Capítulo 3: La Cueva

Koya no paraba de gritar y convulsionarse, al punto de quedar postrado en el suelo sin poder controlarse; su hermano hacía lo posible por calmarlo, pero era imposible. Peor aún: Powaq se percató que mientras más agitado se volvía su hermano, sus poderes aparentaban cobrar cierta autonomía, al punto que la tierra misma parecía sacudirse levemente. Si no lo detenía…

Detenerlo era más fácil cuando contaba con la ayuda de otros: ahora que se hallaba solo y lejos de su hogar, Powaq la tenía mucho más difícil. Por fortuna, conocía la manera de detenerlo: corrió hacia su hermano y forcejeó con él por un par de minutos. En cuanto Koya se descuidó, su hermano le aplicó varios puntos de presión, ayudándolo a calmarse.

Powaq tomó a su hermano y lo cargó a su espalda, para llevarlo al interior de una cueva cercana: ya en su interior, lo recostó con cuidado en el suelo, donde jadeaba constantemente; como si hubiera acabado de correr. Después, Powaq se dedicó a preparar una fogata, pues estaba oscureciendo.

Mientras lo hacía, ignoraba por completo lo que pasaba en la cabeza de su hermano.

— No te preocupes, Koya -le dijo mientras extendía un paño húmedo sobre la frente de su hermano y se sentaba frente a él- Nada te pasará mientras yo esté aquí.


Koya yacía recostado junto a la fresca hierba del bosque: sus ojos quedaba hipnotizados por los rayos del sol que atravesaban la inmensa bóveda que formaban los gigantescos árboles y hacían relucir variedades de verde inimaginables. El aire estaba quieto, pero fresco y agradable, el sol acariciaba su rostro: era una bella mañana.

Había salido a pasear a las afueras de la ciudad en compañía de su familia: había una pequeña cascada que caía en un pequeño estanque del que nacía un riachuelo, el cual era un lugar agradable para pasar el día: sus padres pasaba la mayor parte del tiempo hablando entre ellos o haciendo "cosas de padres", mientras dejaban a sus pequeños hijos jugar. En esta ocasión, Powaq había quedado tan embelesado por un libro de ciencias que había traído, que Koya no tuvo alternativa que ir a divertirse por su propia cuenta, decidiéndose ir a explorar el estanque junto a la cascada: una vez allí, optó por recostarse sobre la hierba retozar un rato.

Hubiera sido perfecto, de no ser por cierta intrusa…

— Hola.

— ¡Ahhh! -exclamó el sorprendido niño tauren- ¿Qué pasa? -miró a la recién llegada: una niña de su especie de corto pelaje dorado con dos pequeñas trenzas colgándole a los costados, diminutos cuernos negros y ojos verdes que usaba unos mantos largos de colores que la cubrían casi por completo- ¿Quién eres? -preguntó con brusquedad- ¿Por qué me despertaste, niña?

— Me llamo Keena, ¿Y tú?

— Koyaanisqatsi… Pero todos me dice Koya porque creen que mi nombre es largo y difícil de aprender.

— Jajaja… Eso es gracioso, Koya. Dime, ¿Quieres jugar conmigo?

— Mmm… No sé… Estaba descansando tranquilamente hasta que llegaste. -la niña parecía mostrarse decepcionada hasta que…- Pero bueno; me aburría también, ¿A qué quieres jugar?

— Al escondite: tú cuentas y yo me escondo.

— Ah, nononono… Tú cuentas y yo me escondo; no es por malo, pero no quiero quedar como tonto al que lo dejan olvidado.

— Está bien. -sonrió tiernamente Keena- Tú cuentas y yo me escondo, pero nada de abandonarme, ¿Si?

— Palabra de tauren.


La visión se había difuminado hasta desvanecerse completamente en la oscuridad: Koyaanisqatsi volvía a ser el tauren maduro y no el novillo de siete años que recordaba de su infancia; tampoco estaba en Feralas, sino en una oscuridad tan profunda que era casi imposible verse a sí mismo... pero lo sentía: volvió a ser adulto.

Pero esa gran oscuridad no era silenciosa: oía voces, cientos de ellas, que murmuraban, gritaban, gemían y suplicaban en un lenguaje incomprensible; esas voces era molestas, pero salvables. Sin embargo, había otras dos que le preocupaban: se oían sumamente distantes y apenas perceptibles al oído, pero de algún modo, sintió que eran las más fuertes y sabias de todas. No las entendía casi nada, pero creyó diferenciarlas: una parecía manar un aura cálida, amistosa, gentil y noble; la otra, por el contrario, parecía manar odio y rencor con cada palabra que soltaba. Peor aún: Koya tenía el terrible presentimiento de que esa presencia buscaba algo con él; mas la otra presencia parecía darle la contraria y defenderlo.

Aun así, Koya se sentía frustrado, impotente, y sumamente incómodo, deseando a gritas que ambas presencias se esfumaran de su cabeza. Albergaba la esperanza de que el ser benévolo comprendiera su dolor y se fuera, pero mientras el otro siguiera allí, sería difícil.

— ¡VÁYANSE! ¡LARGO DE MI CABEZA! ¡FUERA! ¡¿ES QUE NO ME ENTIENDEN?! ¡LÁRGUENSE!

— ….

— ¡DÉJENME EN PAZ!

¡SERÁS MIO!

— ¡ALÉJATE DE ÉL!


¡ALÉJATE DE MÍ!

Koya despertó sobresaltado: sus ojos se abrieron de golpe, develando un paisaje sumamente diferente. Puso su mano izquierda sobre su cabeza y sintió el paño húmedo y su frente empapada en sudor; levantó la parte superior de su cuerpo y dio un vistazo: estaba en el interior de una cueva, bajo la tenue luz de una fogata. Junto a ella, se hallaba su hermano, mirándolo sorprendido; repentinamente, este corrió a abrazarlo.

— ¡Hermano! ¿Estás bien? ¡Qué bueno que despertaste!

— Si… Estoy bien, Powaq… Pero trata de no aplastarme los pulmones… -se soltó del abrazo con cuidado- Y de ser tan cursi, por amor a la Madre Tierra. ¿Dónde estamos?

