Preludio

Quinta parte. Pesadilla

—¿Lo encontraste? Menos mal, empezábamos a preocuparnos. ¿Dónde estáis? ¿Tan lejos? Bueno, supongo que no tardaréis en llegar yendo en moto. Gracias, Shun.

Tras colgar el teléfono, Shiryu suspiró. Seiya era la clase de persona que podría llegar tarde a su propia fiesta de cumpleaños, pero él estaba con las manos atadas. Con el dueño enfermo desde la semana pasada, tenía que hacerse cargo del restaurante. Y aunque de momento no había muchos clientes, solo contaban con un camarero, un muchacho vivaz que podía ser el empleado más responsable y dedicado del mundo, siempre que no hubiera una chica delante. En ese momento, hablaba sin parar con una conocida del orfanato, demasiado educada para decirle que la estaba incomodando.

—Makoto —le llamó Shiryu, indicándole que viniera con un gesto.

El muchacho puso mala cara durante un momento, pero se compuso antes de ir a la barra. Era un buen chico, Shiryu lo sabía, solo que estaba en una edad de cambios.

—¿Qué ocurre?

—Nada, solo que cierto chiquillo estaba molestando a una clienta.

—No eres tan viejo como para tratarme de chiquillo —se quejó Makoto—. Yo no estaba molestando a Mimiko, estábamos hablando.

—Tú hablabas, ella llevaba escuchando durante mucho tiempo —dijo Shiryu.

—Tenía mucho que contarle. ¿Qué sabrás tú de mujeres si nunca…? —Como entendiendo, sin que Shiryu hiciera el menor gesto, que había malinterpretado sus intenciones, Makoto calló, inclinó la cabeza y juntó las manos enfrente—. Perdón. No hace mucho que regresé a Tokio y me sorprendió encontrármela. Mimiko ha cambiado tanto —comentó, sonrojado—. ¡Antes solo era una enana molesta!

—Lo dejaré pasar esta vez —dijo Shiryu—. Ahora ve a atender a los clientes.

—Todos están atendidos. Los de la mesa del fondo, amigos de alguien que yo me sé, no han pedido nada y llevan ya un buen rato aquí.

—¿Amigos de alguien que reprendió a un camarero distraído y rencoroso, tal vez? —bromeó Shiryu, no pudiendo evitar sonreír—. A ellos los atenderás luego, de momento ocúpate del cliente que entró hace un buen rato.

—¡Podrías habérmelo dicho antes!

El muchacho dio la vuelta con una sorprendente rapidez, mostrando alivio al ver que el recién llegado no parecía molesto por la espera. Ni siquiera se había sentado. Caminaba hacia la barra despacio, pisando el suelo con aquellas viejas y desgastadas botas de viajero, mirando aquí y allá con aire melancólico. Conforme más se acercaba, más particular le parecía a Makoto, por no decir raro, y más familiar le parecía a Shiryu,

—¿Tienen fideos en este local?

—¡Por supuesto que tenemos ramen!

—Jabu —dijo Shiryu, hablando casi a la vez que Makoto—. No sabía que habías llegado. ¡Cuánto tiempo! Apenas te reconozco.

—Ya lo creo, Shiryu, han pasado años desde la última vez que nos vimos. Y me parece que ambos tenemos mucho, mucho de qué hablar.

Sentada sobre la caja de Pandora de Unicornio, con los pies cruzados de un modo que le recordó a su lejana niñez, Ifigenia contemplaba el cielo azul con ojos soñadores. No había nadie en las cercanías, así que lo único que rompía el silencio era el sonido de un avión que sobrevolaba la zona por encima de las nubes.

—¿Cuánto hace que lograron volar por primera vez? ¿Cien años? –le preguntó a Orestes—. Los seres humanos son maravillosos. A pesar de sus límites, son capaces de encontrar la forma de superar todos los obstáculos y así hacer realidad sus sueños.

