Disclaimer: Los personajes de Candy no me pertenecen sino le pertenecen a Kioko Mishuki y Yumiko Igarashi, y la historia Corazón Salvaje no me pertenece sino a la escritora mexicana Caridad Bravo Adams. Este fic es hecho con fines recreativos no pretendo buscar ningún tipo de remuneración o reconocimiento, simplemente lo comparto con ustedes porque realmente me gusta la historia y los personajes de Candy.

¡Holaaaa! Yo de nuevo por aquí, por lo que veo tuvo buena aceptación el fic ¡Yupiiii! —Brinca de felicidad porque de verdad le gusta esta historia— Estoy muy feliz porque les guste.

Bueno en este capítulo veremos la continuación del anterior y sucesos posteriores de Corazón Salvaje con Candy y Terry.

La historia tendrá tres partes como la trilogía original, " Eliza (Aimé) Terry (Juan)", de ahí viene la parte más romántica "Candy (Mónica) y Terry (Juan)" y la última el desenlace y final de "Terry (Juan del diablo)" versión (Terry Pirata)

Final de la Primera Pate.

Primera Parte...

Terry (Juan) Eliza (Aimé).

Capitulo 19

Final de la primera parte…

—Flanmy, ¿qué haces?
—Nada, tío, tomo notas…
Una mueca amarga que quiere ser una sonrisa, ha sido la respuesta de Flanmy, mientras ajusta mejor el pañuelo de colorines alrededor de su oscura cabeza de cabellos ensortijados. Sin el menor ruido ha surgido de la espesa sombra de los arcos del segundo patio, y los ojos duros e inquisidores de George, la miran imperiosos, mientras ella encoge los delgados hombros…
—¿De qué tomas nota, Flanmy?
—De todo lo que pasa…
—No pasa nada, sino que me han aplastado y pisoteado —se queja George, en voz baja, pero con gran rencor—. Mas no van a quedarse, así las cosas. Yo tengo que desquitarme, tengo que tomar venganza. Ya verán si hace falta o no George el día que amanezcan incendiados los cañaverales, o si vuela un petardo la represa del río, o si…
—No hables necedades, tío George. Esas cosas no se dicen. Si acaso, se hacen…
—¡No puedo aguantar lo que me pasa! ¡No puedo seguir aquí como el último sirviente, mientras ese pordiosero, mientras ese malnacido de Terry del Diablo…!
—Baja la voz, tío, que no te oigan. Anthony y su digna esposa acaban de entrar en el cuarto. Ahora la tendrá entre sus brazos, la besará con ansia, ¡y le dará el corazón y el alma entera a esa malvada!
—¿Malvada? ¿Por qué es malvada? ¿Tuvo ella la culpa de algo? ¿Por qué no me hablas claro a mí? ¿Qué es lo que ocultas? ¿Qué es lo que sabes?
—Sé una cosa que va alegrarte mucho, tío George. ¡Muy pronto va acabarse Terry del Diablo!
—¿Quieres hablarme claro? —apremia George mirándola con sus duros ojos inquisidores—. ¿Por qué va a acabarse Terry del Diablo?
—Porque pica demasiado alto. En esta casa van a pasar muchas cosas. Si yo fuera tú, tío George, mejor esperaba. Ya vendrá el río revuelto, y a río revuelto, ganancia de pescadores.
—¿De dónde sacas tú…?
—Ayer fui hasta allá arriba, hasta lo más alto del desfiladero, y vi a la vieja Chala. Le di unas monedas para que mirara el porvenir de los Grandchester …
—Tú nunca creíste en esas cosas, Flanmy. Son patrañas, embustes para engañar a esos bestias que llevan la superstición en la masa de la sangre. No te crie yo para que creyeras esas cosas… Pero ¿qué te dijo Chala?
—Abrió una gallina negra, le miró las entrañas y me dijo que hay dos hombres con sangre Grandchester, en las venas: uno legítimo, otro bastardo.
—¡Calla, baja la voz! ¿Estás loca? —se alarma George lleno de estupor—. ¿Eso dijo Chala? ¡Deslenguada… atreverse a eso! ¿Tú ves? ¿Tú ves? Si yo aún mandara, la haría moler a palos por hablar sin respeto de los amos… del señor… el señor don Richard Grandchester … ¡Mentirosa!
—No te sofoques tanto. Hace quince años que está muerto, enterrado —explica Flanmy, destilando sutil ironía—. Estamos solos, tío George, y ahora ya sé que es verdad, totalmente verdad. No fui a ver a Chala, no me dijo nada…
—¿Eh? Pero ¿qué te propones?
—Tener la seguridad de algo que siempre he sospechado: Terry del Diablo es hermano del amo Anthony, pero ninguno de los dos lo sabe…
—El perro bastardo, no creo que lo ignore. Era bien crecido ya la noche en que murió Bertolini, cuando él llevó aquella carta…
—¿Quiere contarme la historia completa, tío George?
—¡No! Olvida lo que has oído. ¿Para qué me hiciste hablar? Perdí un momento los estribos, pero si repites una sola palabra de lo que has escuchado…
—Ya sé tú amenaza: me harás moler a palos —se burla Flanmy—. ¿De qué te ha servido cuanto has hecho? ¿Qué has sacado con ser para ellos como un perro? Nada, ¿verdad? Los miraste como si fueran de otra pasta, como a dioses, como a hijos del sol… y no es verdad: son como los demás… Como los demás, se les puede odiar o amar. El amo Anthony no es más que un hombre, y cualquier hombre puede sentirse un día tan desdichado que acepte el consuelo donde lo encuentre… hasta en brazos de la hija de una esclava.
—Flanmy, ¿qué es lo que estás pensando? ¿Qué es lo que te atreves a desear?
—Lo mismo que tú, pero de otra manera. Tú quieres mandar en Campo Real, y yo también. ¿Por qué no?
—No quiero entenderte…
—Aunque quisieras no me entenderías, pero sí me entiendes cuando te digo: aguarda, aguarda, no tendrás que aguardar demasiado. Pronto vendrán las aguas revueltas. Ni tú ni yo seremos culpables, pero bien podemos recoger lo que la tormenta eche a la playa.
El sonido estridente de una campanilla llega hasta ellos, y es George quien comenta:
—Llama la señora…
—Sí, y es a ti, pues han sido dos campanillazos. Anda, nunca te llamó de otra manera, ni cuando eras administrador de Campo Real. Por algo es el ama, tu ama…
—Y tuya también. No creo que a la señora te atrevas a negarla. Se lo debes todo, comiste desde niña el pan de su mano… Bueno, tenemos que seguir hablando, ¿eh, Flanmy? Tienes que decirme las cosas más claras. No estoy dispuesto a… —Su explicación es interrumpida por otros dos fuertes y sonoros campanillazos, y concluye—: ¡Esta misma noche tenemos que hablar!
Se ha ido con paso rápido tras mirarla con inquietud, y Flanmy contempla sus manos morenas y finas, sus oscuros brazos de mestiza en los que apenas se marcan las venas azules, y con desprecio infinito vuelve la cabeza hacia el lugar por donde George se marchara, murmurando con rabia concentrada:
—No es la sangre… ¡es el alma lo que se tiene esclava!
—Kuki, ¿hasta cuándo vas a estar detrás de Santa Candy?
—Ahora ella no está, patrón, pero me dejó cuidando. Cuando ella no está, yo soy el que manda…
