Preludio
Octava parte. Atenea, diosa de la guerra
La experiencia de vivir en la mansión Kido suavizó en Jabu la impresión que el hogar de los Solo podía provocar. En realidad, al santo de Unicornio le resultó más impactante el lugar donde aquella inmensa y majestuosa casa fue construida. Los cuadros que decoraban el salón principal ya anunciaban con bastante fuerza la pasión que la familia Solo sentía por el mar, representando varios de ellos barcos de época, quizás en su momento pintados por encargo de alguno de los antepasados de Julian Solo, quizá simplemente adquirido tiempo después; pero la verdadera esencia de esa pasión se encontraba detrás de la residencia familiar, donde las aguas se mantenían siempre tranquilas en torno al acantilado sobre el que fue edificada.
La visión desde la terraza debía bastar para entender todo lo que la familia Solo significaba: el océano, desde las aguas superficiales hasta las más hondas profundidades; docenas de generaciones de hombres habían amado y respetado esa parte del mundo tan caprichosa, tan misteriosa y sobre todo tan peligrosa. ¿Podía ser una coincidencia que Poseidón escogiera, desde tiempos mitológicos, a un miembro de aquella familia como avatar? Aquella pregunta se esfumó de forma tan repentina como vino, al tiempo que Jabu distinguía la figura de Julian Solo.
El joven parecía hacer oídos sordos a la llegada de Jabu y Saori, a pesar de que el hombre que los guió a través de la mansión no se esforzó en hablar bajo a la hora de indicar que debía irse para ayudar con los preparativos. De hecho, todo el personal de servicio en la mansión parecía más atareado de lo normal, pero aquella no era una situación que concerniese a los visitantes.
—¿Es necesario asaltar un reino para que aceptes visitarme? —preguntó Julian con voz neutra, de manera distraída y sin siquiera voltear la cabeza.
La reacción de Jabu fue inmediata, lanzándose contra el empresario griego con la velocidad de una bala y el puño alzado. Pese a la rapidez del movimiento, imperceptible al ojo humano, el golpe no alcanzó al joven heredero, siendo detenido en seco por una flauta anaranjada. El hombre que sostenía aquel instrumento, con el cual había bloqueado no solo toda la fuerza sobrehumana del santo sino también la terrible onda resultante del movimiento supersónico, lo bajó en son de paz antes de hablar.
—Mi nombre es Sorrento, santo de Atenea. ¿Cuál es el vuestro?
—Jabu —respondió con sequedad, resintiendo en el puño la dureza de la flauta.
—Mi señor está dispuesto a dar todas las explicaciones que se le exijan, no hace falta recurrir a la violencia. Tomaré este último suceso como un simple malentendido.
Fue entonces cuando Julian se separó de la barandilla de la terraza y giró, saludando a sus visitantes con un gesto. El parecido entre él y Sorrento saltaba la vista, si bien el segundo era de facciones mucho más finas, con unos tranquilos ojos de pupilas rosadas muy distintas del intenso verde marino de la mirada del heredero de los Solo.
Necio como solo el más dedicado protector puede serlo, el santo de Unicornio permanecía en guardia entre los dos empresarios, a la vez que avatares de los dioses Poseidón y Atenea. Saori, que había sabido mantener la calma tras el sobresalto que le produjeron las palabras de Julian Solo, apoyó su mano sobre el hombro del santo, asegurándole con un sencillo intercambio de miradas que todo estaba bien.
—Un malentendido provocado por una mala elección de palabras, me temo —señaló Saori, a lo que Sorrento no pudo responder.
—¿Debí empezar por quién ha mantenido a tus más fieles guerreros en un sueño perpetuo todos estos meses? —preguntó Julian Solo, sin el menor atisbo de sarcasmo—. Creo que entiendes bien por qué elegí tales palabras, Saori Kido.
—Si así vas a dirigirte a mí, ¿debo suponer que estoy hablando con Julian Solo y no con Poseidón, dios de los mares?
