Preludio
Segunda parte. Sueño
Un nombre le llegó, arrastrado por la corriente, y con él, como suele ocurrir con todos los nombres, venía una historia.
Los primeros años carecían de importancia; un huérfano más en la capital de Japón, con una infancia ni mejor ni peor que la de la mayoría. A la mitad de ese período de su vida, donde decenas de niños como él vieron tragedia, él sintió que el destino por fin le sonreía, pues fue uno de los elegidos para emprender una tarea que solo podía compararse con las proezas de los antiguos héroes. Durante seis largos años, entrenó duramente a fin de obtener un manto protector, nombrado en honor a una de las ochenta y ocho constelaciones; una herencia de la Edad Heroica. Se convirtió entonces en un guerrero sagrado, un santo.
De entre cien niños —todos hijos del mismo padre—, él fue uno de los diez que contra todo pronóstico lograron su objetivo. Regresó a Japón cargando en su espalda el manto por el que luchó. Desde ese momento formó parte de una orden que ya en tiempos solo narrados en mitos defendía la Tierra y a la humanidad de toda amenaza en nombre de Atenea, diosa griega de la guerra. No luchó todas las batallas que hubiese deseado; no tuvo ni la fuerza ni la voluntad suficiente, a diferencia de otros cinco como él. Seiya, Shiryu, Hyoga, Ikki y Shun.
Ellos llegaron a enfrentar a terribles adversarios que amenazaban, por uno u otro motivo, la justicia y la paz en el mundo, e incluso la pervivencia de la raza humana. Lucharon, incansables, siempre al lado de la reencarnación de Atenea en aquella época, quien por trágicos acontecimientos vivió durante trece años como la nieta del magnate japonés Mitsumasa Kido, su padre. Ella tenía un nombre: Saori Kido.
Ni siquiera los dioses, los seres inmortales que crearon a los hombres, llegaron a amedrentarlos. Los cinco, osados y valientes todos ellos, acompañaron a Atenea hasta las profundidades del infierno, pasando a través de inefables castigos que innumerables hombres aún sufren, y enfrentaron a quien se había alzado como némesis de esta, si no es que de la vida misma. Él, responsable del tormento sin fin de los culpables de crímenes, unos vanos y otros atroces, así como del eterno retorno de los justos: Hades.
Triunfaron; no podía ser de otra forma. La entereza de sus hermanos fue tal, que la diosa de la guerra logró la victoria frente al más implacable de todos los jueces. Sin embargo, al hacerlo enfrentaron la voluntad de un dios, siendo ellos hombres, y eso tenía un precio. Atenea regresó a la Tierra acompañada por sus campeones, vivos, pero maldecidos por un dios tan terrible como el que acababan de derrotar: Hipnos.
Escuchaba los nombres, los recordaba. ¿Cuál era el suyo? Aunque la pregunta era sencilla, por momentos se vio incapaz de responderla, y temió haber olvidado quién era. Entonces escuchó una voz en la lejanía, y recordó.
Él era Jabu, hijo de Mitsumasa Kido, santo de Unicornio.
Despertó a la orilla de lo que parecía ser un océano, con medio cuerpo sumergido en aguas frías y tranquilas, silenciosas de un modo antinatural. Por instinto se alejó, arrastrándose. No podía hablar, así que optó por pensar de nuevo en el camino que lo había traído hasta allí, fijándose en cada detalle, repitiendo cada nombre hasta que estuviera seguro de no haberlo olvidado. Era un repaso obsesivo, una tortura que se estaba infligiendo a sí mismo, pero sentía que de no hacerlo, olvidaría algo importante.
—El Leteo lleva vertiendo sus aguas desde que nació de la encantadora Tetis; es terrible incluso sobrevolarlo a escasa altura —comentó la guardiana del Oneiroi.
