Ya es la tercera parte del libro... la ultima parte.

Disclaimer: Los personajes de Candy no me pertenece sino a Kioko Mishuki y Yumiko Igarashi y la historia Corazón Salvaje le pertenece a la escritora mexicana Caridad Bravo Adams. Este fic es hecho con fines recreativos no pretendo buscar ningún tipo de remuneración o reconocimiento, simplemente lo comparto con ustedes porque realmente me gusta la historia y los personajes de Candy.

La historia tendrá tres partes como la trilogía original, "Eliza (Aimé) y Terry (Juan)", " Candy" (Viene siendo el libro de Mónica), Candy

Parte final (El libro de Juan del Diablo versión Terry Pirata)

Hola mis amores, estoy de vuelta. esta tercera parte, es la última parte de ésta historia…

Ya sin más que añadir, los dejo con la lectura. Disfrutadla.

… … … … … … … … … … …

Acercándose al final… Ya son últimos capítulos de esta fascinante historia, por favor no olviden sus comentarios, gracias a cada una de las personas que me comentan y a las que me leen silenciosamente. Faltan solo 7 capitulos.

TERCERA PARTE

JUAN DEL DIABLO.

TERRY PIRATA.

Capítulo 33

_ ¡QUE ARRIEN LA mayor... la mesana! Media vuelta a estribor, muy suave. Anguila... Así... ¡Arriba el foque ahora para mantenernos al pairo!

Las primeras luces del día rompen sus rayos en los mástiles desnudos del Luzbel, que repleto desde la bodega a las cubiertas, se balancea pesadamente sobre el encrespado mar. A su lado, sujetos por cables que hacen más lenta y penosa su marcha, se encuentran los tres lanchones de pesca, vacíos ahora, cascarones de nuez sobre la inquietud de las procelosas aguas. Más sombrío el gesto que nunca lo tuviera, más duro el ceño y apretados los labios, Terry del Diablo dirige la delicada maniobra, volviéndose luego para mirar con ansia aquella tierra que se alza allá, a lo lejos... Es la Martinica, que parece surgir de la bruma... Poco a poco se han ido apagando los puntos de luz que indican la ciudad lejana... A la izquierda, el Mont Pelee alza su siniestra silueta, las anchas faldas, las empinadas laderas desnudas, y en la cima el espeso penacho de humo, negro como el hollín, que va extendiéndose sobre el cielo de la mañana como un gigantesco tintero que se derramase... Pero sólo un instante lo contemplan los ojos de Terry... La mirada ansiosa se vuelve hacia el Monte Parnaso... Apenas se distingue desde allí su masa verde, salpicada de los puntos multicolores de sus jardines y sus casas. Apenas se distingue, y sin embargo, ¡con qué fuerza desesperada late el corazón de Terry

_ ¿Nos vamos a quedar aquí, mi amo? —pregunta Kukí—. ¿Sin echar las anclas?

—Es demasiado hondo el mar aquí para poder echar las anclas... Ya deberías saber eso...

—Y lo sé, patrón. Sé que no se puede anclar y por eso nos quedamos al pairo... ¿Hasta cuándo, patrón?

—Hasta ver qué pasa con ese maldito volcán...

Casi es de día ya... Sobre la Antilla floreciente, marcada con el dedo de un destino trágico, asoman los primeros resplandores del siete de mayo de mil novecientos dos... Bulle la ciudad como en el mediodía de una gran fiesta... Las nueve aldeas situadas en las faldas del Mont Pelee han vaciado en ella su población íntegra; han llegado también los ricos colonos, dueños de plantaciones y de ingenios, con sus empleados y familiares. Es un éxodo nervioso y excitado, de todo el noroeste de la isla. Del área encerrada en un círculo de más de treinta kilómetros de diámetro, que rodean las estribaciones del terrible monte, se han desplazado hasta los últimos habitantes, justamente alarmados por extrañas señales... Un calor de infierno escapa de la tierra, los crecidos arroyos arrastran hada el mareen vez de agua, un fango pestilente, de insoportable hedor a azufre... Las aves marinas han abandonado totalmente la región inhóspita, y sobre los altos acantilados y las estrechas playas se amontonan millones de peces que arroja el mar, muertos o agonizantes... La ciudad de veinticinco mil habitantes tiene ahora más de cuarenta mil, pero no ha cundido el pánico; al contrario... Una vez allí, los ánimos parecen calmarse, el despreocupado optimismo de los habitantes de Saint-Pierre parece ejercer su fuerza de contagio. Se charla, se bebe y se ríe como si todo fuera una fiesta, y la absurda seguridad se afirma más cuando la última noticia corre de boca en boca...

—El gobernador acaba de llegar... Esos hombres lo han dicho, señora —explica Flanmy a su ama—. Parece que entró por la puerta de atrás, porque había mucha gente en la plaza, pero que ya está hablándole al pueblo desde el balcón de palacio

—¡Dile a ese imbécil de Stear que apure los caballos! — apremia Rosemary Andrew.