— Dentro de una cueva. -respondió este mientras buscaba algo de comer entre las cosas que tenía alrededor- Creo que fue de los jabaespines en su mejor momento; por suerte no he visto nada amenazante por aquí. ¿Qué quieres comer? ¿Frijoles enlatados recalentados o escorpión gigante asado?

— ¿De dónde… sacaste el escorpión? -preguntó suspicazmente-

— Aquí en la cueva. -respondió; tras ver a su hermano dubitativo, prosiguió- Tranquilo: su nivel de radiación es seguro, y más con ayuda del desinfectante de alimentos que nos dio Titha. Anda, come con confianza.

— Mejor dame un poco de cada uno: tengo hambre. -de inmediato Powaq le ofreció un filete asado de carne de escorpión y una lata recalentada de frijoles: Koya sonrió al leer su envoltorio- "Frijolitos Sabrozín: sabor y flatulencias garantizadas" Jajaja: estos goblin.

Koya abrió la lata, y con ayuda de una cuchara, se dispuso a comer la comida ofrecida; su hermano lo observaba detenidamente. Tras una pausa, reinició la conversación.

— ¿Cuánto tiempo pasó desde…?

— ¿Desde qué perdiste el conocimiento? Casi catorce horas, hermano: son horas de la tarde en este momento.

— ¿Tanto tiempo me he dormido? ¡Debemos continuar!

— Sería mejor que te quedaras a descansar, Koya. -aconsejó su hermano- Apenas te has levantado y comido como para ponerte de inmediato a continuar el viaje.

— No eres mamá para decirme que hacer. -le gruño en voz baja pero firme- Nos vamos enseguida.

— Es una mala idea -agregó Powaq, tras darle una corta mirada al exterior- Anochecerá pronto, y si bien no vi nada anormal o peligroso por aquí, no descarta la posibilidad de que haya algo acechando por este lugar. Aparte: si vuelves a tener uno de tus ataques, y en el peor momento, sería desastroso.

— Detesto cuando tienes razón. -hizo una pausa; tras acabar su comida, dejó la lata por ahí- Pero mañana a primera hora.

— Koya…

— Qué.

— ¿No sabes que es lo que te ocurre?

— No… No tengo idea, hermano; espero… poder hallar las respuestas en Mulgore.

— Seguro las hallarás. -Powaq se quedó viendo la fogata en silencio por varios minutos; luego reanudó la conversación- Koya… ¿Cuándo piensas decirme REALMENTE lo que te pasa?

Powaq alzó la ceja de sorpresa, pero permaneció callado. ¿A qué se refería su hermano? ¿Sabía algo que ignoraba o más bien algo que NO debería de saber? Tenía sus sospechas, pero prefería no tocar mucho el asunto, así que trató de evadir la pregunta.

— Sabes que no sé lo que me pasa. Será mejor que descanses: trataré de hacer guardia esta vez.

— Koya…

— Descansa y yo har…

No había sido un ataque, pero Koyaanisqatsi había caído desmayado por algún motivo. Su hermano, de inmediato, fue a socorrerlo; sin embargo, todos sus intentos por despertarlo de su "trance" fueron inútiles. Koya yacía inconsciente en el suelo, jadeando copiosamente y murmurando ininteligiblemente: pasara por lo que pasara, debía de ser bastante peculiar.

Powaq nuevamente no tuvo mayor alternativa a permanecer junto a él, preparado ante cualquier cosa que pudiera pasar.


Jugar a las escondidas con Keena había sido más divertido de lo que pensaba: Koya se hallaba muy feliz tras conocer a una nueva compañera de juegos. ¿Se lo diría a Powaq? ¿O a sus padres? Todavía no: conociendo a Powaq, terminaría uniéndose al grupo, y Koya lo que deseaba era amigos propios: no amigos que compartir con su hermano; aun a la tierna edad de siete años, Koyaanisqati ya se sentía presionado por ese aspecto de ser mellizos. Odiaba compartirlo todo.

Respecto a sus padres… pues sabría que no habría problema alguno, pero sabía lo "melosamente agradables" que podían ser: su madre actuando como buena anfitriona, aunque eso significara humillar a su hijo… Y su padre, cuyas preguntas interminables y propias de un interrogatorio, así como su mirada seria a veces intimidaba a cualquiera: era buena persona, y muy amable, pero… No: mejor dejar a Keena como una amiga secreta… por el momento. Era más divertido así.

Keena había dicho que regresaría la próxima semana, lo que era estupendo, porque la familia de Koya pasaría de nuevo por allí en ese mismo lapso de tiempo. Lo poco que sabía de ella era que vivía por esa zona, que sus padres tenían un negocio pequeño, y que no poseían poderes especiales. Era todo. ¿Cómo distraer a su hermano de otra potencial amistad compartida? Fácil: distraerlo con algo más interesante que jugar con su hermano.

— Oh… ¿Es el libro "Cuentos de una Tierra Lejana" de Julius Wells? -preguntó el pequeño Powaq al ver tan maravilloso libro de su autor favorito de pre-Holocausto; su hermano respondió afirmativamente- ¿Cómo lo conseguiste?

— Lo pillé por ahí… usé mis ahorros, y decidí regalártelo. -explicó sonriente, ocultando su "siniestro" plan- Sé que te gustan estas cosas, y eres mi hermanito.

— ¡Muchas gracias, hermanito! -agradeció a Koya con un abrazo- ¡Lo leeré ahora mismo!

— Disfrútalo. -le dijo, mientras se alejaba poco a poco- Yo iré a jugar por ahí.

— ¿No quieres leerlo conmigo?

— Eh… Después me cuentas de qué va.

— De lo que te pierdes… -mientras Koya se alejaba de su hermano, Powaq inició la lectura- "La Tierra es un mundo distante habitado únicamente por humanos, en donde…"

A Koya no le interesaba esa historia de fantasía que sonaba de lo más irreal. ¿Un mundo habitado por una sola especie inteligente? Que aburrido, se decía. Mientras su hermano se distraía por semejante sacrificio a sus ahorros infantiles, iría junto a su nueva amiga. ¿Por qué le interesaba tanto? ¿Estaba enamorado de esa chiquilla? No; para nada: sólo que el hecho de poder tener a una amiga propia y no compartida le atraía mucho.

