Capítulo 200. Guerreros de la esperanza

Tan pronto atravesó la Otra Dimensión, Gestahl Noah dejó de hallarse en el Senda de Oro creado por los santos de Aries, Géminis, Sagitario y los que fuera que esperasen en el otro extremo del universo, en el Jardín de las Hespérides. Tal camino, último milagro de la humanidad, tenía tres fronteras: los mares olvidados, la oscuridad subyacente al plano material y el espacio ínter-dimensional que toda una tradición de santos de Géminis había creído dominar, cuando solo conocían la punta del iceberg.

No había agua alrededor, tampoco una oscuridad carente de luz. Al contrario, mientras que él ascendía por una escalera hecha de cadáveres helados en aquel mundo de frío espacial, sin oxígeno, asteroides y meteoritos giraban sin orden ni concierto entre mundos diminutos, por la distancia, y aun más pequeños puntos de luz que no podían ser sino estrellas. Estaba en el espacio que unía todos los espacios, justo donde quería estar. No había otra opción, lo supo desde el preciso instante en que Kanon de Géminis abrió la Otra Dimensión. Los límites de la Senda de Oro se hincharon como ampollas en la piel de un ser vivo. Algo los había devorado, un ser abyecto de un modo en que las fuerzas del Hades, obedientes de las leyes del hijo mayor de Crono, no podrían ser, uno de los Reyes Durmientes. Durante el tiempo que convivió con el recuerdo de los dioses del Zodiaco en el refugio que Pirra creó para él, pudo descubrir algunas cosas sobre ellos: se contaban entre los mayores enemigos de los primeros santos de oro, junto a los Nueve de Rodas y los Reyes de la Atlántida; en comparación, Dagoth, el Príncipe Durmiente, no era más que un niño, uno que había exigido la cooperación de cinco notables guerreros entre los que se encontraba el ángel de la Fuerza. ¿Quiénes podrían vencer a quienes por su poder ilimitado habían sido venerados como dioses? Aquellos que encarnaban la frontera entre lo divino y lo terrenal.

Ascendía y ascendía, seguro solo gracias a Niké de que no acabaría en un bucle espacio-temporal formado por la señora de todas las puertas. No tardó en verse acompañado por uno de sus demonios internos, que eran doce, por supuesto.

—¿De verdad crees todas esas tonterías que dijiste? —Belial de Aries caminaba a su lado, clavando en él aquellos ojos verdes de embustero—. ¿Te consideras malvado?

—Fui sincero al decir que ya no me importa si lo soy o no —respondió Gestahl Noah.

—Es una cuestión de perspectiva. —El primer guardián del primer templo zodiacal fue sustituido por Sousuke de Géminis, siempre sereno e imperturbable—. Lo malo y lo bueno, es relativo. Cambia con el tiempo.

—Lo único que cambia es nuestro entendimiento —replicó Gestahl Noah—. Si debemos hacer el mal para sobrevivir, es que aún somos imperfectos.

—¿Y qué hay de malo en eso? —Zemus de Cáncer apareció frente a él, flotando sobre las escaleras—. Si somos imperfectos, podemos mejorar más y más. La perfección es estancamiento. ¡La perfección es muerte! —condenó antes de ser atravesado por el Sumo Sacerdote, como el fantasma que era.

—¿A mí tampoco vas a responderme? —Hashmal lo esperaba sentado sobre una de las costillas, arqueando las cejas con el aire insolente de la juventud. El líder del Santuario pasó de largo, siendo detenido en seco por el santo de Leo, que lo agarró del brazo—. Nunca te dignaste a buscarme. ¿Por qué? Teníamos mucho de qué hablar. Yo debía darte un buen puñetazo por abandonarnos. Tú debías darme tres por haberme acostado con tu mujer. Después lo celebraríamos con néctar y ambrosía, en el cielo. Tenías las puertas abiertas, ¿sabes? ¡Eras el favorito de los dioses!

—Los muertos no pueden beber, ni comer —respondió Gestahl Noah con sequedad.

Tras librarse de la presa de Hashmal, ascendió más deprisa, frustrado. Que el santo de Leo no dejara de reírse no ayudaba nada, sobre todo porque la risa, como todo lo demás, estaba dentro de su cabeza. No podía huir de sí mismo.

—Así que esa es tu respuesta —le susurró Pirra de Virgo, mientras descendía desde los cielos y lo abrazaba—. Habrías matado a Hashmal por mí.

—Dejé de ser el hombre que amaste, hace mucho tiempo. —Gestahl Noah, sin poder deshacer ese abrazo que tanta felicidad le aportaba, buscó con la vista al eterno acompañante de la santa de Virgo. No le sorprendió ver a Adremmelech en un rincón, firme y estoico como todo un guardián—. Por eso no volví. La bondad a la que te aferraste durante aquel tiempo de condenación, desapareció bajo el peso de los incontables pecados que quise aliviar en mi búsqueda de Atenea.

—Mentiroso. No volviste porque te olvidaste de mí —respondió Pirra de Virgo—. Yo nunca lo hice. Malo o bueno, no me importa, mientras seas tú.

Ella no tenía la forma que había adoptado tras aceptar la divinidad que le impuso el resto de santos de oro. Estaba igual que cuando se conocieron, una versión abandonada y salvaje de la finada Akasha de Virgo. La impresión hizo que se alejara, sintiendo que los brazos de Pirra de Virgo lo traspasaban. La dulzura del contacto de aquellas dos almas unidas tiempo atrás por poco animó a Gestahl Noah a retroceder, un impulso que el Sumo Sacerdote enfrentó ascendiendo con más brío. Sabía lo que se encontraría.

Pirra de Virgo lo estaría esperando, tal y como lo hizo por seis mil años. Y tal y como entonces, Adremmelech de Capricornio estaría tras ella, protegiéndola.

—¿Qué tiene que hacer una mujer para ser amada por tanta gente? —preguntó Sephiria de Libra, equilibrada sobre una espada dorada que usaba a modo de tabla voladora.

—Rodearse de almas rotas y corruptas —respondió Gestahl Noah—. Aries para la mentira, Tauro para la violencia, Géminis para la codicia, Cáncer para la ambición, Leo para el orgullo desmedido… Todos estaban vacíos, por eso buscaban algo que los llenara. O a alguien —concluyó con aire sombrío.

Esperaba que Sephiria le recriminara que su abuelo, Éxodo, no era así. Antes de que enloqueciera y fuera eliminado por Hashmal, Shemhazai y Adremmelech, claro, pero aquella imposibilidad viviente, mezcla de la sangre de más allá de las estrellas, la de los seres humanos y la de los telquines, se limitó a volar alrededor de él y sonreírle. Nunca había sido dada a la malicia, solo les seguía la corriente a los demás porque era divertido. Juntos, los señalados por Libra y Escorpio siguieron avanzando hasta que una flecha dorada se clavó a los pies del segundo, marcando el fin del viaje.

—¿Tendría Su Santidad a bien responderme una pregunta? —dijo Shemhazai de Sagitario, con la segunda flecha ya lista y apuntando al corazón—. ¿Cuál es la diferencia entre la matanza selectiva de tu última camada de huérfanos y la completa aniquilación de la vieja humanidad que dispusieron los dioses? ¿Son los olímpicos, orquestadores del juicio divino, malvados según vuestros términos?

Shemhazai puso la tercera flecha en el arco.

—Soy yo quien hace las preguntas.

Previendo un tercer disparo, Gestahl Noah arrojó las saetas que aún sostenía.

—La maldad está en el acto de destruir. Los dioses, superiores a nosotros los mortales, emplean medios inferiores para poder comunicarse sin imponernos las visiones que ellos ya tienen sobre cómo debería funcionar el mundo. Así, surge el diluvio universal, un método imperfecto para lograr un mundo perfecto. Falló, como fallará mi sistema. Queda mucho por hacer para que los dioses y los hombres nos entendamos.

El arco desapareció de las manos de Shemhazai, quien como un ave de presa se arrojó sobre el Sumo Sacerdote, capturándolo para después volar hasta las alturas.

—Considéralo un favor, de cornuda a cornudo —le susurró Shemhazai.

—Nunca fuiste una víctima —replicó Gestahl Noah—. Eras más cercana a mi esposa que el propio Hashmal —señaló, recibiendo solo el silencio por toda respuesta mientras ascendían más y más hasta las alturas.