Con fuerte mano ha contenido Terry al brioso caballo que monta en este instante, un soberbio animal blanco como la nieve, con preciosos arreos de cordobán, uno de aquellos dos caballos exactamente iguales que Rosemary regalara a su hijo y a su nuera en los primeros días de su noviazgo. Inquieto, nervioso, acaso extrañando el mayor peso y la mayor rudeza del jinete que lo monta, parece dispuesto a encabritarse, cuando Terry extiende la mano a Kuki y ordena:
—¡Anda, ven conmigo! Dame la mano y salta. ¿Qué pasa? ¿No quieres venir?
—Sí, mi amo. Espérese un momentito… un momentito nada más. Voy a avisarle al Tom, que es el que cuida aquí cuando ni la señorita Candy ni yo estamos. Un momentito nada más… ¡Tom! ¡Tom!
Apretando los dientes, Terry ha dominado a la vez su impaciencia y la inquietud nerviosa del caballo. Se encuentra a la entrada del valle chico, donde una vez tropezara con Candy, muy cerca de donde, a toda prisa, se han levantado los nuevos barracones para alojar a los enfermos. Ahora han cesado por completo la lluvia y el viento y está espléndida la noche tropical bañada por la luna, tachonada de enormes luceros claros…
—Ya está. Hay cuatro enfermos que se encuentran mejor, y cuando la luna se ponga en la punta del cerro hay que darle a los demás la cucharada —Explica Kuki.
—Sube al anca del caballo y agárrate bien, no vayas a matarte.
—¿A dónde vamos, mi amo?
—Ya lo verás…
Terry ha fustigado los ijares del brioso corcel y éste arranca en un galope veloz. Durante un buen rato, el caballo va tragando leguas de camino sin que ninguno de los dos jinetes diga una sola palabra, hasta que, de pronto. Kuki exclama sorprendido:
—¡El mar, patrón…!
—Sí, Kuki, el mar. Bájate, que el resto es a pie como hemos de andarlo —indica Terry apeándose—. Amarra el caballo a las ramas de ese árbol. No tengas miedo, no te hará nada.
—Hemos corrido, patrón, estamos en el Cabo del Diablo… El muchacho ha obedecido a Terry, echando pie a tierra, y luego le sigue por el estrecho camino abierto a pico entre los ásperos acantilados, hasta asomarse al peñón que le dio nombre. Es alto como un faro, sombrío como una cárcel, húmedo como una vieja fortaleza. En la cima, las ruinas desmanteladas de la pobre cabaña que viera nacer a Terry, que viera morir a Eleonor Baker de Bertolini y arrastrar su miseria al esposo que le dio su nombre… Cuántos recuerdos parecen agolparse e repente en la mente de aquel hombre moreno y alto, que alza la frente como desafiando a los elementos, mientras el muchachuelo de oscura piel extiende la mano hacia el mar y señala sin poder disimular su disgusto:
—Ahí está el Luzbel, patrón. ¿Volvemos a embarcarnos? ¿Nos vamos lejos? ¿No volvemos a Campo Real?
—Ya veo que lo sentirías mucho si no volviésemos.
—Sí, patrón, por… por… Bueno, usted dijo que no había más ama nueva…
—Lo dije porque así lo pensaba, pero si habrá ama nueva, Kuki. No embarcaremos esta noche, pero todo tiene que estar preparado, porque será muy pronto. Y nos iremos lejos, hacia otras tierras, hacia otros mares… Mira todo esto, Kuki, míralo para no olvidarlo, porque acaso no volvamos jamás.
Con repentina emoción, Terry ha apoyado la mano en el hombro de Colibrí, señalando después cuanto la vista abarca: la playuela desierta, las montañas lejanas, las enormes rocas oscuras amontonadas sobre la costa como cuerpos de gigantes venados, el Peñón del Diablo, y el mar, eternamente inquieto, que estrella contra él la furia de sus aguas. Todo aquel panorama bello y terrible, soberbio y sombrío, del que es como una síntesis su alma ardiente y apasionada, su corazón salvaje, su vida inquieta, que a si misma se consume como el leño que arde en la hoguera crepitante de aquella isla de pasiones, y vuelve a repetir:
—Acaso no volvamos más, o por lo menos en muchos años…
—¿Cuando usted sea viejo, patrón?
—No creo vivir para tanto, pues no envejecen las tormentas y yo, al fin y al cabo, no soy otra cosa más que eso: una tormenta, un vendaval que pasa rompiendo y arrasando. Eso soy, eso quiso mi destino que fuese. Un día soñé otra cosa, Kuki, pero fue sólo un sueño. No se alzará una casa sobre estos peñascos, nadie hará un jardín en el Peñón del Diablo… Nadie podría hacerlo… Fue locura… Aquél es mi mundo… Ese barco, el
Luzbel, la goleta pirata más audaz que cruzó los mares… Pero no te asustes, tonto, no pongas esa cara de espanto. Siempre hay alguien para quienes los malos somos buenos. A ti no te haré ningún daño…
—A ella tampoco va a hacerle daño, ¿verdad, patrón?
—¿A ella? ¿A qué ella?
—A la señorita Candy, patrón…
—¡Ah, Santa Candy! No creo que le guste mucho lo que vamos a hacer, pero es igual. Olvídala, Colibrí… Nadie le hace más daño a los que somos desdichados, a los que nacimos para ser irremisiblemente desdichados, que los que pretenden volvemos buenos y blancos. Deja a tu Santa Candy… El mundo es duro, cruel y malo… Tienes que hacerte fuerte, insensible, egoísta, capaz de luchar y de vencer pisoteando al que se atraviese en tu camino. Sólo así podrás sobrevivir; sólo así pude yo llegar a hombre… Pero ¡caramba!, se hace tarde. Vamos…
—Lo siento mucho, Candy. Parece ser que Terry no se preocupó demasiado de cumplir mis encargos. De cualquier modo, todo salió correctamente. Tienes tan bien organizadas a las cuadrillas que te ayudan en el cuidado de los enfermos, que las cosas se hicieron en forma normal aun sin que nadie las vigilase.
—¿Pero no le diste a ese hombre tu propio caballo? ¿No le dijiste…?
—Cuanto había que decirle, sí. Pero ¿qué quieres? O no me entendió o no quiso entenderme. De momento no creo que podamos exigirle demasiado…
Anthony Grandchester ha fruncido levemente el ceño frente al único punto de la conducta de Terry que no logra disculpar en forma plena. Está muy cerca de las cuadras, bajo el sol de una mañana espléndida que contrasta con la pasada noche tormentosa. Pálida y recatada, con su eterno traje negro, habla Candy sin mirarlo, como si temiese la luz investigadora de aquellos ojos tan caros para ella. Y hay en Anthony un gesto comprensivo, indulgente y lleno de curiosidad a la vez, cuando observa:
—Te levantaste muy temprano, Candy. Según me dijeron, casi al amanecer…
—En el convento adquirí la costumbre de ver salir el sol. Eso no significa para mí ningún sacrificio, al contrario.
—Y pusiste en orden todo lo que ayer no quedó correcto.
—No hice sino volver a hacerme cargo de mis obligaciones. Anoche las abandoné, pero…
—Las abandonaste en mis manos y yo fui lo bastante débil o lo bastante indolente para no cumplirlas personalmente. Confié en Terry más de lo que debía…
—Eso es lo que no me atreví a preguntarte. ¿No te parece que confías en Terry más de lo que debes?
—De momento las cosas parecen darte la razón, pero ya veremos. De cualquier modo, supongo que tú conoces mejor a Terry que nadie…
—¿Por qué he de conocerlo? —se extraña Candy sin alcanzar el sentido de las palabras de Anthony