Llegó al estanque, y esperó a que llegara. Tardó casi veinte minutos en llegar, pero ahí estaba, usando el mismo atuendo que antes.

— Oh, viniste. ¡Qué bueno! -sonrió amablemente- Entonces podremos jugar.

— ¿A qué quieres jugar exactamente?

— ¿Quieres jugar al sehnet*?

En eso, sacó una pequeña cajita dorada con incrustaciones de piedras de colores azul, verde y rojo, y unos grabados que sólo podrían ser propios de Uldum. Al abrirla, se develaba un tablero de 30 casillas con grabados en algunas de ellas, aparte de un número indeterminado de pequeñas piezas cónicas con una diminuta esferita por cabeza como contenido de la misma.

El sehnet era un juego de mesa tradicional de los Tol'vir. Durante siglos, la cultura tol'vir había permanecido oculta del resto de Azeroth, pero tras el Cataclismo, había vuelto a abrirse al mundo. Con el tiempo, Uldum recibió más y más visitantes, y su cultura se hizo conocida; entre ellas, el sehnet, que se convirtió en uno de los juegos más populares de Azeroth. En algunos lugares, llegó a superar en popularidad al Heartstone.

— Eh… No sé cómo se juega.

— ¡Yo te enseño a jugarlo! -exclamó animada- ¡Es muy fácil!

— Está bien.

No era tan difícil como suponía: algunas piezas se movían de una manera; otras de forma distinta; las casillas tenían símbolos que podían significar una ventaja, u castigo o simplemente nada. Koya aprendió rápidamente el juego y comenzó a jugar: así, pasaron los minutos, que terminaron convirtiéndose en horas. Tras más de 3 partidas, la niña terminó ganando, pero a Koya no le molestó: se había divertido.

— No creí que fuera tan divertido un juego de mesa.

— Si lo juegas bien acompañado lo es. Si no, es molesto.

— Y yo… ¿Qué soy?

— Un jugador novato, tontito. ¿Jugamos otra partida?

— Jeje… No sé; estoy algo cansado de estar recostado. -pensando- Ya sé ¿Por qué no vamos a nadar al estanque?

— ¿N… Na... nadar? -preguntó Keena: sonaba incómoda más que indecisa con la idea- Es que… yo…

— ¿No sabes nadar? Yo te puedo enseñar. -comenzó a sacarse la camisa- Toma algo de tiempo, pero…

— ¿Sabes? Ahora recordé que se hace tarde y debo irme a mi casa. -recogió con prisa las piezas del juego y las metió en la cajita, cerrándola posteriormente- Discúlpame, Koyaanisqatsi.

— Está… bien… -apenado- Nos veremos otro día, ¿Verdad?

— ¡Sí, nos vemos otro día!

Keena salió corriendo con suma prisa, como si le urgiera llegar a su casa a toda costa. Se perdió de la vista del niño tauren tras pasar unos arbustos al otro lado del estanque. Koyaanisqatsi se preguntó si había dicho o hecho algo mal frente a la niña. ¿No sabía nadar? ¿Era tímida? ¿Tenía miedo al agua? No lo sabría ese día; y así como Keena se tuvo que volver a su casa, Koya debería hacer lo mismo: se hacía tarde, y no quería preocupar a sus padres.


Koya ya no se encontraba en Feralas, ni tenía a su familia cerca; pero tampoco estaba en aquella gran oscuridad escuchando aquellas voces. Es más: ni siquiera se sentía él mismo; como si se encontrara en otro cuerpo… si es que al menos poseía uno.

Se hallaba en la entrada de la cueva, era de día, y en la lejanía se escuchaban los ecos de explosiones lejanas, así como estelas de humo que sobresalían de los peñascos cercanos. No estaba solo: había varias criaturas a su lado, de cuerpo rechoncho pero fuerte, cabeza grande de cerdo salvaje, pelaje desaliñado. Koya nunca había visto criaturas así, pero sabía que eran, pues había leído, oído y visto de ellos en libros, historias y tapices: los jabaespines. A primera vista, los jabaespines no se veían desafiantes, sino asustados por aquellas explosiones y humaredas lejanas que no parecían ser amenaza por el momento. Sin embargo, pese a no entenderlos, sentía su temor: sus palabras eran inentendibles, posiblemente por el bajo común -un idioma muerto hace casi un siglo- mezclado con sus gruñidos de cerdo. Pero aun así, uno podía sentir a simple vista que estaban confundidos.

Entonces fue cuando vio en lo alto, un par de delicadas estelas de humo blanco surcar el cielo desde el este; luego desaparecieron. Segundos después, el cielo se tornó blanco y hubo un sepulcral silencio: un resplandor como nunca antes hubiera visto encandiló todo a su alrededor, eliminando momentáneamente todo rastro de sombra: los jabaespines chillaban ante esa luz que hería sus ojos… y en algunos casos, los enceguecía. Luego se oyó el estruendo, como el de un trueno a pocos metros de distancia, tronando con tal fuerza que ninguna otra cosa podía oírse más.

Koya no vio ni oyó nada por unos instantes, pero sabía que algunos jabaespines estaban huyendo en dirección a la cueva; otros seguían allí, mirando y oyendo al vacío, aun si ya no tenían vista ni oído. Sobre las rocas se podía ver una enorme y emergente seta de fuego cuyas llamas doradas pronto cambiaban a ámbar, rojo, púrpura, hasta volverse humo negro: una extraña nube anular salió despedida del tronco de la seta, mientras esta continuaba ascendiendo. Una terrible ráfaga de viento incandescente llegó, acompañado de una onda de choque que hizo temblar la tierra; varias rocas se desprendieron de los riscos a consecuencia de ello. Koyaanisqatsi veía horrorizado como no sólo las zarzas espinosas o los arbustos, sino los mismos jabaespines ardían en llamas apenas llegaba esa ventisca ardiente; en el caso de las plantas, se carbonizaban casi al instante.

Optó por huir junto a ellos al refugio de sus cuevas, en parte porque lo creía lo más lógico… y por otro lado, porque ya no quería ver tantos horrores. No hacía falta cavilar demasiado para saber de qué era testigo. Quedaba por preguntar… ¿Cómo? Y lo más importante, ¿Por qué?