Solo entonces entendió Gestahl Noah que las escaleras que había estado subiendo eran tan extensas como la Eclíptica, el sendero del corazón del Santuario en que se alzaban las Doce Casas. Un juego de quien había ido a buscar, sin duda, por la que esa proyección de Shemhazai de Sagitario no parecía sentir ningún rencor, al mostrarse dispuesta a seguirle las reglas. Dejó caer al Sumo Sacerdote justo a los pies de Selvaria de Acuario, antes de volver a marcharse como el ángel caído que siempre fue.

No se podía decir que la primera guardiana del undécimo templo zodiacal fuera impaciente. Antes de cuestionarlo, esperó a que se levantara y alisara las vestiduras. ¡Había sido recogido y arrojado como un saco de patatas! Sintió ganas de reír.

—Si la masacre de los malvados y la dirección de los justos es otro método imperfecto más, ¿reconocerás al fin que no existen atajos y que la naturaleza de la vida es ser dura?

—Hubo un método perfecto —replicó Gestahl Noah, aceptando la fría comprensión con que la santa de Acuario recibió lo que sin duda consideraba mera obstinación—. Los dioses nos negaron ese atajo, devolviéndonos a la realidad de una vida de lucha constante. Y yo estoy cansado de luchar. La oscuridad que hay en mí, la acepto.

Siguió avanzando. No quedaba mucho para la cima. El último tramo del trayecto, tachonado de rosas blancas, negras y rojas que nacían entre los cadáveres, lo recorrió acompañado por el viejo Mateus de Piscis, sentado en una silla sostenida por dos de los autómatas andróginos que solían servirle. Ambos pertenecían al modelo especializado en el combate, Beta, con una capacidad de adaptación tremenda solo limitada por una naturaleza en exceso dependiente. No era un error producto del descuido, Mateus de Piscis había hecho así a ese modelo y los veintidós siguientes, sin importar si estaban destinados a tareas simples, o complejas. Al fin y al cabo, el modelo alfa, destinado a la eliminación de individuos problemáticos como paso previo a la sustitución de los santos de bronce y de plata por máquinas había sido un completo fracaso. ¿O cómo podía llamarse a que asesino y objetivo formaran una amistad legendaria como la de Enkidu y Gilgamesh? Gestahl Noah conocía la historia no por los recuerdos de los dioses del Zodiaco, sino por Gilgamesh de Tauro y Enkidu de Piscis, segundo y último autómata clase alfa, a quienes conoció en una vida pasada como todo un genio de la ingeniería robótica en pleno siglo X. Antes de Cristo, por descontado.

—¿Soñando con viejas glorias? —comentó Mateus de Piscis, sonriente—. Déjalo. Nosotros nos aferramos tanto al pasado que nos ahogamos en él.

—En mis aguas os ahogasteis —corroboró Gestahl Noah—, porque yo soy ese mar al que llamas pasado. Un peón entre la voluntad de Poseidón y el plan de Atenea. He mantenido el status quo a través de milenios, como hicisteis vosotros, hasta que una chiquilla logró hacerme soñar con el cambio.

Llegó hasta la cima, la última de las costillas de la Abominación. Allí empezaba una nueva escalera, hecha de estrellas, hacia una esfera semejante a un planeta en que se mezclaban el verde y el azul. Dejó escapar un suspiro de fastidio. Por lo menos allí sí había oxígeno; no le gustaba depender tanto de la protección de Niké.

—¿Por qué los sueños tienen que terminar? —dijo Deucalión de Escorpio.

Al alzar la vista, Gestahl Noah no vio a su homólogo, ni a Mateus de Piscis, aunque estaba seguro de haber oído el paso firme de los autómatas hasta hacía un segundo. Quien estaba delante de él era Gugalanna de Tauro. Grande, demasiado grande. Lo miraba con cara de pocos amigos, lo que le recordó que nunca se habían llevado bien.

—Estáis muy perdido —declaró Gugalanna de Tauro—, Sumo Sacerdote. Me ha costado mucho encontraros en este caos dimensional.

Extrañado, Gestahl Noah se llevó las manos a la cabeza. ¿Desde cuándo Gugalanna era tan formal? Aquel salvaje no mostraba respeto ni siquiera por Pirra de Virgo, a la que deseaba más que veneraba. De pronto, un recuerdo fugaz le vino a la mente, de aquella vez en que dio la espalda a la salvación y atracó en el Parnaso. La montaña estaba llena de jóvenes que habían luchado con sus puños y piernas contra el mayor ejército del mundo y las más terribles armas y armaduras que hubo visto la vieja humanidad. Días y días de batallas bajo la lluvia que anegó la Tierra hasta los confines, sin descanso, sin un fin a la vista. No era de extrañar; teniendo por líderes a Belial de los Mu y a Gugalanna, de la raza de los gigantes, podrían haber luchado hasta el fin del mundo, que en aquellos días parecía inevitable. Sin embargo, cuando él mostró que aceptaba el castigo divino, aun siendo quien estaba destinado a sobrevivirlo, todos lo aceptaron junto a él. Todos, incluidos el artero Belial y el violento Gugalanna. Todos encontraron en su simple gesto la oportunidad de descansar de tanta lucha.

Nunca llegó a llevarse bien con el santo de Tauro. Sin embargo, tras lo sucedido ese día lleno de desesperación, aquel lo siguió siempre como un líder.

—Llevo perdido miles de años —declaró Gestahl Noah—. Perdido en mí mismo.

Siguió avanzando, como siempre. Si el fantasma no se apartaba, lo atravesaría.

No ocurrió ni lo uno ni lo otro. Inesperadamente, chocó contra el muro dorado que tenía delante. La sorpresa y el golpe le hicieron retroceder, llevándose la mano a la frente. Solo entonces pudo ver que el hombre que tenía enfrente no portaba manto alguno.

—Es horrible no tener tus dos ojos, ¿eh? —preguntó Garland de Tauro, pues no era nadie más que él—. ¡Vamos, Sumo Sacerdote! ¿Me diréis que os he hecho daño?

La sola idea le hizo sonreír. Una sonrisa feroz.

—¿Eres quien creo que eres? —preguntó Gestahl Noah, intrigado.

—Garland de Tauro, vuestro humilde servidor —se presentó el guardián del segundo templo zodiacal—. Ha sido un buen gesto. Lo del barco —tuvo que especificar—. Esos chicos de negro están confundidos, no saben si han hecho bien, o mal.

—¿Acaso lo sabe alguien? —cuestionó Gestahl Noah.

—Supongo que Atenea —respondió Garland, no muy convencido—. Me refiero a haber escogido proteger la totalidad del mundo en vez de tratar de resolver el desastre que llamamos mundo social. Vos y yo sabemos que por muchos pecadores que mueran, siempre habrá más. El hombre y el pecado son inseparables.

—Lo ocurrido era solo la mitad de un plan mucho mayor… No importa —negó Gestahl Noah, desechando pronto la idea de distorsionar la figura de mártir a que había quedado reducida la santa de Virgo—. Nunca fue mi intención ponerme tan fatalista, solo decirles a mis muchachos que es hora de que dejen de pensar en lo que no hicieron y que se centren en lo que podrán hacer. El Milagro de Mu podría cambiarlo todo en nuestra lucha contra los Astra Planeta —sugirió, ebrio de paternal orgullo.

Justo ese momento escogió Chevalier para llegar hasta ellos desde alguna parte. No solo vestía en esa ocasión la gloria, sino que esta había cambiado en algunos detalles: dos alas metálicas le nacían de la espalda y un yelmo con forma de copa, rota en la mitad superior salvo en el trozo que apuntaba al noreste, le protegía la cabeza.

—Creía que estabais locos para querer despertar a Aquel que se desliza en la oscuridad —advirtió Chevalier—, pero me quedé corto, muy corto.

Veloz como el escorpión, Deucalión desató la Muerte sobre el ángel.

Incluso aquel mortífero ataque fue repelido por las alas del guerrero celestial, que se cruzaron frente al peto de aquel en el momento justo.

—No atravesarás a estas bellezas con un aguijón —advirtió Chevalier mientras las alas se separaban—. Están hechas de nimbo, el cosmos divino.

Enmudecido por el cosmos que sentía, Garland se interpuso entre aquellos dos.

