Ya es la tercera parte del libro... la ultima parte.
Disclaimer: Los personajes de Candy no me pertenece sino a Kioko Mishuki y Yumiko Igarashi y la historia Corazón Salvaje le pertenece a la escritora mexicana Caridad Bravo Adams. Este fic es hecho con fines recreativos no pretendo buscar ningún tipo de remuneración o reconocimiento, simplemente lo comparto con ustedes porque realmente me gusta la historia y los personajes de Candy.
La historia tendrá tres partes como la trilogía original, "Eliza (Aimé) y Terry (Juan)", " Candy" (Viene siendo el libro de Mónica), Candy
Parte final (El libro de Juan del Diablo versión Terry Pirata)
Hola mis amores, estoy de vuelta. esta tercera parte, es la última parte de ésta historia…
Ya sin más que añadir, los dejo con la lectura. Disfrutadla.
… … … … … … … … … … …
Solo falta el epilogo...
ULTIMO CAPITULO...
TERCERA PARTE
JUAN DEL DIABLO.
TERRY PIRATA.
Capítulo 37
¡CUANTO HA DURADO el largo abrazo, el inmenso abrazo donde no caben las palabras, donde se ahogan las voces y corren las lágrimas... el abrazo desesperado y encendido que tiene sabor de eternidad!
—¡Tú... tú...! ¡Candy!...
—¡Terry...Terry..!
Nada más fuerte que aquellos dos nombres, que se unen como al fin se han unido las bocas, en un beso tras el cual puede morirse, porque ya se ha vivido... Ninguna otra palabra puede expresar nada, sino los nombres que brotan entre el calor amargo de las lágrimas y la dulzura sin término de una felicidad apenas soñada...
—¡Yo ya no podía seguir viviendo, mi Terry! ¡Todo estaba perdido, todo había terminado! ¡Ya no quería más que morir!
—También yo había perdido la esperanza, mi Candy... Ya no quería sino buscar la muerte... Y, sin embargo, tú vivías, tú alentabas... Estabas cerca, cerca... ¡increíblemente cerca!
Hablan, unidos aún en aquel abrazo, los ojos en los ojos, las manos en las manos, casi los labios en los labios... Hablan indiferentes a todo, ausentes del mundo que a su alrededor parece borrarse bajo el peso de una felicidad que es casi abrumadora, en un delirio de los sentidos y del alma, que les hace pensar que viven un sueño... Desde el roto arco de lo que fuera un patio, Anthony Grand Chester, mira las dos figuras lejanas que forman una sola en el abrazo interminable... Hada ellos van Albert a todo cuanto dan sus cansados pies... La frente de Anthony, se pliega en una arruga profunda, su rostro se contiene... Luego, apoyándose en las ruinas, se aleja muy despacio.
—Tú me aguardabas, Candy y yo corría enloquecido detrás de cada indicio, de cada huella, de cada posibilidad... Ya cada desengaño, me rebelaba; y a cada golpe de la lógica, la divina sinrazón de mi amor gritaba más alto... Sabía que vivías... sabía que me aguardabas... Sólo un momento sentí la certidumbre horrible.
—Yo también. Fue un momento nada más, un momento de desesperación, de locura... Luego, tuve la certeza, y a todas horas pronunciaba tu nombre, llamándote; y a todas horas, mi pensamiento era como un grito queriendo vencer tiempo y distancia...
—Y llegaba hasta mí... Llegaba, Candy, llegaba
—¡Terry... Terry...! ¡Muchacho, es lo más maravilloso que pensé que pasara!
—¡Oh, Albert, amigo mío!
Han regresado al mundo, han mirado a su alrededor como si despertaran. A poca distancia, aguardan dos soldados, los que van a buscar a Terry, y un extraño estremecimiento le recorre, cuando pregunta:
—¿Y Anthony?
—No sé... Se ha ido... El mandó a buscarte... Dijo que te debía la vida, que por ti alentaba... Mandó a buscarte apenas supo que yo vivía... ¿Qué te pasa, Terry? ¿Por qué ese gesto?
—¿Sabes que no tengo ya derecho a tenerte en mis brazos? ¿Sabes que no somos esposos?
—¡Nada ni nadie podrá separamos!