—Los seres humanos son monstruos —dijo Orestes—. Los pequeños monstruos con los que los dioses del Olimpo poblaron la Tierra. Eso somos los humanos.

Desconcertada, Ifigenia bajó la mirada hacia los azules ojos de Orestes. Aquel no hablaba con resentimiento, sino como quien acepta una verdad dolorosa para poder seguir adelante. Había sido tan despiadado con la humanidad como ella lo había sido al revelarle a Jabu la única forma de despertar a quienes eran prisioneros de un sueño real. Solo que ella se lamentaba de tan terrible realidad, mientras que el micénico, no.

—Unicornio ha llegado a su destino —dijo Orestes—. Ya no os necesito.

En un mísero segundo, el micénico pasó de estar en completo reposo a alzar por el cuello a una sorprendida Ifigenia, que no pudo verlo venir.

—Llevo preguntándomelo desde que aparecisteis, ¿por qué una guerrera satélite de Artemisa es la guardiana del palacio de Hipnos? —cuestionó, viendo sin sonreír cómo Ifigenia trataba de liberarse. Apretó más el cuello de la mujer, negándole siquiera gritar—. Vuestra voz de sirena no os salvará esta vez.

Y, a pesar de todo, el micénico oyó la voz de Ifigenia, sin que esta saliera de sus labios.

—Suéltame.

—¡No! —gritó Orestes, meneando la cabeza en un vano intento de alejar aquella orden de su mente. De nada sirvió: la mano con la que agarraba el cuello de Ifigenia cayó junto al resto del brazo como un peso muerto—. ¿Qué me habéis hecho?

—No quiero combatir, solo estás confundido.

Poco a poco, Ifigenia buscó acercarse a Orestes, quien por cada paso que daba aquella daba tres hacia atrás, alerta y desconfiado.

—Fui una guerrera satélite hace mucho tiempo.

En el cuello de Ifigenia aún quedaban las marcas de los dedos del micénico. Moradas, sangrantes, como si este hubiese querido, más que callarla, desgarrárselo.

«Si puede enviar su voz directamente a mi cerebro, la única oportunidad que tengo es eliminarla antes de que pueda hablar —pensaba Orestes, haciendo oídos sordos a todo lo que aquella mujer pudiera decirle—. Bastará un solo golpe.»

—¡Escúchame!

El puño del príncipe de Micenas llegó al estómago de la amazona antes de que completara la frase, provocando que se arqueara, dolorida, pero viva. Al no escuchar ningún sonido acompañando el golpe, Orestes recordó la hoja de árbol que no pudo dañar ni con todas sus fuerzas, y mientras la duda lo asaltaba, llegando a preguntarse si Ifigenia era parte del sueño, esta había desaparecido.

—¡Una ilusión! —vociferó Orestes, al tiempo que giraba sobre sí para buscar a la amazona—. «Las principales armas de las satélites de Artemisa no son solo el arco y la flecha, sino también la magia, especialmente aquella que sirve para engañar los sentidos. ¿¡Cómo pude olvidarlo!?»

Pero Orestes decidió dejar los lamentos para más adelante; creía haber visto a la amazona oculta entre las ramas de un árbol, aunque enseguida desapareció. Después de aquello, durante un preocupantemente corto lapso de tiempo, estuvo seguro de haberla visto del mismo modo en una docena de lugares distintos: detrás de alguno de los árboles, junto al letrero que indicaba el nombre del orfanato, sobre la caja de Pandora de Unicornio, al lado de alguna de las ventanas del edificio, incluso dentro del campanario o sobre el techo mismo, manteniendo un equilibrio envidiable. A veces se escondía —o quería aparentar que lo hacía—, otras simplemente estaba a plena vista.

Cuando no se trataba de una imagen difusa, casi un reflejo de luz, lo que se veía era un borrón negruzco desplazándose en círculos o en zigzag por los alrededores.

«No puede ser a causa de su velocidad. Solo mediante la magia podría engañar a mis sentidos —decidió Orestes, adoptando un papel menos agresivo, más observador.»