—Es que no se puede pasar, señora. Asómese para que vea la calle...

—¡Que toque el timbre, que se abra paso de cualquier manera!

Dile que dé la vuelta por la otra calle, que llegue hasta el palacio, aunque sea por la puerta de servicio. ¡Yo haré que me abran! ¡Vamos!

Rosemary Andrew, ha llegado por fin a la calle lateral de la amplia y lujosa residencia del Gobernador General de la Martinica, y apoyándose en Flamy, deja el pesado carruaje que con tanta dificultad la ha llevado hasta allí. Hierven los transeúntes como resaca de la muchedumbre que se agolpa en la plaza, frente al balcón desde donde el mandatario habla al pueblo:

—Hijos míos, mi presencia en Saint-Pierre es la mejor prueba de que todas las alarmas son vanas. He venido trayendo conmigo a mi familia. También me acompañan dos hombres de ciencia a cuyo testimonio acabo de apelar, y en cuya autorizada opinión Saint-Pierre no tiene más que temer del Mont Pelee, que Nápoles del Vesubio. Nuestro viejo volcán ruge un poco, pero no morderá. Fuegos artificiales y arroyos de lava que, al fin y al cabo, van a apagarse al mar. ¿Es ésta razón para que queramos dejar despoblada la más floreciente colonia francesa en las Antillas? Los nacidos al pie de Mont Pelee bien pueden reírse de esas tontas alarmas, y yo aconsejo a todos que se despreocupen y se rían, porque estoy dispuesto a reprimir con toda energía las actividades de los que gozan en sembrar el pánico, los vaticinios de los alarmistas y cualquier otra actividad que tienda a provocar el desorden. Una vez más digo a los vecinos de Saint-Pierre, que cada cual reanude sus ocupaciones habituales y que no insistan los malos profetas en ser enviados a la cárcel...

Un cochecillo de dos asientos acaba de detenerse en la misma calle, y es Anthony Grand Chester, el hombre que, arrojando las riendas, va con paso rápido hacia la codiciada puerta de servicio, cuando su propia madre le cierra el paso:

_ ¡Anthony!

_ ¡Madre! ¿Qué haces aquí?

—¿No piensas que he salido a buscarte? ¿No piensas que he pasado la noche muriéndome de angustia, registrando hasta el último rincón de la ciudad detrás de tus pasos? No lo piensas, ¿verdad? No puedes pensar en nada ni en nadie que esté fuera de esa pasión funesta...

_ ¡Por favor, basta!

—Te fuiste dejándome enferma, te alejaste de mí sin una sola palabra...

—Quise evitar escenas como ésta, mamá. Ya habían ocurrido bastantes cosas desagradables. Era preciso terminar, cortar...

—Ya lo veo. Rehúyes las consecuencias de tu locura, pero no renuncias a tu propia locura...

—Ya no es una locura mi amor por Candy, ni siquiera para ti puede serlo, porque Candy es libre y sé que me ama.

—¿Libre...?

—Libre, sí. Aquí tengo los papeles que me enviaron del Obispado, los que me exigió el gobernador para darme el respaldo necesario, los medios materiales que me faltaban para arrancarla de manos de ese hombre...

_ ¿Y Campo Real? ¿Tu Campo Real?

—A su tiempo me ocuparé de Campo Real. Con las mismas gentes que el gobernador ponga a mis órdenes, caeré sobre la chusma tan pronto como Candy, haya sido rescatada. Lo haré, madre, lo haré personalmente, porque aun cuando me hayas llamado cobarde, por ti misma verás hasta qué extremo fuiste injusta. ¡Y lo verás muy pronto!

—Aguarda un momento, Anthony. ¿El gobernador te dio soldados?

—Todavía no, pero no va a negármelos. Por desgracia, aún no he podido hablarle. Nos cruzamos en el camino. Al llegar al entronque del camino de Carbet, supe que el gobernador regresaba a Saint-Pierre, y mis caballos estaban demasiado cansados para poder alcanzarlo. Pero ya estoy aquí, y vuelvo a su presencia como él me pidió que volviera: con todos los derechos legales. Ven conmigo, madre...

—Naturalmente que voy. Pero aguarda... aguarda. No irás a ser tú quien tome el mando de esa gente para prender a Terry del Diablo, ¿verdad? Eso no, hijo, eso no...

—¿Por qué no? Siempre quisiste que alguien lo aplastara. ¿Sabes quién está allá, junto al gobernador? ¿Quién ha reunido cuantos elementos le ha sido humanamente posible para sacarlo bien librado?

—Sé que Albert se ocupa de ese asunto. Desde luego, debe estar tratando de conseguir audiencia

—Estoy mejor informado. Me han dicho que Albert aguardó al gobernador en su propio despacho. A estas horas puede habernos tomado la delantera, pero no va a servir

—¡Toda tu vida con la sombra de ese maldito Terry!