Otra vez Candy, se ha arrojado en los brazos de Juan, abiertos para estrechar; otra vez se ha apretado contra aquel pecho rudo y ancho, y un instante quedan de nuevo unidos por aquel fuerte abrazo que funde en una sus dos almas. Pero la mano de Juan se alza señalando a los soldados que, sorprendidos e indecisos, quedaron aguardando a corta distancia:
—Esos hombres tienen la orden de llevarme ante el nuevo gobernador. Les seguí porque, apagándose en mi alma la esperanza de volver a encontrarte, no me importaba nada ya, y nada me importa todavía, pues ningún precio será demasiado alto por haberte encontrado. Yo sabré afrontar mi destino, Candy, ese destino del que quise apartarme porque me sé hijo de la desgracia...
—¡No podrás apartarme nunca! Lo que sea lo afrontaremos juntos. Sólo quiero estar a tu lado, ser tu esposa. Si está roto el lazo que nos ataba, lo ataremos de nuevo, una y cien veces... Adonde tengas que ir, iré contigo... ¡No me importa la tierra ni el Lugar
—Candy... Candy..., ¿es cierto que me amabas? ¿Es cierto que me amas? ¡Nada me importa teniendo esta verdad en el alma ¡Ahora es preciso separarnos de nuevo...
—¡No nos separaremos! Iré donde tú vayas. Y si Anthony ha sido tan vil, tan canalla...
—Él también te ama, Candy; te ama desesperadamente. Yo sé que luchará hasta el final...
—¡No luchará... oirá la verdad de mis labios! Y si es cierto que ese nuevo gobernador piensa que yo merezco algo...
—Sabré defenderme, Candy, no te inquietes... Anthony conserva los papeles en los que el Papa anulaba nuestro matrimonio, devolviéndote la libertad absoluta...
—¡Nadie puede anular mis sentimientos, Terry!
—Y el papel que le autorizaba a perseguirme, a encarcelarme.
Otra vez Anthony Grand Chester, contra Terry del Diablo...
—Vamos, en marcha... El señor gobernador aguarda —apremia el sargento acercándose a la pareja.
—¡Adiós, Candy... mi vida, mi alma!
—¡No, no me separarán de ti otra vez! — Terry se aleja ya entre los soldados. Sólo un instante vacila Candy, y después le sigue con paso raudo...
—¡Oh, Albert, han puesto preso a Juan!
—Ya lo sé... ya lo vi... ¿Por qué se imagina que eché a correr para acá en cuanto me di cuenta que llegaba entre dos soldados?
Quería ganarle por la mano a Anthony... Pero, por desgracia, no pudo ser...
—¿Dónde está Anthony? ¿Entró? ¿Es posible que Anthony?
—Calma, hija mía, calma... Anthony entró antes que nadie, y esas malditas puertas están bien guardadas... Pero lo peor que puede uñó hacer es precipitar los acontecimientos... Hay que tener calma...
—¡Yo no puedo aún creer que Anthony sea capaz
—Yo tampoco quisiera creerlo, pero una vez le vi peor que a un tigre de Bengala, Lo vi ciego de celos y de rabia.
—¡Es preciso salvar a Terry... hacerle huir, esconderle
—Justamente es lo que estoy pensando. Si aprovecháramos la confusión que reina todavía en estos primeros momentos... Si pudiéramos sacarlo de aquí...
—Por esa reja que cerraron detrás de ellos, le hicieron entrar
—Entonces, la cosa va de prisa. Por allí le meterán directamente a la sala que el nuevo gobernador ha tomado como despacho.
Puede que a estas horas ya esté allí enfrentándose con Anthony...
Daremos la vuelta... del otro lado hay paredes derrumbadas.
—¡Necesito decirle a Anthony, que lo odiaré mientras viva si hace algo contra Terry! ¡Necesito decirle que su vida es la mía, que le quise siempre, que le querré mientras el corazón me late!
—¡Con cuánto placer estrecho su mano, señor de Grand Chester!
Entre otras noticias, igualmente lamentables, tenía la de la absoluta desaparición de su familia... Pero hágame el favor de sentarse... Se ve que está usted mal... Se comprende cuánto ha sufrido...
—Todos hemos sufrido, señor gobernador... — Pálido y vacilante, en lucha despiadada contra sus propios sentimientos, Anthony Grand Chester, ha aceptado el asiento que Gerardo de Vauclín acaba de ofrecerle. Culto, refinado, arrogante, el nuevo gobernador de la Martinica no cuenta más de treinta y cinco años, y contempla con interés y simpatía el rostro juvenil y demacrado del caballero Grand Chester, más duro y viril tras las penas y dolores pesados...
