7 de noviembre, 2005; Madrid, España.
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Con su cabeza apoyada en la almohada, el peso y calor de las sábanas y la colcha por debajo del cuello, y la ausencia prácticamente total de luz gracias a las densas cortinas del dosel, el aroma que alcanzó sus fosas nasales le hizo cerrar de nuevo sus ojos y dejarse llevar por la oscuridad.
Un ladrido a nivel de su oreja le obligó a sofocar un gruñido en la almohada antes de despegar sus párpados.
Gracias a que ahora las cortinas de un lateral del dosel habían quedado separadas ligeramente, los rayos del sol tenían vía libre desde la ventana para salpicar los patrones anaranjados de su colcha.
Este atisbo de luz, por supuesto, le permitía apreciar la figura del mastín pegada a su costado, con su lengua fuera, sus orejas negras plegadas en el lateral y su cola dorada sacudiéndose de un lado a otro a una velocidad tal que él sabía que, en cuanto una cortina se enredase en ella, ya podía decir adiós a la tela.
Él inspiró hondo y levantó una mano con tal de rascarle el pecho.
En cuanto el animal se derrumbó sobre su brazo, España se permitió inspirar hondo y cerrar sus ojos. Aunque áspero, la calidez que le proporcionaba su denso pelaje no hizo más que contribuir a su adormecimiento.
La lengua mojada del perro sobre su rostro le imposibilitó caer en la tentación.
España mantuvo sus párpados caídos, aunque le apartó el morro con una mano antes de darse la vuelta en el colchón y hundir su rostro en la almohada. O, al menos, esa era su intención. Sin embargo, el peso del animal sobre su brazo obstaculizó que el resto de su cuerpo pudiese seguir el movimiento de su cabeza.
Pelayo comenzó entonces a masticar los cabellos que cubrían su nuca.
—Pelayo, por favor, déjame dormir —masculló.
El mastín le respondió con un ladrido, demasiado estridente para esos momentos de la mañana. España giró su cuello de vuelta hacia él y les mantuvo la mirada a aquellos enormes ojos marrones, cuyas pupilas parecieron aumentar en tamaño en cuestión de segundos.
Aquello lo convirtió en un adversario imbatible.
España apretó sus labios, para después desviar su atención hacia uno de los pilares de madera que conformaban el dosel. A continuación, retiró las sábanas del resto de su cuerpo y se arrastró hacia el borde por el que la luz accedía.
Cuando por fin logró incorporarse y dejar sus piernas colgando del borde, se permitió encorvarse y restregar sus ojos con sus dedos. Percibió cómo el colchón se hundía ligeramente a sus alrededores, además de escuchar cómo los jadeos se hacían cada vez más fuertes.
Juraría que le propinó un pequeño lametón en el codo, aunque tampoco le dio demasiada importancia.
—¿Por qué me sacas de la cama a esta hora infernal? —cuestionó, sin siquiera molestarse en alzar su rostro de entre sus manos. Pelayo respondió con un pequeño gañido, pero, para ser sincero, probablemente era más un intento de esconder un bostezo que otra cosa—. No creo que haya nadie despierto a estas horas.
Apenas se escuchaba algo más que los silbidos que rebotaban en el patio interior.
(Además del aroma).
Pelayo empujó su brazo con la parte superior de su cabeza.
España suspiró y ahogó un bostezo entre sus manos.
Acto seguido, las despegó de su rostro y aprovechó para estirar su espalda. Una de sus manos se apoyó en la cabeza del animal, con tal de rascar el lugar en el que comenzaba el tono grisáceo de una de sus orejas. Pelayo se apoyó en su toque hasta que España decidió que ya era suficiente y llevó sus manos al borde del colchón.
Sus pies tantearon las frías losetas de piedra antes de permitirse descansar en la superficie.
Un simple salto le fue suficiente para aguantarse por completo sobre ellos.
Después de encontrar su camisa blanca en el baúl a los pies de la cama y terminar de ponérsela, sus ojos rondaron la habitación hasta la pequeña chimenea. Tuvo que apretar la mandíbula para resistirse a hacer el amago de revisar los leños contenidos en el hogar —sabía que apenas conservaba uno o dos, y más que nada como decoración—, y se forzó a llevar su mirada hacia el pequeño aparato blanco que descansaba encima del mueble
No tardó en descartar la idea con una leve sacudida de su cabeza.
Se percató entonces de que la puerta de su habitación, en aquel pequeño recoveco, se encontraba abierta, y volteó su cabeza en dirección a Pelayo, que había seguido sus pasos hasta quedar sentado a sus pies.
Sus ojos se volvieron a cruzar, y él no pudo hacer más que chasquear la lengua antes de proceder a salir de su habitación.
En el instante en el que cruzó el umbral de la puerta, llegaron a él una serie de murmullos desacompasados, que parecían venir de una gran multitud de puntos del pasillo. España se permitió sonreír mientras se aproximaba a una puerta teñida de un verde intenso, cuya pintura se había descascarillado algo más en las esquinas desde la última vez que se había fijado en ella.