—Bueno, he dicho: supongo. Si no es así no tomes a mal mi afirmación. ¿Vienes para casa? ¿No quieres que desayunemos en familia?
—Gracias, Anthony, pero para mí es casi mediodía. Desayuné temprano y ahora tengo mucho que hacer. Voy a ver a mis enfermos. Vete, Anthony, seguramente doña Rosemary y Eliza te esperan.
—No tendré tanta suerte. Con Eliza ya sabes que no se puede contar hasta más tarde, y mamá todavía se hace servir en sus habitaciones. La familia de que te hablaba son el bueno de Albert y nuestro terrible Terry del Diablo… Bueno, ya sé que tú le llamas Terry de Dios y que él se enfurece cuando le aplicas ese nombre. Es un verdadero gato montés, pero ya lo amansaremos. Confío en ti para eso.
—¿Por qué en mí? —se sorprende otra vez Candy.
—Porque eres muy comprensiva y bondadosa, y eso es lo que necesita un hombre como él… Claro está, que siempre que tú quieras ayudarlo, pues yo no te lo impongo. ¡Oh, no me mires tan seria! Y no te alarmes, no quiero ser indiscreto. Respeto tu silencio. Hasta pronto, Candy, te iré a buscar luego por allá.
—¿Cómo? ¿Levantada ya? ¡Qué buena sorpresa, Eliza!
—Como tú no te quedas conmigo, no tengo más remedio que seguirte. ¿Dónde están los demás?
Eliza ha recorrido el amplísimo comedor con su mirada impaciente, mientras Anthony se inclina tomando su mano, sonriéndole muy cerca, agradecido y encantado de aquella aparición que, sin embargo, nada tiene que ver con él.
—¿Cómo cumplió tus encargos anoche Terry del Diablo?
—Desastrosamente… no se ocupó de ellos.
—¡Oh, por Dios! Entonces, habrán tenido ustedes una discusión…
—No lo he visto a él, pero tampoco pienso tenerla. Sé que el secreto de tener es no pedir demasiado… Pero, mira, ahí viene. Voy a dejarte con él mientras me acerco al despacho a rescatar a Albert. Puedes hacer que vayan sirviendo el desayuno, porque en seguida estaremos de vuelta.
Lentamente, clavados los ojos en ella, Terry va acercándose a Eliza. La ha visto desde lejos, ha retrasado el paso a propósito, dando tiempo a que se aleje Anthony. Lo ha visto sonreír, inclinarse, estrechar su mano, besarla, irse después, y se aprietan, sus duras mandíbulas conteniendo la oleada amarga de rencor y de celos que sube hasta sus labios, que escapa por sus ojos en una llamarada oscura, cuando le dice a Eliza:
—Veo que saboreas la luna de miel. ¡Qué tiernamente te saluda tu galante marido! Parecéis hechos el uno para el otro. Todo es exactamente igual en ustedes: consideración, finura, educación, nombre ilustre…
—¡Basta, Terry! ¿Es que no comprendes…?
—Pero, a pesar de todo eso, vendrás conmigo. Dejarás esta casa de marcos dorados, de espejos, de cortinajes y alfombras, para encerrarte entre las cuatro tablas de mi cabina del Luzbel
. Todo está dispuesto; esta noche escaparemos.
—¿Pero estás loco?
—No habrá peligro para ti, estarás absoluta y totalmente a salvo. No tienes ya el pretexto del miedo. Huiremos con todas las seguridades, nos iremos muy lejos… Vilmente, ruinmente, cobardemente le arrancaré a Anthony su esposa, ¡que nunca debió ser suya! Ya sé que no es culpable… ¡Oh, si lo fuera… que voluptuosidad, que placer haberte arrancado de sus brazos, llevándome su vida también! Te esperaré esta noche a las doce, detrás de la iglesia, con dos caballos ensillados.
—¡Es demasiado pronto, Terry! —protesta Eliza, luchando asustada entre su deseo pasional y la preocupación de perder el bienestar tan astuta e hipócritamente conseguido.
—Ya hemos tardado más de la cuenta y no quiero volver a verte junto a él, ¿oíste? No quiero, porque no estoy seguro de poder contenerme. Estoy haciendo las cosas como tú quieres, estoy plegándome a tus caprichos como un esclavo. No intentes fallarme, Eliza, no vayas a fallarme, porque no te lo voy a perdonar, ¿entiendes?
—¡Calla, por Dios! —suplica Eliza, angustiada al ver que Anthony se aproxima a ellos.
—No hubo forma —explica Anthony, con indiferencia—. Albert dice que ya desayunó y está totalmente hundido entre libros y papeles. En cuanto a Candy, tomó también el camino de sus enfermos. Estaremos solos los tres. Ordena que sirvan querida…
Llegan dos sirvientes impecablemente vestidos de blanco, cubriendo de manjares deliciosos la suntuosa mesa. Todo en ella está preparado con el más exquisito esmero, todo en ella causa un placer estético sólo con mirarlo: la fina cristalería, las bandejas de plata, los fruteros que desbordan de los mejores ejemplares de frutas cultivadas en aquellas fértiles tierras, las tazas de porcelana, los bordados manteles…
Eliza, ha hecho un esfuerzo para sonreír, ha aceptado el asiento que Anthony, le ofrece. A su derecha, Terry, sombrío y silencioso; a su izquierda, Anthony, una falsa sonrisa mundana en los labios, una mirada inquisidora e inquieta en las claras pupilas…
—Doña Rosemary… ¡Pero qué sorpresa!
—He querido hablar a solas con usted, Albert, sin llamar la atención haciéndole ir a mi habitación, sin enviar recados con los sirvientes… ¿Cómo se siente de nuevo en este despacho?
—¿Cómo he de sentirme? Muy bien, y muy agradecido…
—No tiene por qué; al contrario. Fui injusta al prescindir de sus excelentes servicios y quiero que sepa que muchas veces pensé en usted con remordimiento y con pena. Pero la muerte de Richard me trastornó de tal manera, tuve tanto miedo por Anthony, tal espanto por lo que el porvenir podía traerle, que no hubo medida que me pareciera poca para defender a mi hijo.