«Leteo. Uno de los ríos del Hades, del que beben las almas antes de reencarnar, para así olvidar sus vidas pasadas y aceptar un nuevo futuro. —Eran las palabras de un hombre sin rasgos ni nombre; el maestro de Jabu, de quien solo recordaba explicaciones—. Mojarse en él es terrible, incluso si solo se trata de una pequeña parte de tu cuerpo. Los más importantes recuerdos son arrancados por una fuerza a la que no te puedes oponer, y aun si pudieras conservar algunos, sería como si ya los hubieses perdido.»
«Bueno —pensó, incorporándose—. Parece que he tenido suerte, dentro de lo que cabe.» Podía recordar todo, o al menos, todo lo importante. El último suceso empezaba a volverse nítido: había un puente de cristal entre el ascensor y su destino, pero para cuando lo vio ya estaba desapareciendo, y aunque trató de alcanzarlo de un salto, al parecer solo lo logró a medias. «Medio fracaso, medio triunfo.»
—Es una temeridad que un santo de bronce…
Jabu gruñó con enojo. La mujer se estaba dirigiendo a Orestes, menospreciándole a favor del micénico, o así le pareció al principio. Enseguida supo que no podía enfurecerse, no con ella. Su voz, su tono, su rostro, todo en ella le hablaba de preocupación, no de soberbia ni de insultante infravaloración.
—No debéis sentiros mal, Unicornio —dijo Orestes una vez la mujer se alejó de ambos, tal vez al entender que había ofendido al joven—. Su voz está encantada, encantada por quien hemos estado buscando.
—Hipnos —susurró Jabu, aún tratando por todos los medios de no olvidar, de no perder algún recuerdo por aquellas aguas malditas.
—Así es. Puede lograr que el más despierto de los hombres, incluso un semidiós, caiga en un sueño ligero. Parecíais despierto, e incluso respondisteis cuando ella nos advirtió que saliéramos de aquel medio de transporte. Las palabras de una sierva de Hipnos sumergen en un mundo aparte a quienes tienen la dicha o desdicha de escucharlas, y ese fue vuestro caso, aunque no nos dimos cuenta hasta cruzar el puente. Es similar al canto de una sirena; ni el más grande de los héroes sería inmune —le aseguró.
Sin más que decir o escuchar, el silencio permitió a Jabu ser consciente de los alrededores. De nuevo se veía rodeado de oscuridad: una densa tiniebla con la que jamás había convivido en el mundo consciente. Sin embargo, sentía que no era la misma negrura que rodeaba el palacio del millar de pisos. Aquella era nada, un vacío al que no podía ni quería mirar. Lo que lo cubría ahora era la inconfundible capa oscura de la noche, una sin luna o constelaciones, dominada por estrellas solitarias, apenas visibles.
Bajo aquel cielo nocturno se extendía un jardín de amapolas y otras plantas igual de hipnóticas, aunque desconocidas para él. La hierba era suave, siempre inclinándose hacia las aguas que había más allá de aquella tierra. «Nos encontramos en una isla en medio del olvido —pensó, sorprendiéndose al notar somnolencia aun en los pensamientos.» Trató de desperezarse moviendo la cabeza de un lado a otro, y lo único que consiguió fue que los aromas del lugar le llegaran con mayor intensidad, inspirándole, junto al resto de la atmósfera, el deseo de echarse a dormir. Pensó por un momento en someterse sin prestar resistencia a un sueño prometido, placentero y pacífico, donde ya no habría dudas, ni dolor, ni preocupaciones. El silente océano formado por el fluir del río del olvido se le antojó un paraíso, y quedó tentado en ofrecerle de forma voluntaria los recuerdos a los que antes se había aferrado.
—¿Dónde nos encontramos? —preguntó Jabu, alzando la voz todo lo que pudo, como si quisiera despertarse a sí mismo—. ¿Qué piso es este?
—Podría decirse que nos encontramos en la terraza del hotel. El Urano de esta tierra de sueños. La bóveda celeste del Oneiroi —respondió la mujer. A pesar de la distancia que los separaba, las palabras llegaron a su mente con perfecta claridad sin que gritara o siquiera alzara la voz; una voz encantada, en verdad.
