Preludio
Décima parte. Desde las fauces del infierno
Resuenan las puertas gigantescas al abrirse, y la bestia despierta.
El mundo que por tanto tiempo ha contemplado, debía entenderse como un sueño incluso cuando no lo fuera. Mientras es liberado de ciento ocho cadenas, el ser abre pesadamente unos ojos de intenso color violeta, llegándole así de nuevo un sinfín de imágenes incomprensibles acompañando los contradictorios sonidos e imposibles combinaciones de olores del día a día. Pero hay algo nuevo detrás de esa sensación en la piel que es frío y calor a un mismo tiempo y en idéntica intensidad. Ha despertado, o al menos va a despertar, y eso no puede ser producto del azar.
Sin dedicar un minuto más de pensamiento a aquel lugar donde el tiempo se expande y acorta a capricho de antiguas voluntades, se deja llevar por la fuerza que lo llama. A través del oído —con el que ha escuchado todos los sonidos del mundo, en todas las combinaciones posibles— le llega entonces ese ruido característico de los mecanismos viejos y en desuso, otorgándole la soñada imagen de esas detestables puertas de bronce abriéndose de par en par. Mediante los ojos ve la oscuridad a la que se dirige.
Se sumerge en las tinieblas con fe ciega. No puede determinar, ni tampoco intuir, qué es el arriba y el abajo, pero avanza, atravesando un lugar aún peor que el espacio estrellado que se extiende más allá de las montañas y las nubes del mundo. Y a pesar de que con cada instante crecen la presión y el frío hasta resultar insoportables, la criatura halla paz en la monotonía de la oscuridad. Aún recuerda la locura del abismo que abandona, esa realidad que todos los que la habitan quisieran llamar pesadilla, pues aquel tira del prisionero con una fuerza sin parangón, de la que ni la luz podría escapar. ¿Qué es la ausencia de luz comparado con ese recuerdo imborrable?
El tiempo para pensar es escaso, las viejas cadenas siguen cerca, generando un ruido tan molesto como amenazador al chocar unas con otras. La atracción del abismo y la presión de la sombra alargada en la que se mueve parecen estar arrancándole la piel, mas el ser se aferra a aquello que le despertó. Tiene una misión y lo sabe, aunque la ha recibido a través de un mensaje no compuesto por sonidos ni imágenes, de algún modo la comprende. Ese saber, junto a la voluntad inquebrantable que lo forma, es el único hilo que puede llevarlo hacia la libertad.
Tras pasar por la primera de las tres capas de la noche, empiezan a cobrar sentido el arriba y el abajo. Un momento de desconcierto provoca que la criatura caiga. Sobre poniéndose a la fuerza que pretende arrastrarlo, recupera el equilibrio antes de caer en un río hecho del más ardiente de los fuegos, justo aquel que desde tiempos inenarrables rodea la prisión de la que está escapando.
No se puede permitir una sonrisa ni un momento de tranquilidad, el corte que tiene cerca del cuello —separando por varios centímetros piel, carne y huesos, expulsando un humillo que tanto puede desprender olor a quemado como a sangre vaporizada— se lo recuerda. Pronto escucha el restallido de un látigo, e instintivamente entiende que no estuvo a punto de caer por un descuido, sino por la acción de su inefable carcelera. Ahora está preparado para esquivar los destellos de luz que caen inclementes contra él desde la cima de la torre a la que se aferra: un látigo hecho del mismo fuego que por poco sorteó, aunque no más temible que quien lo porta.
Es solo una prueba más. La escarpada pared a la que se ha sostenido hasta ahora arde como si estuviera compuesta por pequeños soles solidificados, con finos hilos de un rojo sanguinolento cayendo entre los huecos de la negra piedra. Detrás de cada piedra a la que puede agarrarse, se escucha un extraño tamborileo que se asemeja al latido de un corazón, aunque no de ninguna criatura que conozca. Por un momento, el antiguo prisionero empieza a ver en la torre que escala la carne de un ser vivo, y pasea la lengua por los colmillos apenas siendo consciente de ello.
Así transcurre el tiempo, que solo existe para la bestia que ha sido liberada de la más antigua prisión, si es que no está simplemente escapando de ella y el mensaje que lo impulsa no es un mero delirio. Junto al muro interminable que escala con rapidez y agilidad inconcebibles, trescientos ojos están pendientes de él. Colosos indescriptibles que caminan sin que el río flamígero que baña sus talones hagan mella en ellos. Por fortuna, tales seres son poseedores tanto de una fuerza inimaginable como de una lentitud —o desgano— pasmoso; o tal vez eso no es algo bueno y el lento avance solo es una treta para arrojar a lo más profundo al prisionero que ha tocado al fin la cima.
