Capítulo 6. Inmortales
Los cuerpos se extienden por la explanada, muchos de ellos atravesados por lanzas negras. No son cadáveres, no están muertos, el coro de inentendibles lamentos así lo prueba. Además, las lanzas que a primera vista parecen incrustadas en sus pechos, en realidad pasan a través de estos como lo haría un fantasma, pues estas no están hechas de un metal que pueda encontrarse en la tierra, sino de la materialización de una intención asesina. De la voluntad de destruir la vida.
Estos son los pensamientos que el invasor, antiguo prisionero del abismo, tiene al caminar entre los aquellos hombres derrotados. Todos sacados del mismo río infernal, invocados por él en nombre de un tiempo pasado. Mira cómo se retuercen, ahogados en dolores sin cuento debido al veneno que les han inoculado. Algunos agarran una espada, de no más de sesenta centímetros, y buscan con ellas el cuello sin el menor asomo de duda. Es inútil. Ellos no están vivos, los cuerpos que usan son solo una ilusión. Para las armas que portan, no son distintos de un fantasma.
Siente una mano aferrándose a su pierna. Al bajar la mirada, ve a un soldado que trata de levantarse a pesar de los temblores que le recorren todo el cuerpo. El invasor no puede evitar sentir una pizca de admiración por ese hombre tan distinto a los demás, los cobardes que ante el dolor buscan la paz de la muerte. Pero incluso la determinación de ese hombre, ese guerrero, cede al veneno; los ojos se cierran, el cuerpo cae inerte. Luchadores o no, todos llegan al mismo destino, una eterna agonía para la que no hay escapatoria. ¿Cuántas veces han muerto y resucitado aquellos soldados? ¿Cuánta desesperación e impotencia han debido sufrir?
El invasor alza el brazo izquierdo hacia el cielo y lo observa. Apenas puede ejercer control sobre las manos desde que golpeó las mandíbulas de la guardiana del abismo, e incluso un acto tan simple como chasquear los dedos le cuesta un proceso de prueba y error. Durante un tiempo lo intenta una y otra vez, rodeado de hombres que mueren y renacen en cuestión de segundos, hasta que lo consigue y trescientos cuerpos —con sus armaduras, escudos, lanzas y espadas— estallan, reducidos a un agua nauseabunda.
Mientras trata de repetir el chasquido, seis soldados resurgen del líquido amarillento que ahora mancha la tierra. Por alguna razón, el invasor tiene el presentimiento de que uno es aquel que quiso levantarse donde todos los demás perdieron la esperanza. Pero no va más allá, no puede comprobarlo; si se observan los rostros de aquellos soldados, no se hallan diferencias entre uno y otro. Incluso determinar la altura, el peso y el género es una tarea imposible, que se estanca en la idea de que todos son distintos e iguales a un mismo tiempo. La única forma que puede atribuirse a los soldados de ese ejército, es su condición de seres humanos.
Ellos son la legión de Aqueronte.
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El primera ataque fue una lluvia de lanzas, que se clavaron contra el suelo hasta llegar a la mitad, tornando la frontera del cementerio en una selva de metal negro.
Ninguna llegó a alcanzar a Ban o Nachi, pero ambos intuyeron que el objetivo nunca fue ese, sino limitar su movimiento valiéndose del miedo que debían tener al mero roce con aquellas armas, capaz de separar el cuerpo y el alma de un hombre. Sin embargo, la brecha de poder que separaba a los soldados, por numerosos que fueran, de los santos de Lobo y León Menor, hacía inútil esa táctica, hasta el punto en que aquellos ni siquiera sopesaron la idea de cambiar el campo de batalla.
En la vanguardia de la horda, apostada en el cementerio, estaban los soldados de espada corta y la misma armadura ligera que desde hacía siglos protegía a la guardia del Santuario, priorizando velocidad por sobre la defensa. Hasta el último de aquellos hombres corrió hacia el inmóvil Ban, como insectos acercándose a la luz. Y si bien ninguno quiso tocar las lápidas, como una muestra de la lealtad que en vida juraron a Atenea, el primero en llegar hasta el santo de León Menor no dudó un solo instante en asestarle un golpe de espada en pleno cuello. Así actuaron los demás, uno tras otro, tratando de dañarlo en las partes que el manto sagrado no cubría, sin duda desconociendo que cada intento solo reforzaba la determinación de Ban. Esa gente no era como el fallecido vigía, era el enemigo. Nada más, nada menos.