—Como iba diciendo —prosiguió Chevalier—, creía que estabais locos hasta que supe que erais unos dementes de campeonato. ¿Luchar contra los Astra Planeta? ¿Qué tenéis en la cabeza? —Mientras hacía la pregunta, se golpeó la sien con los nudillos—. El ejército de los cielos al completo no podría derribar a los Astra Planeta. Son la élite. A mí, cualquiera de ellos me mataría de un solo golpe incluso ahora.

—Es el cosmos de un ratón —sentenció Garland de Tauro, pasando del asombro a la más pura decepción—. ¿Eso eres? ¿Chevalier de Ratón, ángel de la Cobardía?

—¡Te juro por mis amigos, que son todo lo que me queda en la vida, que no recuerdo de qué soy ángel! —exclamó Chevalier, con los ojos muy abiertos—. ¿Y tú a dónde vas?

Si la Muerte no había hecho efecto, que la Vida lo aprisionara el tiempo suficiente para poder ascender el camino estrellado era una cuestión de cincuenta contra cincuenta. Y no podía permitirse permanecer allí, atándolo, como hizo contra Cratos. Así que Gestahl Noah prefirió evitar el conflicto, sin más. Que ese par se las arreglara solo.

—Mi subordinado se encargará de ti. Yo tengo asuntos más importantes de qué ocuparme —declaró el Sumo Sacerdote, mirando al ángel de reojo.

—Como si fuera a dejar que complicaras las cosas todavía más. —Implacable, Chevalier saltó sobre Gestahl Noah más rápido que la luz, dispuesto a mandarlo a volar a los confines del infinito. Los puños dorados del ángel, empero, fueron frenados por el hombro del santo de Tauro, quien una vez más se había interpuesto entre ambos—. ¡Oh, vamos! ¿Octavo Sentido? ¡Eso está prohibido aquí!

El intento de Garland de Tauro por replicar se ahogó en un sonido de atragantamiento. Sangre fresca salió de su boca como consecuencia del terrible impacto que había recibido, manchando el peto impoluto del ángel. Gestahl Noah, intrigado por un poder tan grande como para herir de gravedad a semejante portento de la naturaleza, giró y pudo ver que la oscura carne del gigante se había abierto, mostrando el hueso ensangrentado y fracturado del brazo. Chevalier era fuerte, muchísimo.

Aun así, volvió la vista hacia la cima del camino estrellado, donde lo esperaba quien había ido a buscar. Paso a paso, fue alejándose de su protector sin mirar atrás.

—Hablasteis con la verdad en el barco, Sumo Sacerdote —gruñó Garland, dolorido—. Nunca he conocido a nadie tan vil como vos.

Por supuesto, Gestahl Noah se limitó a seguir avanzando, respondiendo con el silencio.

—¡Si tan solo me dejaras partirle la cabeza, lo resolvería! —exclamó Chevalier.

Pero todos los intentos del ángel por pasar eran bloqueados por Garland de Tauro, quien abierto a la Octava Consciencia, también había trascendido la velocidad de la luz. Al final, el enorme guerrero celestial descargó un gancho directo contra el rostro del santo de oro, desgarrándole la piel de la mejilla derecha hasta la altura de la nariz, sin poder derribarlo y quedando a merced de un veloz contraataque directo a la boca del estómago. El impacto resonó a través de todo el lugar.

—Por muy malvado que sea un hombre, siempre contará con la protección de Atenea cuando lucha por lo que es justo —dijo Garland, cruzando los brazos; la primera herida ya estaba restaurándose—. Ahora yo soy la protección de Atenea. No pasarás.

—Ni falta que hace. ¡Mis armas pueden destruir todo aquello que está al alcance de mis ojos! —replicó Chevalier, apuntando allá donde se hallaba Gestahl Noah. Un punto intermedio sobre un sendero de luces, como hecho de polvo estelar, que serpenteaba sobre el cielo. El santo de Tauro vio, preocupado, cómo el ángel abría y cerraba el puño cubierto por el guantelete dorado, sin expulsar ningún cosmos; ni veía, ni sentía el ataque, así que no era capaz de bloquearlo—. ¿¡Por todos los demonios del Hades, qué ocurre!? —Maldijo tras cinco segundos en que nada ocurrió con el Sumo Sacerdote—. ¿Es por la protección de ese báculo? ¿O acaso…? —Miró las alas, de un brillo excepcional que no podía sino tener origen divino—. ¿Las armas de Hefesto dejan de funcionar cuando empleamos toda nuestra fuerza? ¿Por qué nadie se molestó en explicármelo? ¡Maldita sea! ¡Ahora me lo voy a tener que tomar en serio!

Volvió a atacar, una tanda de veloces puñetazos que Garland de Tauro respondió con otros tantos. Solo poseía un cosmos de oro como protección, así que no tenía sentido limitarse a la defensa. Incluso si sentía todo el cuerpo estremecer cada vez que los negros nudillos chocaban con los puños del guerrero celestial, la única forma de sobrevivir a esa batalla era combatiendo y haciendo arder el cosmos hasta el infinito.

—Ya te lo he dicho —insistió Garland, viendo pedazos de su carne y de sus huesos flotar en medio del choque de golpes—, no pasarás de aquí.

—¡Ja! —rio Chevalier, en cuyos ojos quedaba reflejado el rostro restaurado de Garland—. Confías demasiado en tu supuesta inmortalidad. ¡Sácate la cera de los oídos y escucha! Las armas forjadas por Hefesto pueden dañar la materia a nivel subatómico. ¡Las heridas que crees haber regenerado, siguen ahí! ¡Cada vez serás más frágil!

Si el ángel esperaba que Garland se desesperase por ello, se llevaría una sorpresa. Los puños del santo de Tauro, más rápidos que la luz, aceleraron todavía más.

Era una suerte que Gestahl Noah hubiese ascendido la escalera estrellada antes de que el temible duelo de gigantes empezase a atraer toda la materia circundante, como haría un agujero negro con los mundos y soles que tuvieran la desdicha de existir alrededor de él.

xxx

A la edad de nueve años, Marin de Águila fue separada de su hermano menor para cumplir el más noble de los destinos: convertirse en santo de Atenea.

Por orden del Sumo Sacerdote, Zaon de Perseo hizo recaer sobre Orestes de la Corona Boreal toda la responsabilidad por la Noche de la Podredumbre. Esa forma de justicia, tan implacable, marcó el futuro de una aspirante presa de la confusión y la tristeza.

Joseph de Centauro había fallado a sus amigos, muertos allá donde él no pudo luchar.

Una criatura insignificante tratando de sobrevivir a una tormenta de incertidumbre y desconcierto. Eso había sido Makoto de Mosca a lo largo de los últimos meses, guiándose a través de un faro que los dioses habían apagado, pisando un suelo que ya no existía. Tras la muerte de Akasha y Azrael, las dudas lo carcomían y él solo avanzaba.

Veintisiete primaveras había visto Ofión de Aries, perdido en la soledad hasta que una mano amiga lo sacó de las tinieblas del ego. Ahora entraba en una nueva oscuridad, tan terrible como la que un día albergó, con el secreto deseo de un reencuentro imposible.

Nobleza obliga. Los dioses, superiores a los humanos, tenían el derecho, más que el deber, de cuidarlos. Aqua de Cefeo no podía cuidar a nadie, era demasiado débil.

Las vidas de los santos de Atenea se manifestaban como imágenes en la mente de Gestahl Noah. Perdido en un vacío infinito en el que flotaba buscando una salida, el Sumo Sacerdote solo podía avanzar un poco antes de que nuevos destellos lo asaltaran.

Fly de Mosca Negra fue policía en Tokio. Un hombre sencillo que indicaba direcciones, redactaba informes y patrullaba las calles de la capital del país más seguro del mundo, hasta que se encontró con el lado oscuro de la nación. Una estudiante saltando desde la azotea del instituto; no fue capaz de impedirlo, no pudo convencerla de lo hermoso que era vivir, él que se jactaba de ser un amante de la vida.

Almaaz de Auriga Negro huyó de la batalla más importante de su vida, dejando a la mujer del jefe en manos de cinco santos de plata. Haberla rescatado y velado por la recuperación del despojo al que quedó reducida no cambiaba nada: era un cobarde.

Mirapolos de Lince Negro había ido al Santuario para acabar con las desigualdades sociales, comprendiendo como muchos otros que el mundo oculto era igual que el que había conocido, dispuesto a ignorar a los más débiles. Eso lo había convertido en un caballero negro, en otro gigante que aplastaba los sueños de los pequeños.

