Disclaimer: Ninguno de los nombres de personajes o lugares aquí mencionados son de mi pertenencia, a excepción de aquellos creados para sustentar esta obra. El resto son propiedad de Nickelodeon, Michael Dante DiMartino y Bryan Konietzko. Basado en La Leyenda de Korra.


~Creo que te Amo~

Por: Devil-In-My-Shoes


«Primero me enamoré de tu catástrofe y después de ti; primero de tus cicatrices y luego de tu piel».

Benjamín Griss

XII: Aquí y Ahora

Kuvira despertó en plena madrugada con una insoportable duda atravesándole la mente. Y salió en medio de la oscuridad, directo hacia la biblioteca, controlada por su sed de información. Con una desesperación casi frenética, subió y bajó de cada estante y repisa, escudriñando entre volúmenes y textos de distintas épocas, eras y períodos. Provocó un estruendo en una de las mesas al dejar caer sobre ésta una pila de sagas, poemas, novelas históricas, crónicas de guerra, mitos y leyendas…

Se hizo de un papel y una pluma. Navegó entre páginas marchitas y párrafos casi borrados. En medio de su apuro, se cortó un dedo con el filo de una hoja, y derramó diminutas gotas de sangre en las notas que tomaba. Los textos que leía con prisa y angustia tenían una cosa en común: todos narraban las historias de amantes trágicos, separados por el destino. Y la respuesta que ella buscaba parecía no saltar por ninguna parte.

Enlistó aquellos nombres en sus apuntes: Oma y Shu, Avatar Kuruk y Ummi, Espíritu de la Luna Yue y Sokka de la Tribu Agua… La lista continuó en aumento al igual que su duda y la certeza de que aquel pequeño espíritu no mentía. ¿Acaso todas estas parejas compartían un vínculo espiritual? ¿Estaban sellados sus destinos entonces? ¿La separación era siempre inminente?

La separación…

Lo que estaba haciendo no tenía caso ni el menor sentido. Ningún libro de ahí le daría la respuesta que buscaba —o más bien—, la que anhelaba oír: que un vínculo espiritual no tenía que significar una condena para dos personas que se amaban, para dos personas que se necesitaban. ¿Se necesitaban realmente? Kuvira sabía que ella necesitaba a Korra; contaba las horas para volver a verla. Pero Korra, Korra no necesitaba de ella con tal apego e intensidad. Era claro que la obsesión y el deseo eran sólo suyos.

Kuvira soltó la pluma sin importarle el manchón de tinta que dejó al impactar el papel.

No, no era así. Su mente le jugaba malas pasadas otra vez, haciéndola creer ideas falsas. Lo tenía por escrito, con el puño y letra de la mismísima Korra. Ella la amaba y Kuvira correspondía sus sentimientos. Era así de simple. Si lo pensaba demasiado perdía su sentido, como una palabra que se repite una y diez veces. Las cosas sencillas había que tomarlas por lo que eran.

Simplificar, simplificar; ella ya era una persona demasiado complicada.

Y lo que tenía por delante era solamente un reto más, nada que no pudiera vencer. Aquellos unidos por un vínculo espiritual estaban, tarde o temprano, destinados a la separación. Así era desde hace diez mil años. Podía enfrentar la verdad, y aceptarla tal y como era. Verla como una ventaja y no una amenaza.

Si de verdad quieres a Korra, más vale que atesores cada momento que compartas junto a ella, y que procures sacarle el máximo provecho. Nunca sabrás cuándo será la última vez que podrás estar con ella…

Eso era todo. Solamente tenía que elegir ser feliz en lugar de resignarse a vivir sumida en su propia lástima. Korra llegaría en unas horas, volverían a estar juntas y lo disfrutaría; así durara cinco minutos en su compañía o una eternidad. Porque tenía derecho a eso. Sino al menos, la niña asustada en su interior se lo merecía… ¿No?

Salió de la biblioteca no menos confundida, pero sí más tranquila. Amanecía, todo era silencio y soledad. Sin embargo, Kuvira ya no se sentía atormentada por esto. Era una cuestión digna de reflexión: tan pronto como decidió que iba a permitirse ser feliz, pasara lo que pasara, se sintió en paz consigo misma. Incluso la invadió una ola de energía que renovó sus sentidos por completo.

Lo último que supo, fue que comenzó a correr en dirección al comedor, porque estaba hambrienta. Hambrienta como no lo había estado en semanas. Y la sorprendió un delicioso aroma que brotaba desde la cocina. Tras cruzar el umbral de la puerta, Kuvira se encontró husmeando por los alrededores con una curiosidad casi infantil. Vio una olla que ardía en uno de los fuegos y se atrevió a destaparla. Avena con canela, de ahí aquel olor que le hacía la boca agua.

—Mi plan funcionó, ¡por fin te atrapo! —rió una voz jocosa a sus espaldas.

Kuvira se volteó con un respingo y los ojos abiertos como platos. La impresión se le pasó una vez que reconoció la figura de la excéntrica maestra agua, observándola con expresión entretenida. Kya se acercó a la olla con un cucharón de madera en la mano, lo hundió en la avena y le ofreció una muestra a Kuvira.

—He tenido que tenderte una trampa para atraerte hasta aquí —dijo—. ¿Cómo es posible que no nos hayamos visto las caras ni en una sola ocasión durante toda esta semana, eh? ¿Acaso has estado evitándome?

Kuvira se retrajo, desviando los ojos a la izquierda.

—¿Yo? No, al contrario. Me he estado preguntando lo mismo que usted todo este tiempo —no pudo evitar quedarse mirando fijamente el cucharón de avena que tenía en frente—. ¿Eso lleva canela?

Hubiera querido responderle a Kya con algo más apropiado y serio, pero con el hambre que traía y aquel aroma nublándole las ideas, tuvo muchas dificultades para no hacer de esa olla de avena parte de su conversación. Aquel era un nuevo hecho que había descubierto esa mañana: el pensamiento abstracto quedaba en segundo lugar cuando del desayuno se trataba.

—¿Y por qué no lo compruebas tú misma? —replicó Kya, entregándole el cucharón. Entonces reparó en el estado miserable en que se encontraban las ropas de Kuvira y exclamó—: ¡Espíritus! ¿Qué te pasó?

No era algo de lo que Kuvira tuviera deseos de hablar particularmente. El incidente de los centinelas había quedado atrás, en las manos del espíritu enviado por Korra, y así debía permanecer. Kuvira acató a encogerse de hombros y a desestimar la pregunta de Kya con una mentira.

—Anoche tropecé y caí por una pendiente.

Kuvira no lo advirtió de inmediato, pero sus palabras no engañaron ni por un segundo a la hija del Avatar Aang. No con ese horrible moretón que lucía en la cara, ahí donde el tal Mek le había asestado un puñetazo. Ni qué decir de los rasguños inflamados por toda su piel, y la vestimenta mugrienta y hecha jirones. Sin embargo, la reticencia de Kuvira podía interpretarse claramente como una señal de recelo hacia el tema, por lo que la maestra agua no insistió en hacerla hablar.

Kya no lo demostraba frente a sus dos hermanos, pero era famosa por ser una mujer de mucha paciencia. A menudo se la veía sosteniendo un puñado de migajas, sin moverse ni un milímetro durante horas, esperando a que los pájaros que se posan en los árboles del templo bajaran a comer de la palma de su mano. Y de igual manera, había esperado todo ese tiempo para conseguir que Kuvira se acercara voluntariamente hasta ella.

—Ajá —musitó Kya, cruzándose de brazos y alzando una ceja sarcástica—. El día en que una maestra combatiente de tu nivel se "tropiece y caiga por una pendiente", yo me uniré a un convento. —Esbozó una sonrisa descarada—. Si quieres puedes decir más de esas mentiras mientras me acompañas a tomar el desayuno, ¡tienes cara de hambre!