Dentro de las cuevas estaba más fresco, pero incluso así el calor era terrible: supuso que afuera la temperatura del aire llegaba al punto de ebullición del agua… o peor. Había jabaespines de todo tipo: guerreros, cazadores, geomancers, pícaros, exploradores, tanto hombres como mujeres y niños; la mayoría heridos levemente, y otros con serias quemaduras. Todos estaban terriblemente asustados por lo que pasaba afuera. "¿Qué ocurre?" "¿Qué es ese estruendo?" "¿Por qué todo está ardiendo?" "¿Es el fin del mundo?" preguntaban, o al menos eso creía Koya que preguntaban: lo más probable era que la respuesta a la última pregunta fuera "SI".

Permaneció allí viendo como los jabaespines discutían entre si hasta que algo los alarmó: otro grupo había entrado a la cueva, y se encontraban en pésimo estado. Harapientos, con el pelaje chamuscado y la poca piel que les quedaba colgándoles de su cuerpo, su carne estaba expuesta y no paraban de sangrar. De inmediato fueron socorridos por otros miembros de su especie, brindándoles agua y algo de comida; otros curiosamente les arrojaban tierra. AL principio no lo entendió, pero luego le pareció ver un atisbo de inteligencia en esas criaturas: arrojarles tierra para apagar las pocas llamas que aun ardían en sus cuerpos, así como usar la tierra para "enfriarlos" en lugar de usar agua, un recurso que terminaría siendo sumamente valioso.

Mientras los jabaespines heridos eran atendidos aparte, Koya permaneció junto al resto del grupo en la cueva, soportando el terrible calor, viendo esas expresiones de miedo en cada rostro, y escuchando a los lejos los gritos de una muerte inimaginable. Pronto se quedaría dormido en medio de la oscuridad.


El joven chamán había despertado nuevamente: sintió el suave calor de una fogata en sus cercanías, el humo, el ruido de la leña ardiendo, y la visión reducida. Era de noche, y hacía mucho más frio del que creyó haría en esas tierras. Sin levantarse de su sitio, buscó con la mirada a su hermano, y lo encontró junto a la entrada de la cueva: tenía la mirada fija tanto en el interior como en el interior de su improvisado refugio; posiblemente estaba haciendo guardia, y al mismo tiempo cuidándolo de cualquier peligro. ¿Había dormido algo desde que salimos? Se preguntaba Koya.

Lo hubiera avisado de estar ya despierto, pero se tomó su tiempo para pensar mientras oía como fondo el crepitar de las llamas de la fogata. Había tenido nuevas visiones ¿Por qué? ¿Qué trataban de decirle? ¿Por qué justo ahora? Mascullaba en su cabeza. Deseaba irse de allí cuanto antes, pero Powaq tenía razón en que sería peligroso mientras fuera de noche. Lo peor sería que Koya sospechaba que… tarde o temprano, Powaq tendría que…

— Ya despertaste. -dijo su hermano, sin moverse de su sitio e interrumpiendo sin saberlo los pensamientos de Koya-

— Hace frio. -respondió el chamán- Creo que la fogata no es suficiente para mantenernos calientes.

— Supongo que… el clima es mucho más hostil ahora por esta región. -soltó un resoplido- Ni que decir por los recursos: conseguir leña es cada vez más difícil.

— ¿De dónde la has sacado, Powaq?

— De las zarzas, ¿De dónde más? Casi no hay madera u otro combustible que usar: casi toda la madera que hallas por aquí es carbón, y las zarzas son muy duras.

— Suenas algo nervioso, Powaq.

— Descuida; no es nada. ¿Cómo te sientes tú?

— Y… Sigo igual. Yo… -iba a continuar, pero la duda lo detuvo. ¿Hablaría de las visiones con su hermano o no? ¿Podría entenderlas? Pensándolo bien, ¿Hacía falta hablar del tema? Por otro lado… no había con quien más hablar del asunto, ya que su padre no estaba aquí. Sólo debía usar las palabras con cuidado- Yo… he tenido… sueños.

— ¿Visiones? -preguntó de inmediato el druida-

— No lo sé… Estoy algo confundido; no les veo la razón de ser.

— ¿Qué fue lo que soñaste, Koyaanisqatsi?

— Tú dijiste que esta cueva era de los jabaespines. -Powaq asintió- ¿Cómo lo supiste?

— Las pinturas rupestres. -señaló una de ellas apenas visible en la pared; Koya ni se había percatado de ese detalle- Y porque sé mucho de Historia y Geografía de Azeroth.

— Ah, sí… -respondió con desgana- Siempre sobresaliste en eso.

— ¿A qué va tu pregunta?

— Yo… yo los vi. A los jabaespines: estaban aquí…

— ¿A sus espíritus?

— ¡No! Bueno; estaban fuera de esta cueva, pero estaban por aquí cuando…

— ¿Cuándo qué?

— C… Cuan… -tragó saliva- Cuando empezó el Holocausto, Powaqqatsi.

El druida se quedó mudo unos instantes, limitándose a expresar su asombro con un simple "Oh" silencioso con la boca abierta. Pronto se acercó a su hermano para prestar mayor atención a su relato.

— ¿Hablas en serio? ¿Viste… el Holocausto?

— Si… Al principio vi a los jabaespines oír las explosiones y disparos de la lejanía.

— Posiblemente las batallas entre tauren y orcos.

— Y después vi dos estelas blancas que venían del este. Y después… todo se puso blanco.

— Misiles nucleares… -sentenció el druida- Espera, ¿Del este? Eso quiere decir que los lanzaron…

— Nueva Theramore, o capaz la mismísima Ventormenta o los Renegados de MegaNecrópolis: eso no importa ahora, ¿O sí? El punto es que lo vi: vi como detonaban las bombas; como surgía esa bola de fuego al cielo, y como creó una ola de calor insoportable que quemaba todo a su paso. Powaq: vi a los jabaespines arder vivos ante mis ojos… Y otros… llegaban con la piel colgándoles del cuerpo.

— Oh, vaya… Definitivamente no fue una visión agradable. -sentenció el druida- ¿Y por qué crees que tuviste ese sueño?

— ¿Cómo demonios voy a saber? -se quejó Koyaanisqatsi- No soy experto en estas cosas.