Johann de Cuervo Negro odiaba el país en que nació tanto como decía amarlo. Vivía en el lado del mundo que existía por el saqueo y para el saqueo. Las tragedias que vio como un niño, perpetradas por amigos y familiares, lo perseguirían por siempre.

Ennead de Escudo Negro fue un adolescente violento. A los miserables que hablaban de demoler el orfanato por algún discurso legal inentendible, les partía los huesos, trayendo solo más y más problemas a la señorita Emma. Ni todo el dinero del mundo bastaría para compensar a aquellos muchachos sin padres por el mal ejemplo que les dio: algunos, imitándole, se habían convertido en criminales y muerto como tales.

Eren de Orión Negro tenía una hermanastra mayor, alienada de la vida a la que el padre de ambos se había visto arrojado, la de la Guerra Santa contra el mundo occidental. Por congratularse con aquel hombre enfrentado contra el mundo y su esposa, la madre de Eren, aquella muchacha antes cándida se inmoló arrasando con una escuela comunitaria. Con el tiempo pudo vengarla, desmantelando por sí solo toda la organización terrorista de su familia, pero ni siquiera la dulce justicia de Hybris podía cambiar el pasado.

Las imágenes empezaron a sobreponerse unas sobre otras. Manos ensangrentadas. Almas negras como el carbón. Todos en cubierta tenían, en mayor o menor medida, remordimientos. No por las muertes que causaron, ni por las que no causaron durante la Semana Sangrienta, sino por una duda irresoluble: ¿habían hecho bien al darle la espalda a Hybris en el momento del máximo sacrificio? Si eran caballeros negros, eran unos traidores; si eran santos de Atenea, lo habían sido toda una vida. ¿Qué eran?

Gestahl Noah había enfocado mal el dilema. Esos muchachos no necesitaban ser despojados del sentimiento de culpa, necesitaban una razón para vivir.

O para morir.

Tetis, hija de Nereo y el Espíritu Divino Doris, desoyó el llamado de Poseidón para participar en la eliminación de quienes habían sobrevivido al diluvio universal. Cuando el rey Atlas dirigió la conquista de Eurasia como paso previo al dominio total de la superficie, se retiró al otro lado del mundo, desde donde rechazó la petición de auxilio y observó, implacable, cómo los santos de Atenea recuperaban lo que era suyo. Lo que no pudieron hacer el dios del mar y el más poderoso de los vástagos de Poseidón, tampoco lo pudo lograr Damon: el Rey de la Magia le ofreció un deseo, cualquiera que fuese, a cambio de ayuda; en aquel entonces Tetis no creía desear algo que no fuera vivir tranquila, así que declinó ese ofrecimiento como solía hacer. La mal llamada cuarta guerra atlante, en que Eolo y el general marino del Océano Austral comandaron a los espíritus del mar y el cielo contra aquellos humanos cada vez más endiosados, ni siquiera mereció una palabra, por supuesto. Solo fue en la quinta guerra atlante, tras la caída de la Atlántida y la expulsión del universo del ser humano más poderoso que hubo conocido la Tierra, que Tetis explicó a Poseidón por qué se negaba a combatir.

—El Pueblo del Mar pertenece al océano. La superficie no es nuestro hogar.

Siglos después de aquel desplante, vino el castigo, aunque no como Tetis había esperado. Ser la esposa de Peleo, someterse a un simple mortal, la sacó de quicio. El día en que los espejos le empezaron a devolver la imagen de una mujer con barriga, siendo ella una diosa deseada por el mismísimo Zeus, ordenó que todos los espejos desapareciesen, orden que su esposo cumplió a cabalidad, para variar. Después vino el parto, y donde esperaba nada más que una cosa arrugada y berrinchuda, encontró lo que siempre había deseado. Nunca antes había comprendido lo que era el amor, mucho menos el comportamiento de los dioses hacia aquella raza tan belicosa; desde el momento en que abrazó al pequeño Aquiles, a quien amaba más que nada en el mundo, pudo entenderlo. Comprendió a cabalidad por qué Zeus y Atenea hacían lo que hacían. Deseó proteger a su hijo de todo mal, ofreciéndose incluso a Hefesto como pago por darle las mejores armas. Nada sirvió. El mortal murió en batalla, cumpliéndose así la voluntad de Poseidón, aunque por supuesto el dios del mar nunca admitiría tal cosa.

Gestahl Noah quedó en trance por algunos segundos. ¿Ni siquiera alguien como Tetis estaba a salvo de la culpa? ¿Los seres divinos, tras convivir con aquellos mortales, se volvían tan semejantes a estos como para sentir remordimientos?

Cástor y Pólux convivían en una misma alma, generación tras generación. Lo divino y lo terrenal se confrontaban en quienes eran señalados por Géminis, siendo el nacimiento de gemelos una rara eventualidad que solía acabar en desastre. Así como la muerte de Remo ennegreció el destino de Rómulo, padre fundador de Roma, las palabras de Kanon de Géminis estuvieron a punto de llevar el mundo entero al colapso. Por él, Saga de Géminis asesinó al anterior Sumo Sacerdote para usurpar el trono papal; por él, Aioros de Sagitario, el más noble de todos los santos de Atenea, fue marcado como un traidor; por él, Atenea vivió apartada del Santuario; por él, Poseidón despertó en una época que no le correspondía, actuando después de una guerra civil que empezó con él sugiriendo el plan de un demente: usurpar el lugar de los dioses y gobernar el mundo.

Si un dios, el que fuera, lo hubiese sentenciado a morir por aquellos crímenes, él lo habría desafiado, aun sabiéndose culpable, aun comprendiendo que no tenía ninguna posibilidad. La única forma de ser mejor que su hermano era convertirse él mismo en un dios, o al menos, en alguien que pudiera controlar a los dioses de alguna manera. Habiendo hecho la mayor apuesta que un hombre mortal podía hacer, estaba preparado para todo, excepto para ser perdonado. Todavía no comprendía por qué Atenea decidió salvarlo aquellos días en que debió morir ahogado. ¿Era un acto de amor hacia los seres humanos, entre los que no distinguía al malvado del justo? ¿O quería darle a él la oportunidad de redimirse, de no ser esclavo de sus propios demonios internos?

¿O acaso todo había estado planeado de antemano, previendo la llamada diosa de la Sabiduría que solo él podría liderar el Santuario una vez cayeran los santos de oro?

La preocupación creció en el corazón de Gestahl Noah. ¿Sería capaz ese hombre de corromperse a esas alturas, después de tantos años siendo un siervo ejemplar de Atenea? Era lo último que necesitaban, de modo que, siempre aferrado a Niké, única defensa frente a aquel espacio entre espacios que amenazaba con consumirlo, se planteó la posibilidad de ir hasta él e impedir una tragedia. Kanon de Géminis era, por ahora, el único soldado que poseían con un manto sagrado bendecido por la sangre de Atenea, el catalizador del milagro de Elíseo. Si se volvía en contra de los demás, habrían perdido la batalla contra Caronte de Plutón incluso antes de haberla empezado.

Una parte de sí se dio cuenta, de algún modo, que volver atrás ahora supondría deshacer el camino recorrido. Estaba avanzando, de algún modo, aunque todo alrededor parecía igual siempre, destello tras destello.

Minwu de Copa salvaba vidas, para eso había nacido. Justos y malvados, todos tenían una oportunidad bajo las manos del maestro sanador del Santuario, lo que lo volvía responsable del daño que hicieran sus pacientes a los demás.

Pavlin de Pavo Real había querido apresar a un hermoso pájaro, nacido para ser libre. Lo único que consiguió fue negarle el derecho a volar por el cielo claro de los héroes.

Mera de Lebreles odiaba a los caballeros negros y se odiaba a sí misma por odiarlos.

Margaret de Lagarto, que todo lo imitaba, ni siquiera había respetado la memoria de sus amigos. Se benefició de sus muertes como una vil rata.

Bianca de Can Mayor engañó y manipuló al único hombre que había amado. Jamás pudo enmendarlo, jamás pudo dejar de ser para él otra cosa que una perra.

Lesath de Orión fue incapaz de salvar a Ethel del peligro al que él mismo la arrojó.

Noesis de Triángulo exterminó a quienes lo habían recibido como uno más de la familia, por el bien del mundo.

Cristal de Bluegrad vio morir a su mejor amigo como un criminal de guerra.

Soma de León Menor Negro abandonó a su familia para traer justicia a un mundo injusto, solo para después darle la espalda a las injusticias por un bien mayor. Ya no era un héroe, ni un villano, ya no era nada más que un hombre lleno de miedos y dudas.