Kuvira asintió, resignada.

—¿Qué pasa conmigo que ya no miento con la astucia de antes?

Se sentaron a la mesa, cada una con su propio tazón de avena. Kya ya tenía preparados desde antes unos trocitos de manzana, miel y pasas, para combinar con la avena y endulzar aún más su desayuno. La mayoría del tiempo la pasaron comiendo en silencio con comentarios casuales de parte de Kya, referentes a temas bastante ordinarios o anécdotas graciosas sobre Bumi y Tenzin, que pensó que podrían hacer reír a Kuvira, aunque apenas le sacaron una débil sonrisa.

—Supongo que no vas a querer que te cure esos feos golpes —dijo Kya de repente—. Tal vez prefieras esperar a que tu novia venga a reemplazarme mañana, ¿o me equivoco?

Faltó poco para que Kuvira se atragantara con la comida.

—No es lo que usted cree.

—Sí, ¡cómo no! —se burló Kya, escéptica—. Has estado suspirando toda la mañana, y seguro lo has hecho noche y día sin parar también. Te cala la emoción por verla, no puedes negármelo. Yo también me enamoré una vez —sacudió la cabeza, perdida en recuerdos—. Ella era una gran obstinada y lo sigue siendo hoy día, aunque ya no nos veamos como antes…

—¿Ella? ¿Acaso usted?

—Para papá no fue un problema. Las parejas del mismo sexo eran muy comunes entre los nómadas aire —rió Kya—. A mamá por otro lado, a ella le costó digerirlo, pero fingió que no era así. Supongo que estaba acostumbrada; hace setenta años no era raro ver "amigas especiales" en la Tribu Agua del Sur, luego de que los hombres se marcharan a la guerra para nunca volver… —Kuvira se relajó visiblemente y la maestra agua prosiguió—. En fin, estos son otros tiempos y no deberíamos vivir con pensamientos retrógradas. El amor es un sentimiento muy bello en todas sus formas.

—El amor sigue siendo una experiencia extraña para mí… —admitió Kuvira, ensimismada y con la voz baja.

—Pensé que antes de todo esto, habías estado comprometida con el hijo de Su.

Kuvira se abstrajo todavía más en sus pensamientos.

—Así fue, pero toda esa experiencia fue… artificial… —notó que Kya había centrado su entera atención en ella—. Quiero decir, Baatar y yo fuimos muy amigos desde la infancia. Él era introvertido, poco sociable, y yo era la única chica con la que interactuaba a diario. Tenía que pasar tarde o temprano; era lo que se esperaba de nosotros. Yo me convertiría en su esposa, le daría más herederos a Suyin Beifong, y viviríamos como una típica familia nuclear.

—Jamás ibas a estar conforme con eso, ¿cierto? —indagó Kya—. Tú eres una mujer de grandes ambiciones, y no lo digo sólo porque lo detecto en las vibraciones de tu aura, basta con mirarte a los ojos para saberlo.

—Mientras más lo pienso más me enferma la idea —espetó Kuvira—. Además, habían varios intereses políticos y familiares de por medio. Comprometerme con Baatar me aseguraba el apellido Beifong, lo que me daría más credibilidad en el Reino Tierra. Una promesa matrimonial mantenía el ingenio de Baatar trabajando para mí, su lealtad no flaquearía y como bono extra, era una espina que podía clavarle a Suyin por donde más le doliera…

—Cuánto resentimiento.

—No pasa un día en el que no me maldiga por haber utilizado a Baatar de esa manera. Desde un punto de vista retorcido y cínico, él era la única garantía de "amor" que veía en mi vida. Era todo lo que conocía. Y me convencí a mí misma de que Baatar era lo que necesitaba. Me engañé y lo engañé a él. Pero nunca lo amé, no genuinamente. Yo me sentía vacía, así que intenté llenar ese vacío con él. No había amor en realidad. Baatar estaba obsesionado conmigo y a mí me bastaba para satisfacer cada una de mis necesidades; servicios militares, desarrollo tecnológico, placeres carnales… Me ayudaba a liberar mucha tensión, por huecas y frívolas que fueran nuestras interacciones físicas o nuestros escasos momentos de intimidad.

Kya golpeteó sus dedos contra la mesa rítmicamente.

—Lo suponía. Sólo había que verlos para darse cuenta de que esa relación no iba a ninguna parte. Baatar podía haberte entregado su corazón, pero tú ya le habías entregado el tuyo a tu nación. La decisión que tomaste ese día, lo dejó más que claro.

Aunque Kuvira no levantó la voz, Kya percibió su cólera y su propio y especial temor. El rostro de la maestra metal era como una máscara y su voz sonó suave. Y a Kya le pareció mucho más formidable a causa de su serenidad.

—Eso lo sé muy bien, pero no era como si su integridad no me interesara. Baatar fue mi único amigo cuando niños y mi único soporte al crecer. Se merecía algo mejor y yo lo traté igual que un objeto, materia desechable, basura… —Kuvira sintió una lágrima ardiente rodar por su mejilla y rápidamente se la arrancó del rostro—. Y aunque suene hipócrita de mi parte decirlo, Baatar sigue importándome. Aún no olvido a mi amigo fiel. Espero que encuentre a alguien que lo merezca, alguien que lo ame de verdad…

—Si tiene suerte, así será —opinó Kya de nuevo—. A pesar de todo esto, considero que has dado un gran paso. Es bueno que exteriorices estos sentimientos. No puedes arrastrarlos contigo por siempre, te arruinarán la vida.

—Mi vida ya está arruinada.

—No, no es verdad —aseveró la mujer de los blancos cabellos—. Hace tan sólo unos momentos te veías tan alegre y realizada que parecías otra persona. Quizás en el pasado creías que el amor no era más que un impulso, un instinto primitivo que no va más allá de las necesidades físicas, y hasta un medio para suplir tu codicia. Y lo que hiciste con Baatar fue, sin duda, sucio, indigno y cruel. ¿Pero sabes? No importa cuánto tiempo hayas viajado en la dirección incorrecta, siempre puedes dar la vuelta y corregir tu camino. —Kya alzó a ver a Kuvira, su mirada azul era intensa—. Han pasado ya casi tres años, es tiempo de superarlo. Además, aunque te sientas ajena frente al amor, ahora tienes una mejor noción de lo que es en realidad.

Kuvira se concentró en un punto cualquiera del comedor, sin decir nada.

—Dijiste que te sentías vacía incluso con Baatar a tu lado —continuó Kya—. Dime, ¿es así cómo te sientes con Korra?

—No… Es todo lo contrario. Cada vez que la veía marcharse al terminar sus visitas en prisión, me sentía vacía… Pero cuando regresaba la semana siguiente, era como si se iluminara mi mundo… —la expresión de Kuvira se tornó acongojada, aunque sincera—. La vida me enseñó que nada se gana sin entregar antes algo a cambio. Mi experiencia dictaba que la humanidad era egoísta, y que solamente siendo egoísta se podía triunfar. Nunca pude complacer a mis padres y por eso me despreciaron; siempre tuve que llenar las altas expectativas de Suyin para recibir, aunque fuera, una palmada en el hombro de su parte; incluso Baatar exigía constantemente mi atención y mi aprobación para atreverse a dar el siguiente paso. En cambio Korra… Ella fue la primera persona que me demostró afecto sin esperar nada a cambio…

—Entonces, fue así cómo todo empezó entre ustedes —infirió Kya—. Por eso le tienes tanta devoción a Korra, ¿no es verdad?