Encontró una ayuda inesperada en el lugar en que se hallaba. Un sueño real. ¿Qué podía ser más cierto que eso? ¿El universo? No, aquel dependía de cómo y por quién era observado; no necesitaba una naturaleza única, pues no se trataba de un mensaje divino; era más dúctil y complejo, por ello resultaría más fácil confundirlo con una ilusión.

—Lo divino y lo simple pueden coincidir, después de todo —musitó Orestes mientras subía unas escaleras, sabedor de que todas las veces que había visto a Ifigenia en los últimos segundos eran meras ilusiones. El contraste entre el entorno y el engaño de la amazona era muy sutil, incluso con conocimiento de la situación.

El sonido de un arco tensándose, que tan bien conocía, lo puso en alerta; saber que estaba rodeado de ilusiones no tenía demasiada utilidad si no conocía la ubicación real de su enemiga, no cuando esta era diestra en el arte de matar a distancia, como toda guerrera de Artemisa. Pensó rápidamente en todos los puntos donde podría estar localizada, apuntándole, y también sobre cómo debían distraerlo los borrones negros o las imágenes fugaces. ¿Debía atacar a alguna falsa Ifigenia, pensando que era la verdadera, para ser un blanco fácil? ¿O acaso lo estaba siendo ya al evitar aquel cebo tan obvio, reduciendo así cada vez más el espacio sobre el que se desplazaba?

No había forma de dar respuesta a aquellas preguntas, y quedarse quieto en la mira de una arquera consagrada a Artemisa tampoco era una opción, así que optó por actuar de manera arbitraria. En el momento justo, podía decidir acercarse a una imagen de Ifigenia para atacarla o, por el contrario, huir de ella. Todo ello sin dejar de correr, y repasando los alrededores en busca de cualquier escondite en el que pudiera estar.

A pesar de todo, las precauciones que estaba tomando solo retrasarían lo inevitable; más tarde o más temprano, si era lo suficientemente buena como guerrera, Ifigenia encontraría un patrón en su comportamiento errático y le acertaría una flecha en la cabeza, quizá incluso entre los ojos. Orestes lo sabía, y por eso se forzó a elegir uno de entre dos probables escondites: el interior del orfanato y campo abierto.

Solo que no era campo abierto en la superficie, sino en el cielo. Orestes miró hacia arriba, manteniéndose deliberadamente quieto por un par de segundos, y solo se movió, fingiendo haber tropezado, en el momento justo en el que la flecha debía haber sido disparada. La saeta rasgó una de las correas de su caja de Pandora antes de chocar contra el suelo, deshaciéndose en varias plumas negras.

La correa derecha se terminó de romper poco después, provocando que el cofre metálico colgara sobre el hombro izquierdo. El príncipe de Micenas, temiendo el efecto que las mágicas flechas de Ifigenia pudieran tener, entendió aquello como una señal, y dejó caer la caja de Pandora, que al abrirse, cubrió todo el lugar con una intensa luz.

En un humilde local, Jabu almorzaba sin prisas, ajeno a la batalla. Aunque era japonés, nunca antes había probado ramen. Ya fuera como un huérfano más en la capital nipona, un aprendiz en Orán o el santo de Unicornio, siempre comió lo que tocaba cada día sin rechistar. Apenas hacía un momento, frente al local que sería el último destino de su vida, cayó en la cuenta de ello y le entraron unas ganas locas de probarlo.

Así fue que pasó de tener en sus manos el destino del mundo a solo unos palillos y un plato caliente de ramen. Saboreando cada bocado, como si fuera el último. Durante un tiempo que no se molestó en medir, ni siquiera pensó que era parte de un sueño, no se atormentó con las explicaciones de Orestes e Ifigenia sobre cómo los sueños reales eran tan vívidos que resultaban indistinguibles de la realidad. Se limitó a disfrutar del momento, bajo la atenta mirada del encargado.