— Mmm… Ya veo. -Powaq le dirigió una mirada que combinaba suspicacia, severidad y compasión al mismo tiempo- Creo que deberías seguir descansando, hermano.

— ¡Pero no has dormido nada desde que llegamos aquí! ¡Déjame hacer al guardia esta vez y descansa! ¡Te aseguro que estoy bien!

— Prefiero no arriesgarme.

— Pero, Powaq…

— Koya... Duerme.


Faltaban días para el paseo familiar al estanque, y Koya no aguardaba a que llegara el anhelado día para reencontrarse con Keena y jugar de nuevo. ¿Por qué no le preguntó dónde vivía? Se preguntaba de vez en cuando; capaz tenia vergüenza o problemas con sus padres y por eso no los mencionaba. Sí: debía ser por eso.

Lamentablemente, el pequeño Koyaanisqatsi era incapaz de encubrir su peculiar ansiedad, y su hermano mellizo no tardó en descubrirlo.

— Hermano, ¿Por qué andas tan raro?

— ¿Cómo que raro? Yo estoy bien. ¡Excelente! ¿No ves?

— No: andas raro. Sonríes más de lo normal, eres más amable… Hasta juraría que tarareas mientras caminas.

— ¡Eso no es cierto! ¡No necesito tararear! ¡Soy un niño muy feliz!

— ¿Qué pasa aquí?

Su madre acababa de interrumpir la discusión de sus hijos, una que no llevaba para ningún lado, como cualquier madre de mellizos debe de conocer. Los niños, como buenos hijos que eran, optaron por dejar su potencial rabieta.

— ¿Y bien? ¿Alguien va a decirme que pasa?

— Koya actúa raro , mami. Está muy… alegre.

— ¡No es cierto!

— Koya, -se arrodilló su madre para tenerlo frente a frente- ¿Te pasa algo?

— Nada… Powaq sólo exagera. ¿Qué no puedo estar feliz?

— Claro que puedes, cariño… Pero a decir verdad, siempre has sido muy serio. ¿Pasó algo de lo que quieras hablar?

— ¡Mamá! ¿Tú también? -preguntó el joven novillo, mientras hacía un puchero enojado mientras daba la espalda. Al ver que ni su madre ni su hermano se retiraban, se resignó- Agh… Conocí a una niña.

— ¿Una niña? ¿Y es tu amiga?

— Si… Es MI amiga, Powaq: MI amiga.

— Pero eso no tiene nada de malo, hijo; ¿Por qué querías ocultarlo?

— Porque… porque…

— ¡Koya tiene novia, Koya tiene novia!

— ¡Cállate!

— ¡Powaq; no molestes a tu hermano!

— Sí, mami.

— Creo saber por qué… -le guiñó el ojo sin que Powaq la descubriera- Así que no te preocupes, Koyita. ¿Sabes? ¿Por qué no nos la presentas la próxima vez que te la encuentres? -su hijo se veía poco convencido de la idea- No te haremos pasar mal rato; te lo prometo.

— Está bien, mamá. -sonrió- Se las presentaré… -miró a su mellizo- ¡Y nada de hacerte el babosito! -su hermano le sacó la lengua; Koya respondió de igual manera-

— Ay… Estos niños.

Pasaron los días hasta el momento del paseo familiar. Los padres de los mellizos Qatsi acordaron dejar a su hijo a solas con su nueva amiga y esperar a que ellos se presentasen; Powaq tuvo que contener los deseos de ir a conocer a la misteriosa niña, ya que su madre le habría prohibido ir a molestarlos.

Mientras tanto, Koya y Keena se entretenían jugando otra partida de sehnet, en la que por primera vez, era Koya el que estaba ganando. Tras una serie de movimientos más, Koya se declaró ganador, cosa que no tardó en demostrarlo.

— ¡Gané, gané, gané! ¡Sí!

— Jugaste muy bien, te felicito.

— Porque tengo una buena maestra.

— Nah… Tú eres muy inteligente, Koya.

— ¿En verdad crees que soy muy inteligente? -preguntó con ciertas dudas- Porque todos me dicen que soy algo bruto.

— No tienes que subestimarte ni dejar que te subestimen. Aprendiste a jugar un juego de mesa: eso es lo fácil. Lo difícil es aprender a ganarlo.

— Capaz tengas razón. -se rascó la cabeza- Oye… No sé si la otra vez yo… yo… dije algo malo que te molestó.

— ¿Molestarme? -preguntó intrigada- ¿Por qué?

— Porque dije para nadar en el estanque y creo que te hice sentir obligada. ¿O es otra cosa lo que te molesta?

— Es que… Koya… Yo… yo… le tengo miedo al agua. No me gusta nadar.

— Ah, entiendo. Perdóname si te quise hacer algo que no querías.

— Descuida; no es nada. Oye… ¿No quieres jugar a las escondidas?

— ¡Buena idea! Yo cuento y tú te escondes.

— Ok.

Keena comenzó a buscar para su escondite mientras Koya contaba hasta cien sin mirar; para cuando alcanzó el número sesenta y seis…

— Koya, ¿Qué haces?

— ¡¿Mamá?! ¿Qué haces tú aquí? ¡Se supone que debías esperar a que fuéramos a verlos!

— Creo que he visto más que suficiente por hoy… -sentenció con una voz más fría que maternal- Nos vamos.

— ¡Pero! ¿Y mi amiga? ¡No puedo dejarla sola!

— Luego te despides de ella, Koya. Vámonos.

— ¡No puedo dejarla asa nomás!

— ¡NO HAY NADIE MÁS AQUÍ, KOYA!

Nunca había oído gritar a su madre de esa manera, por lo que quedó más que sorprendido. Tampoco entendió a lo que se refería ¿No había nadie más? Su madre no le dio tiempo de responder, pues de inmediato lo tomó del brazo y lo sacó de allí; pronto se reunió con toda su familia, quienes no paraban de mirarlo extraño, más que nada su padre, mientras que Powaq se sentía más apenado.