Todos lo eran, en realidad. Hombres como Fang de Cerbero, Grigori de la Cruz del Sur, Aerys de Erídano, Nico de Can Menor y Retsu de Lince no arrastraban culpas por el pasado, pero el presente les atormentaba como ocurría con caballeros negros como Kazuma de Cruz del Sur Negra y Llama de Centauro Negro. Aquellos eran antiguos soldados de Hybris, la organización que perpetró el mayor genocidio de la historia de la humanidad, a la altura del diluvio universal. ¿Traicionaban los santos de Atenea, luces de esperanza, todo lo que creían por aliarse con ellos? ¿Tenían los caballeros negros, sombras de estos últimos, derecho a aliarse con tan grandes héroes?

El dilema al que todos se enfrentaban no era tal para Gestahl Noah. Él estaba consagrado a Atenea, por ella había actuado en todo momento, o al menos eso quería creer, pues no podía negar cómo se plegó al plan de una muchacha mucho antes de saber quién era. Quizá por eso no había podido devolverles al camino recto, quizá por eso él mismo no podía encontrar una senda que lo llevara allá donde debía estar. Avanzaba, seguro, a través del infinito y la eternidad. Sin embargo, seguía perdido. Las estrellas, siempre igual de distantes, lo observaban en silencio.

«Por diminutas que seáis en la distancia, en realidad el mundo de los hombres solo un punto insignificante frente a vuestra inmensidad, ¿verdad?»

Una reflexión azarosa, parte de la más antigua tradición de los santos de Atenea que él mismo había iniciado hacía muchísimo tiempo. Desde un principio, tal idea había alimentado los sueños de muchos, muchísimos siervos de la diosa de la sabiduría, antes y después de la fundación del Santuario. Ahora él buscaba esa inspiración, porque lo que necesitaba era un milagro y estaba en la naturaleza de los santos de Atenea el realizarlos. Él era uno, o lo fue, diez mil años atrás. Deucalión de Escorpio.

Y antes de eso, fue solo Deucalión, un hombre solitario al que acompañaba una chica aún más solitaria. Junto a esa muchacha sin nombre, ni familia, solía ver el cielo, donde los dioses ya habían formado algunas constelaciones, eco de un pasado remoto.

En ese instante se sentía igual que entonces, solo un tonto buscando en el infinito la fuerza que le faltaba. Y, al igual que tiempo atrás, las estrellas le respondieron.

Fue el último destello, mostrando un ser diminuto que crecía y crecía hasta superar en tamaño a todos los mundos y en brillo a todos los soles. Caballo Menor, compañero de Pegaso, cruzaba el universo tal y como lo hacía la luz de las estrellas, entregando un mensaje de esperanza. Gestahl Noah extendió la mano, sin poder alcanzarlo. Uno nunca alcanzaba las estrellas, solo podía seguir su curso hasta el mañana.

xxx

El camino marcado por Caballo Menor lo llevó hasta el Horizonte de Eventos, la frontera de la Esfera del Espacio y las Dimensiones. Si se miraba hacia abajo, podía contemplarse la totalidad del universo en un solo vistazo. No solo las billones de galaxias de las que la humanidad tenía constancia, sino también aquel rincón del infinito, todavía más vasto, en que dormían por siempre los que no podían morir, bajo la estricta vigilancia de la Segunda Orden de Ángeles. Las dos caras del macrocosmos estaban destinadas a no encontrarse jamás, siendo separadas por una brecha en la que no había nada, ninguna clase de materia, mucho menos la posibilidad de que esta existiese. Sin embargo, en esa ocasión una distorsión que tenía origen en la diminuta Vía Láctea, apenas uno de los incontables discos que podían verse, lograba conectarlos.

Resultaba imposible no sentir asombro. La Senda de Oro tendría que haber sido invisible desde el punto de vista del plano material, existía en un punto intermedio entre el espacio, el tiempo y la oscuridad. Además, la distorsión que se extendía a través del universo no era un mero camino, ¡el espacio-tiempo estaba plegado sobre sí mismo! Alguien de mucho poder había estado agitando las aguas del macrocosmos, resultando en la tempestad a través de la cuál navegaba el Argo Navis Negro. Y no solo había problemas dentro de la distorsión, sino también alrededor. Mundos colapsando, soles muriendo de forma súbita, emisiones de radiación cósmica nocivas para toda forma de vida a diez mil años luz de distancia… Por ahora, aquellos efectos se limitaban al lado oscuro del universo. Por ahora. Aquel viaje estaba poniendo la Tierra en peligro de un modo que los dioses, que tanto la apreciaban, jamás habrían permitido. Era como si el daño causado por Tifón estuviese manifestándose una vez más. ¿Cuál sería el final, si eso era lo que ocurría? Según se le había informado, el epicentro de la batalla final entre Zeus y Tifón era la razón de que en una parte del universo, de toda la Creación, no hubiese nada en absoluto. No era un fin, ni siquiera habría un principio.

Solo tras apartar la vista de esa visión demencial comprendió que estaba siendo influenciado. Recordaba los restos de asteroides, meteoritos, lunas y planetas, formando bocas sonrientes. Sentía, todavía, que los agujeros negros, tumba de las estrellas muertas, lo miraban con aire de burla, recordándole lo insignificante que era. Y en verdad lo era. Frente a aquella maravilla sobre la que caminaba, él no era nada.

Siguiendo el curso de esa visión única del universo, encontró a quien buscaba. En realidad, la propia visión parecía nacer de ella, como una extensión más del vestido que llevaba y que la cubría desde el hombro hasta más allá de los pies, ocultos estos tras un negro tapiz en que latían innumerables estrellas. Una corona de laurel ceñía los azulados cabellos de la mujer, señalándola como una de los nueve campeones del Olimpo, así como uno de los pocos seres en el universo con el derecho a tratar a los ángeles del Olimpo, soldados insignes del cielo, como meros subordinados.

—¿Quién te crees que eres para hablarme así? —cuestionó Titania. El pequeño detalle de que estaba agarrando el cuello de Cethleann impidió a esta contestarla.

Lo prudente sería esperar, paciente, a que llegara su turno. Gestahl Noah había sido prudente a lo largo de miles y miles de años, por una buena razón. Ni todas las vidas que vivió, juntas, podían compararse al desastre que estaba provocando en esta, que decidió actuar en contra de los dioses del Olimpo. ¿Qué importaba otra imprudencia más? Avanzó hacia las dos mujeres, viendo de reojo el trono al que Titania daba la espalda. A poco de alcanzarlo, la mujer giró, clavándole aquellos ojos ambarinos.

—Hola —saludó Gestahl Noah, justo antes de verse inmerso en una oleada de poder puro que agitó hasta el último de los átomos de su cuerpo. Durante ese largo y terrible rato, sostuvo con fuerza Niké hasta blanquear los nudillos, sabiendo que un instante de duda haría que su existencia se dispersara por todo el universo—. ¿Cómo estás? —Con no más daño que el pelo alborotado y las sagradas vestiduras arrugadas, se esforzó todo lo posible en sonreír—. He venido hasta aquí para presentarte mis condolencias. Hashmal de Leo era mi amigo, como ya sabes. Tengo entendido que murió.

Hablaba a la vez que veía al ángel del Agua. Cethleann llevaba una gloria transformada como la de Chevalier, con las alas extendidas, con alguna que otra variación. El yelmo, por ejemplo, era dragontino y exhibía un único cuerno de lo más encantador.

—Como de costumbre, eres difícil de matar —observó Titania—. Ni siquiera la visión de los corazones rotos de tus ovejas merma tu espíritu.

—Tú ves esas cosas a diario, ¿me equivoco? —Gestahl Noah se encogió de hombros—. Eres la que ve todo, la Llave y la Puerta. Yo solo soy el chico que ve por el ojo de la cerradura. —A pesar de la máscara de confianza, el Sumo Sacerdote no pudo evitar mirar debajo de reojo y estremecerse. Demasiada destrucción, demasiado pronto.

—Lo que ves es el resultado más probable de tu negligencia, Deucalión. Después de esto, los dioses no seguirán protegiéndote —advirtió Titania, cambiando la visión con un simple giro de muñeca. La distorsión ya no era tan destructiva; de hecho, tampoco empezaba en la Vía Láctea. El Sumo Sacerdote no pudo menos que suspirar, aliviado—. Mira bien, la semilla ya está sembrada y regada.