Aquel, Shiryu, observaba a Jabu con un desconcierto entendible por cuanto desconocía de la situación. Él no se imaginaba prisionero en un sueño que imitaba la vida que no tuvo y pudo tener. Si le hablasen de un mundo donde el destino lo colocó al servicio de la diosa Atenea como el santo de Dragón, sería incapaz de creérselo, pensaría que ese mundo era un sueño que tuvo y olvidó, a pesar de que era allí donde llevaba ya largos años durmiendo y soñando. Tampoco podía saber que aquel plato de ramen que Jabu comía en silencio no solo era el primero, sino también el último.

—¿No te gustaría hacer algo por el mundo, Shiryu? —preguntó Jabu, tratando de atrapar unos fideos con aire distraído.

—¿A qué te refieres?

—Llevar un peinado actual y vestir a la moda para salir de fiesta; llevar a la novia al mar o a la montaña, pisando el acelerador de un coche deportivo para impresionarla; vivir sin querer complicarse, pensando que ser responsable es estúpido —enumeraba entre bocado y bocado—. Algunos considerarían esa una juventud ideal, pero, ¿acaso no son actitudes superficiales, que tarde o temprano chocarán con la cruda realidad? Si esa es la forma en que los jóvenes deben divertirse, ¿no están malgastando los mejores años de su vida por modas que no les permiten desarrollarse?

Shiryu no respondió. Más bien, miró al frente, donde los pocos clientes que había seguían comiendo y charlando; aquel no era un local donde la gente se entrometiera en asuntos ajenos. Solo un hombre se interesó en el curioso discurso, un escritor ya entrado en años que alzó la copa, como aprobándolo. Makoto también se quejó, pero en ese tipo de situaciones él siempre se quejaba y Shiryu apenas le prestaba atención.

Cuando Jabu dejó los palillos sobre la mesa y miró a Shiryu a los ojos, este no pudo evitar sentir una mezcla de respeto y admiración, incluso antes de que prosiguiera.

—Nosotros somos distintos. Como seres vivos únicos en este universo, el cosmos en nuestro interior arde siempre con intensidad. Por eso llevamos una vida plena, que no depende de patrones creados por la sociedad. Vivimos regidos por el destino que nos marcaron las estrellas en nuestro nacimiento. —En ese momento, dos personas entraron en el local. El semblante de Jabu cambió, como si no necesitara mirar atrás para saber quiénes eran. Lo que le quedaba por decir, lo dijo en voz alta—. Algunos nacen bajo el signo de una buena estrella, otros bajo una mala y los hay quienes la buscan hasta el fin de sus vidas. Pero tú decidiste vivir valientemente, sean cuales sean las estrellas que te guíen. ¿Me equivoco, Seiya?1

Un estremecimiento recorrió la espalda de Shiryu al escuchar aquellas últimas palabras. ¿Era posible que todo aquel discurso estuviera dirigido a Seiya? Así le pareció. Mientras Makoto le tildaba de loco y los clientes apuraban la comida y pedían la cuenta con impaciencia, Jabu fijaba la mirada en un veinteañero cuya mayor hazaña era pasear por las noches en invierno con camiseta sin enfermarse.

—Son tus palabras —aseguró Jabu, dando la espalda a Shiryu y a un plato donde solo quedaba una sopa fría—. Una amiga tuya, que ha velado por ti durante años, me recitó ese discurso con lágrimas en los ojos. Mi misión es traeros de vuelta, pero tuve que elegir entre probar el ramen o inventarme uno igual de inspirador. ¿Me perdonarás este robo? Oh, me alegro de que tú también hayas venido, Shun.

—Yo también me alegro de verte. Pareces algo tenso. ¿Te encuentras bien?

—¡Parece que no hay universo donde no puedas dejar de preocuparte por los demás! —exclamó, llamando ahora la atención de todos los presentes en el local—. Me encuentro bien, gracias por preguntar. Utilizo el sarcasmo para ocultar mi rabia, solo eso.