El empresario griego no respondió de modo alguno, se limitó a señalar a los visitantes el lugar en el que pretendía hablar. Sin esperar cualquier reacción, Julian Solo descendió las escaleras que conectaban la terraza de la mansión con el acantilado. Ahí, entre varias columnas y un templete rodeado por algunos árboles, el que fuera en otro tiempo avatar del dios Poseidón se sentó sin parsimonia en una mesa preparada para dos personas, con una botella de exquisito vino, dos copas y algunos aperitivos. Sorrento permanecía de pie a pocos metros de distancia, guardando sus espaldas.
Saori no tardó en seguir al joven empresario, sentándose en la única silla libre solo después de pedir permiso. Jabu no dudó en seguirla. Desconfiaba de Julian Solo, de Sorrento, y en general, de la situación la que se encontraban; parte de él pensaba que no había sido buena idea viajar hasta Grecia: «Esto es una trampa —escuchaba en su mente.» Y a pesar de sospechar eso, de saberlo, incluso, comprendía que no importaba, que a esas alturas aquel conocimiento era del todo inútil.
—¿Una copa? —preguntó Julian, al tiempo que destapaba la botella de Vega Sicilia Único 62, que había traído expresamente para la ocasión.
A Julian Solo no le sorprendió que Saori se negara, aunque se permitió una momentánea expresión de incredulidad. El hecho de que una persona habituada en un tiempo a las reuniones de la alta sociedad, rechazara una copa de uno de los mejores vinos españoles, podría haberlo sorprendido años atrás pero, ¿cómo podría hacerlo ahora, que recordaba a aquella muchacha sentada enfrente como la única mujer en el mundo que lo había rechazado? Julian sacudió la cabeza, como tratando de sacar tales pensamientos; siempre podría ser que la razón del rechazo se debiera la edad o, incluso, a la antigua enemistad que se había forjado a lo largo de sus vidas pasadas.
—Confieso que estoy confundida —empezó a hablar Saori—. Las últimas noticias que tuve de Julian Solo hablaban de un hombre que dejó atrás su fortuna y se dedicó a prestar toda la ayuda posible a los damnificados por la catástrofe de hace unos meses. La suerte le sonrió, y de algún modo todo cuanto perdió, o más bien todo a lo que había renunciado, le fue devuelto de una u otra manera. Cuando me dijeron que quería hablar conmigo, creí que se trataría de algún asunto de negocios o…
—Esa es la razón —cortó Julian, conocedor de la alternativa que quedó guardada tras los finos labios de la joven—, aunque yo no llamaría un asunto de negocios a pedir que la Fundación Graad coopere con las Empresas Solo para ayudar a los damnificados por la catástrofe… Por el Gran Diluvio.
—Esta mañana me despierto descubriendo que una ciudad que ningún ejército humano podría tomar fue atacado por una misteriosa fuerza. —Sin sutilezas de ningún tipo, Saori Kido miró hacia Sorrento, quien se disculpó con un gesto—. Decidí viajar hasta aquí no para corresponder ninguna de las invitaciones que me llegaron, sino para asegurarme de que mis sospechas eran falsas.
—Nunca he pretendido negar mi implicación ni la de Sorrento en aquel ataque —reconoció Julian Solo, tajante—. Por eso escogí esas palabras como inicio de nuestra conversación antes de cualquier otra serie de saludos y preguntas banales. Pero estoy contando solo la mitad de la verdad, y eso no es suficiente, nunca lo es.
Saori Kido vio detrás de todas aquellas palabras una amenaza, y a diferencia de su silencioso escolta, quien había tenido una sensación similar, fruto de una corazonada, no actuó en represalia no porque no tuviera tiempo de reaccionar, sino porque decidió confiar en Julian Solo, tenía razones para hacerlo.