Los ataques se sucedieron sin descanso, doce soldados venían, lo atacaban y luego daban paso a otros doce, quizá creyendo que así evitaban el contraataque. A Ban aquello le hacía gracia, pues no tenía la menor intención de perseguir a nadie. Las armas no le hacían daño, tal y como había supuesto, porque ni siquiera le estaban alcanzando. Una barrera, fina como una hoja de papel, le cubría el cuerpo desde las botas hasta el más elevado de los pelos sobre la cabeza, protegiéndolo de aquellas hojas de muerte. Si acaso, con el tiempo empezó a sentir un molesto cosquilleo debido a la fuerza con la que de repente el enemigo lo golpeaba, inferior a la suya, por supuesto, pero por mucho superior a la de los endebles soldados a los que derrotó antes.
En la retaguardia estaban los soldados que arrojaron las lanzas, protegidos por corazas y escudos de un pasado remoto, acaso la era mitológica, en el que el papel de la guardia no era el de vigilar y prestar asistencia, sino de luchar allá donde un santo de Atenea no pudiera estar. Allí estaba Nachi, atacando a cientos de soldados mientras los rodeaba en incansables vueltas. Iba a toda velocidad, así que poco tiempo tenía para reflexionar sobre si había algo malo en esa batalla o si los soldados eran un poquito más fuertes de lo habitual. Él se limitaba a hacer lo suyo, dar de nuevo muerte a unos cuantos soldados demasiado lentos como para levantar a tiempo el escudo.
Sí que se le ocurrió, al decapitar a un soldado que estaba mirando hacia donde estaba Ban, que el comportamiento de la mayoría no tenía sentido. ¿Por qué trataban de atraparlo a él, alguien al que ni siquiera podían ver, teniendo a mano un enemigo que ni siquiera se molestaba en moverse?
Conforme el combate avanzaba, siempre según las expectativas de los santos, Nachi decidió que quitarle el miedo a un soldado era tanto como quitarle el sentido común.
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Lo que Ban y Nachi intentaban hacer escapaba a la comprensión de Geki. Descontando la sorprendente victoria de Ichi en el bosque bajo el monte Estrellado, el resto no había logrado nada en el primer ataque. Los que defendían la entrada del Santuario, apoyándose en los refuerzos que Docrates había apostado en el camino a Rodorio, mantenían con el enemigo una batalla de desgaste, con el fin de cansarlos y encadenarlos para que no pudieran revivir. Shaina y Marin podían permitirse mantenerse a la defensiva y así lo hacían, pues su misión era alejar al enemigo de los tesoros de Atenea. ¿Ban y Nachi? Ellos, los primeros en saber que matar al enemigo no servía de nada, incluso si los dejaban sin cabeza, los mataban de nuevo. Incluso pareciera que disfrutaran hacerlo.
Pero incluso si no entendía a aquel par, debía reconocer que él no era muy distinto. Después de librarse de Jaki gracias a una ingrata experiencia con cierto enano dormilón y un derechazo mortal a la cabeza, vinieron los enemigos esperados. No se molestó en contarlos, ¿para qué? Sabía que eran los mismos que se le habían interpuesto uno tras otro en el camino hacia la Torre del Reloj, los que se quedaron dormidos el día en que Zeus repartió la inteligencia entre todos los seres vivos. Aunque hábiles en el combate, todos eran tan lentos y débiles que se permitió el lujo de derrotarlos uno por uno sobre la espalda de Jaki, demasiado muerto como para quejarse cada vez que le reventaba una costilla de una patada mal dada. A decir verdad, se tomó todo el tiempo del mundo en eliminarlos por un par de detalles, el primero era el plazo que Azrael le había dado, pero el segundo era el importante, una sensación de Ban que no le gustaba nada.
—Cada vez que reviven se hacen más fuertes, ¿eh? —declaró a viva voz en cuanto vio al primero de los cientos de muertos volver a levantarse. La nariz, aplastada contra la cara de facciones difusas, tardó un poco en volver a crecer—. Como si no fuera suficiente con un Ikki en el mundo, nos mandan miles.