—Sí, toda mi vida... ¡No sabes hasta dónde, hasta qué extremo han llegado las cosas! Pero ésta es la última batalla, y voy a ganarla, la tengo ganada ya... ¡Aquí está mi triunfo, el que me redime de todos mis errores, el que nadie podrá ya arrebatarme! ¡Vamos, madre!

—¿Es que se ha convertido usted en mi sombra Albert?

—Me he convertido en su conciencia, señor gobernador, y perdóneme que me tome la libertad de hablarle con la franqueza y la claridad a que estamos acostumbrados... Es proverbial que usted detesta la violencia y la crueldad... Siempre ha gobernado esta cálida isla en forma paternal y descuidada... Su Excelencia no comete atropellos en su provecho personal, pero los atropellos de los poderosos se multiplican, sin que su Excelencia haga nada por evitarlos...

—¡Basta! Si piensa usted que voy a seguir escuchándole.

—Me escuchará, porque su Excelencia tiene el corazón de oro, y eso también es proverbial... Y porque sabe que tengo razón y, además, porque precisamente ahora es cuando tengo que decir algo importante. El descontento es mayor de lo que su Excelencia cree; la conciencia popular ha despertado... Un acto de simple justicia puede salvar muchos errores pasados... Tengo tres mil firmas pidiendo la vida de Terry del Diablo y la de los pescadores que le acompañan...

—¿Tres mil firmas? ¿La vida? ¿Qué tontería es ésa Noel? No están condenados a muerte...

—Pues ahí está lo grave del caso. En el lugar en que su Excelencia los tiene acorralados, están amenazados de una muerte horrible a cada desbordamiento de lava, y si, como su Excelencia acaba de afirmar, siguen corriendo para ese lado irremediablemente...

—¡Nadie sabe para qué lado van a correr!

—Su Excelencia acaba de afirmar, desde ese balcón, que sí lo sabe...

—Bueno... era necesario tranquilizar al pueblo alarmado

—El pueblo cree en la palabra de su Excelencia, y juzga con razón que esos infelices están condenados a ser quemados vivos por el solo delito de no dejarse explotar de un usurero sin entrañas.

—En todo caso, por haber hecho armas contra mi autoridad

—¿Y no fue un abuso de autoridad convertir en isla el Cabo del Diablo?

—Basta, Albert. ¿Qué es lo que se ha propuesto?

—Excelencia, el momento viene que ni pintado. Si da usted una oportunidad a Juan, de capitular honrosamente, nadie podrá criticarlo... Se trata de la vida de más de cincuenta ciudadanos de Francia, y la opinión popular está de su parte. Estas firmas no son más que una muestra... Podría seguir recogiendo y convertirlas en miles de millares. Podría... Albert se ha interrumpido de pronto y con visible disgusto prorrumpe en un significativo

—: ¡Oh..., oh...!

El gobernador ha vuelto vivamente la cabeza, siguiendo la mirada del notario. En la puerta del despacho que da a la antesala, abierta de par en par, esta Anthony de Grand chéster y su madre, y al gesto de sorpresa y disgusto del mandatario, se excusa

Anthony, acercándose:

—Perdón, Excelencia. Las puertas estaban abiertas y el paso franco...

—Ya lo veo... todos olvidan su deber en el momento en que más debieran cumplirlo —recuerda el gobernador sin ocultar su contrariedad

—No nos acuse de abuso de confianza, amigo mío —se defiende Rosemary Andrew.

—A usted nunca, Rosemary. Pero le ruego pasen a la otra sala. Les atenderé dentro de un instante, apenas haya resuelto este caso...

—No puede resolver este caso sin escucharme, señor gobernador —corrige Anthony—. Hace quince horas que corro detrás de usted, y cada minuto puede ser ya demasiado tarde...

De repente, la tierra ha temblado, todo se ha estremecido en un fuerte y rápido movimiento de oscilación, que tuerce los cuadros y deja balanceando las lámparas, y el mandatario, a cada momento más disgustado, exclama con fastidio:

—¡Esto nos faltaba!

—Señor gobernador, yo aún no he terminado —recuerda el viejo notario.

—Señor gobernador, dos palabras antes —insiste Anthony—. Hace sólo unos días, cuando solicité de su Excelencia el apoyo necesario para arrancar por la fuerza, de manos de Terry del Diablo, a la señora de Andrew, comprometiéndome a obligar a esas gentes a volver a la obediencia de las leyes, usted me respondió que necesitaba no sólo del derecho moral, sino del derecho legal...

—En efecto, Anthony, lo dije y lo sostengo. Mientras esa señora esté casada con Terry del Diablo...

—Ese matrimonio ha sido anulado. En realidad, no existió jamás, porque nunca llegó a realizarse... Y con los documentos que lo prueban, en la mano.

—¿Cómo... es posible? —se asombra el gobernador—. ¿Tan pronto...?