Pero no es un simple prisionero en fuga, no lo duda, no quiere dudar de ello. Teme a esos gigantes tanto como al látigo que constantemente debe esquivar sin parar de ascender; ve en esos obstáculos el recuerdo de las cadenas y el castigo eterno, atisba en la superación de este reto la ansiada liberación. Así sube, y ni la primera capa de la piel de su cuerpo vuelve a sentir el roce del látigo. El aliento de los guardianes del lugar, proveniente de más de un centenar de bocas abiertas de par en par, es como una tormenta colosal que amenaza con despegarlo de esa carnosa piel negra que escala. Son hálitos cargados de un calor antinatural, que penetran en él a través de la espalda herida en intervalos cada vez más pequeños conforme aquellos colosos se acercan. Él, que ha superado la atracción del abismo, no está dispuesto a caer.
Llega a la cima, y con la rapidez que solo instinto puede otorgar se aleja lo más posible del borde. Una insignificante fracción de tiempo lo salva de ser alcanzado por uno de los gigantes que vigilan su ascenso, y tiene la certeza de que de no haber ocurrido de ese modo, habría sido arrojado al río llameante sin que hubiera lugar para la compasión o la misericordia. O quizás su cuerpo habría sido roto en mil pedazos como si estuviese hecho de cristal; desconoce la auténtica fuerza de aquellas criaturas ancestrales, y no tiene tiempo ni deseos de comprobarla.
No ve a la carcelera y no le extraña: ha podido subir al torreón desde el que gobierna todo este páramo sin vida, es digno de seguir. Escucha el sonido lejano de dos puertas terminando de cerrarse, algo que debía haber sucedido hacía mucho tiempo —justo cuando salió de aquella prisión, probablemente—, pero que le sirve de confirmación. De nuevo se adentra en las tinieblas, en la segunda capa de la noche.
El frío no importa, tampoco la presión, pero… Mientras camina sobre la cima de la torre vigía, a oscuras, cree escuchar el sonido de una enorme roca subiendo una pendiente lentamente para luego caer; oye los gritos de un hombre quemándose, acompañados por el ruido de una rueda girando sin cesar; el lamento del que no puede saciar la sed ni el hambre inhumanos que padece llega con igual fuerza, así como el extraño discurrir constante del agua que pasa por los agujeros de un tonel. Sonidos muy conocidos por la criatura que es avasallada por ellos: son el resultado del mal hacer de los hombres, nada que a él le concierna.
¿Cuál es el propósito de hacerle llegar tales lamentaciones? ¿Acaso sigue siendo prisionero del abismo y todo cuanto ha superado no ha sido más que un engaño? No quiere creerlo, pero sabe que lo que escucha es real, es el eco del mismísimo infierno. Pronto llega al final del camino y se deja caer.
Esta vez no hay látigo que lo reciba, ni un río ardiente al que pueda caer. Al contrario, por encima del terreno que ahora pisa, se extiende un firmamento hecho de fuego, que le da la sensación de que está caminando bajo aquel río. El calor es sofocante, camina sobre lo que parece ser un desierto. Sin embargo, este no está hecho de arena, sino de polvo y ceniza. No le cabe duda de que detrás de cada grano se esconde una historia, la de un ser vivo —hombre, animal, planta, monstruo… no tiene importancia, no aquí— o incluso la de un mundo o una estrella que ha muerto. Enseguida renueva la marcha, manteniendo siempre en mente el mensaje que lo ha liberado.
En todas direcciones, les prestara atención o no, ve imágenes de una vida pasada: la suya. Todos los pensamientos y emociones que una vez tuvo o sentido, expresadas o no, salen a relucir en aquel páramo. Respeta aquel intento, sabedor de la debilidad que puede haber en otros condenados, pero él se considera distinto. Ningún recuerdo basta para detenerlo o hacerlo retroceder, sino más bien, refuerzan la idea de que sigue encerrado. El desierto que recorre —de poca solidez, al punto de convencerlo de que si por un instante se detiene, será devorado por la misma tierra— no posee esa naturaleza caótica e incomprensible del abismo, pero un castigo tan personal…
El dolor, la más primaria sensación, es la que suele separar lo real de lo onírico. No siempre es así, pero cuando el prisionero siente cómo unas pequeñas gotas caen sobre la herida aún abierta junto al cuello, no tiene otro remedio que creer en la realidad de su propio grito. La extraña sustancia recorre todo su ser, una que jamás ha entrado en la tierra de los vivos por decreto divino; no se encuentra en animales, minerales y vegetales, ni tampoco ha sido fabricada, sino que es tan antigua como las almas.