Así, Saori Kido vio cómo un rápido chasquido de dedos provocaba en todas las cosas —la mesa, el templete, la mansión, la tierra, el mar e incluso el aire— un extraño temblor, semejante al que sufría una imagen reflejada en el agua cuando esta era revuelta. Los colores del mundo se mezclaron en extrañas olas, como si la realidad hubiese sido desde siempre un océano en el que cada elemento no era más que una gota de agua. Al final, como no podía ser de otra manera, solo quedó la oscuridad.
—He aquí el reino de Morfeo; el destino de todos los soñadores, la prisión de tus santos de bronce.
Los ojos grises de la joven notaron cómo Julian Solo seguía sentado enfrente, aunque ya no sobre silla alguna; ella también estaba en esa posición, sentada sobre la nada. No tuvo tiempo ni necesidad de pensar en lo extraños que pudieran verse en esa postura, pues tenía algo más relevante en mente: Julian Solo no trataba de manipularla a ella, sino al entorno. Como mucho, los habría trasladado a alguno de los mundos paralelos al universo que muchos tienen la alegría de llamar realidad, si es que no se trataba de una mera ilusión. Eso estaba bien, le indicaba que el empresario griego no estaba tratando de dañarla o afectarla, al menos no de forma directa, y el sentir en todo momento y con claridad la presencia de Jabu terminaba de tranquilizarla.
Un lejano ruido se empezó a escuchar, hasta ahora oculto tras la capa de oscuridad que los rodeaba. Pronto aquel sonido se intensificó y dividió hasta convertirse en una serie de gritos y aplausos, provenientes de una multitud entusiasmada como pocas veces en sus vidas podrían volver a estarlo. No importaba el sexo, la raza o la edad, personas de toda clase se encontraban llenando las gradas de un coliseo, uno creado bajo la dirección y financiación de la Fundación Graad, a fin de ser para el siglo XXI lo que un día fue para la Antigüedad el coliseo de Roma.
Antes de divisar en el ring a Shiryu de Dragón y Seiya de Pegaso preparándose para el que sin duda fue el más sonado combate de aquel torneo, Saori ya tenía claro lo que estaba viendo: Galaxian Wars, la competición que reuniría a guerreros de capacidades sobrehumanas desde todas partes del mundo para una lucha sin precedentes, con el manto sagrado de Sagitario como premio.
Por supuesto, aquel no era el verdadero objetivo ni de los participantes ni de la propia Saori Kido, organizadora del evento. Algunos de los llamados santos habían ido a luchar por el honor o la fugaz gloria personal, otros —como Seiya o Shun— buscaban solo encontrar a un ser querido, y al final estaban Hyoga e Ikki, enviados por el Santuario con el fin de ajusticiar a quienes habían osado corromper las más antiguas tradiciones de la orden ateniense. La intención de estos últimos era la más cercana al verdadero propósito de las Galaxian Wars: primero, asegurar la reunión de todos los huérfanos enviados por la Fundación Graad para ser entrenados como santos —todos hijos del mismo padre, Mitsumasa Kido—, incluso aquellos a los que el Santuario pretendiera utilizar; y segundo, atraer la atención del Santuario.
—Una estrategia poco pensada, si se me permite la observación —puntualizó Julian Solo—. No dudo de que fuera efectiva: el Santuario daba el primer golpe, dignificando poco a poco la causa de Saori Kido, volviéndose más y más vulnerable en un sentido no solo físico, sino también moral; además, si alguno de los huérfanos acababa debiendo lealtad al Santuario, sería utilizado como asesino y no como rehén. Pero, ¿valía la pena mostrar al mundo la existencia de los santos?
Saori pensó en la campaña de difamación orquestada desde las sombras por Tokumaru Tatsumi. En realidad no fue difícil lograr que el mundo se convenciera de que las Galaxian Wars eran, en el fondo, una mezcla de auténticas capacidades sobrehumanas con algo de fantasía —todo lo concerniente a los santos, el cosmos, los mantos sagrados y, sobre todo, su participación en eventos históricos— como trasfondo; las capacidades de aquellos jóvenes, aunque impresionantes, habían sido exageradas por el bien del espectáculo. Fue un duro golpe para la Fundación Graad, pero no algo de lo que no pudieran recuperarse; las competiciones de lucha siempre habían sido solo una actividad muy secundaria para la empresa, después de todo.