—Pronto o tarde, aquí están —afirma Anthony muy ufano y orgulloso—. Según sus palabras de entonces, era lo único que necesitaba para ceder a mi petición. Mírelo usted mismo, léalo con toda la calma que sea necesaria, compruebe la autenticidad de estos hechos y, por Dios, no tarde después demasiado en dar las órdenes necesarias.

—Un momento, Anthony. Esos papeles... —tercia el anciano notario.

—También usted puede examinarlos, Albert —accede Anthony—. Y si como es más que probable, tiene medios de comunicarse con Terry, adviértale que será inútil toda resistencia, que retiene indebidamente a su lado a Candy, y que le aconsejo...

—¡No creo que Terry, atienda consejos de nadie! —se encrespa Albert—. Si el señor gobernador responde a lo que le he propuesto, en la forma que espero, Candy de Andrew, será libre de hacer lo que le dé la gana.

—De todas maneras, lo es ya, y le costará la vida a Terry tratar de seguir reteniéndola por la fuerza —amenaza Anthony en tono ominoso.

—¡Estoy seguro de que no la retiene por la fuerza! —porfía el notario encendiéndose su rostro de indignación.

_ Yo estoy seguro de lo contrario, pero no es con usted con quien he de discutir estas cosas Noel. Ni éstas ni ningunas.

_ Usted no es más que un empleado infiel de mi casa...

—Justamente es lo que iba a advertirte, Anthony—interviene Rosemary, desdeñosa—, y lo que iba a rogarle al señor gobernador.

_ Ni tenemos nada que tratar con este hombre, ni creo necesario soportar la compañía de un tipo semejante

—¡Pues no haber venido a interrumpir mi audiencia, señora Grand chéster! —salta Albert sin poder dominar la ira que le acosa—. Ni ustedes tienen nada que tratar conmigo, ni yo con ustedes. Por lo tanto, bien pueden pasar a la otra sala, como les sugirió su Excelencia, y esperar sentados.

—¡Es usted el más insolente de los imbéciles Albert! —apostrofa Rosemary.

—Si no mirara... —amenaza Anthony, furioso

—¡Ruego a todos que se reporten, o no podremos entendernos!

—aconseja el gobernador—. Creo que todos tienen algo de razón, y si pudiéramos compaginar...

—¡Cumpla usted su palabra, gobernador, y le entregaré a los rebeldes vencidos y maniatados! —se engalla el joven de Grand chéster.

—¡No eres tú quien va a maniatar a Terry del Diablo, Anthony! — estalla Albert sin poderse contener.

—¡A él y a cuantos le, secunden, a más de castigar la insolencia de usted!

—¡Por favor, basta! recomienda el mandatario, enardeciéndoseme a su vez. —Y de pronto, algo alarmado, se sobresalta—: ¿Eh...?

_ ¿Qué? Un momento...

Ha corrido al encuentro de un mensajero sudoroso, que llega casi sin aliento cruzando la antesala. Un silencio expectante mantiene en suspenso los ánimos durante un rato, hasta que el gobernador se acerca con un consejo en los labios:

—La discusión es completamente vana, señores. Los rebeldes escaparon del Cabo del Diablo.

—¿Cómo? —se sorprende Anthony, alteradísimo—. ¿Escaparon?

_ Pero, ¿cómo? ¿Por qué medios?

—Naturalmente que, por el mar, utilizando botes y lanchas — explica el gobernador—. El capitán de los refuerzos que envié desde Fort de France ha apresado a unos cuantos fugitivos, entre los que no está Terry del Diablo.

—¿Y ella? ¿Y Candy? ¿Qué han hecho con ella? ¿Dónde la han llevado? —quiere saber Anthony sin poder abandonar su obsesión.

—Por desgracia, no puedo contestarle; pero esto le costará unos galones al jefe de la guardia permanente, que debía mantener el sitio, y que me pone en ridículo una vez más... El pánico sigue cundiendo por todas partes y la gente se desmanda... Acaban también de avisarme que la carretera de Fort de France es una romería de gente que se va, y no hay ya ni el más pequeño espacio en los dieciséis barcos que, anclados en la bahía, esperan zarpar.

—Si me hubiera usted hecho caso. Excelencia... —reprocha voladamente Albert.

—¡Por hacer caso a los que hablan como usted, están las cosas como están! —apostilla el gobernador algo violento—. Pero voy a poner remedio en el acto, proclamando la ley marcial. Se acabaron las contemplaciones... ¡Si tuviera más soldados y unos cuantos oficiales más...!

—Yo soy subteniente de la reserva, señor gobernador, y le estoy ofreciendo mis servicios y mi espada —se brinda Anthony.

—Ya lo sé... ya lo sé, pero... —barrunta el gobernador preso de indomable malhumor.

—En el sur de la isla, la mayor parte de los terratenientes están en las mismas condiciones que yo —explica Anthony—. Acudirán a ponerse a sus órdenes si usted los llama. A ninguno de ellos les faltan armas ni vigilantes adiestrados. Todos, y yo el primero, formaremos una guardia suplementaria para imponer la ley y el orden.

