mi ama nueva, ¿verdad?

—No, Kuki, Ni tuya ni de nadie. De nadie soy ama, porque nada me pertenece en este mundo… Ni siquiera mi corazón…

—Listo el cochecito. ¿Quiere montar? —la interrumpe Juan que llega con el coche, parándolo frente a ella.
—¿Por qué tiene que molestarse por mí?
—Porque no es molestia ni me cuesta nada. Lo que no cuesta nada se da con facilidad…
—Tiene razón. Tiene razón en eso, como en muchas cosas más.
—Tengo razón en todo —asevera Terry con rudeza—. Cuanto digo no es más que la verdad.
—No es verdad todo cuanto dice —refuta Mónica suavemente—. Usted niega que en su corazón haya piedad, usted niega que haya amor, y hay ambas cosas, Juan de Dios.
—¡Terry del Diablo! —se encrespa Terry.
—Como usted quiera… Terry del Diablo… capaz de ayudar a una mujer que le fastidia y de salvar a este niño, rescatándolo de un infierno por el que usted mismo ha cruzado…
—¡No lo hice por piedad!
—¿Por odio entonces? —indaga Candy con ironía.
—Tal vez… o acaso por egoísmo. Kuki, soy yo mismo, su infancia fue mi infancia. También a mí, algunas veces alguien supo mirarme como a un ser humano…y peor me prostituían
—Anthony Grandchester… Recuerdo una por una las palabras que pronunció ayer. El padre de Anthony también quiso rescatarle…
—¿El padre de Anthony? Creo preferible que no hablemos del padre de Anthony, Santa Candy.
—¿Por qué?
—Porque… llegaría usted tarde a donde va… Vamos, arriba… Tú también, Kuki, Sube con ella. No es la primera vez que Santa Candy te lleva a su lado.
—Ni será la última. Kuki es mi amigo ya.
—Muy bonita frase, pero no me conmueve.
—¡Ni aspira a conmoverlo, Terry del Diablo! —se enfurece Candy.
—¿Quiere usted un «plantador», Albert?
—¡Oh… caramba! —se sorprende el notario acercándose a Terry.
—Sírvase éste. Llenaré para mí otro vaso. Supongo que cuando ponen aquí este hermoso jarro y estos vasos, será para que los huéspedes nos atendamos solos. ¡A la salud de usted, Terry!
—No, no, gracias, Terry, no voy a tomarme ese brebaje. Pero gracias a Dios que te echo por fin la vista encima…
El notario se ha acercado hasta la mesa de mimbre que sostiene media docena de vasos y una gran jarra de aquella popular bebida martiniqueña hecha de jugo de piña con ron blanco, y observa con desconfianza el vaso lleno, mientras Terry apura el suyo hasta el fondo y vuelve a llenarlo.
—Llevo dos horas dando vueltas en la casa sin tropezar con nadie, ni siquiera con un sirviente.
—Beba su «plantador»… resulta refrescante —invita Terry, haciendo caso omiso de la observación de Albert.
—¿Quieres decirme lo que ha pasado, Terry?
—Poca cosa, por no decir, nada. Creo que está a la vista.
—No vas a querer volverme loco, ¿eh? Creo que si estoy aquí fue porque me espantaste, porque saliste de mi casa de una manera que me dejaste turulato. Hubiera pensado que estabas loco, que de repente te habías trastornado, si no fuera por lo extrañísimo que es todo cuanto está pasando.
—Sí, todo es extraño, sorprendente…
—Anoche, por tu actitud y por tus medias palabras, entendí que debía callarme la boca. Muerto de inquietud y de curiosidad, estuve esperándote en mi cuarto, pero amaneció y no llegaste por allá. Salí a buscarte y no estabas en la casa ni nadie supo darme razón de ti… ¡Por Dios vivo, respóndeme, Terry!
—¿Qué quiere que le responda?
—Lo que está pasando… lo que ha pasado. Te enfureciste hasta perder la razón cuando leíste la tarjeta del matrimonio de Anthony con la señorita Eliza. Pareció enloquecerte de furia la noticia de esa boda. Saliste con cara de degollar a tres o cuatro. Pasé una noche horrible, salí hacia aquí con mil trabajos y en un coche alquilado que me dejó a mitad del camino, y cuando por fin llego a esta casa te hallo mano a mano con Anthony, en calidad de huésped de honor.
—En calidad de futuro administrador de Campo Real. Al menos, ésa fue la proposición de Anthony. Y yo la he aceptado.
—Pero… pero… cada palabra que dices me enreda más. ¿Viniste en esa forma tan extraordinaria para que Anthony te nombrara su nuevo administrador? Me estabas hablando de mil cosas distintas, de mil proyectos: de arreglar tus papeles, de armar un tren de pesca, de reconstruir la cabaña, o mejor dicho, de hacer una residencia habitable en tu Peñón del Diablo, de casarte… Y de pronto…
—De pronto, todo se vino abajo. Fue como si esas montañas que tenemos delante cayesen hechas polvo, como si se abriese la tierra y por sus grietas vomitase fuego, como si el mar se alzara para pasar barriendo y arrasando cuanto hallara a su paso… Pero, olvídese de cuanto le preocupe o le moleste. Beba su «plantador», y aguardemos… Yo le acompaño con el tercer vaso.
—¡Basta! No estoy para bromas. ¿A qué hemos de aguardar?
—Es lo que me pregunto yo a mí mismo. ¿A qué aguardar? ¿A qué estoy aguardando? —confiesa Terry con lenta amargura. Más de pronto, cambiando a un tono medio irónico, medio jovial, exclama ¡Oh…! Aquí llega la joven señora Grandchester . Anoche no me hizo el honor de sentarse a la mesa. Ahora sí parece dispuesta a hacernos los honores de la casa. Qué bella es, ¿verdad, Albert?