—A Korra nunca le molestó mi indiferencia, ni se rindió ante mi arrogancia… La primera vez que vino a verme en prisión, la traté como escoria, descargando toda mi ira y frustración en ella. Todavía la veía como a mi enemiga, y me aseguré de que se enterara de ello. Y aún así… Regresó a verme la semana siguiente, y la siguiente… —Kuvira volvió a enfocar su atención en Kya—. Mire, yo no sé nada del amor. No sé cuánto debe uno dar o cuánto debe uno recibir, no sé… —cerró los ojos y sonrió con dulzura—. Sólo sé que Korra me hace feliz, sólo sé que con ella ya no me siento sola. Y creo que eso significa… que la amo. Amo a Korra.

Escuchó a Kya ahogar un sollozo.

—Niña… —suspiró conmovida—. ¡Al diablo con lo que el resto del mundo piense! Ustedes dos deben estar juntas… —Se levantó de la mesa con aire decidido—. ¡Iré a conseguirte ropa nueva! Algo bonito para que luzcas mañana, ¡no quiero que Korra llegue y te vea hecha un estropicio!

Kuvira se ruborizó, apenada.

—Usted no tiene por qué hacer eso.

—¡Tonterías! Yo insisto —sonrió.


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Parecía una maestra aire y se sentía casi tan libre como una. Las únicas ropas que Kya le había podido conseguir eran las típicas túnicas de un acólito, con algunos retoques añadidos por la misma maestra agua. Y Kuvira podía moverse con total destreza y agilidad alrededor de aquel gran salón vacío, luciendo los colores naranja y amarillo. Pantalones largos y holgados, la blusa sin mangas ajustada al cuerpo, y la túnica que caía de su hombro izquierdo y llegaba hasta su cintura, ceñida a su torso por un cinturón de tela.

—¿Extrañas hacer metal control, Kuvira? Te compartiré un secreto que aprendí de Lin hace tiempo: los movimientos de los maestros aire pueden tener gran influencia y similitud en cuanto a las técnicas de un maestro metal. También escuché que eres una buena bailarina, ¿sabías que los maestros aire son considerados los mejores bailarines del mundo? Podría hacerte bien intentar dominar algunas de sus danzas y coreografías tradicionales…

—Ha conseguido captar mi atención, la escucho.

—Bien, no soy una experta, pero puedes encontrar los pasos descritos con detalle en varios de los pergaminos de la biblioteca. Estoy segura de que practicar algo de danza te ayudará a pasar el día entretenida —se rió—. Cuando menos, hará que se te bajen las ansias de morderte las uñas mientras esperas a Korra. Yo debo comenzar a empacar; me aguarda un largo viaje hasta el polo sur mañana.

—De acuerdo, lo consideraré —Kuvira se inclinó en una respetuosa reverencia—. Gracias por todo nuevamente, Maestra Kya.

La aludida le guiñó un ojo con gesto vivaracho.

—Ni lo menciones, es un placer. ¡Nos veremos en el otoño!

Y en efecto, Kuvira se pasó el resto del día danzando sin parar. Dominar nuevos pasos resultó ser una distracción provechosa y efectiva. Casi no sintió el tiempo pasar, pero éste se fue volando. Visitó la sección de la biblioteca recomendada por Kya, ojeó los pergaminos con una infinidad de pasos de baile distintos, y se llevó consigo los que más le llamaron la atención.

Explorando la pagoda, encontró un salón que parecía servir justamente para el fin que ella tenía en mente. Espacioso, con grandes ventanales abiertos en un marco de madera; iluminado y privado. Se vio reflejada en los espejos de cuerpo entero que decoraban las paredes laterales y analizó su destreza, hace tiempo dormida. Ejecutó una danza embelesadora, compuesta de saltos ágiles y movimientos suaves, con el torso recto y los brazos extendidos, dibujando estelas en el aire.

Perdió el equilibrio en varias ocasiones, recibiendo duros golpes tanto en su espalda como en su ego. Su talento, aquella gracia y perfección de las que solía gozar, estaban tan entumecidas como sus músculos. No estaba danzando de la mejor manera, sentía que no avanzaba, que no aprendía. Era incapaz de seguir la coreografía, no conseguía captar la técnica; tantos giros que simplemente no le salían. Y fue frustrante.

Lógico, ya no era la Kuvira de antes. Dos años en prisión, tres años en la campaña de Unificación… Había pasado demasiado tiempo desde la última vez en que bailó de verdad. Pero no se dejó vencer. Insistió y se concentró en volver a encender la llama de su pasión. Si caía, volvía a ponerse en pie. Volvía a intentarlo. Y ese día danzó como si fuera a írsele la vida en ello.

Bailó y se olvidó de todo. El mundo se detuvo en un instante y cada paso que realizó fue una expresión corporal de libertad total, expresión de ritmo y clase en movimiento. Quizás a destiempo, quizás algo empolvada y oxidada, pero no vencida ni fracasada.

Poco a poco dejó atrás los pasos que le indicaban los pergaminos de maestro aire, para comenzar a dirigir la danza que le marcaba su espíritu. Era una danza que nadie tuvo que enseñarle. Una danza que había conocido desde la primera vez que vio su reflejo en los ojos de su maestra y mentora. Por años se vio rodeada de artistas, guerreros, piratas, genios... Todos ellos bailaron con ella la misma danza. Muchos, seguros de que eran ellos quienes lideraban su compás.

Pero siempre había sido la danza de Kuvira. La de esa pequeña niña con los enormes ojos tristes. Era su danza, y la había realizado con delicadeza y entrega, compartiendo la pista de baile con tantos compañeros que ya no conocía. Los rostros cambiaron, los años pasaron. Pero los pasos fueron siempre los mismos. Y ella creció y se desenvolvió a su ritmo, sin sospechar nunca que el momento llegaría… cuando la música acabaría.

Kuvira se detuvo en una pose firme y elegante. Reverenció a su público y se giró para sonreírle a su maestra, que se encontraba justo a su lado, ejecutando la misma pose de baile. Vio un atisbo de orgullo en su rostro, la sonrisa de su querida mentora.

—¿Lo hice bien, Su? —preguntó.

Abrió los ojos y se percató de que estaba sola.

Miró su imagen en uno de los espejos, un rastro de lágrimas recorría sus mejillas.

Qué tonta. Se había dejado llevar por sus recuerdos.


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El día esperado por fin llegó. Y para ser honestos, lo cierto es que Kuvira no fue capaz de dormir en toda la noche, aunque por una razón muy distinta al insomnio, las pesadillas o el remordimiento que a menudo la aquejaban. Era pura y simple emoción. Había terminado la larga, confusa y angustiante espera. Era un hecho, una realidad: Korra llegaría en cualquier momento.

Kuvira decidió esperarla haciendo la última tarea que le faltaba por cumplir. Entró al Gran Salón Ceremonial y se puso a encerar los pisos de madera. Le tomó toda la mañana hacerlo, y para cuando terminó, sintió los brazos deliciosamente adoloridos. Satisfecha con su trabajo, se limpió el sudor de la frente y salió al patio a beber agua. Era una tarde especialmente calurosa, por lo que los siguientes pasos de Kuvira la llevaron a buscar la sombra de un árbol donde poder sentarse a descansar.

Una suave brisa sopló de repente, y no venía precisamente desde el mar. Esta brisa giró entorno a ella, acarreando consigo un remolino de flores. Flores con pétalos púrpura.

Kuvira sonrió y alzó la vista al frente. Siguió la corriente en la que giraban aquellas flores hasta dar con el árbol hacia el que se dirigía. Y ya bajo su sombra, la cubrió una lluvia de pétalos que parecía venir desde la rama más elevada. Al inclinar la cabeza en su dirección, pudo verla.

Ahí estaba, posada en lo alto, con su planeador azul en mano y un bolso tejido de la Tribu Agua en el hombro, repleto de las flores púrpura que adoraba. Las estaba dejando caer sobre Kuvira con una mirada cariñosa y una sonrisilla un tanto tímida.