—Yo hubiera deseado ayudarla siempre en esa tarea…
—Lo sé Albert, ahora lo sé. Me ofusqué de momento… Sus simpatías de usted por… —Ha callado un momento, evitando el nombre que aborrece, pero al fin éste sale de sus labios—: Terry del Diablo…
—Terry… Vamos a llamarle Terry, simplemente. No hace mucho le propuse llamarse Terry, Albert…
—¿Cómo? ¿Usted? ¿Es posible? ¿Sería usted capaz…? —se sorprende gratamente Rosemary.
—Quise hacerlo, pero él lo rechazó en forma rotunda. No creo que acepte ya nada de lo que se le ofrezca…
—Sin embargo, está en esta casa, junto a mi hijo… junto a mi hijo, empeñado en hacer de él un hermano, en la situación en que más temí verlo. Supongo que dispuesto a aprovecharse de la bondad de Anthony, de su generosidad, de su nobleza, en una forma que no puede ser, Albert. ¡No puede ser!
—Creo que la estancia de Terry en esta casa será muy breve.
—Yo temo lo contrario, Albert. Anthony no lo dejará irse. Ya sé que usted ha tratado de convencerlo, sé que, contra todo lo que temía, está usted de mi parte, pero sé también que sus buenos consejos no han sido escuchados por mi hijo.
—Terry, había cambiado mucho últimamente, venía dispuesto a ser otro hombre, pero… —duda un instante, y prosigue—: Pisó una mala hierba, le sopló un mal viento; hay seres a los que se diría que el destino arrastra, criaturas que nacen con mala suerte… Terry es de ésas…
—Las culpas de los padres caen sobre los hijos, Albert.
—Ya lo sé. Por desgracia, es algo que se cumple inexorablemente la mayor parte de las veces. Terry pagó las culpas de su madre.
—¡Las de su madre, que fue una ramera! —salta Rosemary con rencor, pero calmándose repentinamente, continúa—: Y las de su padre también. Bien sé que usted lo sabe todo, Albert, y por estar segura de que lo sabía todo le guardé rencor injustamente, me volví contra usted en vez de buscar su amistad y su apoyo. Fue un grave error. Ahora lo comprendo, y busqué la ocasión de hablarle a solas para pedirle que me perdonara, que me ayudara, porque aquel peligro que quise destruir se alza ahora contra mi hijo, más terrible, más fuerte… Y ahora no tengo la autoridad ni el poder para defenderlo a pesar de sí mismo como la tuve cuando era un muchacho. Ahora no me queda sino ese triste recurso de las madres viejas, que son las lágrimas y los consejos… Los consejos que ya no se escuchan. Sin embargo, tengo que hacer algo. Ayúdeme, Albert.
—Ojalá pudiera… —titubea Albert—. Considero que las cosas marchan ya por caminos fuera de nuestro control y que sería tan difícil cambiarlas como reprimir los elementos. Debería tratar de tranquilizar sus temores, pero prefiero hablarle con toda franqueza. Creo que Terry y Anthony no han nacido para entenderse… al menos, ahora de pronto. Tal vez si desde niños se hubieran criado como… como hermanos… Perdóneme que use una frase que bien comprendo que la hiere, pero es la exacta. Entonces hubiera sido posible que las cosas fuesen de otro modo; más ahora, ahora no está en nuestras manos el cambiarlas. El choque surgirá de un modo o de otro…
—Y eso es lo que temo… El choque surgirá… y no es mi Anthony el más fuerte. ¿Ve usted por qué temblaba? ¿Por qué temía que ese muchacho, cual una sombra fatídica, se acercara a él?
—La vida tiene emboscadas terribles. Acaso debieran saber que son hermanos… Es muy probable que Terry, lo sepa… Se crio de otro modo, y además, es mayor…
—No es mayor. Tienen la misma edad, y ésa es una de mis más grandes amarguras. Mi hijo y ese Terry nacieron al mismo tiempo. De mis amantes brazos de esposa enamorada iba Richard a los de esa mujer… ¡Traidor! ¡Canalla! Y ella… ella… ¡Maldita sea ella!
—Cálmese, doña Rosemary, nada logra con remover tan amargos recuerdos. Hay cosas más graves… De momento, no tengo sino sospechas, temores imprecisos. —Duda Albert un instante, pero decidiéndose al fin, apunta—: ¿Confía usted en mí, doña Rosemary? ¿Me autoriza para hacer cualquier cosa que estime conveniente para conjurar el peligro que amenaza a esta casa?
—Amenaza, ¿verdad? ¡No es mi imaginación, no son mis nervios!
—Por desgracia, no. Yo creo, como usted, que es indispensable alejar de aquí a Terry. Deme carta blanca para tratar de hacerlo por las buenas, concediendo generosamente cuanto pueda dársele, que puede ser mucho ya que, según estoy comprobando, la fortuna de los Grandchester se ha duplicado en estos últimos quince años…
—¿Espera usted comprarlo? Hágalo, Albert, dele el dinero que quiera, el que pida. No importa que sea una fortuna… ¡Pero que se vaya, que se aleje de mi hijo para siempre!
—¡Kuki… Kuki…!
Candy, no ha tomado, como dijera, el camino de los barracones de los enfermos. Ha guiado el cochecillo que ha de llevarla hasta ellos, dejándolo junto a una de las tapias laterales de la casa y luego se ha asomado a la galería anexa a las habitaciones de los huéspedes, buscando ansiosamente, hasta que la grácil figurilla oscura asoma, acercándose a ella y ofreciéndose:
—Aquí estoy, señorita Candy, ¿qué quiere usted?
—Ven conmigo…