—¿Está usted dispuesto a todo eso, Anthony?

—Sólo le pido entrar en acción cuanto antes. En menos de media hora puedo preparar hasta una veintena de hombres entre los empleados y criados de mi casa.

—Acepto su oferta, mi joven amigo. Es un grave, caso de emergencia nacional. Considero un deber dejarle elegir su primer trabajo.

—Ya está elegido, y usted sabe cuál es….

—Comprendo, comprendo... es absolutamente natural. Voy a hablar ahora mismo con el comandante de la plaza. ¿De qué elementos cree usted necesitar?

—Cuarenta soldados, un guardacostas y facultades de comandante, hasta llevar a feliz término el asunto del Cabo del Diablo.

—Pide bastante, pero está concedido

—Pero, señor gobernador... —intenta reprochar Albert.

—Excúseme y retírese, señor notario —ruega el gobernador. Y ante el fuerte retumbar del volcán, que se oye de pronto, apostilla—: ¿Oye usted? El volcán nos marca la pauta. No podemos vacilar...

—Comenzaré por interrogar a los hombres apresados. ¿Dónde están? —pregunta Anthony.

—A disposición de usted en el patio de la comandancia, teniente Grand chéster—ofrece el gobernador.

—Y ahora, vuelve a casa, madre, y aguárdame tranquila. Mi segundo trabajo será reconquistar Campo Real, y no echarás de menos en mí el temple de mi padre...

—Mónica, hija mía, ¿no oye usted la campana? Es para acudir al refectorio.

—Le ruego que me deje permanecer aquí Madre. — En la ancha galería de arcos que remata el vetusto edificio que sirve de convento a las antiguas dominicas, y de temporal refugio a las Siervas del Verbo Encarnado, Mónica lleva muchas horas contemplando con ansia la inquieta sabana del mar, encrespado bajo el vaho de fuego de aquella tarde sofocante. Han pasado las horas y hasta el sol brilla extraño a través de las bocanadas rojizas, de las negras nubes de hollín que el cono del volcán esparce por los aires. En el Monte Parnaso todo está en calma, pero en el cercano valle que abriga la ciudad, leves temblores y ruidos subterráneos se suceden inquietando los angustiados ánimos. Sin embargo, hay una sonrisa optimista en los labios de Sor María de la Concepción, al explicar:

—Nuestras hermanas han suspendido la oración continua en la que llevaban ya varias horas. Parece ser que las cosas van mejorando... Constantemente, las autoridades aseguran que no hay el menor peligro para la ciudad. Se ha prohibido que nadie salga sin un salvoconducto firmado por el gobernador, y han hecho regresar filas de coches y caballos que marchaban para el Sur a toda prisa. El gobernador declaró que tomaba esas medidas para evitar que la isla se despoblara sin ninguna verdadera razón para ello, y hay una orden que retiene hasta mañana la salida de todos los barcos. Escapamos a tiempo, ¿verdad? En Saint-Pierre debe hacer un calor sofocante. ¿No me oye? ¿En qué piensa?

—Perdóneme, Madre. No pienso en nada... — Otra vez ha vuelto a mirar al mar. Si sus ojos tuvieran la extraña facultad de salvar atmósfera y distancia, llegarían a ver al Luzbel balanceándose sobre las inquietas olas... el hormiguear de los refugiados por la estrecha cubierta, y verían también al hombre que, trepado en el palo de mesana, fijos los ojos en el cono del volcán, aguarda con el ansia inenarrable de su amor y su angustia.

_ ¿Patrón... Patrón! ¿No va a bajar?

_ Sube tú si quieres Kuki.

Con la agilidad de un felino ha trepado el muchacho negro hasta alcanzarlo, y juntos, recostados en el primer travesaño de la vela, quedan mirando la montaña imponente y lejana.

—Cuánto humo, ¿verdad, patrón?

—Sí... y hasta aquí caen las cenizas cuando sopla el aire de aquel lado. En el mar flotan los peces muertos, y han pasado cientos de bandadas de aves marinas. Van mar adentro, como huyendo...

—Pero nosotros no nos vamos, ¿verdad, patrón?

—No, Kuki, al contrario. Cuando venga la noche nos acercaremos lo bastante para poder echar un bote al agua. Quiero acercarme a la costa, quiero ver más de cerca lo que pasa... Saint-Pierre va a perecer, estoy seguro... Es como si, al pasar, me lo gritaran esas aves que huyen, como si lo escribiesen con letras de fuego las bocanadas del volcán. Algo espantoso le espera a la tierra en que he nacido, algo terrible amenaza a la mujer que amo...

—¡Hablarás, imbécil, hablarás! ¡Me dirás todo lo que sabes, o pagarás por él! ¿Entiendes? ¡No tendré compasión de ninguna clase contigo ni con nadie!