—Baja de ahí, Avatar.

Korra obedeció, amortiguando su caída con una ráfaga de aire. Y se alzó frente a Kuvira para mirarla directo a los ojos. Kuvira también fijó su mirada en Korra. Espíritus, parecía que tenían una eternidad de no verse, y lo único que querían hacer era compensar el tiempo perdido. Capturar el reflejo de la otra en sus ojos, tomar detalle de los minúsculos cambios en sus rostros… Kuvira percibió que Korra lucía algo cansada por el viaje, y Korra se mostró sorprendida en cuanto a la nueva apariencia de Kuvira; más saludable y revitalizada.

—Hola.

—Hola…

Korra fue quién dejó caer sus brazos sobre los hombros de Kuvira, atrayéndola en un fuerte abrazo. Kuvira le correspondió, rodeándole la cintura, y hundió la nariz en la mejilla de la morena. Su aroma, cómo extrañaba su aroma. Por fin. Era mil veces mejor que tener que resignarse al olor atenuado de su almohada. Ésta era Korra, la real. Y amaba todo en ella.

Kuvira se separó un momento, tomó el rostro del Avatar entre sus manos y le plantó un beso firme en los labios. Korra ladeó la cabeza y lo saboreó. Y fueron quizás quince segundos los que pasaron antes de que Kuvira separara sus labios de los suyos y Korra, sin querer dejarla ir todavía, tomara la iniciativa de suscitar un nuevo beso, un tanto más largo y profundo.

—Te extrañé, Kuv.

—Te amo.

Korra se rió.

—Estás demasiado cariñosa para tratarse de ti.

Kuvira gruñó.

—Idiota, no quiero volver a pasar meses separada de ti.

—No veo por qué tengamos que separarnos otra vez —le aseguró con tono optimista—. Conseguí que Mako trajera al Rey Wu a la República Unida dentro de tres semanas. Tenzin también estará aquí para entonces, sólo es cuestión de convocar a Raiko, y podremos discutir sobre todo lo que ha surgido con respecto a la situación del Reino Tierra. Ya tuve mi primer triunfo: en una semana se celebrará un referéndum —Korra apartó ese espeso flequillo de cabello suelto que Kuvira se dejaba a un lado del rostro, en un gesto afectuoso—. Todo va por buen camino y, a partir de hoy, siempre estaremos juntas.

La tristeza oscureció el brillo en los ojos de Kuvira. ¿Sería que Korra ignoraba lo que aquel pequeño espíritu había mencionado sobre los vínculos espirituales?

Quizás era mejor así. No era como si realmente fueran a tener un futuro juntas de todas formas. Kuvira podía perdonarse a sí misma, pero el mundo nunca la perdonaría. Y serían muchos los que se opondrían a ver a su adorada Avatar en una relación amorosa con una criminal de su calibre.

Además, no ganaba nada con decírselo a Korra. Solamente le generaría otra gran preocupación a la pobre; como si cargar con el peso de las cinco naciones no fuera suficiente ya. No. La felicidad que irradiaba la sonrisa de Korra y sus traviesos ojos azules, eran su mayor consuelo y un tesoro que se dedicaría a preservar mientras le fuera posible.

Kuvira volvió a abrazarla y se acurrucó en su cuello.

—Suena bien —suspiró.

—¿Te pasa algo?

—No. Estoy bien.

—Supe lo que sucedió hace unos días —manifestó Korra, tornándose seria—. Te sentí tan afligida, molesta y ofendida… ¡En cuánto vea a esos sujetos los voy a…!

—Olvídalo, salieron de la isla. —Kuvira se apartó y la miró con dureza—. Además, no quiero que me estés protegiendo. No soy una inútil. ¿Te quedó claro? Sólo déjalo.

—Lo siento, no pretendía hacerte enfadar.

Kuvira frunció el ceño y gritó:

—¡No estoy enfadada!

Korra dio tres pasos vacilantes hacia atrás, confundida. Aún después de dos años de conocerla, el temperamento de Kuvira continuaba siendo un enigma para ella. Era imposible predecir qué frases podían cabrearla de repente y, por lo tanto, comprendió que debía hablarle con cuidado. Korra estaba consciente de que ella misma era de carácter fuerte, así que lo último que quería era acabar provocando una pelea con Kuvira. Nada bueno podía salir de eso.

Ya lo sabía por experiencia.

—Discúlpame —escuchó susurrar a Kuvira unos segundos luego—. Todavía no tolero lo mucho que esta situación me hiere el orgullo. El no poder luchar ni defenderme por temor a perder mi libertad, saber que el mundo está en mi contra… Han habido momentos en los que me he sentido al borde de la locura…

—No, descuida —Korra sonrió, nerviosa—. Entiendo lo frustrante que debe ser.

—Frustrante, desesperante… —Kuvira agachó la cabeza—. Te advierto que estoy insoportable; lo siento si soy grosera, sólo contigo puedo desahogarme sobre esto.

—Está bien, en serio. Sé grosera conmigo, maltrátame todo lo que quieras —Korra se puso colorada en un instante—. Eso sonó mal.

Kuvira estalló en carcajadas por primera vez en meses.

Entonces Korra reunió las flores púrpura que había dejado caer hace unos momentos, trayéndolas devuelta con aire control hasta sus manos. Las juntó en un racimo y se las ofreció a Kuvira.

—Sé que adoras estas flores, te sentí extrañándolas. Por eso me tomé la libertad de pasar por el Mundo Espiritual en el camino de regreso. Quería… hacer algo especial con ellas, para ti, no sé… —Korra las entregó desviando la mirada, insegura—. ¿Muy cursi?

—Cursi está bien para mí. —Kuvira sostuvo el racimo con ambas manos y se deleitó con la delicada fragancia a lavanda que despedían—. No es más cursi que lo que estuve a punto de decirte, de todas maneras.

—Quiero oírlo.

—No, mejor, no —la tentó, fingiendo arrepentimiento—. Es demasiado tonto.

Korra le dio un empujoncito impaciente en el hombro.

—¿Qué es? ¡Anda!

—Suplícame —le dijo, enarcando una ceja.

—¡Kuvira! —insistió, intentando no reír—. Qué malvada…

—Está bien, pero primero dime algo.

Korra la miró expectante.

—¿Por qué me amas?

La joven Avatar se sonrojó y se llevó una mano detrás de la nuca.

—Pues eso… Ya lo sabes, Kuvira…

—Entonces dímelo de nuevo —la sonrisa altiva que Kuvira esbozaba en ese momento no la dejaba adivinar si estaba diciéndolo en broma o con legítima seriedad—. ¿Por qué me amas, Korra? ¿Por qué a mí?

Korra exhaló un denso suspiro. Luego dejó su planeador y su bolso al pie del árbol, y le tendió una mano a Kuvira.

—Ven, vamos a caminar y te lo diré si así lo deseas.

Kuvira entrelazó sus dedos con los del Avatar gustosamente, y juntas salieron a recorrer la isla.

La pregunta parecía simple, pero a Korra le tomó un tiempo pensar la respuesta que quería darle, y su paseo se alargó más de la cuenta. Era agradable, a pesar de eso, poder caminar tomadas de la mano, a sabiendas de que nadie las veía ni las juzgaría. Esa era una libertad de la que ni siquiera Korra disponía: la de mostrarse afecto a plena luz del día.

Todo estaba tranquilo. Con el descenso del sol, el ambiente se tornó fresco y gentil a los ojos. Se respiraba paz en el aire, y el murmullo de las olas las condujo lentamente hacia la playa.

—Entiendo que ya estás enterada sobre nuestro vínculo espiritual —susurró Korra.

Kuvira no pudo evitar el escalofrío que le bajó por la espalda.