Lo estaba, sin duda. La distorsión no le regresaba la mirada usando polvo estelar. No obstante, lo hacía, porque la amenaza era la distorsión en sí misma.

—Antes de continuar con mi enésimo pecado —dijo Gestahl Noah, aprovechando para tragar saliva—, quisiera pedir que sueltes a mi querida amiga.

A decir verdad, Cethleann lo miró con más sorpresa que Titania.

—Así que sois amigos.

El ángel del Agua negó con la cabeza, muy confundida.

—Somos desconocidos, que quieren conocerse.

Por todo un minuto, reinó el silencio entre ambos. Tal y como Titania lo miraba a él, sonriente y accesible como solía actuar como líder de Hybris, tanto habría podido liberar a Cethleann, como arrojarle su cadáver. Era imposible leer a una mujer que parecía haber sido esculpida, más que nacida de un vientre humano.

Ocurrió un punto intermedio: Titania lanzó a Cethleann hacia él, solo que viva. Gestahl Noah pudo pillarla al vuelo, aunque ambos cayeron de un modo algo aparatoso.

Teniendo el universo entero debajo, la idea de caer por siempre lo llenó de pánico.

—Por favor —hablaba Cethleann, con dificultad debido a la presión con que Titania le había apretado el cuello—. Tienes que salvar a mi padre. Él ha hecho todo lo que dispusieron los Astra Planeta. Tienes que salvarlo. Él os ha obedecido siempre.

Los ojos húmedos del ángel resultaban un hermoso contraste contra la mirada implacable de Titania, aunque a Gestahl Noah eso no podía importarle menos. Toda su consciencia, que aún se recuperaba de la impresión de haber estado a punto de caer la más larga de las caídas, estaba centrada en la calidez que aquella guerrera celestial le transmitía a través de la mano, que le apretaba con fuerza. ¿Era agradecimiento por haberla salvado, o bondad genuina? No lo sabía y no le importaba. Él mismo apretó, dispuesto a transmitirle fortaleza para resistir la negativa de Titania.

—Tu padre es un peón de Narciso de Venus, ruégale a él que le proteja de lo que él mismo ha provocado. —Ni un segundo más dedicó la astral al ángel, quien bajaba la cabeza, abatida y resignada. Se dirigió al Sumo Sacerdote—. Vuestra Senda de Oro ya era un problema antes de cruzarse en el camino de Aquel que se desliza en la oscuridad.

—Parece que no era todo culpa mía, después de todo —celebró Gestahl Noah, levantándose. La guerrera celestial, cabizbaja, no tuvo fuerzas para pedirle que le soltara la mano, cosa que agradecía. Era un contacto muy dulce que necesitaba muchísimo ahora mismo—. ¿Mitad y mitad? Lo dudo. No habríamos tenido tantos problemas si alguien, y no estoy señalando a nadie ahora mismo, hiciera su trabajo. Así que dejémoslo en un tercio, a menos que la señorita tenga algo que decir.

La guerrera celestial tuvo un sobresalto.

—Yo… —Cethleann quedó cohibida ante la intensa mirada del Sumo Sacerdote, cosa que no tenía nada que ver con que él fuera hombre y ella un célibe ángel: había culpa tras esos ojos—. Puede que uno de nuestros compañeros quiera liberar a Aquel que se desliza en la oscuridad. Vosotros le disteis la oportunidad perfecta para ello.

—Una cuarta parte —entendió Gestahl Noah—. Acepto eso. Sí.

Más o menos. Los Reyes Durmientes podían influenciar el espacio once-dimensional en torno a ellos, lo que hacía muy peligroso viajar más allá del universo observable y dejaba los mares olvidados como único camino fiable. Pero eso era un riesgo que solo les concernía a ellos, los nuevos argonautas, no a los demás, ni siquiera a los ángeles.

«Además —pensó para sí el Sumo Sacerdote—, Niké tendría que haber evitado esto.»

—Lo aceptas —dijo Titania, asintiendo—. Eres igual que mi padre.

—Hashmal de Leo nunca se responsabilizó el desastre que él y su amigo Gugalanna provocaron —advirtió Gestahl Noah—. Nunca se responsabilizaba de nada, en realidad.

—Ío de Júpiter lo hizo. Te habría venido bien conocerle.

—Oh, ¿vas a decirme que ese canalla se redimió donde todos los demás caímos? Ío de Júpiter era el mismo Hashmal de Leo que conocí, solo que castrado.

Sonrió ante la idea, era una metáfora exquisita.

«¿Desde cuándo siento tanto resentimiento por ese muchacho? —se preguntó, empero, el Sumo Sacerdote—. Sé lo que hizo desde hace tiempo y nunca le busqué para arreglar las cuentas. Preferí unirme al bando del Hijo y no por una pueril venganza.»

No antes de la muerte de Akasha de Virgo, por lo menos.

—Mi padre aceptaba lo que venía y vivía con ello —explicó Titania. El insulto, como cualquier otro comentario sobre Ío de Júpiter, no le enturbió lo más mínimo—. En eso te pareces a él. Yo no, yo lucharé hasta el final, sean cuales sean las consecuencias.

—Saliste a tu madre —entendió Gestahl Noah.

Para sorpresa del Sumo Sacerdote, eso tampoco le molestó. La astral se limitó a asentir.

—Mi padre es así también —advirtió Cethleann—. Como… —El ángel alzó la mano, como comprendiendo apenas ahora que seguía estrechando la de otra persona. Esperó, con educación y en vano, a que el Sumo Sacerdote la soltara—. Como el señor Ío de Júpiter —dijo, habiendo intuido que ese era el nombre que debía emplear si hablaba con la astral—, siempre obedece las reglas, y cuando no lo hace, acepta las consecuencias.

—Ya he acabado mis asuntos contigo, criatura —espetó Titania, borrando de la cara del ángel aquella sonrisa orgullosa—. La única razón por la que no te eliminé desde que ingresaste a mis dominios fue la sospecha de que compartiéramos sangre.

—¡Mi padre es Cichol, ángel del Aire! —exclamó Cethleann, encendida.

—¿Y tu madre? —observó Titania—. Los Astra Planeta estamos al tanto de la visita que tu padre hizo a la Tierra, que entonces protegía mi madre, Pirra de Virgo. La mortal más poderosa que jamás ha habido. Y un tanto promiscua —susurró con resignación.

Fue la primera vez que la regente de Urano mostró un mínimo signo de humanidad, lo que produjo en el Sumo Sacerdote suficiente diversión para no notar que lo miraban.

—¿Es que no todos los humanos son promiscuos? —preguntó Cethleann.

—Ya la has oído —dijo Gestahl Noah, ignorando el modo en que el ángel alzaba la mano en espera de que la soltara—. Ella podría matarte en cualquier momento. Mientras estés conmigo, Niké nos protegerá a los dos. —Con un gesto, indicó el báculo dorado que sostenía con la otra mano. Eso no hizo ninguna gracia a la guerrera celestial.

—Esa arma sagrada mató a mi papá.

—Lo bueno es que no se quedó muerto. ¿Dónde está tu caduceo, por cierto?

—Ahora mismo es inútil. ¡Ese no es el punto! —negó Cethleann, enérgica—. Tú y yo no somos amigos, somos enemigos. ¡Os dimos a elegir y decidisteis!

—Lo único que yo decidí fue que quiero conocerte —replicó Gestahl Noah—. No te conocía cuando maté, de forma temporal, a tu padre, ¿recuerdas?

—Era una forma de hablar. Para darme ánimos.

—¿Qué tenemos aquí? ¿Una mentirosa?

—Tu rebaño está a punto de morir, pastor —intervino Titania, ya sentada en el trono, como toda una emperatriz—. ¿Quieres verlo?