—¡Señor Grand chéster, yo no sé dónde está! — En uno de los primeros patios del Castillo de San Pedro, vetusta sede de la comandancia militar de Saint-Pierre, Renato apremia al joven marino que fuera segundo del Luzbel... Corre el sudor por las tostadas mejillas del preso... sudor copioso que brota bajo el vaho de fuego que envuelve la ciudad y empapa también la frente altiva y blanca del último De Grand Chester...

—¿Te agradaría que te hiciera apalear? ¿Te gustaría pasar seis meses en un calabozo subterráneo? ¿Quieres cargar en un proceso con todas las culpas del que fue tu patrón, para que te condenen a diez años de trabajos forzados?

—¿A mí? ¿A mí? —balbucea Segundo Thomas, con el espanto reflejado en su lívido rostro.

—¡Pues habla, habla de una vez! ¿A dónde fue Terry?

—¿Me pondrá usted en libertad si hablo? ¿Soltará a los que vienen conmigo si... ?

—¡Te mataré ahora mismo si sigues callando! ¿Vas a hablar?

—Pues bien... Sí señor. Al fin y al cabo, yo no tengo la culpa de nada.

—¿Dónde están? ¿Dónde fueron?

—Iban al Luzbel, que estaba anclado frente a la caleta Sur. No tenía más que dos vigilantes; tal vez ninguno, con las cosas que están pasando...

—¡Al Luzbel! ¡Cómo no lo pensé antes! ¡El maldito barco no está en el puerto! Por culpa tuya, con tu silencio, has dado tiempo para que se escapen... Seguramente anoche mismo levaron anclas... ¡Te juro que vas a podrirte en la cárcel!

—No pueden estar lejos, señor... El Luzbel no puede navegar mucho con tanta carga... Iban casi todos los pescadores, las mujeres, los niños, el patrón. Kuki, los otros tripulantes, y, además, la señora Candy...

—¡Candy! Pero, ¿cómo es posible que ese canalla?

—Se la llevó, señor. Yo le pedí que la dejara conmigo, pero quiso llevársela...

Tan rudamente ha zarandeado Anthony al prisionero, que sus dedos rompen la burda chaqueta de marino que viste Duelos, y se asoma con ansia a las espantadas pupilas del hombre acorralado, en una ansiosa interrogación, cuya respuesta, sin embargo, teme escuchar:

_ Él quiso llevársela... ¿Y ella? ¿No lloró? ¿No suplicó? ¿No le pidió que la dejara salvarse?

—No... No, señor —balbucea Segundo—. La señora Candy, como que quiere al patrón...

—¡Mientes, Villano! ¡Mientes, perro! —se enfurece Anthony, abofeteando al indefenso Segundo.

—¡Basta... Basta! ¡Es inconcebible que se abuse de este modo de un hombre atado! —intercede el notario Albert, aproximándose a donde se halla Renato—. Apenas puedo creer que sea usted... usted...

—¡Déjeme en paz! —se revuelve Anthony furibundo

—¿No hay ninguna ley que autorice a interrogar en esa forma a un detenido!

—¡Quiere usted largarse al infierno Albert? —desprecia el joven Grand chéster, Y alzando la voz, grita, al tiempo que se aleja, señalando a Segundo—: ¡Este hombre, a un calabozo subterráneo!

—Anthony... Anthony... —suplica Albert, yendo tras éste Anthony, por piedad.

—¡Que alisten inmediatamente el guardacostas para zarpar en el acto! ¡Que redoble la provisión de parque y embarquen en seguida los cuarenta soldados! —ordena Anthony, sin prestar atención al viejo notario—, ¡Dame esas dos pistolas, Cirilo!

Anthony, hijo. Por los clavos de Cristo —suplica el anciano Albert.

—. Yo no sé ya ni cómo hablarte... Parece mentira que cuando la naturaleza nos está amenazando de esta manera, no haya en los seres humanos un poco de piedad... ¿Es que no tienes ni un solo recuerdo para la voluntad de tu padre?

—¡Para la voluntad de nadie! ¿No ve usted que me estoy ahogando de celos, de dolor y de rabia?

—¡Anthony! ¡Es tu hermano!

—¿Y qué me importa, si necesito toda su sangre? ¡Déjeme en paz!

Le ha apartado de un empujón, y ganando la puerta de la estancia, corre salvando los largos pasillos, bajando las, desgastadas escaleras de piedra. En vano el viejo notario quiere ir tras él, detenerlo, hablarle una vez más... Cuando casi ahogándose a las puertas del Fuerte, un estrepitoso trueno, muy largo, se deja oír, y comenta como en un rezo:

—¡El Señor nos ampare! Pero, ¿cómo va a ampararnos con las cosas que pasan?

Otra vez la tierra se ha estremecido, haciendo vacilar las cansadas piernas del notario que, ya sin fuerzas, se recuesta en el viejo muro, mientras a lo largo de la calle que bordea la rada, Anthony Grand Chester, se aleja a galope tendido de un brioso corcel, rumbo al muelle en el que un guardacostas le aguarda...