—Sí… —suspiró—. Pero no me atrevo a decir que lo comprendo del todo. Tampoco puedo decir que es algo que deseo.

—Lo lamento, nunca quise que lo supieras así. No puedo controlar la voluntad de los espíritus, y ese pequeño… Temo que habló de más.

—Dijo lo suficiente —la tranquilizó Kuvira, pensativa—. Entonces, ¿el vínculo es la razón de…?

—No —la interrumpió—. No es la razón de que te ame. Es, más bien, una consecuencia.

Descendieron hasta la playa, dejaron sus zapatos en la arena, y caminaron descalzas sobre la espuma que arrastraban las olas. Comenzaba a atardecer.

—¿Qué tanto recuerdas de aquel día? —indagó Korra—. ¿Qué sentiste cuando el poder del rayo espiritual chocó contra el mío y quedamos atrapadas en medio de la explosión?

Kuvira se detuvo a contemplar los rizos de las olas.

—Muy poco o nada —admitió—. Quedé inconsciente casi de inmediato, y cuando desperté, ya estaba contigo en el Mundo Espiritual.

—¿Estás completamente segura?

Kuvira hizo una inhalación profunda antes de contestar.

—Fue como cuando despiertas de un sueño, y mientras más tratas de recordarlo, más lo olvidas. Sólo tengo vestigios de sensaciones fugaces.

Kuvira recordaba vistazos de la luz violeta del rayo volviéndose dorada y verde, al tiempo que se filtraba dentro de Korra y de ella. En un segundo, Kuvira fue como pintura sangrando sobre un lienzo. Donde Korra terminaba, Kuvira comenzaba, y viceversa. Sus colores se mezclaron y, por unos instantes, o tal vez para siempre, fueron infinitas. Las dos eran una, y la totalidad del tiempo y del espacio se abrió, dejando al descubierto todas las nociones falsas que Kuvira tenía sobre el orden y el poder.

En aquel espacio entre la vida y la muerte, Kuvira encontró aquello que había estado buscando inconscientemente desde hace tantas vidas...

—Creo que en ese momento —dijo Korra—. Cuando yo era tú y tú eras yo, que nosotras...

—Nos fusionamos… —concluyó Kuvira—. Sí, ahora lo recuerdo.

Korra se sonrojó.

—Esa fue la primera vez que fui consciente de nuestro vínculo espiritual —la miró de frente, sosteniendo con fuerza las manos de Kuvira entre las suyas—. Te reconocí al instante. Todas nuestras vidas pasaron por mi mente en una fracción de segundo. Sentí una atracción tan fuerte hacia ti que casi no pude contenerla. Y a partir de ese momento, lo único que deseaba era conocerte una vez más, en esta vida. Volver a enamorarme de ti, y saber por qué nuestras almas siempre están buscándose entre sí —Korra suavizó la mirada y sonrió—. Luego de que te entregaste a las autoridades yo… No podía dejar de pensar en ti, y en ese entonces ni siquiera sabía por qué. Lo único que tenía claro, era que tenía que volver a verte. Necesitaba comprender quién eras realmente para mí.

—Dolía —reconoció Kuvira—. En ese entonces, cuando estuve en prisión, y aún ahora… Duele estar separadas. Lo odio. Siempre quiero saber que estás cerca. Y ahora entiendo por qué… —susurró casi sin aliento—. Al fin te encontré; y ni siquiera sabía que te estaba buscando.

—El vínculo…

—Es más que sólo eso, Korra. Incluso antes de que todo esto sucediera, yo ya me sentía atraída hacia ti. Te admiré toda mi vida. Cuando patrullaba Zaofu, solía escuchar tus partidos de Pro-control por la radio. Los Hurones de Fuego —se rió—. ¿Te imaginas si yo hubiera crecido en Ciudad República? Si te hubiera conocido antes, siento que hubiéramos sido inseparables. Tú y yo, sin siquiera saber sobre ese vínculo, habríamos sido felices de todas maneras.

Korra la abrazó, la apretó contra sí y murmuró en su oído:

—Kuv, la razón de que te ame es…

—Porque conoces la definición más profunda de mi ser —admitió Kuvira y Korra se quedó sin habla—. Porque tú sabes quién soy realmente, a pesar de que yo ni siquiera me reconozco a mí misma y estoy ahogándome en mi propia oscuridad... Tú ves algo en mí que nadie más puede, y tu forma de amarme es tan simple y sencilla como sólo puedes serlo tú: tratando de ayudarme a ver ese algo por mí misma.

—¿Cómo lo…?

—Porque cada célula de mi cuerpo me dice que te conozco desde siempre, como desde hace un millar de vidas anteriores a ésta —sonrió—. Y aunque no podamos recordar nada de esas vidas pasadas, por alguna razón, estar juntas se siente correcto.

—Esta es la única vida que importa, Kuv. Todo lo demás es como un sueño difuso; nada más que una certeza.

—¿Una certeza de qué?

—De que, aunque en el futuro pueda volverse dolorosa, la decisión de haberme atrevido a conocerte mejor, fue la más acertada. Y nunca me arrepentiré de haberlo hecho —afirmó Korra, tomando el rostro de Kuvira entre sus manos—. El día en que puedas verte como yo te veo —dijo, rozando sus labios con los suyos—. Ese día sabrás por qué te amo tanto.

—La última vez que viniste a verme en prisión dijiste…

Creo que te amo…

—¿No estabas muy segura entonces? —inquirió Kuvira suavemente.

—Tú tampoco, y aún así nos besamos —se rió Korra—. Siempre nos lanzamos sin antes pensar bien las cosas, ¿no?

—Considero que no tiene nada de malo saber reconocer lo que quieres cuando lo tienes en frente, y hacerlo tuyo de inmediato si es posible. Los indecisos son los que se quedan atrás y pierden.

—Kuvira, tú tienes tu modo de ver las cosas y yo el mío.

La aludida arrugó el entrecejo.

—¿No estás de acuerdo, Korra?

—A veces hay que intentar ser un poco más prudentes.

—Mira quién lo dice —se burló.

—¡Cómo sea! —la desestimó Korra, salpicándole agua de mar con una patada leve—. Ya cumplí mi parte del trato, ahora tú cumple la tuya. ¿Qué era eso tan cursi que ibas a decirme?

—¿Qué puede ser más cursi que lo acabamos de decirnos?

—¡Kuvira!

—¿Quieres que te lo diga? —la retó, trotando sobre la arena—. ¡Vas a tener que vencerme primero!

Korra se quedó azorada viendo cómo Kuvira corría devuelta al embarcadero, recogía sus zapatos y se perdía en la distancia, ganando una ventaja considerable sobre ella. Entonces sacudió la cabeza y reaccionó. Recogió sus botas y se las calzó apresuradamente. Subió hasta el templo como una exhalación, buscando a Kuvira con la mirada. La pilló cruzando el puente de la pequeña laguna en la plaza, y emprendió carrera tras ella, esbozando una sonrisa chispeante.

Los patos-tortuga graznaron al sentirlas pasar, y se retiraron al otro extremo del lago, donde no serían molestados por esas humanas impetuosas.

Korra disfrutó ver a Kuvira correr de un lado al otro, entusiasmada. Quizás nunca en su vida se había sentido tan libre, ni tan despreocupada y alegre. Kuvira reía al resbalar y caer cuando sus zapatos no se afirmaban correctamente al pasto, y se ponía de pie rápidamente para seguir huyendo jocosamente de ella.

Se divertía igual que una niña; la niña que nunca pudo ser.

Korra sintió una urgencia apremiante cosquilleándole el pecho; quería atrapar a Kuvira y estrujarla en sus brazos. Quería sacarle las palabras a besos; quería hacerla suya ahí mismo, en ese preciso momento. Aquí y ahora.

