Preludio
Novena parte. La alianza
Saori Kido solo podía dar una respuesta, y la dio. Ella lo sabía, así como Julian Solo y Poseidón, cuya voluntad se extendía a todos los seres vivos. Aun así, el empresario no se arrepentía de nada de lo que había dicho. No, en cierto modo aquello no había sido solo una propuesta, lo que de verdad deseaba era disculparse; no podría hacerlo con quienes debería, mil razones se lo impedían, pero pedir perdón a quien había elegido representarlos a todos —inocentes o no—, consideraba que debía hacer al menos eso.
La negación de Atenea hizo desaparecer todo el espacio que Julian Solo, con un poco de ayuda divina, había moldeado tantas veces. Lo que quedó fue la realidad, donde el tiempo parecía haberse detenido mientras los avatares echaban un lento y detallado vistazo a los sucesos del pasado. Tanto Sorrento como Jabu se encontraban tranquilos; el santo de Unicornio empezaba a reducir la tensión en su cuerpo. Saori asintió tras observar aquello por el rabillo del ojo, estaba bien que la reunión no acabara de forma violenta, sobre todo por aquel muchacho que tan lealmente la acompañaba.
—¿Qué opinas de la posibilidad de que la Fundación Graad y las Empresas Solo puedan cooperar? —preguntó Julian Solo con tranquilidad, ya ajeno al curioso embelesamiento que lo dominara hacía tan poco, hablando no como el muchacho que soñaba con un Deus Ex Machina que resolvería todos los problemas del mundo, sino como el competente hombre de negocios que estaba destinado a ser—. Por supuesto, sé que la mayoría de nuestros intereses difieren, así como lo hacen los campos en los que nuestras empresas se han movido desde los tiempos del señor Kido y mi padre...
—... Eso es cierto en los negocios, pero no es de lo que estamos hablando. Aunque ha pasado el tiempo, los daños provocados por el Gran Diluvio todavía no han sido reparados... Aquellos que pueden repararse —corrigió de inmediato, procurando que no sonara a represalia—. Sigue habiendo personas que necesitan ayuda, y organizaciones que tratan de ayudar aunque no cuentan con los fondos que desearían.
—Creo que nuestras empresas podrían hacer mucho por remediar eso. Pero no solo hablo de dar dinero a unas cuantas causas benéficas mientras miramos hacia otro lado, ese que solo está formado por beneficios y pérdidas a mediano largo y plazo.
Así inició una nueva conversación, menos sobrenatural que la anterior pero no por ello menos agotadora. Saori no tardó en entender que se había adelantado en su juicio: no era que Julian hubiese dejado de soñar con cambiar el mundo, solo había buscado otra manera en la que podría hacerlo. El joven griego era inteligente, pero incluso si durante horas solo hablaron de todo lo que podían hacer por las víctimas del diluvio, detrás de esa discusión premeditadamente enfocada, la nieta adoptiva de Mitsumasa Kido distinguió más, mucho más. No tardaron en hablar de las reuniones con importantes personalidades —reconocidos filántropos, la mayoría, tal como su abuelo y el padre de Julian fueron en vida— que el último de los Solo pretendía invitar a la mansión.
—Esta tarde habrá una reunión, aunque entenderé si no puedes quedarte —mencionó Julian Solo, al tiempo que animaba a Sorrento a tomar una copa con el divertidamente estoico santo; Saori aprobó aquello con un gesto, por lo que Jabu cedió.
Pese a la edad, el vino no era desconocido ni para Sorrento ni para Jabu, aunque la calidad de la bebida sí que la supieron disfrutar. Poco a poco, sin que siquiera lo planearan, acabaron separándose de la posición de guardaespaldas que habían adoptado —cosa extraña a ojos ajenos, pues estaban detrás de las que sin duda eran las dos personas más poderosas del planeta, pero las vidas de todos los allí presentes eran extrañas, y así debían ser—, llegando incluso a hablar en un lugar apartado. Eso estaba bien, la conversación de los avatares era puramente terrenal, de un sentido que no les concernía. En especial, a Saori le alegró que el santo de Unicornio pudiera tomar con naturalidad que una situación acabara de forma pacífica; aquel muchacho llevaba demasiado tiempo cargando con más responsabilidad de la que debía, lamentaba eso.