—No quiero hablarle de las desgracias que sin duda han pasado, señor Grand Chester, Además, el tiempo apremia. Le aseguro que estoy abrumado frente a la enormidad de tarea que acepté... Casi no sé por dónde empezar... Necesito estar seguro de la cooperación de los mejores, de usted el primero...
—Siento desilusionarlo. Personalmente, no creo poder servir de Nada
—No diga eso. Claro que se le ve rendido, agotado... Ya me contaron de la herida que sufrió, a la que poco faltó para ser mortal... Necesito infiltrarle optimismo... Precisamente en este mapa acaban de mostrarme el lugar donde quedan sus haciendas... Valle Chico y Campo Real tienen una situación privilegiada... Tendrá todas las facilidades para volver a explotarla
Anthony, se ha puesto de pie como bajo un sufrimiento intolerable. Su mano palpa temblorosa aquellos papeles que guarda en el bolsillo de la chaqueta, y clava la mirada en el amplio escritorio abrumado de papeles, mientras el nuevo mandatario le observa sorprendido, e indaga:
—¿Se siente mal? ¿Qué le pasa?
—¿Qué lista es ésta?
—¡Ahí en ella se me señala a los hombres y mujeres que más se han distinguido en la ayuda a sus semejantes... La señora Andrew, por la que mostró usted un interés tan vivo, está entre las primeras. ¿La encontró por fin? ¿Pudo hablarle? Yo todavía no he podido saludarla...
Anthony, ha vacilado. Su mano trémula y blanca se alza para enjugar el sudor que baña sus sienes y su frente. Por el hueco de una pared destrozada, ha visto el desencajado rostro de Candy, sus claros ojos fijos en él, cargados de reproche... Ha visto agitarse la redonda cabeza del viejo Albert... Una espuma amarga le sube a los labios, un golpe más violento que todos, sobre su corazón, le obliga a serenarse, a erguirse con un gesto gallardo de caballero:
—Señor gobernador, ¿quiere permitirme que le presente a la señora de Grand Chester? Parece muy impaciente por saludarlo. ¿Me permite usted hacerle entrar? —Y sin esperar la autorización del mandatario, alza la voz, mientras se aleja unos pasos, e invita—: ¡Candy... Albert! ¡Adelante...! El señor Gerardo de Vauclín, nuevo gobernador general de la Martinica... Candy de Andrew, Grand chéster.
—Excelencia... —saluda Candy, toda confusa.
—Beso sus pies —replica, galante, el gobernador—. Me habían hablado de usted como de un ángel de caridad; pero no pude sospechar que, además, fuese tan joven y tan bella...
—A Albert, creo que no es preciso presentarlo —prosigue Anthony—. Fue el más fiel servidor de Richard Grand Chester, mi difunto padre. Últimamente nos disgustamos por una diferencia familiar, que hoy va a quedar salvada...
_ ¡Hoy...! —exclama Candy impulsiva
—Perdóname que aún no te deje la palabra, Candy —se disculpa Anthony —. Y perdone usted. Excelencia, que siga abusando de su bondad. Casi al mismo tiempo en que le hablé de la señora de Grand Chester, le pedí que enviase a buscar a un hombre junto a la caleta del Fuerte de San Luis...
—Y usted mismo dio la orden a los soldados —confirma el gobernador—. Seguramente no tardará...
—Llegaron hace un rato. ¿Me permite su Excelencia dar la orden de que lo traigan? —Y alejándose unos pasos, tras la aquiescencia del gobernador, Renato ordena—: —¡Traiga el detenido, sargento! Acércate, Terry...
El gobernador se ha vuelto hacia éste, vivamente asombrado. Su mirada recorre con curiosidad y sorpresa al altivo hombretón que llega entre dos soldados, observándole desde el pecho desnudo hasta los pies descalzos, e indaga:
—¿Quién es este hombre? ¿Acaso...?
—Un poco de paciencia —ruega Anthony en tono afable—. Lo explicaré a su Excelencia dentro de un instante. Antes quiero hacer una referencia a lo que usted y yo hablábamos. Me refería a su amplio programa de ayuda para los que se quedan en la Martinica, ¿verdad? Habló de dar todas las facilidades...
—Un poco de paciencia —ruega Anthony, en tono afable—. Lo explicaré a su Excelencia dentro de un instante. Antes quiero hacer una referencia a lo que usted y yo hablábamos. Me refería a su amplio programa de ayuda para los que se quedan en la Martinica, ¿verdad? Habló de dar todas las facilidades...