Se deslizó sobre una patineta de aire para darle alcance. Y antes de que Kuvira pudiera escabullirse hacia el edificio de los dormitorios, Korra se lanzó y la tumbó sobre su espalda. Kuvira soltó un bufido al sentirla cayéndole encima, entre las piernas. Korra se limitó a apoyar los brazos en el suelo para aprisionarla entre el piso y su cuerpo.

—¡Te tengo! —exclamó orgullosa.

—Usar aire control es trampa —se quejó Kuvira, intentando recuperar el aliento.

—¿Cuándo acordamos eso?

—Irrelevante.

—Dime lo que ibas a decirme —le reclamó Korra.

—¿O si no qué, Avatar? —la desafió, uniendo las cejas en un gesto engreído.

Korra alzó una mano y la acercó al rostro de Kuvira, que no hacía más que observarla intensamente. Sintió la punta del dedo índice del Avatar, trazando el perfil de su nariz y boca con una parsimonia absoluta. Kuvira vibró y cerró los ojos mientras Korra seguía acariciándola. Dejó que trazara la línea de su mandíbula hasta la oreja, y después se precipitó a sus hombros y volvió a subir por su cuello.

Su cuello. En un instante aquellas caricias cedieron y reaparecieron sólo para ser conducidas por la boca de Korra. Kuvira jadeó al sentir la suavidad de esos labios haciendo presión contra la piel sensible de su garganta. Y se sintió delirantemente feliz, casi mareada por la euforia, y hasta débil a razón de un anhelo repentino y desesperado que le surgió de lo más hondo.

Entendió que deseaba a Korra de la forma más común, vulgar, próxima y simple de todas.

—La verdad… —suspiró finalmente, rozando el oído del Avatar con sus labios—. La verdad es que te sueño, Korra… Te sueño a ti y a mí en ese campo de flores espirituales, sumergidas en sus pétalos… Haciendo el amor…

—¿Qué tiene eso de cursi? —le preguntó ella, levantando el rostro para lucir una sonrisa sincera en las esquinas de su boca.

—No lo sé. En el momento me lo pareció.

—¿Querrías… hacerlo realidad?

—¿Querrías tú?

—No creo que resista hasta el portal espiritual en Ciudad República —se rió Korra, sonrojada.

Kuvira pasó una mano entre el corto cabello castaño de la joven Avatar, tan suave, sedoso y alborotado.

—Olvídate de eso. Estamos aquí ahora. Tú estás aquí ahora. —Se inclinó hacia arriba y le besó la mejilla—. Te extrañé, Korra…

En un momento, Kuvira se levantó y caminó fuera de sus zapatillas. La joven Avatar supo únicamente que la vio moviéndose con esa gracia y elegancia que la caracterizaban, atravesando el corredor, como si danzara en el aire, hasta adentrarse en la habitación. Llevaba las manos prendidas de su blusa, y no había que ser muy observador para notar la agilidad con la que sus delgados dedos la desabrochaban, poco a poco, siguiendo el tempo refinado de sus pasos al tocar el piso.

A Korra apenas la deslumbró un corto vistazo de su espalda desnuda en cuanto Kuvira dejó caer la prenda y se perdió en el interior del dormitorio que compartían. Korra la siguió con aire juguetón, sonriendo de medio lado. Su corazón palpitaba acelerado ante la idea de lo que estaban por experimentar. Y se moría por probarlo.

Encontró a Kuvira sentada en la cama, con la espalda apoyada en la pared, sus gruesas cejas dobladas en un gesto meditabundo y serio, que se tornó en uno de dicha al verla atravesar la habitación. Korra se percató de que había acomodado el racimo de flores espirituales en el florero de su mesa de noche.

Aquel detalle le inspiró ternura.

Korra salió de sus botas y se arrastró por el colchón, de rodillas, hasta quedar frente a su compañera. Kuvira se acomodó de rodillas también y la contempló, ruborizándose levemente.

—Te esperaba —le dijo, rozando su morena mejilla con el dorso de la mano.

—Encontré el camino gracias al rastro que dejaste para mí —replicó Korra, siguiéndole el juego.

Señaló la blusa y el sujetador arrojados descuidadamente sobre el suelo, y Kuvira se rió por lo bajo. Entonces, se enfocó nuevamente en Korra, en el azul de esos ojos que adoraba, mientras continuaba acariciándole la mejilla. Y el Avatar, inquieta como era, pasó las piernas alrededor de su cintura, atrayendo sus cuerpos, enganchándose a ella. Kuvira la abrazó y Korra la besó en la boca.

Todo se oscureció al momento en que cerraron los ojos para dejarse llevar por el movimiento suave de sus labios tocándose, lenta y apasionadamente. Kuvira sintió a Korra sonreír al tiempo que sus manos se enredaban en su largo cabello negro, deshaciendo con destreza la trenza que lo ataba. Kuvira simplemente acercó más sus cuerpos, apretándola en sus brazos, gozando de cada segundo de cercanía.

En un instante percibió que la boca de Korra se abría ligeramente, con algo de indecisión. Y ya, volviéndose más osada, la sintió delinear su labio inferior con la punta de la lengua. Kuvira quiso impacientarla, resistiéndose a la súplica tácita del Avatar, pero su propio deseo la empujó a abrirle la entrada, y sucumbió ante la nueva intensidad de aquel beso.

Korra siguió adelante y deslizó su lengua adentro, ya sin poder ahogar el gemido que se le escapó al encontrarse con la de Kuvira. La exploró y saboreó a gusto, sin dejar que su beso perdiera ese ritmo de agonía lenta que llevaban, a pesar del creciente calor que afloraba entre ellas.

Kuvira era exquisita, tal y como la había soñado, en cada una de sus fantasías culposas. Korra sencillamente no podía tener suficiente de ella, quería aplastarla contra la pared, adentrarse más en su boca. Pero, sin que pudiera hacer nada, Kuvira se le escapó de repente, dejándola sólo con sus ansias y un atisbo de frustración.

Korra se retrajo, jadeante, y la miró inquisitivamente, cuestionando el porqué de semejante interrupción.

—No es justo —le reclamó Kuvira con tono autoritario, aunque travieso—. Tienes demasiada ventaja, no seas tramposa.

Korra siguió sus ojos y se percató de que Kuvira observaba detenidamente su blusa azul. No pudo evitar sonrojarse al entender qué era a lo que se refería, y le dedicó una sonrisa lastimera.

—Lo lamento, me dejé llevar —admitió, sacándose la blusa por encima de la cabeza y despojándose también de las ataduras de su pecho—. ¿Con esto basta para nivelar el campo de juego?

Kuvira la admiró en silencio.

Sus ojos reposaron en las intrincadas cicatrices que marcaban el torso del Avatar, esparcidas sobre sus hombros, pecho, costados y abdomen. Vestigios de batallas pasadas. Era tan joven y ya había atravesado por tanto. Ningún Avatar había producido la misma magnitud de cambios en el mundo que Korra. Ella era, verdaderamente, una chica extraordinaria. Quizás, el ser más poderoso del universo, y aún así, el más desinteresado.

Era una salvadora.

Kuvira no podía verla de otro modo, porque Korra era su salvadora.

Sin ella, no quería ni pensar en dónde estaría ahora; siendo una tirana infeliz o un despojo de polvo cósmico, flotando en el vacío. Tal vez, una reclusa pudriéndose en prisión…

Kuvira apretó los labios y sacudió los pensamientos depresivos de su mente. No era momento de divagar en lo que fue y lo que pudo haber sido. Estaba viviendo un presente como ninguno, ¿así que por qué no sólo concentrarse en la mujer que amaba?