—¡Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal... ¡Líbranos, ¡Señor, de todo mal...!

_ ¡Dorothi! Pero, ¿eres tú? —se sorprende Albert.

—¡Bendito y alabado! —proclama la típica sirvienta con grata sorpresa—. Ya me iba a tirar en el suelo, porque no podía dar un paso más; desde mediodía lo estoy buscando, señor don Albert

Desde mediodía, sin descansar, reza que reza, anda que anda, suda que suda, limpia que limpia las cenizas que me caen en los cabellos... Y sin encontrarlo... Pero, gracias a Dios... Gracias a Dios...

—Gracias a Dios, ¿por qué? ¿Qué quieres? ¿Para qué me buscabas?

—Yo, para nada. Pero la señora Elroy se ha empeñado en que tengo que encontrarlo, y hay que ver lo que es caminar con el calor que hace... ¿Usted no se ahoga, don Albert?

—Y puede que te ahogue a ti si no acabas de decirme qué quiere la señora Andrew—se impacienta Albert.

—La pobrecita llegó a la casa llorando... Ella tiene una carta que le mandó la Superiora... ¿Se dice Superiora, señor notario?

—Supongo que sí. Una carta de la Superiora del convento... ¿Qué le dice en esa carta? ¿Qué es lo que pasa?

—Bendito y alabado... Mire usted lo que son las cosas. Le dicen que la señora Candy está allá, con las monjas esas con las que ella estaba.

—¡Imposible! No digas bobadas. Ni siquiera las otras monjas están allí. Se han ido no sé a dónde...

—Para allá arriba, señor. ¿No se lo estoy contando? Para ese otro convento viejo, viejísimo, que está por el Monte Parnaso..

—¿El convento del Monte Parnaso? ¿El viejo convento de las dominicas? ¡Oh, señor, es verdad! —exclama Albert comprendiendo. Y con esperanza, indaga—: ¿Y Candy está allí?

_ ¿Candy está con ellas? ¿Estás segura?

—Yo no, pero lo dicen en la carta, y la señora Elroy lo anda buscando porque quiere ir allá, pero no la dejan pasar. En todos los caminos hay soldados que vuelven para atrás a los coches y a los caballos... Eso dice la señora Catalina...

—¡Candy en el convento! ¡Candy, sana y salva! ¿Entonces, Anthony...?

—¿A dónde va? ¡Es en la casa de usted donde está la señora Elroy!

—Anthony... Anthony... Esta noticia puede detenerlo, puede evitar que vaya contra su hermano —se alboroza el viejo notario. Y haciendo caso omiso de las observaciones de la sirvienta, apremia—: ¡Un coche... un caballo... algo en qué alcanzarlo! ¡Corre, ayúdame, búscalo! ¡Ayúdame, Dorothi!

Casi sin aliento, el viejo notario ha descendido del coche de alquiler tomado al azar, que llega al embarcadero de la costa norte en el preciso instante en que el guardacostas artillado, que el gobernador ha puesto a la disposición de Anthony, realiza las últimas maniobras para levar anclas... Cae la tarde de aquel borrascoso siete de mayo, en el que sorda e imperceptiblemente ha ido creciendo la misteriosa cólera del volcán, y un movimiento inusitado, una animación febril llena las calles de la ciudad, estremecida por tan diversas emociones... A nadie parece extrañar aquel coche que llega corriendo, aquel anciano desesperado que corre llamando a gritos, mientras soldados y tripulantes ocupan sus puestos ya en el pequeño pero recio barco de combate... —¡Renato, por favor... haz que me dejen pasar! — Una vez más se ha acercado a la escala, a punto de alzarse. Dos centinelas con la bayoneta calada la guardan, pero una voz conocida suena tras el notario haciéndole volverse de un salto:

—¡Basta de gritos estúpidos! ¿Hasta cuándo va a durar esta farsa?

—¡Anthony! ¡Creí que estabas a bordo, hijo de mi alma! Como un loco he gritado...

—Pues puede usted seguir gritando, porque me voy a bordo

—No, por Dios, óyeme. Sólo quiero evitar que cometas un disparate. Candy no está en el Luzbel, sino en el convento.

—No diga locuras. Ese hombre, ese canalla a quien mandé encerrar, la vio tomar el bote y marcharse con Terry.

—¡Pues no es cierto... no se marchó! Te doy mi palabra... creo que puedo jurártelo. La señora Andrew, acaba de mandarme un aviso... Recibió una carta de la superiora del convento diciendo que Candy, está con ellas...

—El convento ha sido evacuado, creo que desde ayer.

_ Ya lo sé... ya lo sé, pero las monjas están allá arriba, en el Monte Parnaso, en el otro convento, y la superiora le escribió a Elroy Andrew, diciéndole que su hija estaba con ella sana y salva. ¿Oíste? Sana y salva

—¿Es eso verdad? ¿Está usted seguro? —se interesa vivamente Anthony—. ¿Dónde está esa carta? ¡Quiero verla en seguida, en el acto!