Al final, la forma en la que Julian abrió aquella conversación —extensa, si bien no lo bastante como para que Saori pudiera asistir a la reunión que se celebraría en la tarde— no fue una burla gratuita, sino una forma de señalar lo obvio: él no era Poseidón; así quisiera volver a serlo, así su petición era volver a serlo, no lo era. No fue la mejor forma de dar tal información, ni tampoco invadir un reino fue una invitación ideal, pero tampoco fue la peor, hubo cierta utilidad que pudo aprovecharse.
Sentado en uno de los aviones privados de la familia Kido, Jabu ya había olvidado casi toda la conversación que escuchara en la mansión Solo. Recordaba lo esencial: las aparentes intenciones de Julian Solo y el exquisito sabor del vino que había tomado. Su maestro, un hombre vital y salvaje al que pocas convenciones sociales podían limitar, ya le había hecho probar toda clase de bebidas, pero ninguna tenía tal calidad.
Negó con la cabeza, sabiendo que le estaba dando más importancia a unas cuantas copas de la que debía, y quedó absorto varios minutos al ver el rostro tranquilo de Saori, quien se encontraba dormida con la cabeza apoyada en el cristal de una ventana. Quizá era una postura incómoda, que le pasaría factura en cuanto despertara, pero ni esa idea bastaba para que la moviera; no quería despertarla. Podría decir que era por la encantadora imagen que tenía enfrente, de esa joven que por un año solo conoció la angustia y el dolor por batallas que no terminan y los amigos que se pierden en el camino; solo en instantes como aquel podía aparentar paz y tranquilidad, cuando no una sonrisa. Sí, podría decir eso y le serviría como excusa, pero solo sería una verdad a medias.
Después de todo, no solo Julian Solo, en el nombre de Poseidón, y Saori Kido, hablaron sobre el mundo en el reino de Morfeo. Jabu de Unicornio también estuvo ahí, escuchó todas y cada uno de las palabras que se dijeron a la vez que observaba todo cuanto, en principio, debía mostrarse solo a Atenea. Nada estuvo mal; fue el empresario griego quien afirmó que cada santo era parte de la diosa, y así fuera una simple metáfora, le explicaba a Jabu por qué debió escuchar aquella conversación.
El destino que atrapaba a los cinco santos de bronce no sorprendió a Jabu del todo, porque ya sospechaba que algo así podía haber pasado. Le extrañó más que Poseidón, un enemigo hacía menos de medio año, le ofreciera a Atenea ayuda sin pedir nada a cambio. Oyó con suficiente claridad la negación de Saori a una alianza, esa que tenía como recompensa la liberación de Seiya y los demás. Entonces: ¿por qué le ofreció el dios ayuda? ¿No esperaba nada a cambio, acaso?
Porque Jabu sospechaba que solo un tipo de ensueño podía desaparecer en Saori todas las preocupaciones que había cargado estos meses. Todavía le eran ajenos conceptos tales como sueños reales y falsos —en el sentido que años después comprendería a punta de repetidas explicaciones—, pero no era necesario ese conocimiento para intuir que la diosa estaba soñando el mismo sueño que aprisionaba a cinco valientes jóvenes, los héroes que habían salvado a la humanidad y que por ello habían sido maldecidos. Quiso ver en la tranquila faz el momento en el que la diosa podría reencontrarse con los santos a los que tanto quería y, sin llegar a pensar en cualquier tipo de envidia que pudiera sentir o en el hecho de que aquel momento de felicidad debía agradecerlo a la voluntad de Poseidón, quedó conmovido de un modo inexplicable.
Desvió la mirada y se acomodó en su asiento; él también debía dormir, conocer la situación de Seiya y los demás solo era el principio del largo camino que sería liberarlos. Y entonces, poco antes de caer rendido en los dominios de Morfeo, reparó en qué día era y sonrió.
—Un curioso regalo de cumpleaños, ¿no crees, Seiya? —musitó Jabu.