Que la sierva de un dios usara palabras tan modernas como hotel seguía siendo chocante para Jabu; quizá por eso la mujer había usado más de un ejemplo, o tal vez lo hizo porque ella misma no estaba familiarizada con aquellos términos, dado el modo en que los pronunciaba. En todo caso, no eran necesarios más ejemplos. Después de todo, un vocabulario más próximo a su época le ayudaba a entender mejor el mundo inconsciente. Partiendo de la teoría de Orestes, por la que cada piso del palacio era más cercano al mundo consciente, era lógico pensar que más allá de todos los pisos hubiera un techo que separara ambos mundos, un nexo entre el sueño y la vigilia como lo sería el mismo acto de dormir, que Hipnos encarnaba.
Las cavilaciones del santo se interrumpieron con una visión inesperada. De pronto apareció una mansión, colosal y majestuosa en los lejanos recuerdos de su infancia, a pocos metros de donde se encontraban. De hecho, desde un principio fueron las luces de la vivienda las que le permitieron ver con claridad cuanto le rodeaba.
«Siempre estuvo ahí, solo que hasta ahora me doy cuenta.»
Jabu avanzó hipnotizado por lo extraño que era ver aquella casa en un lugar como aquel, así como por la nostalgia que le producía ver de nuevo la mansión de los Kido. Orestes y la mujer le siguieron, entrando en la vivienda sin mediar palabra.
Ya en el segundo piso, frente a la puerta del despacho, Jabu comprobó que sus compañeros lo habían seguido. Tenía la cabeza ida, como cuando no era más que un niño de siete años en una casa que era idéntica a aquella, si no es que eran la misma. Se había empezado a sentir así desde que entró en la mansión. Lo primero que vio fue el busto del señor de la casa, al fondo del recibidor, y mientras la recorría siguió sintiéndose observado por él, sabiendo que lo recriminaba por el héroe que nunca fue.
Al girar la cabeza vio al serio Orestes, que observaba todo aquel lugar, ajeno a su época, con genuina curiosidad. Vio también a la guía, que le recordaba lo pequeña que era la mansión de los Kido frente al inmenso hotel de los sueños.
Sonriendo sin apenas darse cuenta, Jabu abrió la puerta.
Se encontró con las mismas estanterías con los mismos libros, todos con apariencia de haber pasado por demasiadas manos a lo largo de demasiado tiempo. El mismo desorden sobre la única mesa que había en el despacho, llena de documentos sobre diversos autores sobre los mismos temas, así como anotaciones de la mano de una única persona. Junto a tal montaña de papeles, la vieja máquina de escribir seguía apoyada en el borde, de tal modo que un mal movimiento bastaría para que cayera al suelo. Detrás de la mesa vio el desgastado sillón, firme a pesar de los años, sobre el que un sabio hombre pasó incontables días y noches, la mitad de una vida.
No vio al hombre, el dueño de aquella mansión. Su padre, Mitsumasa Kido, no estaba presente. Había otra persona en su lugar, detrás de la mesa, mirando hacia la ventana.
—Lamento mucho la tardanza —se disculpó la mujer, quien seguía junto a la puerta.
—¿Qué importancia puede tener el tiempo en un reino que es más antiguo que Crono? —La voz era neutra y poderosa. El tono, cargado de la misma calma y suavidad de la mujer, si no es que la de las aguas del Leteo—. Antes de tu llegada era pronto, después de tu llegada sería tarde. El momento siempre estuvo en tus manos, mi pequeña Ifigenia.
Jabu miró hacia atrás, encontrándose con el rostro de la mujer, bello incluso entre aquella mezcla de alivio, pena y rubor. Mientras volvía la mirada hacia delante, sin necesidad de un espejo se supo también ruborizado; hasta aquel momento ni siquiera le había preguntado cómo se llamaba. «Ifigenia.»
En cuanto pudo ver la cara del anfitrión, escuchó un nombre, uno que no revelaba historia alguna, sino la condición divina de aquel.