Huye de las fauces de las cincuenta cabezas serpentinas que buscan devorarlo, lo hace mucho antes de llegar a oír el terrible siseo de aquel monstruo. Siente aún el veneno dentro de sí, doblegando poco a poco las fuerzas de las que dispone, pero el dolor no niega una clara esperanza: la guardiana que enfrenta no existe para impedir la salida de aquel lugar, sino la entrada; en el fondo, el sufrimiento que ahora padece solo le indica que hasta ahora todo ha sido real.
Pese a todo, evita un nuevo contacto con el veneno con más determinación que con la que había evadido el látigo de fuego de la señora de la torre. En su fuero interno, está agradecido de no tener que escalar a la vez que evita a tan feroz y ágil guardián, sin olvidar por ello que retroceder no es una opción. Corre, lamentando no ser todo lo rápido que debería ser, directo hacia una puerta construida para dejar paso a gigantes, si no montañas andantes. Sobre ella, en lo más alto de la triple muralla que rodea una torre vigía, una feroz hidra lo ataca sin descanso con docenas de cabezas, al tiempo que otras se limitan a observar, y el veneno de sus fauces cae en torno a las columnas de adamantina que rodean el portón.
Solo hay una oportunidad: si en verdad ha sido liberado, la puerta que tiene enfrente se abrirá y podrá atravesarla; si, en cambio, solo está huyendo, deberá ascender el muro y padecer de nuevo los dolores de los más antiguos y terribles venenos. La opción de enfrentar al guardián ni siquiera se le ocurre, ya que aquel es desde su nacimiento inmortal e imposible de destruir o controlar.
Y se abre, ¡no podía ser de otra manera! Al hacerlo chirria incluso más que las puertas del abismo, pero el prisionero le resta importancia al molesto sonido. Desde detrás, una de las cabezas de la hidra trata de liberarlo, pero logra reaccionar en el momento justo: dos rápidos golpes contra los gigantescos colmillos le dan la insignificante fracción de segundo que necesita para cruzar la puerta. La docena de intentos del guardián por impedirle la salida no le resultan problemáticos, pues el ser movimientos similares le permite predecirlos sin detenerse.
Tras la puerta está la tercera capa de noche que rodea el abismo, la última. Y lo que sigue es confuso, incluso para el prisionero. El espacio, habitado por planetas, estrellas y otros cuerpos celestes, lo asocia al ascenso inicial en el que se vio envuelto por un tiempo indeterminado. Sabe que después ha pasado al lado de un inmenso castillo, más tenebroso e imponente que la torre vigía del abismo, del que escapa una pregunta y una respuesta que incluso ahora no está dispuesto a creer: ¿Dónde está el Rey? ¡El Rey ha muerto! Se acuerda de haber sorteado aquella edificación, solo un insensato querría entrar en ella sin motivo. Lo único que lamenta es no haber visto los estanques que se encuentran junto al palacio, pero el tiempo es escaso. ¿O sí lo hizo? No está seguro, los recuerdos son demasiado vagos, fundidos poco a poco en una luz pálida.
Atraviesa una tierra helada, gemela del río de fuego que todavía recuerda. Una tormenta busca hacerlo retroceder, arrojándole vientos capaces de hacer que la más alta montaña se incline del mismo modo que las hojas de los árboles, y un frío que no conoce llama que no pueda apagar. Pequeños cristales se adhieren a toda la parte quemada de la piel, juntándose al veneno que sigue sintiendo sin poder remediarlo: no hay lugar para la vida en el infierno, no hay cura en tal lugar para los males que en él nacen. El contraste entre el calor y el frío es brutal, y el prisionero —no ha dejado de considerarse tal, y no lo hará hasta que sea libre— prefiere evitar elegir cuál es peor.
Herido en la mayor parte del cuerpo, llega al fin del río de hielo sin hacer caso del lamento que esconde en lo más profundo, el llanto de la vieja humanidad. El paso por el prado gris y nebuloso que tiene enfrente, lleno de árboles caídos y espectros carentes de alegría o tristeza que simplemente dan vueltas sin razón o propósito en torno a bellos asfódelos, es un descanso que agradece, si bien no baja nunca el ritmo. Además, de algún modo encuentra en esos fantasmas que no tiene reparo en atravesar la reafirmación de su misión: él, por muchos crímenes de los que sea culpable, jamás debe acabar en un lugar como ese, tiene un destino que perseguir.
Cuando ve desde una pendiente un nuevo río —el último, está seguro de ello—, no teme. Se encuentra en el punto de no retorno para los muertos, donde un can de tres cabezas deja entrar las almas que han aceptado su final y entran al más allá, pero que se torna en un muro infranqueable para quienes se arrepienten en el último momento y tratan de dar la vuelta. Percibe la presencia de aquel guardián, quizá tan viejo como la hidra que resguarda las murallas del abismo, sin siquiera mirar atrás por ello; para él ya solo hay un camino posible: hacia adelante.