Casi bruscamente lo ha tomado de la mano, llevándolo con ella. Con esfuerzo contiene su ansia de preguntar y, como siempre, mil sentimientos diversos luchan entrelazándose en su alma atormentada. Aquel muchachuelo puede serle precioso, puede delatar ingenuamente los sin duda tenebrosos planes de Terry del Diablo. ¿Pero no es al mismo tiempo su protegido, su pequeño amigo? ¿No sería horrendo si la ira de Terry se volviera contra el niño? Su mano blanca y nerviosa acaricia la rizada cabeza y baja la vista cuando los ojos llenos de gratitud del muchachuelo se vuelven a ella, y exclama:
—¡Qué buena es usted, señorita Candy!
—¿Te parezco buena, Kuki? ¿Crees tú que soy buena? Si yo te preguntara una cosa, ¿me contestarías francamente? ¿Me dirías la verdad? ¿Toda la verdad de lo que supieras?
—No siendo lo que el patrón me mandó callar, yo se lo digo todo a usted.
—Comprendo. No voy a preguntarte nada que no puedas contestarme, pero hay algo que sí puedes decirme. ¿Dónde fuiste ayer, Kuki?
—Es de lo que no puedo decirle, señorita, porque…
—Porque yo le mandé callar —interrumpe Terry acercándose sorpresivamente, y haciendo que Candy, asustada lance un:
—¡Terry!
—¿Para esto ganó usted su confianza? ¿Para esto le demostró piedad y afecto? El mundo no cambia, Santa Candy, es igual en las tabernas que en los palacios. ¡Hasta una sonrisa tiene su precio!
La voz se ha apagado en los labios de Candy, violentamente sorprendida por la brusca presencia de Terry, que echa a un lado al muchacho para enfrentarse con ella, encendidas de cólera las pupilas, desafiante el gesto altanero… Al fin, con esfuerzo, Candy logra responder:
—¿Qué es lo que usted cree? ¿Qué es lo que piensa? Interpreta mal mis intenciones…
—Sus intenciones las conozco perfectamente… Ven conmigo, Kuki, a nadie le importa dónde hayas ido, a nadie tienes que responderle… Vamos, ven…
—Un momento, Terry…
—¿Un momento para qué? ¡No tengo tiempo para escuchar sus ruegos! Ni los de usted ni los de nadie… Ahí viene otro de los que gustan, como usted, arreglar las vidas ajenas y predicar en el desierto —apunta Terry, al observar que Albert se dirige hacia donde ellos se encuentran. Y al tiempo que se aleja, afirma—: ¡Tampoco tengo tiempo que perder con él!
—¡Terry… Terry…! —llama el viejo notario. Y al vislumbrar a Candy, se disculpa—: ¡Ah!, señorita Andrew, dispénseme… Creí que Terry estaba aquí…
—Estaba aquí hasta este momento. Huyó al oírlo a usted. Me dijo que no tenía tiempo que perder ni con usted ni conmigo.
—Pues sentiré en el alma molestarlo, si es que le molesto, pero tengo absoluta necesidad de hablarle y de verle… Con permiso de usted…
Candy, ha quedado sola, baja la cabeza, demasiado angustiada para poder pensar, demasiado inquieta para permanecer inmóvil. Siente como una ofensa las palabras de Terry, su mirada de profundo desprecio, pero algo más fuerte que todo ello se alza en su pecho. Le importa demasiado lo que aquéllos, dos hombres puedan hablar, es demasiado intenso su sufrimiento para que no lo olvide todo, y como una autómata marcha tras ellos…
—¡Terry…! Terry, ¿quieres oírme un momento?
Albert, ha alcanzado a Terry, muy cerca del apartado edificio donde se hallan las caballerizas y las cocheras. Y frente al noble rostro del viejo, a quien le ligan los únicos recuerdos buenos de su infancia, el patrón del
Luzbel, se detiene, y cruzando los brazos aguarda las palabras que salen de labios del notario, sorprendidas y trémulas:
—En verdad, Terry, no sé qué te propones. Tienes todo el aspecto de un demente; rehúyes cruzar una palabra y dar una explicación; ofendes a la señorita De Andrew que, según creo, nada te ha hecho, sin miramiento de ninguna especie… Si no fuera porque comprendo bien lo que estás sufriendo, sería cosa de volverte la espalda y de rogarle a Anthony que te enviara a Saint-Pierre con la prohibición de volver a pisar sus tierras.
—Hágalo, si quiere… Si quiere y si puede… Aunque no creo que valga la pena que se moleste. Muy pronto estaré lejos de todo esto. ¿No es eso lo que todos quieren? Pues voy a complacerlos… Me iré, me iré definitivamente…
—¿Puedo saber a qué se debe un cambio tan repentino de opinión?
—No creo que le interese ni poco ni mucho, Albert. Estorbo y me voy, eso es todo.
—Terry, contigo no sabe uno cómo hacerse entender —confiesa Noel en tono de suave amabilidad—. Te pedí que te fueras, es cierto. Te pedí en todos los tonos que volvieras a Saint-Pierre, pero no en esa forma ni, de esa manera. Tu lugar no está en esta casa…
—Ya lo sé —confirma Terry, con sarcasmo—. Mi lugar está en el mar y a él me vuelvo.
—¿Es eso de veras? ¿Vas a volver a navegar? Si es para bien de todos…
—¿Qué importa el bien de todos? A usted, como a Candy Andrew, no hay más que un bien que le interesa: el de Renato —asegura Terry, con despecho; y destilando una mala y oculta intención, prosigue—: No sé hasta qué punto mi viaje será para mal o para bien de ese hombre privilegiado. Por supuesto, él lo tomará a mal, pero es para bien… Naturalmente que es para bien…
—No entiendo una sola palabra…
—Ni quiero que entienda, Albert, basta con que se alegre. ¿Para qué corría usted detrás de mí? Seguramente para rogarme una vez más que me fuera.
—No, Terry. Quería darte cuenta de una conversación muy importante que he tenido con doña Rosemary hace apenas un par de horas. Una conversación sobre tu porvenir y tu persona… Mi querido Terry, las gentes cometen errores, son intransigentes y crueles, pero a veces se arrepienten y lloran sus equivocaciones y tratan de enmendar sus yerros. Si quisieras oírme con calma te sorprendería saber que Dios ha tocado el corazón de doña Rosemary.