Así, Saori asintió sin dudar. Todas las vidas que se perdieron por aquella estrategia pesaban inclementes sobre su conciencia, desde los santos que murieron siendo fieles al Santuario sin llegar a saber nunca la verdad, hasta los noventa huérfanos que no llegaron nunca a convertirse en santos. Eso era cierto, lo aceptaba. Pero, si por ese pesar lamentara el riesgo que tomaron tantas personas, desde Aioros de Sagitario y su abuelo hasta ella misma, estaría negando el valor que esas muertes adquirieron en el final de la batalla, ¿era justo eso? En aquel instante, Saori Kido decidió que no.
El aire titiló, evocando el cambio que se iba a producir. Ante los ojos expectantes de la reencarnación de Atenea, el mundo cambió de nuevo: toda la creación descendió hacia abajo en la forma de un sinfín de cascadas, si bien compuestas de imágenes ya borrosas en lugar de agua. Por un momento tuvo la sensación de estar descendiendo, con toda probabilidad infundada —seguía segura de que solo su alrededor cambiaba, no ella ni su posición— pero no por ello menos intensa. Por instinto, la joven bajó la mirada hasta un punto en el que el todo volvía a adquirir forma, donde en un instante aun más corto que el más rápido parpadeo, un nuevo escenario se manifestaba.
Atenea pudo distinguir un templo dedicado a Poseidón, edificado sobre la cúspide de una construcción de varios niveles separados entre sí por largas escalinatas, una base colosal que asemejaba a la altura de un monte. Alrededor, una vasta tierra se extendía en todas las direcciones, destacando el corto camino pavimentado —dividido también por varias series de escaleras— que conectaba la sagrada edificación con una obra de, sin duda, igual importancia. El sendero estaba rodeado por bellas montañas de coral, un símbolo adecuado de la belleza del océano.
El lugar evocaba en la diosa una de las tantas batallas que debió librar, y supo pronto que estaba viendo justo ese momento. No le sorprendió verse a sí misma al lado de un joven envestido en una armadura dorada de la que surgían dos bellas alas metálicas; esperaba también ver la figura de Julian Solo frente a aquellos, cubierto el avatar por una armadura no menos majestuosa que la del joven —la carencia de alas incluso parecía reafirmarlo en la mente de Saori, como si eso fuera lo que había que esperar del ser que estaba observando: el señor de los mares, nunca de los cielos— y armado con un tridente y la cólera que emergía desde lo más profundo de su ser.
«Porque el cielo está cayendo —pensó Saori—. El cielo cae sobre los dominios del dios de los mares.» La bóveda que dominaba toda la extensión del reino submarino no era otra cosa sino el océano; lo que para los habitantes de la superficie terrestre eran los mares, para los súbditos de Poseidón se convertía en el firmamento gracias a la voluntad del dios por el que un día juraron vivir y morir. Pero los siete pilares que sostenían aquella imitación del Urano, uno por cada uno de los mares, habían caído, y el llamado Sustento Principal, erigido sobre una base comparable a la que se encontraba bajo el templo de Poseidón, se desmoronaba desde hacía escasos minutos. El joven de cabello rebelde que ahora encaraba sin temor a un ser divino, era el responsable.
—Este es el momento de mi derrota —dijo Julian Solo; no el de abajo, que cargaba en su pecho la voluntad de un ser superior, sino el hombre que permanecía sentado frente a la expectante Saori Kido—. Estabas dispuesta a sacrificarte por el bien de la humanidad, retrasaste el diluvio universal con el que Poseidón había pretendido limpiar el mundo de toda maldad. ¿Pero eso no era todo, cierto? Fue tu decisión ser sellada junto a la única arma que podía detener a tu enemigo sin mayor derramamiento de sangre. Sobraban motivos para no desconfiar de tu propuesta y, sin embargo, ahora veo claro qué hice mal.