Invadido por lo que muchos llamarían locura, el prisionero salta, sabiendo que el can le permitirá salir. Dos nuevas sensaciones lo invaden al mismo tiempo que le llega el inefable olor de aquellas aguas amarillentas, tan parecido al del miasma: primero, una nueva fuerza tratando de arrastrarlo, almas en pena que no han aceptado el fin de sus vidas y se arrojaron a medio camino desde la misma barca que los llevaría al averno, nada que pudiera preocuparle a él; por otro lado, es consciente de que el río busca robar las pocas fuerzas que le restan. La combinación es terrible, pero no peor que todo por lo que ha pasado, sigue sin bastar para quebrarlo.
Nadando, dedicando cada fibra de su ser a alcanzar la orilla —las manos, extrañamente, no le responden bien—, el prisionero termina la travesía que no es sino el principio de su misión. Es por esta que sabe hacia dónde debe dirigirse, incluso en el río interminable en el que no pueden determinarse el norte y el sur.
El sol de la tarde golpea su espalda quemada, pero es un calor agradable. La esperanza llega junto a los rayos de luz, invisibles para muchos, pero no para él. El otrora prisionero respira sin mesura el aire que no ha necesitado en milenios de encierro. Solo cuando toca la tierra y la siente deslizarse entre sus dedos, es de nuevo consciente de que es humano.
O al menos de que tiene esa forma. El pecho, los brazos, las palmas. Los ve mientras en ellos las viejas heridas, pruebas de merecer su libertad, van desapareciendo poco a poco. El frío cede, las quemaduras sanan, las heridas se cierran: ya no está en el infierno. Aquí la vida nace y se recupera. Incluso puede escuchar el icor de su interior actuando. Entre la sangre divina que corre por sus venas, incluso el veneno que jamás ha existido en el mundo desaparece.
¿Por qué un monstruo debe ser un gigante de cien brazos? ¿O una hidra de colosales colmillos? ¿O un can de tres cabezas? En el fondo, no hay razón para que un monstruo no pudiera tener la forma sencilla del hombre, última obra de los dioses.
Se inclina en señal de respeto, no solo a los inmortales, sino al mismo planeta sobre el que de nuevo puede andar. Aún no piensa en el dulce sabor de la ambrosía mientras su cuerpo se recupera; cada bocanada de aire limpio le basta. En esos momentos llegan a él innumerables sensaciones, ordenadas de un modo que no podía ocurrir en el abismo que ha abandonado. Enseguida es consciente del dónde y el cuándo al que ha sido enviado, y de cada uno de los pecados de la raza humana; nada escapa a sus sentidos sobrenaturales. Es tanto el mal que percibe, que la misión que le fue encomendada bien podría ser exterminarla.
Nada es del todo claro, el mensaje que lo guía no está compuesto de sonidos ni imágenes, él debía darle el significado final. Se descubre preguntándose si está tomando el camino correcto, si debe avisar de su llegada.
Tras una muda oración, el antiguo prisionero se levanta, libre del dolor pasado y de toda herida aparente. Ha decidido hacer caso a su instinto, a quién es. Él existe; solo tuvo un origen, no necesita más de un camino. Después de todo, aun los hombres malvados necesitan a algo por lo que sentir temor.
Notas del autor:
Este capítulo ya fue publicado en Saint Seiya Foros hace algunos años. Entonces, fue tarea de Killcrom revisarlo, y de Wind no Joseph y Marcus el de dar algunos apuntes sobre el texto, publicado como un One Shot en esa ocasión, que se tuvieron en cuenta para esta publicación. ¡Un gran y agradecido abrazo para los tres!
Ulti_SG. Considerando su aparición en SSO, ese habría sido un título acertado.
¿Ni en un momento tan duro para ella puedes compadecerte de Ifigenia? ¡Pura maldad la tuya, en verdad!
Como sabes, solo logro esa clase de milagros cuando no me esfuerzo en que el personaje destaque, sino en contar la historia. Ahí ocurren maravillas, mientras que cuando pretendo lograr ese efecto pueden suceder desastres. O no. Al final todo depende del lector, por supuesto. Veremos lo que esta historia tiene que ofrecer. Ya sea personajes conocidos y nuevos, todos darán su mejor esfuerzo en esta aventura…
¡… que recién empieza! Con este capítulo, termina el preludio de La última Guerra Santa para dar comienzo el primer arco. ¡No se lo pierdan!