—¿Sorprenderme? No, Albert, nada en el mundo puede ya sorprenderme. Sin oírle a usted, podría saber lo que le ha dicho doña Rosemary, lo que viene usted a decirme como la noticia más grata y sorprendente de la tierra, y, sin embargo, es lo que estoy esperando desde que llegué. ¿Quiere ver cómo acierto? Se lo diré en una sola frase: la señora Grandchester, me ofrece dinero…
—¿Cómo? —se sobresalta Albert, en verdad estupefacto.
—Mucho dinero para que me aleje. Le estorba el fantasma que represento. Soy, junto a su hijo, como una sombra mala… Pagaría a precio de oro por verme desaparecer, ella que me negó el último rincón de esta casa, ella a quien le dolía hasta el pedazo de pan que me arrojara el que quizá tenía el deber de dármelo todo, ella que no tuvo ni un adarme de piedad para el muchacho abandonado y huérfano… Seguramente, ella pondrá ahora una fortuna en mis manos con tal de que me aleje, con tal de no tener que soportar mi presencia… Y usted es su mensajero…
—No son, así las cosas, Terry. Óyeme…
—¿Para qué? ¿Para qué las envuelva usted en palabras menos crudas? El resultado será el mismo. Y no me quejo, vale la pena haberme hecho odioso y temible para ver cambiar de ese modo a las gentes. He adivinado exactamente lo que venía usted a decirme, ¿verdad? Pues bien, dígale a doña Rosemary que no se apene. Voy a irme muy pronto sin que ella ni nadie me tenga que pagar por eso. En la suntuosa morada de los Grandchester no hay más que una joya que me interesa, y ésa sí me la llevo.
—¡Terry…! ¿Qué estás diciendo? ¿Qué pretendes hacer?
—Nada más que irme. Tranquilice a doña Rosemary y tranquilice también a la señorita de Andrew. Despídame de Anthony, dígale que le devuelvo su empleo… no me interesa. Si nota la falta de su caballo predilecto, que no se preocupe, pues lo tomo sólo a modo de préstamo. Ya se lo enviaré o lo dejaré que vuelva solo… Hasta la vista, Albert…
Se ha alejado, hundiéndose en la cercana arboleda, pero el viejo Albert, no le sigue esta vez. Queda plantado mirándolo alejarse, consternado por lo que presiente, confuso y dudoso como no lo estuvo jamás en su larga vida…
—Señor… Señor… ¿Pero qué es esto? —clama perturbado. Y de pronto, se sorprende—: ¡Señorita Andrew…!
—Lo he escuchado todo, Albert. Seguí detrás de usted. Dispénseme, pero me interesaba demasiado lo que Terry, iba a decirle, lo que iba a responderle…
—Si lo oyó todo, no tengo nada que añadir, excepto que, al fin y al cabo, más vale que Terry, se embarque de nuevo. Después de todo, tiene razón en muchas cosas y adivinó totalmente lo que doña Rosemary, quería de él: que se fuera. Si he de serle franco, me apena muchísimo que se vaya así, que desaparezca como huyendo. Ya lo hizo una vez… —Hace una pausa e indaga—: ¿En qué piensa usted, hija mía? ¿Por qué no dice nada? ¿Por qué me mira de esa manera?
—Por nada, Albert —responde Candy, con un hilo de voz—. No me pregunte… Déjeme… Supongo que lo que pienso son locuras…
—A mí también se me pasan locuras por la cabeza. ¿Quiere decirme las suyas?
Los pálidos labios de Candy, han temblado como si fuesen a dejar escapar el terrible secreto que la atormenta. Hay algo en el noble rostro de Albert, que le inspira confianza, algo que le impulsa a hablarle francamente, pero la expresión del notario cambia de repente. Conteniendo de golpe la confesión, Candy vuelve la cabeza para enfrentarse con el hombre que, sin ruido, acaba de llegar hasta ellos, y exclama:
—¡Anthony…!
—¿Todavía aquí, Candy? Pensé que ya estarías en el otro valle. Hace más de dos horas que me hablaste de ir junto a tus enfermos. ¿Qué pasó? ¿Tuviste algún inconveniente con el carruaje, o te llegó alguna mala noticia?
—Ninguna de las dos cosas, Anthony, retrasé el viaje porque no me encontraba bien. Ahora mismo se lo estaba diciendo al señor Albert.
—En efecto, no tienes buena cara. Insisto en que te has fatigado más de la cuenta estos días. Aunque no quieras, también a ti va a verte el médico, y mientras viene aceptarás mi receta personal: descanso… Por las que llamas tus obligaciones, no te preocupes. Tomaré tu lugar, esta vez personalmente. Pasaré el día en el otro valle…
—¡No, Anthony, por Dios, no te vayas! No te alejes de la casa, no te separes de Eliza… Te lo ruego, te lo suplico, Anthony. Compláceme una vez…
Casi desesperadamente ha suplicado Candy, mientras Anthony la mira, primero con sorpresa, luego con una especie de preocupación honda y grave…
—¿Qué pasa, Candy? ¿Qué es lo que temes?
—No es que tema nada. Es que no vale la pena. Yo me siento mejor, ya tengo el cochecito dispuesto para ir hasta el otro lado…
—Descansa hoy, Candy, estás demasiado nerviosa. Creo que hasta tienes fiebre. —Ha tomado su mano, pero ella la retira bruscamente y retrocede palideciendo, por lo que Anthony, extrañado, inquiere—: ¿Por qué es ese miedo? ¿Qué piensas que puede ocurrir en esta casa si yo me alejo?
—Nada, Anthony, desde luego. Pero…
—Entonces, vete a descansar. Es un ruego, pero tendrá que ser una orden si no lo escuchas. Una orden de hermano mayor… Te enviaré al médico y atenderemos a tu salud, que es más preciosa que la de nadie. No protestes, porque es inútil. Haré que te atiendan aunque tú no quieras. —Y alzando algo la voz, llama—: Flanmy… llegas a tiempo… acompaña a la señorita Candy hasta su alcoba y adviértele a doña Catalina que no se encuentra bien. Anda…