—Este es el momento de la derrota de Poseidón, no la tuya —corrigió Saori, observando cómo el hombre que la traicionó apenas llegó al mundo, la protegía del tridente que el dios de los océanos había lanzado con todas sus fuerzas. Contemplar aquello por segunda vez, así fuera como una espectadora ajena a la realidad, la conmovió de tal manera que no prestó atención a cómo su otro yo sellaba el alma del más antiguo némesis de Atenea. Así, una guerra terminaba; de ese modo, el diluvio universal que amenazaba con poner fin a la mayor parte de la raza humana, era detenido. Saori sopesó un momento cuánto de aquella victoria dependía del noble gesto de Kanon, el hombre que la traicionó, el hombre que la salvó.
—Sabías que los santos de bronce conseguirían destruir los siete pilares, así como no dudabas de que lograrían destruir el Sustento Principal. Hacía falta un milagro, cierto, pero desde tiempos mitológicos has enseñado de ello a esos jóvenes más de lo que te gustaría admitir. —Las palabras de Julian Solo, cargadas de un dejo de reproche, sacaron a la joven de su ensimismamiento—. De algún modo lograste que nuestro enfrentamiento dependiera de si caía o no el Sustento Principal, no de quién triunfara en el combate. ¡Tenía que ser así! Después de todo, ¿no reencarnaste en esta época con el fin de enfrentar a Hades? No estabas preparada para tenerme como enemigo, no como luchamos en otros tiempos en el Ática. ¡Y aun así ganaste!
Al mismo tiempo que escuchaba el extraño reproche —¿era reproche? ¿Siquiera era una crítica? Empezaba a dudarlo—, Saori oyó lo que le dijera al dios de los mares meses atrás, como respuesta a la seguridad de aquel en que todos los dioses del Olimpo se opondrían a ella si insistía en defender a la humanidad. Esas palabras las había expresado con el corazón, sin siquiera tener que pensarlas, y a pesar de ello estaba segura de que podría volver a decirlas ahora. Pero no lo hizo, como tampoco hizo el menor intento de negar que su intención de sacrificarse fuera parte de un plan previamente meditado. ¿Por qué debería? Julian Solo, no, incluso Sorrento, el más fiel de los generales de Poseidón, sabía que no era cierto.
Sucedió algo extraño: como una piedra salteando varias veces la superficie de un lago, un gesto impaciente de Julian Solo removió todo cuanto los rodeaba, mostrando una sucesión de rápidas imágenes de otros dóndes y otros cuándos de la memoria de Saori Kido. Primero vio a tres hombres vistiendo armaduras de un brillo oscuro, tres guerreros que debieron enfrentar a quienes un día llamaron compañeros por fidelidad a ella, si no es que al mundo entero. Inmediatamente después, al tiempo que sentía una dolorosa punzada en el corazón, se vio frente a Shun, santo de Andrómeda, poseído por el espíritu del inclemente Hades, rey del inframundo; en su interior, la joven agradeció haber podido salvar al muchacho de aquello. La tercera imagen fue la más dura: una pradera infinita, un mundo utópico en el que ni la guerra, ni el hambre, ni la enfermedad, ni la muerte existen, los Campos Elíseos. De un lado, ella misma dispuesta y armada para el combate; pero detrás de ella, paralizados como cuerpos inertes, los cinco jóvenes que siempre la habían acompañado.
—Debiste morir para entrar en el reino de los muertos. De nuevo estuviste dispuesta a ofrecer tu vida para salvar a los hombres, pero ese no era tu objetivo, así como no lo fue en nuestro enfrentamiento. No, descendiste al Hades, a los Campos Elíseos, buscando acabar definitivamente con uno de tus más antiguos enemigos… —De nuevo Saori Kido notó en la voz de Julian Solo ese tono crítico que, de una extraña manera, no le parecía tal—. ¿Entiendes lo que intento decirte?