Shun hizo ademán de querer acercarse a Jabu, pero Seiya lo detuvo, meneando la cabeza. Luego, decidido, dio un paso al frente.

—Dices que tu misión es traernos de vuelta. ¿A dónde?

—A vuestro destino, por supuesto. Este sueño ya ha durado suficiente. Atenea…

Entretanto, Makoto se había acercado a la barra trayendo el pago de buena parte de la clientela, que se había retirado con tanta discreción como era posible. Se le veía preocupado. Ya no se limitaba a señalar, mediante gestos, que pensaba que Jabu estaba loco, parecía preocupado de verdad.

—Primero da un discurso y luego habla de diosas occidentales —murmuró entre dientes—. Shiryu, los clientes están asustados, quiero decir los pocos que quedan aquí. ¿No deberías pedirle que se vaya?

—¿Qué sabes tú sobre diosas occidentales? —preguntó Shiryu, en parte por genuina curiosidad, en parte por fingir la seguridad que ya no tenía.

—Es cultura general —dijo Makoto, restándole importancia—. Haz algo o lo haré yo.

Shiryu meneó la cabeza. No sabía mucho del pasado de aquel muchacho, pero lo habían contratado como camarero, no como un matón. Con el rabillo del ojo, miró a quienes ocupaban la mesa del fondo. Estos parecieron entender el mensaje.

—Después de la escena que has montado, ¿te parece que tenemos tiempo para escuchar tus estúpidas explicaciones? —exclamó Seiya, en respuesta a las palabras de Jabu. Tanto elevó la voz, que Shun se interpuso entre ambos, creyendo que no faltaba mucho para que empezaran a pelear—. Está bien. Ni siquiera sé quién es esa tal Atenea.

Desde su asiento, alejado de la barra y de la entrada, un hombre se aclaró la garganta.

—Según dice la mitología griega, Atenea es la diosa de la guerra y la sabiduría, hija del rey de los dioses, Zeus. Es la patrona de los héroes, hombres capaces de desgarrar el aire de un puñetazo y romper el suelo con los pies. ¿Te crees uno de ellos, Jabu?

—No conviene confundir el mito con la realidad —apuntó el hombre que lo acompañaba—. La mitología griega no son más que unos cuentos sobrevalorados.

—Ikki, Hyoga —dijo Shun, siendo escuchado por un sorprendido Jabu, quien no parecía haber sido consciente de la presencia de aquellos dos hasta ahora—. No es el mejor momento para discutir sobre eso, ¿no os parece?

—Sí —dijo Hyoga, formando una sonrisa socarrona mientras veía a Ikki y Shun—. No querría airear en público en qué os gastáis la fortuna familiar. ¿Qué investigabas ahora, Shun? ¿La extinta orden de los caballeros de Atenea?

A un mismo tiempo, Ikki y Jabu gruñeron, por distintas razones. Solo uno habló.

—Somos santos de Atenea, todos nosotros lo somos.

Tanto Ikki como Hyoga se levantaron, sabiéndose desafiados por Jabu. El par se dirigió hacia donde aquel seguía sentado, formando un semicírculo a su alrededor junto a Seiya y Shun. Era seguro que ninguno pensaba en pelear, como mucho querrían llevarlo a que lo viera un médico, pues no debía parecerles muy cuerdo. Sin embargo, Jabu intuía que todos ellos sabían muy en el fondo lo que estaba por venir.