Albert, ha hecho un esfuerzo para sonreír cuando los ojos de Anthony, tras ver alejarse a Candy, acompañada por la doncella, se vuelven a él fijándose en su rostro pálido y tenso, y comenta:
—Me parece usted tan nervioso como mi cuñada Candy. ¿Tanto les ha turbado a los dos la conversación con Terry?
—¿Cómo? —se sobresalta el notario.
—Fue larga y violenta… Desde lejos observé los ademanes de ambos y vi que Candy, les escuchaba sin ser vista por ustedes. Una indiscreción bastante rara en una mujer como ella…
—Bueno… hay ocasiones en la vida en que… en que todos hacemos cosas incorrectas…
—Generalmente, cuando las cosas importan demasiado, y salta a la vista que a Candy le importa muchísimo todo lo que se refiere a Terry…
—Bueno, es natural —contesta Albert en forma evasiva—, la señorita Andrew, forma parte de esta familia, de esta casa, y no puede ser indiferente a las cosas de alguien que, queramos o no, nos preocupa a todos…
—Nos preocupa a todos, aunque de manera diferente. Comprendo que le preocupe a usted, que tiene que compartir con él sus tareas; a mí, empeñado en el milagro de encauzarle… Pero ¿qué motivo personal puede tener ella?
—No creo que sea nada personal —rehúsa vivamente Albert.
—¿Pues de quién? Cuando me acerqué tuve la impresión de haber cortado una confidencia. Tanto usted como ella se turbaron al verme. Ella iba a hablarle a usted de algo importante, quizá íntimo…
—Bueno… tal vez… En último caso, es lógico que mis canas le inspiren más confianza que tus veintiséis años.
—Candy y yo somos amigos desde niños, estamos ahora ligados por un parentesco que tendría que acercarnos más, y a usted acaba de conocerle. ¿O era amigo antes de ella? ¿Conocía a Mónica? ¿Conocía a las Andrew?
—A Candy no la había visto nunca, pero… —se interrumpe Albert dubitativo.
—¿A Candy, no? ¿Conocía usted a Eliza? ¿Por qué vacila en responderme?
—No es que vacile, hijo, es que trataba de recordar. Yo fui un buen amigo del padre de ellas, conocía de vista a doña Catalina… a ellas, naturalmente, las vi de pequeñas. En Saint-Pierre nos conocemos todos. No sé lo que Eliza, te habrá dicho.
—Y quiere saberlo para no dejarla mal, ¿verdad?
—¡Hijo, por Dios, qué idea! Me estás sometiendo a un verdadero interrogatorio y no te queda nada bien la actitud de juez…
—Cálmese, no estoy acusándolo. Estaba sólo tratando de comprender qué pasa. Eliza, me ha contado que una vez estuvo en su casa para ver si usted le daba la razón de cierta goleta a cuyos tripulantes había encargado unos regalos para mí. ¿Es eso cierto?
—Bueno, sí… claro… Ella le había encargado a Terry…
—¿A Terry? ¿Fue la goleta de Terry? ¿Fue Terry el patrón de goleta que no cumplió el encargo de Eliza?
—Bueno… la verdad es que yo apenas recuerdo…
—Recuerda usted perfectamente, y si no recordara no tendría nada de particular. Pero sí hay algo muy extraño: que después de todo eso, Eliza y Terry no se conocieran. Candy dijo haberlo visto antes, y Eliza, no. ¿Por qué?
—Bueno, hijo, me estás volviendo loco…
—Es cierto. Y no es a usted a quien tengo que hacer esas preguntas, ¿verdad?, sino a mi esposa. Ella es la que tiene que responderme.
—No, por Dios, no vayas a hacer un lío con todo esto. Mi cabeza anda mal, no sé ni lo que me digo algunas veces. Lo que Eliza, te haya dicho, será la verdad. Yo, por mi parte…
—No tenga miedo. Por fortuna, no soy un hombre celoso. Quiero decir, que no entiendo el amor ni la confianza a medias. O creo rotundamente, o rotundamente no creo. Confío en mi esposa. Si no confiara en ella, mi resolución sería definitiva… Pero ¿a qué hablar de eso? Además, no se trataba de Eliza, sino de Candy. Trataba de comprenderla para ayudarla, pero es difícil comprender a las mujeres.
—Ahora sí has dicho una verdad como un templo. Las mujeres son como mariposas inquietas y hay que perdonarles sus caprichos y sus nervios en gracia a que son lo mejor del mundo, lo único que nos embellece la vida. ¿No lo crees?
—Hasta ahora lo he creído así. Pero no tengo ese concepto frívolo de la mujer. No creo que sean en realidad tan diferentes a nosotros. En general, las estimo más que usted y también les exijo más. Creo que son vaso sagrado, ya que Dios hizo de ellas el molde de lo humano. También creo que la mujer más hermosa puede hacerse reo de muerte si comete una infamia. Creo que el hombre halla en ella su desgracia o su muerte, y en la que hace su esposa lo deposita todo: honor y nombre… con todos los deberes y con todos los derechos, especialmente el de pedirle cuentas muy estrechas por lo que hace de ese honor y de ese nombre… Pero cambiemos el tema. Usted y yo tenemos demasiado que hacer…
—¿Tú y yo?
—Por supuesto. Vamos juntos un rato al despacho. Creo que ha llegado el momento de anudar el pasado con el presente. Me fui niño y vuelvo hombre. Para regular mi conducta futura hay cosas del pasado que necesito saber, y cosas del porvenir que quiero resolver desde ahora. Quiero que me refiera usted algunas viejas historias… Las de mi padre la primera… Venga…
Esta hermosa historia continua la segunda parte del libro versión Titulada (Mónica), Candy y (Juan), Terry.