Estaba justo frente a ella, y no podía adorarla más. Le fascinaba el tono moreno de su piel, la sutileza con la que se marcaba su musculatura, sin hacerla perder la delicada línea femenina de su cuerpo. Aunque Korra era un tanto más robusta que ella, seguían siendo de la misma complexión. Korra conservó los guantes azul oscuro de brazo entero y estos provocaban un contraste perfecto con el aguamarina de sus ojos. Esos que la admiraban con nerviosismo, suscitando ternura en ella.

—¿Qué te sucede, Korra? —le preguntó con gentileza, descansando los brazos sobre sus hombros desnudos.

—No es nada en realidad —musitó apenada—. Sólo me sorprende que sigas siendo intimidante aún cuando te encuentras en un estado tan vulnerable; así, semidesnuda y eso… —sus mejillas se tornaron rojizas—. Si te me quedas viendo de esa forma, me pones nerviosa —se encogió de hombros, riendo—. Estoy siendo ridícula, lo sé.

No obstante, en lugar de recibir una protesta o una burla de parte de Kuvira, Korra la vio suavizar su expresión, que más bien se tornó condescendiente. Kuvira esbozó una sonrisa cariñosa, la dejó ir, y susurró:

—Debiste haberme dicho que era tu primera vez —acarició su corto cabello con dulzura—. Con razón estás tan ansiosa, que no te dé pena. Lo entiendo. Mira, estoy acostumbrada a dominar, ya lo sabrás, pero… —se acostó despacio en la cama y miró a Korra desde abajo—. Si te hace sentir mejor, puedes… empezar tú.

—No quiero incomodarte.

—Yo tampoco.

Korra se sentó a horcajadas sobre la cintura de su compañera, y apoyando los codos en el colchón se inclinó hasta juntar sus frentes, casi rozando su nariz con la de Kuvira. El corazón le latía como si estuviera a punto de salírsele del pecho. Ahí estaban, mirándose a los ojos, confortándose mutuamente para hacer de éste el momento más sublime de sus vidas.

—¿Segura?

—Me da lo mismo siempre que sea contigo, Korra.

La aludida le besó el entrecejo con suavidad.

—Kuv, te amo… —exhaló.

Y movió su cabeza en dirección al cuello de Kuvira. Sus labios comenzaron a trabajar una vez más, deslizándose sobre la pálida piel de Kuvira, llenándola de besos. Ésta ladeó un poco la cabeza para abrirle más espacio a Korra, y ella no tardó en encontrar aquel punto sensible que hizo a Kuvira estremecer bajo su cuerpo. La maestra metal se aferró a su cintura y apoyó la barbilla en el hombro de la morena, hipnotizada por las caricias que los labios de Korra le profesaban en la garganta.

—Tranquila, vas a dejarme marca —le dijo entre risas.

—Mmm… Es lo que pretendo… —susurró Korra, descendiendo hasta su clavícula—. El mundo va a enterarse de que eres mía, Kuvira.

—Pensé que yo era la posesiva.

—Sí, pero yo soy la competitiva.

Kuvira se había formulado una buena respuesta, pero la olvidó en cuanto el nuevo contacto de la boca del Avatar en uno de sus pechos la hizo quedarse sin aliento. Korra se empecinó con repartir marcas y besos a lo largo del torso de Kuvira, conforme la iba explorando, moviéndose entre sus senos, bajando hasta su vientre.

En ese momento, Korra se separó de ella para tomar aire y poder contemplarla. Reposó las palmas de sus manos por ese blanco y suave abdomen, percibiendo la tensión en los músculos de Kuvira, al ser sometidos a las lentas caricias que Korra le infligía con las yemas de sus dedos.

—¿Te gusta lo que ves? —escuchó musitar a Kuvira.

—Eres hermosa —jadeó ella.

Kuvira se ciñó de su espalda y se la trajo abajo nuevamente, eliminando por completo la distancia que separaba sus cuerpos. Y se rió en respuesta al pequeño gañido sorprendido que soltó Korra al sentir sus pechos desnudos tocándose por primera vez. Kuvira se concentró en la suavidad, en la calidez y delicadeza de esa piel; sensible y frágil como papel mojado. Tan diferente a la textura del pecho de un hombre…

Subió las manos hasta la espalda del Avatar y comenzó a masajearla, a trazar con cuidado las líneas de sus cicatrices.

—¿Cuántas de éstas te causé yo? —suspiró en su oído.

Korra frunció el ceño.

—No voy a decírtelo, ¿qué importancia tiene?

Pero Kuvira podía distinguir las marcas y los cortes provocados por sus navajas de metal, de entre aquellas huellas dejadas por quemaduras o lesiones de otro tipo. Y eran demasiadas. Todas, recuerdo de su enemistad mortal, de cada vez que atentaron contra la vida de la otra.

Recuperando la iniciativa, Kuvira se dispuso a cambiar el significado de esas cicatrices.

—Bien, no me lo digas —acercó los labios al contorno de sus hombros—. Besaré todas y cada una de ellas entonces.

—Kuvira…

—Nunca más volveré a lastimarte, ¿comprendes?

Y Korra tuvo que resignarse a disfrutar del roce húmedo y tibio de aquellos labios en su espalda, en sus brazos, en el pecho, y en todas las partes en las que la tocó. Una vez satisfecha, Kuvira subió hasta el cuello del Avatar, y trazó un nuevo camino de besos hasta que sus bocas volvieron a encontrarse.

Sintió las manos de Korra perfilando sus costados, descendiendo de regreso a su abdomen. Abandonó sus labios y recorrió el mismo trayecto hacia abajo. Korra acarició, besó y lamió su ombligo, provocando una marejada de cosquillas en la maestra metal. Kuvira se carcajeó entre tenues gemidos, recordando la obsesión de Korra por el botón de su estómago.

—¿Quién te ve tan traviesa, Avatar?

—Acostúmbrate —rió ella.

Llegó el momento en que no era suficiente el placer que se concedían solamente con besos y caricias. Las manos de Korra tanteaban el pantalón de Kuvira, y las suyas hacían otro tanto con el de ella. Se frotaban una contra la otra; estorbaba la tela, y crecía la desesperación por entrar en contacto con el resto de su piel. No pasó mucho para que, entre caricias, se desprendieran de sus últimas prendas.

Y cayeron al suelo los pantalones de acólito, la parka de piel tribal, el pantalón azul y las bragas de ambas.

Se detuvieron para mirarse en silencio, respirando la tensión en el aire. Sonreían con suavidad, perdidas en los ojos de la otra. El palpitar de sus corazones era tan fuerte, que podían sentir los golpes en sus pechos, latiendo acelerados.

Kuvira alzó una mano y la reposó en la mejilla de Korra.

—Korra, te debo todo lo que soy hoy en día. Tú salvaste mi vida. Buscaste la luz en mí cuando nadie más lo hizo; me devolviste mi humanidad. Por eso quisiera… Siento que mereces…

—Comprendo —repuso ella, besándole la mano al tiempo en que la envolvía en la suya—. También quiero que seas tú quien lo haga, Kuvira…

Kuvira la tomó por los hombros y giró con ella para ocupar la posición de arriba. Bajó un segundo para depositar un beso en sus labios color caramelo, y exhaló un "Te amo" en su oído. Korra esbozó una sonrisa decidida, aunque un tanto nerviosa, y se abrió de piernas. Cerró los ojos y esperó a que Kuvira moviera el cuerpo para acariciarlo contra el suyo, rozando su intimidad, uniendo sus centros, hace mucho humedecidos por el deseo.

—Ahora, relájate y aprende —susurró Kuvira.

Comenzaron a frotarse contra la otra, adorando la cercanía y el contacto de sus cuerpos, uno con el otro. Sólo la fricción generada entre sus partes más sensibles era suficiente para enviar placenteras descargas eléctricas a través de la totalidad de sus sentidos. Kuvira hundió el rostro en el hueco del cuello del Avatar y la besó, apasionada.