—Elroy, la tiene. Ella mandó a esta muchacha a buscarme y la pobrecita corrió como una loca para darme noticias... Toda la tarde la pasó buscándome, y al fin... al fin...

—¡Basta, la trama es demasiado burda! —estalla Anthony, con profundo disgusto al advertir a Dorothi—. ¿Cree que soy un niño? ¿Piensa que va a detenerme con una noticia basada en la palabra de esa embustera, de esa imbécil cretina que no sabe siquiera en qué lugar está parada?

_ Pero, Anthony, no tienes más que llegar tú mismo hasta el Monte Parnaso

—¿Pretende burlarse de mí?

—¿Cómo voy a querer burlarme? Iré yo a buscarla y la traeré aquí mismo... Verás esa carta y verás a Candy. Sólo te pido que aguardes el tiempo, los minutos necesarios... ¡Aguárdame, Renato, espera aquí! En menos de una habrá regresado.

Ha corrido hacia el coche en el que Dorothi, le aguarda; ha dado a gritos una orden al cochero, que le obedece fustigando a los caballos, y el viejo coche se aleja dando tumbos, mientras

Anthony Grand Chester, vuelve con desprecio la espalda y salva la liviana escala, al tiempo que recomienda:

—¡Dé las órdenes de zarpar, capitán! ¡Buscaremos al Luzbel hasta encontrarlo!

Fieramente, Anthony Grand chéster, ha llegado a la cubierta del guardacostas. No, no cree, no puede creer jamás en las palabras del notario... Su insensato afán por detenerlo, su intervención continua y desesperada, sólo le producen la sensación de una burda estratagema, de una torpe mentira tendida como un lazo para atraparlo, deteniéndole, aunque sea unas horas, unos minutos, en ventaja de Terry, de aquel hermano a la vez admirado y aborrecido, buscado con ansia y rechazado con rabia. El volcán ha arrojado otra enorme y negrísima bocanada que oscurece la luz del día, ya de por sí escasa, y las olas se agitan en torno del cascarón de hierro, con un movimiento desigual y extraño, como si hirviera el mar. Y con inusitada violencia, Anthony, ordena altanero:

—¡Capitán, destaque seis hombres para la continua vigilancia! Que se preparen reflectores por si la noche se nos viene encima. Monte guardia de artilleros para que en todo momento estén preparados. Que nadie se descuide un instante... ¡La batalla es a vida o muerte, y el Luzbel no puede estar muy lejos!

Esta Historia Continuará….

Ya son los últimos capítulos de esta fascinante historia…. No perderse los últimos capítulos, gracias por comentar y sobre todo a las personas que me siguen hasta el final de esta historia, gracias a las que dejan comentario y a las que leen silenciosamente, pero no olviden dejar sus comentarios, ya son pocos capítulos para decir Fin a Corazón Salvaje, su respectiva autora es Caridad Bravo Adams, Yo solo estoy adaptando.

Ahora contesto sus comentarios en mi sección Favorita.

Elvia Soan _ Gracias por tu apoyo en esta cuenta de fanfiction mi amada amiga, gracias a ti me anima a terminar esta bella adaptación y gracias por permitir compartir en tu grupo de Corazón Salvaje, gracias por el abrazo a la distancia yo también te doy un abrazo a ti y sobre todo gracias por apoyarme.

Guest_ Es una emoción saber que Candy y Terry se aman, no te preocupes ellos quedan juntos en el final ya falta casi nada para el gran final agradezco a todos los que comentan por ese nombre.

Nilda Manno _ Hermosas palabras te agradezco tu apoyo en esta historia, como en algunas otras, pero veo que más te gusta esta, gracias por apoyarme.

Mia Brower Graham de Andrew_ Te agradezco mucho tu apoyo, amiga, gracias por tus comentarios.

SARITANIMELOVE_ Mi bella amiga gracias por tus comentarios, no sabes cómo me alegro mirar que te emociona la historia, estos son los últimos capítulos, ojalá que cuando acabe fin te animes a leer otras historias mías que escribí muchas, gracias por tus palabras y apoyo amiga bella.

Gracias a cada uno por leer y comentar, sobre todo a las que leen silenciosamente.

Un agradecimiento especial a Blanca G, Carol Aragon, Elvia Soam, Mia Brower Graham de Andrew, SARITANIMELOVE, Cecilia Rodriguez, Nilda Mano, Marialuisa Casti y todas las que leen.

Agradezco a todos por sus comentarios y a las personas que leen silenciosamente, gracias por su apoyo.

Prometo este 2023 como sea terminar con esta bella adaptación.

No olviden dejar sus comentarios en esta y en mis otras historias, gracias a sus comentarios me anima a seguir escribiendo.

Me despido con un fuerte abrazo.

Continuaremos con todas las historias que faltan

Bendiciones

Maggie Grand.