Con su oreja tan cercana a la puerta, podía apreciar el leve susurro de las sábanas en compañía de una retahíla de ronquidos amortiguados.
Sus comisuras se estiraron más de lo que creía posible.
Tanteó con sus dedos el pomo, aunque al final terminó por retraerlos y despegarse de la puerta.
Seguramente, no agradecería que interrumpiese su sueño cuando en su país era tan tarde.
Dirigió sus ojos hacia Pelayo antes de poner un dedo sobre sus labios y chistar. El mastín ladeó su cabeza y le mantuvo la mirada, y España sacudió sus cabellos antes de proceder a seguir el aroma a café.
Aunque sus ojos se desviaban hacia cada una de las puertas por delante de las cuales iba pasando en su camino hacia las escaleras.
Apenas le sorprendió cuando alcanzó el umbral de la entrada de la cocina y Pelayo se adelantó, con su rabo de nuevo agitándose de un lado a otro.
España chasqueó la lengua y giró su rostro en dirección a la cafetera sobre uno de los fuegos de la placa en la encimera. El aparato, con una falda metálica como parte inferior y un vaso de cristal encima, lleno de un líquido negruzco que prácticamente alcanzaba la tapa metálica, emitía una fina columna de humo.
—¿Por qué siempre te regalan las buenas cafeteras a ti? —cuestionó la voz de Portugal, justo desde la otra esquina de la habitación.
Ni siquiera tuvo que mirarlo para obtener la imagen en su cabeza de su hermano encorvado sobre aquella larga encimera de madera, o incluso sentado en uno de los taburetes que la rodeaban, con Pelayo tumbado a sus pies y, dado que la cafetera no era la única fuente del aroma, con una taza de café a su lado.
Aun así, él se giró para mirarlo con sus brazos en jarras.
Efectivamente, estaba de pie, con una sonrisa sutil adornando sus labios y un ligero brillo en sus pupilas. Sus cabellos color caramelo colgaban en una coleta suelta sobre su hombro. Además de la taza entre sus manos, España también pudo captar un pequeño bote de cristal de contenido ambarino sobre la mesa.
Cruzó su mirada con Portugal mientras mantenía una ceja arqueada.
Su hermano solo se encogió de hombros, para después llevarse la taza a los labios.
—Quiero evitarte problemas cuando los expertos se despierten.
España parpadeó.
—¿Y para ello tenías que abrirme la puerta, separar las cortinas y despertarme?
Portugal depositó la taza en la mesa antes de repetir el breve encogimiento de hombros.
—Que Pelayo decidiese despertarte no es mi culpa, España, y lo sabes bien.
Él profundizó el arqueamiento de su ceja, aunque terminó por sacudir su cabeza y empujar uno de los taburetes con la pierna hasta dejarlo a un lado de la encimera. A continuación, se dejó caer sobre el asiento y apoyó sus codos en la tabla.
Aprovechó para envolver el tarro con sus dedos y arrastrarlo hacia su pecho.
—Con los diferentes husos horarios, probablemente me hubiese despertado antes que cualquiera de ellos —musitó, con sus ojos fijos en la miel contenida en el cristal—. ¿Es la del armario?
—La única que he encontrado—respondió Portugal—. Y, conforme más se aproxime su hora de levantarse, más posibilidades de que tengan el sueño ligero y se despierten por el olor. —Se apresuró a chistarle cuando España alzó la cabeza en su dirección y separó sus labios—. Incluso con las puertas cerradas, por más que insonoricen.
España suspiró.
—¿Pero tenía que ser tan temprano?
Su hermano levantó sus cejas hasta que alcanzaron la mitad de su frente.
—Ni siquiera has mirado la hora.
—Me da igual qué hora sea, Portugal —gimió, dibujando un puchero en sus labios—. ¿Acaso esta mañana no te apetecía quedarte en la cama, disfrutando de aquella pesadez del despertar y de la calma antes de la tormenta?
Portugal bufó con la taza de nuevo a nivel de su boca.
—Lo dices como si no fueses tú quien más ganas tenía de reunir a la familia y provocar esta tormenta. ¿Qué hacemos si no en tu casa?
España se limitó a sonreír.
—Portugal, disfrutar del bullicio no significa que no necesite pequeños momentos para también atesorar… —Extendió sus brazos y los movió hacia sus alrededores—. Ya sabes, los detalles. De la… sencillez con respecto a los tiempos actuales.
Su hermano hizo el amago de asentir con la cabeza, aunque el gesto fue interrumpido por un borboteo a uno de sus costados. Antes de siquiera poder reaccionar, la mano de Portugal estaba sobre su hombro.
—Creo que ese es tu café.
España asintió con la cabeza, a la vez que se levantaba del taburete.
—Detalles como esos, por supuesto.
Su hermano soltó el inicio de una pequeña carcajada.
Y también de aquellos sonidos, que tan inusuales habían sido en aquel hogar durante tanto tiempo.