En un sentido estético, su forma y apariencia reforzaban tal certeza, pues solo un ser divino podía reunir, de manera tan prodigiosa, la juventud de un efebo, la madurez y entereza de un hombre adulto, y la sapiencia del más venerable anciano. Y había más, algo que no captaba a través de los sentidos —fueran cuales fueran los que utilizaba en aquel reino—. Era una sensación inexplicable e incomprensible para él, más profunda que cualquier pensamiento que había tenido, y tan pura como el sentimiento que le permitió sobrevivir a los seis años de entrenamiento que lo convirtieron en santo.
«Santo.» Desde el día en que decidió creer en algo, siempre debió obediencia a Atenea, Saori Kido, y el resto dioses se convirtió en un sinfín de nombres de los que podía renegar. Incluso podía restar importancia a la forma, por perfecta que fuera. Sin embargo, no podía rechazar la divinidad del ser; al contrario, la aceptaba sin reservas. No hacían falta explicaciones, ni mucho menos una vana muestra de poder. Él podía sentirlo porque tenía un alma, la esencia divina que mueve la voluntad de todo hombre. Y su alma estaba reaccionando frente a algo de similar naturaleza.
Nombre, forma, y sentir precedieron a una última realidad que no requirió ser aprendida, sino recordada. Lo que veía era sueño. No se encontraba frente al rey de una parcela de la Creación, ni ante la encarnación de alguna fuerza universal, sino al mismo hecho de dormir y estar soñando personificado en un ente con la apariencia de un hombre. Aquella verdad se traducía en las oscuras prendas que lo envolvían, tela extraída de la misma noche que dominaba el exterior de la casa, y en el color de sus cabellos, semejante a la arena mágica que, según la vieja leyenda del Sandman, depositaba sobre los ojos de los hombres para adormecerlos.
Él era el dios al que habían venido a buscar.
—Os saludo —dijo Orestes—. Padre de los Mil Ensueños; Señor de Morfeo, Formador de Sueños; Vástago de la Noche; Estrella Dorada del Primer Cielo; Hipnos.
—Acepto tu saludo, Orestes el matricida —dijo el dios—. Te doy la bienvenida a mi casa a ti y a tu tímido compañero, podéis sentaros.
Tras un parpadeo, Jabu sintió que algo había cambiado en el despacho, aunque no podía descartar que no se hubiese fijado antes. Frente a la mesa había ahora dos sillas, lo que excluía a Ifigenia. Se sentó solo cuando Orestes e Hipnos lo hicieron, poco antes de percibir una taza en la mano del dios. «Huele a café.»
Negó con la cabeza, resuelto a tomar como naturales semejantes cosas. «Si la residencia de un dios se llama hotel, me puedo creer que tome café, ¿no?» Al terminar, se encontró con que miraba de nuevo a Ifigenia. La guardiana del Oneiroi seguía de pie, tan relajada como siempre. Le sonrió, y él volteó tan rápido que se sintió mareado.
Por fin libre del hechizo inherente a la divinidad de Hipnos —no podía seguir hipnotizado después de verlo dejar una taza de café en la mesa—, lo miró a los ojos y se dispuso a hablar, a exigir la liberación de sus cinco hermanos.
Notas del autor:
¡Gusto en verte por estos lares, Ulti_SG! En comparación al resto de la historia, sé que fui muy reticente a editar estos primeros capítulos. Fueron lo primero que escribí después de tres años de sequía creativa y sentía que no debía cambiar ni una coma. Pero la experiencia y los certeros consejos de Killcrom, quien se encargó de revisar esta parte de la historia, me permitieron aligerar el capítulo sin que se perdiera ese tono que quise para el primer capítulo. Lo que no ha cambiado nada fue la primera media página. Me alegra que la situación se haya vuelto más comprensible. Creo que el cambio fue para mejor.
Sobre los misterios, ¿qué puedo decir? En este capítulo ya se han despejado algunos, en el siguiente puede que se despejen otros. ¿Qué quedará por descubrir? ¡Lo sabremos la semana que viene!