—Sí... claro... Y hasta del reparto de las tierras que han quedado
sin dueño. Entre éstas contábamos su Campo Real. Ahora, por
fortuna...
—Por fortuna, la situación ha cambiado. Usted espera que esas tierras, las más ricas de la isla, vuelvan a ser explotadas como antes, ¿no es cierto?
—Desde luego y trataba de infundirle el optimismo necesario para que se quedara usted...
—Y yo le dije que, personalmente, no contara conmigo. Pero tengo mi candidato... No me quedaré en la Martinica, señor gobernador. Soy de los que huyen, de los que se alejan, de los que prefieren escapar... Soy del grupo de los cobardes...
—No lo creo así, señor De Grand Chester, pero...
—En el primer barco en donde haya un puesto disponible, volveré a Francia. Algo me queda allí de la herencia de los Valois, que correspondía entera a mi madre. Iré personalmente a recogerla...
—Pero... no comprendo... ¿Este hombre...?
—Acabaré de explicarle. Soy de los pocos que, por casualidad, han podido conservar sus papeles... Estaban en mi cartera, junto con una buena cantidad de dinero, que alguien rescató al salvarme, la vida. Espero que, con mi testimonio, y con la firma de un notario como don Albert, podrán reconstruirse los de una persona que ha perdido en la catástrofe todos sus medios de identificación.
Ha mirado lentamente a Terry. Acaso espera una palabra de sus labios, que ahora están lívidos, duros y apretados. También súbitamente silenciosos, Candy y Albert están pendientes de sus palabras, y respira Anthony, como tomando aliento, antes de terminar
—Valle Chico y Campo Real es mi deseo que sean inmediatamente entregados al hombre a quien de derecho le corresponden, con lo que, además, cumplo la voluntad de mi padre. Don Albert lo sabe...
—¿El qué sé yo? —pregunta éste sorprendido.
—Lo que mi padre deseó siempre... El nombre de aquél en cuyas manos hubiera querido ver Campo Real... El hombre a quien por un error trajeron detenido entre soldados, cuando sólo se trataba de poner sus cosas en orden...
—¿Por un error? —inquiere Candy confusa.
—Sí, Candy. Ya sé que es eso lo que estás tratando de decir desde que entraste. Lo leo en tus claros ojos elocuentes, y también en los de nuestro buen Albert. Y ahora, contestaré a su pregunta, Excelencia: Valle Chico y Campo Real deben ser puestos legítimamente a nombre de mi hermano
—¿Qué dice? ¿Su hermano? —se asombra el gobernador
—No soy el primogénito. Excelencia, aunque como tal me haya criado; ni el único superviviente de la familia cuya desaparición usted lamentaba. Queda también el hombre que tiene usted delante: ¡Terry, Richard de Grand Chester, mi hermano!
—Pero... —intenta protestar Candy.
Candy, Terry y Albert, se han vuelto, temblando de emoción, hacia el hombre pálido y demacrado a cuyas espaldas acaban de cerrarse las puertas del despacho del nuevo Gobernador General de la Martinica, y ahoga la gratitud la voz de Candy, al comentar:
—Anthony, lo que has hecho...
—¡Lo que has hecho es sublime, hijo de mi alma! —completa Albert con lágrimas en los ojos.
—No, Albert. Sublime fue Terry —rechaza Anthony—. Sublime fue duplicar, triplicar el propio riesgo para sacarme de aquel infierno de aguas hirvientes... Sublime fue salvarme cuando yo te perseguía como el más feroz de los enemigos, Terry... Sublime fue vendar mis heridas, llevarme en brazos a través de la desolación y de la muerte, y, más sublime aún, guardar para mí esos papeles que te condenaban. ¿Cómo pudiste hacerlo?
_ ¿Cómo hallaste generosidad y nobleza en el fondo de tu alma?
—Por favor, calla —ruega Juan sin dominar su emoción—. Lo que has hecho... Pero no... No puedo aceptarlo... Es demasiado...
_ ¿Por qué demasiado? ¿Rechazas entonces la voluntad de nuestro padre? Nuestro padre, Terry, nuestro padre... Él siempre te reconoció como hijo... Borra el rencor que puedas guardar en tu alma... Creo que nunca he podido decirte que sus últimas palabras fueron para pedirme que te buscara y que reparara en lo posible su falta... Sí la muerte no hubiera tronchado prematuramente su vida, como hijo habrías crecido al lado suyo... Acaso como hijo predilecto...