Pronto supo el por qué: Powaq, como todo niño curioso, había ido a "espiar" a su hermano mellizo para saber cómo se encontraba y como era su nueva amiga. Cuál sería su sorpresa -y la de sus padres y más aun de él mismo al oír los siguiente- que encontró a su hermano completamente solo, hablando y actuando como si interactuara con otra persona, la cual, Powaq no fue capaz de ver; de inmediato fue a decírselo a sus padres, pues se hallaba preocupado por su hermano. Una vez enterados, los padres espiaron a su hijo, que actuaba tal y como Powaq había explicado: su madre no tardó en reaccionar, tomando a su hijo del brazo y sacarlo de allí.

Koyaanisqatsi miraba a su hermano con enfado: una vez más se había entrometido en su vida, y era evidente que Powaq lo sentía así -por eso se mostraba apenado-; en todo el camino de regreso a casa no dijo ni una sola palabra y se encerró en su habitación. Por su parte, Koya tuvo que quedarse con su madre a tener una conversación a solas.

— Koya… ¿Pasa algo en la escuela?

— ¿Qué?

— ¿No tienes amigos?

— ¡Claro que los tengo! Solo que… son… pocos.

— Dime, ¿Te tratan bien?

— Si, mamá… ¿Por qué tantas preguntas?

— Porque me preocupa el hecho de que estés hablando solo.

— ¡No hablaba solo! -gritó, como era de esperarse- ¡Estaba con una amiga!

— Sé que eso es lo que piensas… Pero lo cierto es, que no había nadie más que tú en ese lugar: estas correteando y hablando completamente solo.

— Mi amiga estaba ahí.

— Sí, lo sé…

— ¿Crees que estoy loco? Eso es, ¿Verdad?

— Sólo digo, que capaz tengas una imaginación muy vívida.

— Keena no es imaginaria… ¡No es imaginaria! ¡No es imaginaria!

— Bien… -resopló- Como quieras.

Su madre abandonó la conversación y se fue de la habitación sin decir más: era evidente que discutir con su hijo era difícil. ¡Cómo sería de adolescente! Pensaba la tauren mientras se dirigía derrotada a su habitación. Koya por su parte hizo un puchero y siguió recostado en su cama mirando hacia la pared: no quería hablar con nadie.

Lo intuía, pero al oír la puerta abrirse minutos después de que su madre se retirara no se sorprendió. Tampoco necesitó mucho esfuerzo mental para saber que se trataba de su padre, pues era muy poco probable que Powaq se atreviera a entrar a su habitación, so pena de recibir un coscorrón o como mínimo una dura reprimenda de su parte.

Sin embargo, al desviar su mirada de la pared y cruzársela con los ojos de su padre, esos ojos tan azules y profundos que él había heredado, el pequeño Koyaanisqatsi sintió que la charla que tendrían -pues para eso vino evidentemente- sería muy importante y sumamente diferente a la que tuvo con su madre.


Era difícil determinar el transcurso de los días sin ayuda de un reloj o algún tipo de señal: desde que empezó el bombardeo atómico, quizás hubieran pasado sólo un par de días, o incluso ya una semana; era difícil saberlo, ya que muy pocos se atrevían a salir de la seguridad de la cueva. Aún se sentía un terrible calor, y cierta turbiedad en el aire que dificultaba respirar.

Koya desvió la mirada a una serie de montículos de arena y rocas apartadas del resto de los jabaespines: aquellos que habían llegado con quemaduras por casi todo su cuerpo hacía tiempo que habían fallecido a causa de sus incurables heridas. En cuanto a los que seguían vivos, hacían lo posible por sobrevivir, compartiendo lo poco que tenían, como granos, raíces, y alguna que otra provisión robada o sacada de algún vertedero.

Si bien los jabaespines no habían adoptado los avances de la sociedad moderna, ni abandonado sus costumbres de cazadores-recolectores, se habían aprovechado de una de sus consecuencias: el creciente número de desperdicios; era muy común ver jabaespines hurgando entre la basura de los vertederos de Orgrimmar, Nueva Taurajo y otras ciudades del norte y centro de Kalimdor, así como verlos usar algunos pertrechos como latas, cacerolas u otro cacharro, y más aún verlos buscar comida entre la basura.

Un jabaespín acababa de entrar a la cueva, causando un tremendo alboroto: no sabía que decía exactamente, pero se lo veía sumamente asustado. Varios de su especie lo siguieron para averiguar que estaba pasando. Grande fue su sorpresa –y horror- al ver que fuera de la cueva estaba lloviendo, pero no agua de lluvia común, sino una lluvia tan negra como el petróleo que empapaba el suelo y lo teñía de aquel tono oscuro y sucio. Lo peor era que entre los desesperados jabaespines, había varios que se atrevían a salir afuera a exponerse a la lluvia y recolectar algo de agua para sus secas gargantas, pese al consejo de los más ancianos de que esa agua negra era "mala". Claro que no sabrían explicar el por qué, pero tenían ese presentimiento.

Koya no pudo hacer nada por detenerlos: ni gritar ni gruñir sirvieron de algo; era evidente que era un mero espectador.

La escena cambió: estaban todos resguardados en la cueva cuando dos jabaespines aparecieron arrastrando algo con dificultad: un gran bulto con severas quemaduras. Cuando la luz de las escasas antorchas brindó mayor claridad, Koya quedó horrorizado: el "bulto" era nada más y nada menos que un soldado tauren con terribles quemaduras. Su armadura, sus armas y todo su cuerpo mostraban claras señales de lucha, y del posterior daño causado por una gran explosión. El cuerpo estaba terriblemente calcinado, y no había señas de que respirara, por lo que era claro que el soldado estaba muerto; aun así, sintió mucha pena por el caído.

Eso solo hizo que quedara horrorizado por lo siguiente: un grupo de jabaespines tomó hachas, espadas y cualquier objeto cortante a su alcance, y comenzaron a desmembrar y descuartizar al cadáver, como si de un animal se tratara. Pronto las extremidades fueron separadas del cuerpo, la caja torácica fue abierta, y cada gramo de carne fue extraído del cuerpo hasta dejar solo huesos y restos de su uniforme.