Fin de la primera parte…

Ya el Próximo capitulo es la segunda parte…

Ahora le contestare su Rewiw en mi sección favorita...

Mia8111: Hola hermosa, gracias por tu comentario bella hermana.

Carol Aragon: Hola, gracias ya el próximo capitulo es la segunda parte, este esta mas apegada al libreto original, aunque también lleva contenido de la telenovela, espero que sea de tu agrado...

Ary81: Me da gusto que te guste la historia hermosa.

Mariana White; Gracias hermosa por tus palabras, si Tendré cuidado con el nombre de Juan y Terry, para wattpad ya estará corregido esos detalles ahí pondré videos y otras ediciones que va estar super linda.

Blanca G : Si es un horror de mujer, Eliza (Aime), quiere todo a su disposición, por favor tengan paciencia con la segunda parte voy a tener que estudiar un poco… ya esta escrita, solo me falta algunas cosas.. este es el fin de la primera parte. Gracias por apoyarme en todas mis novelas veo que te gusta mi trabajo..

Guest 1: Si es una perversa, maldita Eliza (Aimé)

Dulce Graham: Si Terry es un bruto, se deja llevar por la pasión, de Eliza, pero por lo menos el se da cuenta de lo malvada que es Eliza, por eso empieza a amar a Candy y se enamora de ella y olvida a Eliza..

Elvia Soan: Gracias por tus comentarios mi bella amiga.. juntas por corazon Salvaje, gracias por compartir esta bella historia en tu grupo de corazon salvaje, estoy feliz que te guste mi adaptación...

Guest 2: Gracias bella amiga linda.. si ya se que estas apurada de leer la segunda parte este es el final de la primera parte

SARITANIMELOVE: Hermosa gracias por tus bellas palabras.. se que te gusta mucho esta bella historia..

Fin de la primera parte.

Deseando que sea de su agrado esta bella historia…

Gracias por seguir y comentar esta bella historia... este es el fin de la primera parte ya viene la segunda parte titulada Mónica (Candy), Juan (Terry)…

Aviso que Para todos los que siguen esta historia, El Prólogo ya está publicada en Wattpad…. Ahí va ver algunas ediciones... imagines va estar más linda... y más hermosa...

No se pierdan la segunda parte... será publicada en esta plataforma de Fanfiction de acá tres semanas.

Bendiciones para todos…

Maguie Grand.