El hijo de la mujer a quien más había amado. Piénsalo, y acaso puedas perdonar el rencor de mi pobre madre... Como ves, nada te he dado que no merezcas, que no hayas ganado, ni a lo que yo no deba renunciar... Hasta a Candy la salvaste tú, Terry... Tu amor la llevó al Cabo del Diablo, y tu generosidad al Monte Parnaso. Si hubiera permanecido a mi lado, su juventud y su belleza serían hoy cenizas, como lo es todo cuanto amé, como lo son aquellas que me amaron: mi madre y.
Ha apretado los labios bajo la fuerza quemante del recuerdo amarguísimo. Luego, se vuelve para estrechar las manos de Candy, con gesto apresurado:
—Que seas feliz, Candy, que seas tan feliz junto al hombre a quien amas, como yo hubiera querido hacerte...
—¡Anthony...! ¡Mi pobre Anthony...! —murmura Candy. conmovida.
—Sólo una súplica... ¡No me compadezcas!
—Sólo quiero darte las gracias, Anthony, las gracias con toda mi alma.
—No hice nada que en verdad las merezca. Simplemente, no soy un canalla... Y ahora, abreviemos la despedida... Saldré muy pronto, en el primer barco que quiera llevarme...
—Pero aun no estás repuesto, hijo —pretende detener Albert
—Me repondrán los aires de Francia. Gracias, Albert, y adiós. Usted siempre fue un hombre honrado y nunca vaciló en señalar el camino con su ejemplo...
—¡Que Dios te bendiga! Te lo digo como pudiera decírtelo tu propio padre...
—Anthony... No sé qué decirte... —susurra Terry terriblemente confuso.
—No hay que decir nada. Te admiré desde niño; desde niño tuve la conciencia de que eras el más fuerte, el que valías más. No es ningún mérito reconocerlo... Quise ser tu amigo. Las circunstancias me convirtieron en lo contrario... Creo que llegué a odiarte. Pero, aun odiándote, te he estimado, y si nunca pude llamarte amigo, ahora quiero llamarte, aun cuando sea como palabra de despedida, hermano...
—Anthony... Hermano... —exclama Terry hondamente conmovido
—Y ahora, un abrazo... —Los dos hermanos se han estrechado en un emocionado abrazo, y Renato comenta con forzada jovialidad—: No aprietes tanto, Terry del Diablo...
—Tu herida, Anthony —se alarma Candy
—No te preocupes, Candy, que ya no sangra. Está cicatrizando y sanará. —Ha dado unos pasos, pero repentinamente se vuelve para estrechar de nuevo las manos de Juan, y recomendarle—: Cuida de nuestro Campo Real... Hazlo fecundo... Hazlo dichoso y próspero, como supo hacerlo nuestro padre y mi amada princesa Candy se feliz con Terry. El hombre que amas, tu verdadero amor, mi hermano…
Candy sonrió y perdono a Anthony...
Terrence toma la mano de Candy…
_Te amo mi amada Santa Candy, la única dueña de mi corazón...
_ Y yo a ti, mi Terry del diablo… el único hombre de mi vida, corazón, para toda la vida… esa hermosa pareja de Santa Candy y Terry del Diablo se besan apasionadamente... Anthony comprendió la felicidad de su hermano con su amor de la infancia, aceptar que hay amores que se olvidan, pero hay otros que duran para toda la vida… es así como termina la historia de un Corazón Salvaje-
Fin….
Muchas Gracias… solo falta el hermoso Epilogo... que es como otra parte del gran final de esta hermosa historia que es una adaptación a la novela Corazón Salvaje de Caridad Bravo Adams. Siempre creí que mi guapo Terry puede ser el perfecto Juan Del Diablo… agradezco a todas las personas que me han leído, sobre todo quiero agradecer a cada uno por sus comentarios que me animaron a terminarla… Agradeciendo sus comentarios de esta historia, más a los que me siguieron hasta el final y que deseo compartir el epilogo lo más pronto posible...
Agradecida especialmente a Elvia Soam por haberme animado a seguir con esta bella adaptación, por publicar en sus grupos de Salvajitas Corazón de 1993… como homenaje al difunto Eduardo Palomo y Edith Gonzales que descanse en paz…
También agradecida a Noelia Graham y a las caritas de Eu Sam por su hermosa edición para esta magnífica historia… cumplí el reto 2023... esta historia completa. Me espera con el epilogo
Me despido con cariño
Maggie Grand.