Koya ardía en rabia al ver como uno de los suyos era faenado por aquellos salvajes… pero en cierto modo lo comprendió: los jabaespines no hacían esto por odio, sino por desesperación. Hacía días que no comían, y la caza comenzaba a escasear. Los huesos secos acumulados en un rincón de la cueva eran prueba de su inanición: cualquier criatura, viva o muerta -la mayor parte de los casos muerta- era traída para alimentar a su población recluida en esa cueva, y cada vez era más difícil hallar comida, sin mencionar el agua y medicamentos, pues casi todos se hallaban enfermos por la comida o el agua contaminada que la escasez los obligaba a consumir. Pronto se podía percibir el olor de la carne asada, y el sonido de los comensales disfrutándola.


— Hijo… ¿Cómo era esta niña?

— Normal, creo. Una cabeza, dos brazos, dos piernas, una colita…

— Hijo… Estoy hablando en serio. -sentenció el padre- ¿Esa niña tenía algo anormal?

— Creo que no… Excepto que…

— ¿Sí?

— Nunca se quitaba ese manto con el que se cubría. Le gusta mucho, creo.

— Koya… ¿Nunca sentiste algo raro cuando estabas con ella?

— ¡Papá! ¡No estoy enamorado de Keena!

— No me refiero a eso… Me refiero a… si no sentías una sensación extraña o anormal cuando estabas con ella. Como si algo un estuviera bien en el mundo.

— Para nada. -respondió el pequeño- Papá… ¿Acaso no te agrada que tenga una amiga?

— Por supuesto que no, hijo. -el tauren hizo una pausa considerablemente larga- Sólo me preocupa con quien -o que, pensó- trabas amistad.

— Escuché eso.

— ¿Qué cosa?

— Que dices que mi amiga es una cosa. -Kalo se alarmó; creyó haberlo mencionado de manera casi inaudible- Tú también crees que es imaginaria, ¿Verdad?

— La verdad, Koya… es que… yo.

— ¡Te voy a demostrar que no lo es! -gritó el niño; su padre nunca lo había visto así- ¡Tú tienes un tablero de sehnet ahora que lo recuerdo! ¡Tráelo y juguemos una partida!

— Koya; no creo que sea…

— ¡Ella me enseñó a jugar!

— ¡Está bien! Lo que tú quieras.

Kalo fue de inmediato a traer su juego de sehnet y tener una partida con su hijo: inicialmente lo consideró una pérdida de tiempo, una estrategia de su hijo para desviar la atención de la conversación; si bien podría ayudar a calmarlo un poco. Grande fue su sorpresa al descubrir que su hijo jugaba muy bien al sehnet: en varias ocasiones, Koya estuvo a punto de ganar la partida. No era un experto jugador como él, pero se manejaba bastante bien.

Obviamente a su hijo le habían enseñado los movimientos básicos, y él había jugado lo suficiente para tener algo de experiencia y desenvolverse adecuadamente. ¿Pero quién? Él nunca le había enseñado a su hijo a jugarlo, y si bien el sehnet no era un juego demasiado complicado, tenía sus mañas, y no muchos niños lo jugaban: era más un juego de adultos. Por otro lado, Koya casi no tenía amigos a causa de su temperamento, por lo que las opciones se reducían. No podía ser una amiga imaginaria, pues estos amigos no enseñan nada nuevo; tampoco algún niño de la escuela, porque entonces no hubieran visto a Koya actuar solo.

Sólo quedaba una opción posible, una que Kalo se resistió a creer. Pero parecía tener las pruebas definitivas ante sus ojos: su hijo era más especial de lo que hubiera imaginado.

Una vez que la partida acabó, Kalo volvió a dirigirse a su hijo; no sin antes asegurarse de que la puerta de la habitación estuviera correctamente cerrada y no hubiera nadie espiando. El pequeño tauren se limitó a observarlo con cierta preocupación.

— Koya… ¿Esa niña te enseñó a jugar?

— Ajá…

— Ya veo… -cruzó sus manos mientras reflexionaba brevemente sobre lo que le diría a su hijo; éste no paraba de mirarlo muy pensativo- Hijo, ¿Qué sabes de nuestra tribu?

— ¿Los Cazacielo? Sé algo de lo que me contaste antes: que eran los líderes espirituales de los tauren y tenían los mejores chamanes… hasta que los feos y malos Tótem Siniestro los mataron a casi todos.

— ¿Sabes por qué lo hicieron?

— Tú dijiste que porque nos tenían envidia.

— Ajá… Nos la tenían; aún nos la tienen esas ratas que se esconden por ahí en el bosque, lejos de los poblados seguros. Pero… ¿Sabes exactamente POR QUÉ nos tenían envidia?

— ¿Porque somos mejores chamanes que ellos?

— Casi, casi… Ambas tribus tienen fuertes raíces chamánicas en sus orígenes; todos los de nuestra especie las tienen. Pero había algo que nos caracterizaba a ambos; algo que era más común en nuestras tribus… y que con el tiempo se volvió cada vez más inusual entre nuestros hijos.

— ¿Qué cosa?

— Un don.


Casi no podía ver nada a causa de una inusual blancura que lo cubría casi todo; podía oír a un par de jabaespines gruñir tras la espesa neblina. Poco a poco percibió aún más sensaciones: hacía frio, mucho frio, y una fuerte ventisca acompañaba de nieve les impedía avanzar… ¿Avanzar a dónde? ¿En dónde se encontraban? El único lugar en Kalimdor que conocía tenía nieve era Cuna del Invierno, pero no había motivo para que los jabaespines migraran tan al norte: eran criaturas de clima cálido, no frio; por ello apenas usaban ropa abrigada.