Describir al ser humano como una mota de polvo en el universo no sería más que una afirmación arrogante. La Tierra, ese inmenso planeta lleno de vida, de personas y de tantas y tan distintas criaturas, sí que era un grano de arena en el desierto; las más grandes estrellas eran minúsculos puntos de luz en el infinito, y las galaxias como mucho podrían considerarse pequeñas islas en un océano más grande de lo que el ser humano podría imaginar. Pensando así, ¿no era lógico que el macrocosmos —o los dioses que lo dirigen— pudiera solucionar la inexistencia de un simple hombre?
Esa era la conclusión a la que Jabu estaba llegando, aceptando que los seis años de búsqueda que siguieron a aquella reunión entre Saori Kido y Julian Solo no sirvieron para solucionar el problema. Rememoró el momento en que Orestes llegó al Santuario, dispuesto a lograr la formación de una alianza entre el misterioso dios al que servía y Atenea. Si aquel hombre no hubiese aparecido, ¿habría llegado a donde estaba ahora? ¿Siquiera hubiese sido posible despertar a los santos de bronce en algún momento?
—Hay algo que no me explico —comentó Jabu de manera distraída, llamando la atención de Ifigenia—. ¿Qué habría pasado si alguien hubiese muerto en ese mundo? Por casualidad, me refiero.
—Los seres humanos mueren, en todos los tiempos y en todos los universos —empezó a responder Ifigenia. Por un momento, Jabu creyó ver un pequeño cambio en el rostro de la entidad que acompañaba a la amazona, pero fue algo demasiado rápido como para que pudiera pensar más en ello—. Pegaso, Dragón, Cisne, Andrómeda, Fénix. Todos ellos habrían muerto, tarde o temprano, y eso es tan válido en este lugar como aquel en el que despertarán.
—Porque soñaban con un sueño real, uno que es copia de un mundo que pudo haber pasado —comentó Jabu, queriendo decir que lo había entendido—. Lo lamento, creo que nunca podré aceptar que el castigo de vuestro señor fuera tan a prueba de fallos como parece. Pero supuse que al menos esa duda me la podrían resolver.
—¡No importa! Tienes todo el tiempo del mundo para preguntarnos cualquier cosa —repuso Ifigenia de inmediato.
—Tú no eres una sierva de Hipnos, ¿verdad? —preguntó Jabu, para sorpresa de la amazona—. Eres parte de él —instintivamente, el santo se mordió la lengua antes de añadir o eso—, al igual que ese ser que toma la apariencia de Seika. Sois más que leales súbditos, y no quiero decir que seáis algo como amigos o familiares, sino que...
—Entendemos lo que quieres decir, joven héroe —dijo la entidad—. Aunque no sea fácil de expresar con palabras, podemos entenderlo.
—Es lo mismo con los santos de Atenea, en cierto sentido, por eso no puedo aceptar esa oferta —mientras hablaba, Jabu evitó la mirada de Ifigenia y acabó mirando al tercer habitante de aquel espacio. No le sorprendió que ya no tuviera la forma de Seika, sino de Saori Kido; era una réplica exacta de la reencarnación de Atenea en el siglo XX—. Tal vez sea arrogante decirlo, pero creo que somos distintos al resto de los seres humanos en la misma medida que ella se ha distanciado de los otros dioses.
—No tienes que renunciar a quien eres, ¡el señor Hipnos incluso me permitió conservar mi armadura y mi identidad como guerrera satélite! —exclamó Ifigenia, y Jabu no pudo recordar haber recibido un golpe más doloroso; después de todo, el abominable crimen que había cometido solo fue un sueño.
—Un santo siempre será un santo. En mi mundo y tiempo, incluso los más condenables traidores se redimieron en el Hades, por lo que sé. Durante un tiempo me preguntaba el porqué, pero pronto entendí que el motivo era evidente: la distinción entre Atenea y los santos apenas existe; traicionarla es traicionarnos a nosotros mismos, separarnos de ella es renunciar a lo que somos.
En la oscuridad, la resplandeciente entidad que adoptaba la forma de Saori Kido —vistiendo un largo vestido blanco de delgadas asas, observando al guerrero con esos ojos grises que la más antigua hija de Zeus ha poseído desde el momento de su nacimiento— asintió. Comprendía lo que el santo de Unicornio trataba de decir.