Los alrededores cambiaron a una cuarta imagen, la de un bebé recién nacido en brazos del empresario japonés Mitsumasa Kido. Un punto de inflexión para las vidas de muchas personas; sin duda las de los hijos de aquel hombre sufrirían el más duro revés, pero para Atenea empezaba un período de trece años en el que su hogar le daba la espalda, en el que apenas podría saber en quién confiar. Esa forzada soledad —que ella jamás respondería con rencor o reproche de ningún tipo—, fue el motor que provocó que cien huérfanos adquirieran por destino convertirse en santos.
—Con el paso de sus reencarnaciones, Atenea se distanciaba del resto de los dioses que aún descendían sobre la Tierra, legando cada vez más poder a quienes luchaban en su nombre. —Las palabras de Julian resonaban en un tono neutro, casi ausente, como el narrador omnisciente que cuenta una historia ajena a él—. Los llamados santos se convirtieron en los brazos de la diosa, ellos libraron las batallas y profesaron todos los ideales que ella representaba, mientras la propia Atenea observaba con ojos mortales el resultado de su obra, mientras se convertía en un símbolo.
—Habría preferido evitarles el sabor de la guerra, la sucesión interminable de batallas que solo abandonan junto a sus breves vidas. —En aquel momento, Saori Kido no estaba segura de por quienes estaba hablando; pensaba en los cinco jóvenes que la acompañaron en los más terribles enfrentamientos, pero al mismo tiempo creía sentir el recuerdo de todos y cada uno de los santos de Atenea.
—¿Es esa la voluntad de Atenea, o el pensamiento de la mortal en la que ha reencarnado en esta era? No importa. Nunca ha sido mi intención recriminarte, creo que lo sabes. —Hizo una pausa, quizá en busca de una confirmación por parte de Saori, y prosiguió—. La presencia de Atenea sigue siendo necesaria en este mundo; todo cuanto ha hecho en esta reencarnación así lo demuestra, los santos no podrían haber alcanzado la victoria por sí solos. Pero eso cambiará tarde o temprano, Poseidón lo ha discernido en el constante flujo del tiempo, incluso Hades debió haberlo sabido: Atenea aspira a una Tierra, a una humanidad, que pueda prosperar tras el abandono de los dioses. ¿Cómo podría entonces yo, Julian Solo, juzgar tus actos? ¡En el tormento del diluvio universal, mientras los Señores de la Creación volvían la mirada, una entre ellos guió a la condenada humanidad hacia el poder de hacer milagros, les dio la esperanza que habían perdido en medio de la corrupción que los dominaba!
La exclamación de Julian sorprendió sobremanera a la joven, alterando el suave rostro que hasta entonces había mantenido sereno. El sonido de una llovizna se escuchó con fuerza, a la par que la imagen de Mitsumasa Kido cargando a la recién nacida Atenea se difuminaba, dejando que un sinnúmero de sonidos entraran desde todas direcciones, sobreponiéndose al primero. Eran voces, sin duda, aunque a Saori le resultaba imposible aislar una del resto: actuaban al unísono, como si todas provinieran de un único ser. ¿Eran esos gritos la encarnación de quienes padecieron meses atrás una catástrofe de proporciones bíblicas? Tal vez, esa era la forma con la que ahora se presentaba el lugar: el llamado Gran Diluvio del siglo XX; un cielo de lluvia y vientos tan incansables como violentos, un océano que no conocía la calma, mucho menos la piedad.
—Como Julian Solo, debería pedir perdón a toda la humanidad, incluso si no hay nada en este mundo capaz de redimirme. Pero a Atenea debo darle las gracias; no por perdonar mi vida, sino por todo lo que ha hecho por nosotros, los seres humanos. Soy responsable de un genocidio, un hombre que habita la Tierra que es regalo de los dioses, y el avatar de Poseidón; de ninguno de esos rostros puedo renegar, ni tengo deseo de hacerlo. No volveré a huir de mí mismo.
La voz del griego seguía resonando por todo el lugar, pero algo había cambiado. Cada una de aquellas palabras escondía algo más natural, sincero y propio, que todo el extraño juicio que había recitado sobre Saori, o más bien, Atenea.