Jabu rio. No pudo evitarlo. Los cinco jóvenes que lo rodeaban eran tan parecidos a los héroes que un día conoció. No contaban con la misma complexión física, desde luego, ya que ni siquiera habiéndose dedicado desde siempre a las artes marciales habrían pasado por algo comparable al entrenamiento de un santo. Shun tenía el pelo recogido en una coleta y vestía una chaqueta de cuero que apestaba a gasolina, pero seguía siendo el mismo chico gentil que conocía. Lo mismo podía decir de Seiya, que vestía, miraba y se movía como siempre, quizás con más dudas de lo habitual, como si ser uno más en el mundo no fuera bastante para el apasionado guerrero que nació para ser. Ikki, por el contrario, no era un guerrero duro e implacable forjado en la isla más cercana al infierno, sino un hombre sereno que vivía en paz consigo mismo, día a día. Hyoga era el único al que Jabu no podía leer, pero verlo uniformado de azul ya decía mucho.

«Así que Seiya es un aficionado al boxeo, Ikki y Shun usan su fortuna para buscar la verdad detrás de los mitos, Shiryu es un barman y Hyoga es policía.»

Todos eran hombres comunes, todos eran capaces de luchar por quienes querían. Ambas cosas eran verdad, por eso Jabu no podía distinguirlos de quienes conocía, por eso sentía rabia con solo verlos en esa situación.

—Hace mucho tiempo —empezó a hablar Seiya—, cuando viajaba por Japón en busca de mi hermana, me encontré una muchacha. No hablamos mucho, nunca supe cómo se llamaba, llegué a pensar que había sido un sueño. La sensación que tuve entonces, se parece a lo que ahora siento. ¿Tal vez nostalgia?

—No —dijo Jabu—. No era un sueño, no hay más sueño que el que estás viviendo ahora y del que he venido a sacarte. —Dio un giro, mirando y sonriendo a cada uno de sus hermanos. De todos ellos, Shiryu era el más silencioso y a la vez el que estaba más alerta; en este mundo no era un santo de Atenea, pero sí un luchador, lo intuía—. ¡He venido hasta aquí para sacaros a todos de este sueño!

Al tiempo que Jabu gritaba, el local empezó a temblar. Varios platos, vasos y otros recipientes cayeron al suelo, estallando en mil pedazos. Los pocos clientes que quedaban empezaron a macharse, asustados, sin orden ni concierto.

—¡Te lo dije Shiryu! —exclamó Makoto, quien se había puesto frente a la única que se había quedado, Mimiko, con los brazos extendidos, buscando protegerla. La imagen no era muy gallarda, ya que la chica no solo era más alta, sino que presentaba una calma que él no tenía—. ¿¡Has hecho tú esto!?

Jabu se encogió de hombros.

—¿Me creerías si te dijera que no lo sé?

Makoto abrió la boca para hablar, pero mientras vocalizaba, Jabu apareció frente a él y le golpeó con un solo dedo en el pecho. El camarero salió volando, por encima de la chica a la que creía poder defender, hasta chocar contra el marco de la puerta.

Ni Shiryu, desde la barra, ni los demás, que estaban rodeando a Jabu, pudieron distinguir el momento en que este se movió, mucho menos llegaron a ver el ataque. Apenas supieron lo que había pasado al ver a Makoto ya en el suelo, siendo atendido por Mimiko mientras lanzaba a gritos maldiciones y desafíos. La chica, preocupada, se esforzaba por retenerlo antes de que hiciera cualquier locura.

—¡Solo me tomó desprevenido! —aseguraba Makoto—. ¡Lo machacaré!

—No seas idiota —replicó Mimiko, tan o más tenaz que él. Sin decir una palabra más, agarró a aquel temerario muchacho del brazo y lo arrastró como pudo fuera del local.

—¡Llamaremos a la policía!

Aquello fue lo último que se oyó de Makoto en el local, donde ya nadie quedaba salvo quienes debían estar. Jabu, parte de aquel sueño; Shiryu y los demás, un grupo de jóvenes, apenas entrando en la adultez, que lo miraban extrañados, quizá sintiendo miedo por el sobrenatural temblor que azotó el local, pero sin ningún ánimo de huir.

—Llamarán a la policía —dijo Jabu, sorprendiéndose de no haberlo dicho en tono de burla. Aquel muchacho tenía agallas, respetaba eso—. ¿Me vas a detener, Hyoga?