A pesar del clima extremo, ellos continuaban a paso firme, como si sus vidas dependieran de ello; ellos buscaban algo en medio de la ventisca. ¿Qué buscaban con tanto ahínco como para arriesgarse a morir congelados y tan lejos de casa? Seguramente comida: con el paso del tiempo, esta debió de escasear más y más, lo que debió de obligar a los jabaespines de buscar comida más y más lejos de casa. Sin embargo, tras caminar unos minutos más, distinguió una silueta inusual entre la neblina; cuando logró identificarla, Koya quedó atónito: era un gran árbol sin hojas y con señas de quemaduras añejas. Y no era cualquier árbol, sino uno que no debería de estar ahí: un gran, seco y solitario baobab. ¿Qué hacía un baobab en Cuna del Invierno? Hasta donde sabía, esos árboles solo crecían en…

Fue entonces que comenzó a reflexionar, y concluyó que los jabaespines no habían migrado a zonas más frías; el frío había ido a ellos. Estaba nada más y nada menos que en los mismísimos Baldíos. ¿Cómo era posible que no sólo hubiera nieve, sino una auténtica ventisca propia de Rasganorte en medio de los alguna vez calurosos Baldíos? La respuesta no tardó en llegar a su cabeza: tras el infierno nuclear, quedaban las cenizas heladas; un gélido invierno que envuelve a Azeroth sin mostrar señas de apaciguarse. Uno de los jabaespines tropezó con algo semiescondido en la nieve, que para horror de Koyaanisqatsi era la cabeza de un soldado orco, reducido a mero cráneo descarnado con partes de su armadura aun puesta. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que las llamas cayeron del cielo? Difícil saberlo con precisión, pero debían ser ya un par de años.

Los jabaespines continuaron caminando a través de la fuerte ventisca, a pesar de sentir como el frio les robaba las fuerzas cada minuto que pasaba. No podían rendirse tan fácil, o su refugio se quedaría sin comida. Por desgracia, no hallaron ningún animal en todo su recorrido de cacería, ¿Volverían con las manos vacías? Una silueta misteriosa surgió entre la neblina: una presa, una esperanza; tal vez la salida no haya sido en vano. Se oía el ruido de unos pasos, como de unos cascos, ¿Algo con pezuñas tal vez? Lo jabaespines se mostraban nerviosos, pues el sonido no era propio de un antílope o una jirafa, animales que hacía tiempo no veían por esos lares. ¿Qué podía ser?

La oscura figura se hizo más distinguible y los jabaespines chillaron nerviosos: era un centauro; se pusieron en posición de combate: sabían que los centauros eran sumamente peligrosos y salvajes, pero si esa era la única fuente de comida que encontrarían, pues se harían con ella. Cuando la neblina se disipó aún más, las facciones del centauro se hicieron más nítidas, lo que alteró todavía más a los jabaespines: su rostro estaba horriblemente desfigurado, con partes que dejaban expuestos sus huesos; lo mismo con el resto de su cuerpo, como si estuviera en estado de descomposición, pero aun "vivo" de alguna manera.

Los jabaespines no retrocedieron y lo atacaron con sus lanzas; el centauro las esquivó y luego tomó una de las lanzas y tiró de ella para atrapar a uno de los cazadores. Pese a sus esfuerzos, el jabaespín no logró liberar su arma, ni tampoco estaba dispuesto a soltarla; ante los ojos de su compañero, el centauro arrojó al otro jabaespín contra el suelo, y apenas toco tierra, aplastó su cabeza con una hincada de sus cascos. El otro jabaespín, a pesar de lo que dictaba su naturaleza y cultura, obedeció más a sus instintos y huyó aterrorizado; el centauro apenas lo persiguió, pero pasado unos minutos dejó de prestarle interés. Ya en la cueva, a salvo, el sobreviviente regresó a contarle a sus congéneres lo que había pasado, y también de la criatura que habían visto. Obviamente no fue bien recibido por no haber traído comida o haber abandonado una batalla, pero la descripción de aquel centauro monstruoso los preocupó.

Koya dio un vistazo a los jabaespines de la cueva: estaban cansados, desesperanzados, enfermos y hambrientos; su sociedad otrora intolerante ante la debilidad se desmoronaba y ahora se aferraban a lo más importante: la supervivencia del grupo. Pero con el frío que calaba hasta los huesos, la leña y el agua que escaseaban, y sin comida. ¿Cómo sobrevivirían el invierno?


— ¿Entiendes lo que te he dicho, Koya?

— Sí, papi. Pero tengo miedo.

— No tienes nada de que temer; por el contrario: tienes que estar orgulloso de tener semejante don. Además, no eres el único: hay otros más como tú.

— ¿Pero por qué yo? -se lamentaba, parecía estar a punto de llorar, pero su padre comenzó a abrazarlo- Yo no lo quiero…

— A veces nos sentimos frustrados al conocer los designios de la Madre Tierra y de los espíritus, pues la imponencia nos consume, y con ellos, podemos pecar de rabia. -rascó suavemente la cabeza de su hijo- Pero debemos entender que nuestra comprensión de su sabiduría y de los sucesos de este mundo escapa de nuestro razonamiento mortal. Con el tiempo, aprenderás a convivir con ello… y estaré aquí siempre para ayudarte.

— Pero… ¿Puedo volver a ver a…?

— Mmm… -la expresión de su padre cambió a una bastante severa- Ya lo hemos hablado, Koyaanisqatsi: lo más recomendable, es que te alejes de ella. Si vuelves a verla, o a otra persona "sospechosa", aléjate de ella. ¿He sido lo suficientemente claro?

— Sí, papá. Muy claro. Ehm… ¿Se lo vamos a decir a mamá?

— Mmm… No creo que sea conveniente: al menos por ahora. Que sea nuestro secreto, ¿Está bien? -Koya asintió, algo aliviado; su padre se dispuso a retirarse- Y recuerda, hijo: aléjate de la gente… sospechosa, y si ves algo, me avisas.

Su papá se había ido, no sin antes haberle confesado algo sumamente importante, y cambiar de manera permanente su modo de ver el mundo. Pudo escuchar a lo lejos a sus padres conversando sobre él; su padre se había limitado a decir "debemos pasar más tiempo con él" Demasiada atención no estaba en sus intereses, pero al parecer debería soportarlo. Al menos tendría la compañía de su padre para sobrellevar semejante carga

Lo que más le dolía era el hecho de que debería abandonar a Keena. ¿Por qué lo decía papá? -se preguntaba- "Sí; porque lo dice papá." -respondía su conciencia- "Es más sabio que tú, y es tu padre". Odiaba a esa vocecita, y más cuando tenía razón; tenía siete años ¿Cómo podrá discutir con su padre? Y no sólo eso: tras escuchar a su padre, comenzó no sólo a sospechar de Keena, sino también a tenerle miedo.

Sólo esperaba que algún ella pudiera perdonarlo.


Nota de autor:

- Sehnet o senet: juego de mesa del Antiguo Egipto.