—Hasta el último momento puedes cambiar de opinión, joven héroe. Lo dejo a tu cuidado, muchacha.
Jabu notó cierto tono de familiaridad en las últimas palabras de la aparición, pero eso ya no tenía mucha importancia; había desaparecido sin más ceremonia, y de nuevo solo estaban él e Ifigenia en el centro de la nada infinita.
El santo de Unicornio miró a la amazona, ya no podía evitar hacerlo. La respuesta fue inesperada, y no por eso la agradeció menos: ella mostraba la mejor de las sonrisas, una de oreja a oreja coronada por dos ojos en los que era incapaz de ver el dolor que había intuido. Algo, una fuerza incontrolable —¿la esperanza, tan despreciada por los dioses? ¿O acaso Eros, del que se dice es el más antiguo de los inmortales?—, impulsó su mano hacia a aquel blanco rostro, pero ya no tenía ninguna mano que mover. Desconsolado, ordenó a su mente, a esa masa rosada que un día nombraron cerebro y que en teoría controlaba, que moviera el pie derecho o el izquierdo; tres, dos, ¡no! Solo un paso bastaría. Sin embargo, no tenía pies, ya no; no importaban los pocos pasos que necesitara, no podría dar ninguno nunca más.
Ifigenia avanzó, pues todo en ella aún existía y seguiría existiendo por toda la eternidad. No hacía falta avanzar para gritar a aquel casi anónimo héroe lo que podría querer decirle, pero quizás no tenía intención de hacerlo. La amazona simplemente extendió los brazos hacia Jabu, alcanzando no las extrañas ropas del santo, sino el monótono vacío al que tanto se había acostumbrado.
Obstinada y sin pensar, levantó el rostro y besó al muchacho.
Nunca en la vida que le esperaba, Ifigenia podría decir si sus labios alcanzaron a Jabu —carne onírica, en verdad hecha de sueños, ¿pero importaba eso?— o simplemente la frialdad de lo que no existe. Sin embargo, de algo sí podía estar segura: la expresión con la que el santo de Unicornio la recibía era de paz y convicción, libre de todas las dudas que lo atormentaron a lo largo de aquel viaje, no de resignación. Al comprender aquello —saber que había tomado una decisión, que no se arrepentía de ello— pudo contener de nuevo esa tristeza que había escondido del muchacho. Sonrió.
Él había partido feliz. Ella no podía recordarlo con tristeza.
Notas del autor:
Ulti_SG. Tal vez en ese momento se acordaba del discurso que dio meses atrás y dijo: «Bueno, Shaina desafió a Poseidón y sobrevivió. Entonces yo puedo hacer lo mismo.» Pero ahí está Sorrento, el infaltable Sorrento, para dar quizá una muestra de lo que más adelante le expondría Hipnos, en un lugar que tomaría la apariencia del despacho de Kido. No cualquiera puede ser el héroe.
Traté de ver las acciones más importantes de Saori bajo la lupa de que ella se supone que es la diosa griega de la guerra y la sabiduría, omitiendo algunos comentarios y situaciones más problemáticos, y le va bien, dentro de lo que cabe. Saori no es santa de mi devoción, nunca lo ha sido y no creo que lo vaya a ser, pero con el paso de los años he podido reflexionar en que manejar a un personaje poderoso sin que resuelva por sí solo la trama es una tarea muy, muy complicada. ¿Quiero decir con esto que está mal que la critiquen? No, para nada, háganlo a gusto. Yo lo haría.
Kanon sacrificándose en ese momento es un poco forzado, viéndolo con perspectiva, pero desde un principio me dije que seguiría los lineamientos de la obra original y así me he mantenido. Hay diferencias, claro, entre esta historia y el manga, algunas ya las habrán notado, y otras quedan por descubrir. ¡Estén atentos!
¿Quién no quiere a Poseidón? Tal vez el millón de personas que murió bajo su diluvio, pero… ¿A parte de ellos? En el estado en que se encuentra el ejército de Atenea, una alianza con la armada de Poseidón parece necesaria. Veamos lo que depara el destino.