No recibió ninguna respuesta.

Durante un rato, nadie habló. Con una tranquilidad admirable, Shiryu se limitó a recoger las mesas y poner en un rincón los miles de fragmentos que habían desperdigados por el suelo. Hyoga se quedó en la entrada, esperando escuchar la sirena de un coche patrulla que nunca llegaba a sonar, como si de repente estuvieran aislados del mundo. Seiya y Shun no podían ocultar tan bien lo preocupados que estaban. El primero, incapaz de quedarse quieto en un lugar, no paraba de dar vueltas, pareciendo en todo momento a punto de golpear algo. O a alguien.

—¿Cómo nos piensas despertar? —cuestionó Ikki, rompiendo el silencio. Hasta Jabu quedó sorprendido por lo repentino de la pregunta—. Si estoy soñando ahora mismo, estoy teniendo una pesadilla sobre cómo el crío más servil del orfanato se ha convertido en un matón de tres al cuarto, exhibiéndose para asustar a gente inocente. Si estuviera teniendo semejante sueño, estoy seguro de que me despertaría, avergonzado.

—No quiere causarles daño —dijo Shun.

—¿A ti te preocuparía lo que les pase a los demás en un sueño? —preguntó Hyoga.

—Sí —respondió Shun, rotundo.

Cansado de la situación, Seiya lanzó un puñetazo contra la pared que tenía más cerca.

—¿Acaso le crees? —exclamó, observando los nudillos sangrantes. No había medido sus límites en ese golpe—. He tenido sueños raros. Todo el mundo tiene sueños raros. Pero no por eso voy a pensar que toda mi vida es un sueño. ¡Me niego!

—Si lo dices por mí, nunca he dicho que lo crea —dijo Hyoga—. Me pongo en los zapatos de alguien que cree que esto es un sueño.

Palabra tras palabra, Jabu escuchó a aquellos hombres discutir como si él no estuviese allí, como si la pelea que sabían inevitable no fuera a ocurrir. En eso, no tenían la culpa, él se los permitía, dándole vueltas a lo que sabía un hecho, hablando de un plato de ramen, recitando las palabras que Miho le contó en una de esas noches en que velaba a un siempre durmiente Seiya, no hacía más que perder el tiempo. Había algo que tenía que hacer, algo desagradable, algo que debía hacerse.

—Cuando vine aquí, dejé atrás la prueba de mi valía como un santo de Atenea —dijo Jabu, atrayendo la atención de todos. El local volvió a temblar, pero nadie dejó de mirarle. Shiryu, ya habiendo arreglado el estropicio, se colocó frente a la barra, dejando claro lo que ya era evidente; las charadas habían acabado, estaba listo para pelear, todos lo estaban—. Después de todo, no tengo derecho a considerarme uno.

—¿Ah, no? —espetó Seiya.

Jabu meneó la cabeza, esbozando una sonrisa triste.

—¿Qué clase de hombre podría decirse santo de Atenea, después de haber decidido asesinar a sus hermanos?

Notas del autor:

¡Buenas Ulti_SG! Como dije en una respuesta anterior, el mundillo del fanfiction es lo bastante grande como para que un Freddy Krueger Vs Santo de Atenea exista por allí, capaz Ifigenia se lo leyó y de ahí vino la ocurrencia. Otro que ha disfrutado de los sueños de otro ha sido nuestro amigo de siempre, Seiya, que parece haber experimentado de las vidas de los otros protagonistas de su creador. Muy conveniente que todos se parezcan tanto a él, ¿no?

¡Aquí estamos de nuevo, Shadir! Pues sí, la tarea que le tocó a Jabu es de las duras. ¿Podrá acometerla nuestro héroe? ¡Lo veremos en el próximo capítulo!

1 Extraído del principio del tomo 8 de Saint Seiya. Parte de un diálogo entre Miho y Seiya previo a la Batalla de las Doce Casa que me pareció apropiado rescatar para esta obra.