Korra lo disfrutó desde el primer momento. Rodeó la cintura de Kuvira con una mano y masajeó su espalda con la que le quedaba libre, subiendo hasta su ahora alborotado cabello negro. Kuvira hizo presión contra ella, y Korra alzó y separó un poco más las piernas para permitirle acomodarse mejor. Kuvira le sacó provecho, esbozando una sonrisa pícara. El roce constante suscitó una llamarada en Korra, que acabó por aprisionar a su amante con el abrazo de sus piernas, para apretarla aún más contra ella.

Kuvira jadeó, la besó en la boca y comenzó a explorarla con una mano mientras se apoyaba en el colchón con la otra. Sus dedos avanzaron más y más a lo largo de su piel sudorosa. Más abajo. Más profundo. Korra se quedó sin aliento en un segundo y, luego, sintió adentro el primero.

Rompió el beso con un gemido; la intrusión la había tomado por sorpresa. Y en respuesta, se aferró al hombro de Kuvira, casi enterrándole las uñas. Kuvira, por su parte, hundió un segundo dedo e hizo a Korra tiritar. El placer se apoderó de ella y, a pesar del dolor inicial, empujó las caderas contra la mano de Kuvira, moviéndose al compás de ese adentro y afuera que la consumía…

Era como respirar; inhalar y exhalar.

Korra empezó a gozarlo, a enamorarse de esa nueva sensación, una que se transformó en un calor que aumentaba más y más, y la dejaba sin respiración. Se abandonó, se entregó por completo, y se dejó llevar.

—Kuvira… Ah… Ah…

Aquellos jadeos suplicaban por más atención, más velocidad, más profundidad, más fuerza. Se arqueaba su espalda, se tensaban sus músculos. Y Kuvira se dedicó a complacerla, a llevarla al límite. Pasaron el punto sin retorno, y de repente, ya no se sabía qué era qué, ni quién era quién. Sus cuerpos estaban tan mezclados, tan enredados… Eran pura y dulce confusión, la más bella calamidad. Una explosión de sensaciones tan intensa, que Korra se creyó a punto de morir.

Y quizás lo hizo.

Murió.

Y en un instante volvió a la vida.

Despacio, abrió sus ojos, iluminados por un resplandor del blanco más puro, que fue atenuándose hasta regresar al azul aguamarina de siempre. Encontró sus dientes clavados en el hombro de una muy sonriente Kuvira, que jugueteaba con su corto cabello, esperando a que volviera de a dónde fuera que la joven Avatar se había ido.

Korra percibió un delicioso aroma a lavanda, que inundaba la habitación, y se percató de que unos delicados pétalos púrpura se deslizaban por el aire y caían suavemente sobre el suelo, las sábanas, sus cuerpos desnudos... Miró las flores espirituales en la mesa de noche; todavía brillaban, dibujando sombras violáceas en las paredes. Habían reaccionado a la intensidad de sus emociones.

—Bienvenida de vuelta —escuchó a Kuvira murmurar con voz serena—. ¿Soltarías mi hombro?

Sonrojándose, Korra separó sus dientes de aquella piel enrojecida, pero no sin darle un corto beso primero. Comprendió que estaba tendida en la cama junto a Kuvira, segundos o minutos después de haber hecho el amor con ella. Aunque seguía sin entender qué había pasado exactamente, cerca de la culminación de todo. Parpadeó y miró a su amante, confundida.

—A mí no me mires, yo tampoco había experimentado el orgasmo del Avatar hasta hoy —Se rió—. No sabía que algo así podía inducirte el Estado Avatar; vamos a tener que ser cuidadosas con eso. ¿Te encuentras bien?

—¡Me siento increíble! —Y de pronto, fue como si hubiera tenido un bajonazo de azúcar—. Pero también exhausta, adormilada —le envió una sonrisa lastimera—. Lo siento, el viaje de regreso fue algo pesado, y ha sido un largo día. Pero quisiera que tú también pudieras-…

—Ven aquí… —la interrumpió Kuvira—. Tenemos tiempo suficiente para que me regreses el favor en otra ocasión.

Acurrucó a Korra en su pecho, dejándose vencer también por el sueño. Ésta última aprovechó para estirarse y besarle el lunar bajo su ojo derecho. Y se quedaron contemplando el relajante brillo violáceo de las flores espirituales en la oscuridad.

—¿Por qué hicieron eso las flores? —preguntó Kuvira con curiosidad.

—Como son del Mundo Espiritual, todo allá responde a la influencia de nuestras emociones, especialmente si se trata de mi influencia como Avatar. Supongo que las flores reaccionaron a… —se sonrojó—. Bueno, tú sabes…

—Entonces, ¿jamás se marchitarán?

—No si nuestra energía se mantiene siempre positiva. En tanto seamos felices, se mantendrán bellas. Y siempre seremos felices juntas, tú y yo.

Sintió a Kuvira suspirar pesadamente al tiempo en que preguntaba:

—¿Eso crees, Korra? ¿Tú crees que seremos siempre felices… juntas? Tú te lo mereces, te mereces toda la felicidad que el mundo pueda ofrecer. Eres una gran persona, Korra. Pero yo… —se deslizó lejos de la joven Avatar para acomodarse en la orilla de la cama—. Sigo sintiendo que no merezco nada de esto, todo lo que me has dado, la compasión que me has tenido… Yo no… Yo no merezco tenerte así, Korra.

—Kuvira —la voz del Avatar adquirió un tono seco y severo—. No quiero volver a oírte decir semejante estupidez. ¿Cómo puedes seguir pensando así de ti misma? ¡Mereces esto! Ésta es tu segunda oportunidad, debes permitirte ser feliz.

—¡No lo comprendes! —manifestó Kuvira, inconforme. Entonces se volteó para poder mirar a Korra de frente; sonreía y le brillaban los ojos con lágrimas reprimidas—. Soy muy feliz… pero no dejo de pensar en que el mundo jamás nos aceptará. Y, tarde o temprano, una de las dos saldrá herida.

Korra se movió hacia ella y le cogió las manos con gentileza, envolviéndolas entre las suyas.

—Olvídate del mundo. Aunque sea sólo por hoy, olvídalo… Quiero que seas feliz; que seamos la felicidad de la otra —sonrió—. Te amo, Kuvira.

La aludida se limitó a devolverle la sonrisa, aunque poco después, se soltó de las manos de Korra y volvió a tumbarse de lado, dándole la espalda. En su cabeza, mil pensamientos confusos avasallaban contra las amables palabras que Korra había pronunciado para ella. Había quedado tan sensible y vulnerable. Estaba insegura, asustada; demasiado preocupada como para dejarse convencer. Lo peor era que no quería arrastrar a Korra hacia su propio dolor.

¿Por qué nadie le dijo nunca… que el amor era así de insoportable?

En un segundo sintió los brazos de Korra rodeándola, atrayéndola hasta ella. Korra la abrazó por la espalda y le plantó un beso en la base del cuello. Y acarició su pelo con tanta delicadeza… Era el toque de su Avatar, trayendo la paz devuelta a un corazón donde solamente había existido la guerra. Y Kuvira deseó que Korra pudiera quitarle de encima esa terrible carga de incertidumbre y congoja.

Espíritus… No quería que el universo la alejara de ella jamás.

—¿Kuvira? —le susurró suavemente en el oído.

—¿Hm?

—Nunca voy a perderte, ¿verdad?

Si tan sólo pudiera volver a ser infinita, en un mar de azules, violetas y rosas… Kuvira no pudo responder a esa pregunta. Sin embargo, acalló su duda con un último beso en los labios.

Quizás el destino acabaría separándolas después de todo. O, tal vez, serían la excepción a una regla que llevaba más de diez mil años. Lo cierto es que no había respuesta para eso.

No aquí, no ahora.

»Continuará…