La pregunta fue una mera formalidad. Del universo surgieron, una tras otra, burbujas que revelaban las batallas que libraban los nuevos argonautas. En distintas pústulas de la Senda de Oro, Kanon resistía contra Sariel y Tetis cazaba a Cichol. Sobre la cubierta del Argo Navis, Makoto de Mosca resistía a duras penas contra incontables horrores en el centro, protegiendo a Lisbeth, Michelangelo, Aqua y los mantos sagrados, mientras que proa y popa estaban tan atestados de enemigos que era imposible distinguir a los caballeros negros, mucho menos a los santos de Perseo, Águila, Centauro y Aries. En el infierno personal de Fang de Cerbero, aquel, junto a Noesis de Triángulo, Aerys de Erídano y Cristal de Bluegrad, era rescatado por Retsu de Lince de un cuantioso número de chamanes. Bajo cubierta, diversos grupos de santos de Atenea y caballeros negros libraban también sus propias batallas, o salían sobrevivientes a estas en no muy buen estado. Todos y cada uno de los tripulantes del Argo Navis Negro, incluidos los muertos como María de Mosca Negra y la sombra de Retículo, tenían una burbuja propia mostrando lo que pasaba alrededor, lo que hacía bastante curioso que no hubiera una para Triela de Sagitario, desaparecida al inicio de toda esta locura.

—¿Morir? —cuestionó Gestahl Noah—. Yo solo veo lo de siempre. A los santos de Atenea a un paso de hacer el milagro. —Desde luego, no había mejor forma de describir lo que Noesis de Triángulo estaba por hacer con sus demonios internos.

—Las estrellas brillan con intensidad antes de morir —dijo Titania—. Después mueren.

—Moriremos entonces, después de matar a tu hermano —desafió Gestahl Noah—. Si esperas que uno de los Reyes Durmientes pueda quebrar la voluntad de quienes desde hace miles de años han desafiado la voluntad de los dioses, has hecho bien en sentarte.

—Veo que no has entendido nada. Te dije que miraras bien.

La astral señaló hacia abajo, a la visión del universo.

—Sé que Aquel que se desliza en la oscuridad está en la Senda de Oro.

Al parecer, Cethleann, que no había quitado el ojo de encima al duelo de Tetis y Cichol, no estaba enterada. Tras mirar abajo, empezó a sudar, aterrada.

También le apretó la mano con mucha fuerza.

—No está en la Senda de Oro —negó Titania—. Él es la Senda de Oro.

—Es imposible —dijo Gestahl Noah, fijándose con atención en la distorsión. Al igual que ocurrió en el espacio sobre el canal, que se hinchaba en numerosas ampollas desde que Kanon de Géminis abrió la Otra Dimensión, lo que al principio tomó como puntos en que el espacio-tiempo se retorcía sobre sí mismo, atrayendo y aplastando cuerpos celestes, empezaban a antojársele pústulas de un cuerpo enfermo y moribundo—. Aquel que se desliza en la oscuridad estaba sellado hasta que nosotros… ¡Hasta que alguien nos puso en el camino de esa cosa! —se corrigió, haciendo especial énfasis en que era otro el que había estropeado un plan simple. Narciso de Venus, tal vez.

—Macuil —sollozó Cethleann—. De verdad lo hiciste.

La idea de que fuera uno de los suyos, y no uno de los humanos invasores, el responsable de que el universo que guardaban estuviera en riesgo, la estaba destrozando. A través de unos ojos empañados de lágrimas, vio a su padre ser repelido por Tetis.

—Bien, eso explica toda esta locura —dijo Gestahl Noah, sin saber qué decirle al ángel—. Esa cosa abominable está en mi cabeza. En todas nuestras cabezas.

Aquel que se desliza en la oscuridad no os ha hecho nada —dijo Titania—. Es Timotheos, ángel de la Diligencia, el que dirige a los horrores, por el momento. Cuanto le pasa a tu rebaño, pastor, es solo un intento muy humano de racionalizar lo que les ha pasado. En el fondo de un pasado manchado, buscan una causa por la que deben morir, una explicación que dé sentido al hecho de que están muertos, todos ellos.

—¿Qué se supone que es Aquel que se desliza en la oscuridad, entonces? ¿Un Puño Fantasma a escala galáctica? —La sola idea le hizo reír el rato que tardó en comprender que no era un problema que atañera solo a la galaxia custodiada por Cethleann y los demás. Si el Rey Durmiente estaba usando la Senda de Oro como avatar, el hecho de que el portal de la Tierra estuviese cerrado no significaba nada, podría seguir el rastro hasta allí. ¡Podría llegar al Jardín de las Hespérides, donde el Argo Navis esperaba!

Buscó entre las burbujas hasta que encontró aquellas correspondientes a los supervivientes del viaje al Jardín de las Hespérides. En popa, Arthur de Libra dedicaba hasta la última chispa de cosmos a mantener estable el portal, del que a pesar de todo no dejaban de salir horrores a razón de diez mil por vez. Shaula de Escorpio se había fundido con la naturaleza y demostraba su divina ascendencia asaeteando con veloces Agujas Escarlata a miles, mientras que Orestes de la Corona Boreal cuidaba de estribor descargando sesenta mil haces de luz solar. Subaru de Reloj, Mithos de Escudo, Emil de Flecha y un gigante de armadura esmeralda cuidaban de proa, eliminando a los pocos rezagados que llegaban hasta el barco y sobre todo manteniendo una labor defensiva. Salvo por el Juez, un mundo aparte, los cosmos de todos estaban entrelazados y el Rho Aias cubría el Argo Navis con sus veinticuatro mil capas de escudo.

—Este juego solo durará el tiempo en que Aquel que se desliza en la oscuridad quiera jugar. Un pensamiento y todo tu rebaño perecerá, pastor, mientras tú sobrevives.

—¿Dónde están tus dioses? —cuestionó Gestahl Noah—. ¿Dónde están, Titania de Urano, que permiten que algo así ocurra? ¡Ellos dejaron a esas cosas en el universo!

—Concentrar a todos los Reyes Durmientes en los Jardines de Azathoth habría sido más peligroso —rechazó Titania—. Los dioses están donde deben estar, ningún mortal tiene derecho a cuestionarlos, mucho menos tú, que siempre te has beneficiado de ellos.

—Padre —dijo Cethleann, temblorosa.

Aquel susurro apagó la ira con la que el Sumo Sacerdote estaba por responder a aquella niña engreída y contradictoria, al mismo tiempo rebelde consumada y dócil sierva de unos amos ausentes. Mientras que Titania observaba, impasible, el desastre, el ángel del Agua se ahogaba en él. No sentía la menor alegría porque Cichol, empleando el arte combativo que aprendió bajo las enseñanzas del dios Eolo, estuviese adquiriendo más y más ventaja sobre Tetis, porque comprendía lo que vendría después. La presencia de Aquel que se desliza en la oscuridad en la mente de un espíritu recto como él lo empujaría a la locura como único medio de protección ante una existencia anterior a todas las reglas conocidas por el hombre. No habría victoria para nadie, solo una lucha inútil en la que todos, humanos y ángeles, perderían de forma inevitable.

—Voy a liberar al Hijo —juró Gestahl Noah, endurecido de pronto—. Para acabar con este absurdo mundo y empezar uno nuevo, mejor.

—Estoy segura de que Zeus dijo lo mismo antes de derrocar a Crono —dijo Titania, indiferente a la ira del Sumo Sacerdote, tan humana—. Siempre el mundo que viene será mejor que el anterior, ¿verdad? Y si es peor, solo nos queda aceptarlo, sin más.

—Lo que ha de ocurrir, ocurrirá —redundó Gestahl Noah—. Así ha sido siempre. No es posible evitar lo inevitable, incluso los dioses respetan a las Hilanderas.

—Todo es posible —refutó Titania—. Si se tiene el poder para ello.

El Sumo Sacerdote abrió la boca sin saber qué decir. La regente de Urano era una contradicción inentendible: a un mismo tiempo, carecía de esperanza y estaba convencida de poder realizar alguna clase de prodigio que obstaculizara el plan del Hijo. ¿Cómo podían ambos pensamientos pertenecer a la misma persona?

Entretanto, algunas de las batallas terminaban. En cubierta, la intervención de Retsu de Lince y el resto de los que se hallaban en la Prisión Fantasma fue vital para que la balanza se inclinara un poco a favor de los humanos. Abajo, en los camarotes, los caballeros negros y santos de Atenea en condiciones de luchar se reunían para ascender arriba. Eran bastantes y estaban llenos de vida y de cosmos, a pesar de los dolores sufridos; no tenía sentido que nadie los hubiese sentido hasta ahora, salvo que eso también fuera a causa de la influencia de Aquel que se desliza en la oscuridad.

—Posponen lo inevitable —dijo Cethleann, apesadumbrada—. Todos estamos condenados. Los que mueran y los que se vuelvan locos serán los más afortunados.