Continuará

Ahora contestare sus comentarios en mi sección favorita...

Estamos finalizando la primera parte

Luzarda: Gracias por tu apoyo … tu pregunta va ser en los dos Candy le pide matrimonio a Terry y Anthony obliga a casarse con Candy como en el libro… esta historia esta mas apegada al libreto original porque la novela se la saben de memoria y yo deseo que conozcan la verdadera historia... pero la noche de bodas será como el de la telenovela solo que en el barco... porque en el libro Juan se lleva a navegar a Mónica al barco... pero los besos y la pasión va ser como la Telenovela para que haya romance.

Mia8111: Gracias por tus bellas palabras querida amiga.

Carol Aragón: Si tienes razón fue una bendición para Terry alejarse de esa malvada mujer, pero la victima será Anthony y sufrirá mucho.

Elvia Soan: Gracias por tu apoyo y publicar mi historia en tu grupo de Corazon Salvaje, es hermosa la Telenovela, no te olvides que aquí tiene los dos, una unión entre la telenovela y el libreto original.

Ary81: Gracias por tu apoyo, bellas palabras…

Blanca G: Si es sorprendente el rencuentro de Candy y Terry, si pues se dio cuenta que el pobre de Anthony es un idiota, el esta encaprichado con Eliza, se va enamorar por el acercamiento que hay entre los dos, Mónica era una mujer dulce y cura el rencor a Juan con sus palabras, su inocencia eso hace que el pirata se enamore de ella y conozca el verdadero amor, ya que con Aimé solo era pasión y sexo.

Guest: Si mi querida amiga Anthony es un choncho que cree que Eliza es la maravilla andando, por ser ingenuo pagara las consecuencias de elegir a la mujer equivocada, es el mas triste de los personajes, pobre mi Anthony en dos historias le doy un final triste, por eso pronto escribiré un Anthonific para darle un final lindo a las Anthonifanas, también amo a Anthony, aunque soy mas Territana.

Dulce Graham: Si tienes toda la razón el personaje de Renato, que aquí lo interpreta Anthony es muy ingenuo, no se da cuenta de lo zorra que es Aimé en este caso Eliza y pagara las consecuencias de sus actos, creo que si era virgen, pero el libro, ni la novela nunca menciono eso, solo dicen que era muy sobreprotegido por su madre, que por eso era muy ingenuo, inocente, pero creo que para mí la única culpable de que ese personaje sea así es Doña Sofia (Rosemary), su madre por los demasiados cuidados.

Atiz Prado: Es hermosa la novela, gracias por tu comentario.

Cecilia. rodriguez1: Si Terry al pensar vengarse en Eliza conocerá el verdadero amor con Candy, así como Juan aprendió a amar a Mónica, tanto que fue el amor de su vida por siempre.

Grace: Terry (Juan) sabe quien es en realidad Eliza (Aimé), por supuesto que Anthony (Renato) es una víctima, como dice Candy (Mónica), el es el que mas sufre pero tiene un final estable y eso lo sabes porque vistes la telenovela, Terry (Juan) esta lleno de rencor, pero tendrá su recompensa, no te olvides que esta apegado al libreto original, pero también tiene contenido de la Telenovela.

SARITANIMELOVE: Si esta super emocionante la historia… gracias por tu apoyo querida amiga, gracias a todos por sus apoyos.

Muy agradecida por sus amables comentarios y el sincero apoyo a esta hermosa historia y las demás historias que cada vez se ponen más intensas para dar paso a las que están pendientes de continuarse

Un abrazo a la Distancia

Maggie Grand.