—Como Atenea, acepto tu agradecimiento. Te reconozco como el ser humano que eres, pero no como un genocida, pues cuanto ocurrió en el pasado fue la voluntad de Poseidón, no de Julian Solo —aseguró Saori—. Incluso si la diferencia entre ambas ha sido mermada por el paso del tiempo.
—Mis palabras pueden ser solo una débil interpretación de lo que Poseidón sabe, pero la conclusión es sencilla: tu victoria, Atenea, es un futuro por el que vale la pena luchar. —Julian no fue sutil a la hora de evitar seguir hablando sobre la responsabilidad que pudiera tener en el Gran Diluvio, pero Saori respetó su silencio—. No solo yo pienso así, él también; ambos queremos ver realizado el mundo que buscas construir, esa idílica civilización que no ha existido desde la lejana Edad de Oro. Me habló en sueños, y acepté escucharle solo a cambio de recordar todo lo que hice.
Por supuesto, la algarabía de voces que dominaba aquel espacio onírico era algo que Julian Solo ya había escuchado antes, aunque no buscando consuelo ni simplemente aceptando un merecido tormento. No, sin duda aquel joven de apenas dieciséis años tenía una única interpretación para aquel coro: debía compensarlos, debía compensar a la humanidad por lo que hizo; y como en todo el que ve antes lo malo que ha hecho que lo bueno, incluso si no era culpable de ello, no le bastaba con ayudar al prójimo, quería más. Quería cambiar el mundo, o al menos, ayudar a hacerlo.
El que en el fondo no era más que un niño —o un niño-hombre, si así era mejor decirlo—, fantaseaba con las torres de un castillo del que había olvidado los cimientos. ¿Siguiendo el juego de Poseidón? Improbable. En el fondo, por mucho que condenara las acciones de su antiguo némesis, Saori sabía que el deseo del dios por un mundo carente de maldad era sincero; así se lo había expresado a Jabu, y así lo creía ella misma. Tal vez, el dios del mar simplemente había decidido aceptar de forma temporal una alternativa, pues ni para la voluntad divina era el camino más deseable uno que se construye sobre muerte y destrucción. Esperaría, expectante, a ver el triunfo o el fracaso de la diosa que ponía toda su fe y esperanzas en la humanidad. En la victoria, Poseidón estaría satisfecho, en la derrota, simplemente retomaría lo que empezó.
—El poder de Poseidón se encuentra en todos los seres vivos, en la misma esencia de la vida. Es por eso que, en este día, pudo manifestarse a través de mí —explicó Julian. La imagen del Gran Diluvio se había deshecho ya, y ahora ambos avatares hablaban de nuevo sobre la monótona oscuridad del reino de los sueños—. Te ofrezco una alianza, a ti y a todas las vidas que deba tener Atenea entre nosotros, lo hago no en mi nombre, sino en el de toda mi familia. Solo tú conoces el paradero del Ánfora Sagrada en la que encerraste la voluntad de Poseidón en este mundo; solo tú puedes abrirla. Te pido que lo liberes, te ruego que lo hagas para así poder redimir todo el mal causado. Déjame ser partícipe en el mundo que desde tiempos mitológicos Atenea ha buscado crear.
Notas del autor:
Ulti_Sg. Justamente para escoger a Jabu como el protagonista de este arco introductorio tuve en cuenta lo que hizo a lo largo del manga... ¡Y al año siguiente tiene una gran aparición en una obra de Saint Seiya! Sobre si hubo otros casos como Jabu, entre este y el caso de Ifigenia, no puedo decir nada. El equipo de grabación estuvo siempre vigilado por Hipnos y sus hijos durante nuestra estancia en el Oneiroi, para evitar investigaciones incómodas.
¡Saint Seiya no es Saint Seiya sin un buen flashback! ¿Seis...? Ah, sí, algo se dijo, pero, ¿quién puede ser el sexto?