—Tienes que prestar más atención a lo que dice nuestra anfitriona —dijo Gestahl Noah, guardando para sí el gesto de asentimiento que estaba a punto de realizar—. Todo es posible, si se tiene el poder para ello. Y Titania de Urano tiene poder, mucho.

La astral apoyó el rostro en el puño derecho, mientras tamborileaba el brazo izquierdo del trono. Tenía todo el aspecto de esperar escuchar una oferta.

—¿Qué parte de que somos enemigos no has entendido? —preguntó Cethleann.

«¿Qué tal la parte en la que no sueltas mi mano? —pensó el Sumo Sacerdote.»

Somos. Esa parte, estimada Cethleann, me confunde. No hay duda de que fuimos enemigos, como que tampoco la hay en que tenemos nuevos enemigos. Por acción, Aquel que se desliza en la oscuridad; por omisión de socorro, Titania de Urano.

—¡Los ángeles jamás desafiaríamos a los Astra Planeta!

El Sumo Sacerdote hubo de hacer un gran esfuerzo por no reír. Por poco y aquella soldado de los dioses saltaba por los aires del puro susto.

—Hay un viejo dicho en la Tierra: el enemigo de mi enemigo, es mi amigo.

—¿Aparte de promiscuos, los humanos acostumbráis a matar a los padres de vuestros amigos? —señaló Cethleann, mirando con temor a la astral como si ella misma la hubiese amenazado—. ¿Crees que va a olvidárseme lo que hiciste?

—Tu padre haría lo que fuera por ti, ¿verdad? —respondió Gestahl Noah. El ángel asintió—. Yo soy igual, haría lo que fuera por mis hijos. A veces eso me obliga a castigarles, otras a premiarles. Este viaje no es para lo uno, ni para lo otro. —Era por venganza, pura y simple, pero también tenía otra implicación que siempre había buscado—. Se trata de garantizarles un hogar en que puedan desarrollar ese potencial ilimitado que tienen. Sin la opresión de los olímpicos, la humanidad poblará este universo y lo llenará de vida, expulsando a estas alimañas que se hacen llamar reyes. —Como se estaba recuperando de la impresión, alzó la voz para evitarle replicar—: Estabais a punto de impedir que mis hijos obtuvieran ese hogar que anhelo para ellos, así que sí, quise mataros a todos vosotros, porque todavía no nos habíamos conocido. —Para dar fuerza a esa conclusión, alzó la mano que entrecruzaba con la del ángel.

—¿Significa eso que salvarás a mi padre?

—Salvaré a todos los que pueda.

El ángel se le quedó mirando, desconfiada e ilusionada a la vez.

—¿Cómo harás eso? —cuestionó Titania—. ¿Rogándole a tu dios?

—Recordándote tu deber —dijo Gestahl Noah, apuntando a la astral con el dorado báculo—. Uno de los Reyes Durmientes se ha despertado. Tú que eres la Llave y la Puerta, tú debes restaurar el orden de las cosas.

—Lo haré, por supuesto —dijo Titania—. Una vez mueran todas tus ovejas.

—¿Tanto miedo les tienes? —cuestionó Gestahl Noah.

—¿Miedo? —Alzando una sola ceja, Titania mostró cuán absurda le sonaba esa simple idea—. Los Astra Planeta solo tenemos que temer a cuatro mortales en todo este universo, y a pesar de ello, son ellos los que se esconden de mí. Sospecho que Narciso de Venus armó todo este teatro para distraerme de mis auténticas obligaciones para con la Creación. No, pastor, ni tus ovejas, ni nuestros lobos —señaló mientras nueve esferas exhibían a igual número de ángeles, incluida la propia Cethleann—, me producen la menor inquietud. Tampoco guardo resentimiento por vuestra pueril rebelión.

—Yo prefiero llamarlo acto de justicia, dados los crímenes de tu hermano.

—Predica con el ejemplo, pastor. Así como los ángeles faltaron a su deber dejando que uno de los suyos liberara a quien debían guardar, también los santos de Atenea lo hicieron al darle la espalda a la Tierra por cuya protección nacieron. Soy Titania de Urano, velo por el bien del universo, de toda la Creación, eso me obliga por igual a resolver los desastres de otros e impedir que vuelvan a ocurrir.

La fría razonabilidad de la astral era inexpugnable. Tras mirar una vez más al ángel, que no sabía qué decir, se llenó de un cosmos oscuro, listo para la batalla.

—Yo lucharé por mis hijos, Cethleann. ¿Lucharás tú por tu padre?

Un simple gesto de mano bastó para que una oleada de poder cayera sobre Gestahl Noah. En el instante previo al impacto supo que llevar un manto de oro no habría cambiado nada, sería como esperar neutralizar la antimateria colocando delante una cantidad de materia equivalente. Todo él iba a ser aniquilado, sin más.

Entonces, la gloria de Cethleann sufrió una nueva transformación, destellando con la luminosidad de lo divino. El ataque innominado de Titania ni siquiera llegó a rozarles.

—Va a ser mejor que me sueltes si quieres que te defienda —dijo Cethleann.

No había ni el menor rastro de orgullo, tampoco le habló con sorna, lo que casaba bien con la nueva apariencia. El aura que la rodeaba era de una agradable luminosidad, cuya caricia hacía flotar sus cabellos. Cuatro alas le surgían ahora en la espalda, mientras que la figura dragontina del peto se había extendido a lo largo de la armadura, de modo que garras de dragón nacían de los puños y las botas, mezcla de verde y blanco. Por descontado, el cuello enrojecido había vuelto al color natural de la piel.

—Creo que ya sé por qué la gente no me suele dar la mano —dijo Gestahl Noah, soltándola—. Me apego demasiado.

—Bueno, mi padre siempre dice que soy tan bonita como mamá —le sonrió Cethleann.

La regente de Urano ni siquiera se había levantado del trono, alrededor del cual, como si fueran los satélites del séptimo planeta del Sistema Solar, giraban las burbujas, mostrando diversos acontecimientos relacionados con los ángeles y los nuevos argonautas. Habría sido todo un espectáculo si no estuvieran a punto de enfrentar a uno de los seres más poderosos del universo.

—Tu inmortalidad no te hace indestructible —le recordó Titania.

—Oh, descuida —dijo Gestahl Noah—. Esta no será una batalla a muerte. Será una mera cuestión de resistencia, mientras pruebo mi punto.

—Pensaba dejarte vivir hasta que vieras los cadáveres de tus ovejas, de todos modos.

—Ese es justo mi punto, que mis santos de Atenea no van a morir. Deberían estar muertos, están dentro de uno de los Reyes Durmientes, por todos los dioses. Mas lucharán, siempre lo hacen, siempre lo han hecho. ¿Sabes por qué, Titania de Urano? Porque ellos son los santos de Atenea. Las luces y las sombras del mundo que pueblan mis hijos. ¡Son los guerreros de la esperanza, a quienes hoy aprenderás a temer!

Sin que mediara gesto alguno, una nueva oleada de poder surgió bajo los pies del Sumo Sacerdote y el ángel, desviándose en el acto hacia todas direcciones.

—Esta es la verdadera fuerza de Garreg Mach, la gloria del Gran Espíritu Seiros —alabó Cethleann, llena de orgullo—. ¡No pienses que la superarás con tanta facilidad!

—Las artes del dios de la forja y la bendición de Niké, reunidos para alcanzar la defensa perfecta —alabó Titania, con nada más que curiosidad en el semblante—. Dicen que algo de entrenamiento ligero es bueno antes de hacer un gran esfuerzo físico.

—Subestimar a los humanos suele salir caro —dijo Gestahl Noah.

—Tampoco se debe subestimar a los espíritus —añadió Cethleann.

—También dicen —añadió Titania, haciendo oídos sordos a tales observaciones—, que un buen espectáculo no es nada sin buena música. El sonido que harán vuestros sueños de rebelión al romperse será el acompañamiento perfecto para la caída de los malvados.

Al citar las palabras del Sumo Sacerdote, la astral sonrió de un modo que le hizo estremecer. De verdad iba a dejar que Aquel que se desliza en la oscuridad consumiera por igual a humanos y ángeles, incluso si con ello corría el riesgo de que el final más probable a esa situación ocurriese. Le valdría la pena, tal era la resolución de la astral de eliminar a todos los que estuvieran relacionados de algún modo con el Hijo.

«Solo tengo una posibilidad. —Si la regente de Urano no obraría por justicia, lo haría si él le ofrecía algo, después de mostrarle lo valioso que era.»