Sin mucha sutileza, el santo de Oso pegó un salto hacia el cráter abierto por Jaki, que por alguna razón no se había regenerado aún, ni siquiera despertado. Aún no había terminado de caer cuando oyó que los soldados de la superficie empezaron a saltar, sin pensar siquiera en si todos cabrían allá abajo. El mismo Geki tenía dudas, había estado más pendiente de las peleas que de lo que Azrael hacía, y de todas formas este no se fijaba mucho en el lugar en que acabó. Solo sabía que era una cueva, una cueva bajo la Torre del Reloj de la que nadie le había hablado nunca.
Llegó al suelo de pie, más de lo que podrían decir los que le seguían. Como poco, cien soldados cayeron de cabeza e incluso los que amortiguaron la caída con las manos y los pies tardaron más de la cuenta en levantarse. Y había un detalle más, uno que del que Geki dudó haber visto debido a que la luz que les llegaba era débil: las armas que los soldados soltaban en medio de la caída y acababan cayendo sobre otro, en el suelo, lo atravesaban como si fuera un fantasma.
—Mala cosa.
Si habían sido tan descuidados como para dejarse rodear por tantos enemigos, no era solo porque al principio desconocieran lo letales que eran sus armas, sino porque gozaban de un sexto sentido mediante el que percibían incluso ataques que no pudieran ver, si no eran lo bastante rápidos. ¿Qué ocurriría si a los soldados se les ocurriese atravesarse a sí mismos con las armas, de modo que tuvieran que encargarse no solo de la primera fila de enemigos, sino de todas las demás?
—No matarlos va a ser un problema —decidió a la vez que giraba para agarrar en el vuelo una lanza que le habían arrojado. Con solo tocarla, sintió un escalofrío y por instinto la partió en dos, sin por ello eliminar esa sensación. Se vio a sí mismo frente a una ciudad amurallada, deteniendo el paso de cinco santos de plata y una niña que le tendía la mano. Se sintió débil, asqueado de sí mismo, deseando la muerte.
Cuando recuperó la consciencia, se sorprendió de estar apoyándose en una lápida, a pesar de que seguía en la misma cueva bajo la Torre del Reloj. Lo supo enseguida porque le costó una barbaridad leer lo que había en la piedra:
«Hashmal. Santo de oro de Leo.»
No había terminado de fruncir el ceño ante ese extraño suceso cuando vio otras lápidas, una de ellas con las letras borradas entre profundos cortes, como si una bestia hubiese querido destrozar la piedra a arañazos. Otra, rezaba:
«Shemhazai, Santo… de oro de Sagitario.»
En ese momento, Azrael apareció, con un mechero encendido.
—No sabía que hubiera un cementerio bajo tierra —comentó con la voz alterada por la máscara antigás que llevaba—. ¿Y la tuya?
—Creo que se me cayó —dijo Geki entre risas. A Azrael no parecía hacerle gracia—. No te preocupes, sea lo que sea lo que has hecho, mi cosmos puede repelerlo.
—Un Deus Ex Machina digno de un héroe homérico.
—Tú y tu jerga militar. ¿Qué se supone que significa eso?
—Solo que el cosmos es un poder de lo más conveniente.
—Si lo sabes usar, desde luego. No como el bruto descerebrado de arriba.
Al decir eso, Geki volvió a preguntarse por qué Jaki no se había recuperado todavía. O si lo hizo, por qué no había bajado como los demás, cuyo movimiento, más lento y aletargado de lo habitual, podía percibir entre las sombras. Unos estaban de pie, otros, los que cayeron de cabeza contra el suelo, solo se arrastraban, hacia ninguna dirección aparente. Así fue durante unos cuantos segundos que Azrael contó en voz alta.
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En medio del antinatural contraste entre un páramo desolado y un frondoso bosque de altísimos árboles, Kiki esperaba la llegada del invasor. Sabía que venía allí, no porque hubiese recurrido a los sentidos extrasensoriales con los que vigilaba el Santuario, sino porque el responsable de la invasión quería que lo supiera. Era un enemigo de lo más particular. ¿Atacar de improviso, por la entrada trasera de una fortaleza? No, él anunciaba a dónde iba a ir, saboreaba el miedo de sus defensores y atacaba de frente. De ese modo probaba lo fuerte que era y lo inútil que sería ofrecer resistencia.
Cuando pudo verlo, le entraron ganas de darle un buen puñetazo. Caminaba con calma, como si estuviera de paseo, y hasta le saludó con un gesto amistoso en cuanto estuvieron frente a frente. A modo de escolta, lo acompañaban seis lanceros cubiertos con coraza, dispuestos de tal manera que, quien pretendiera atacar el invasor, tendría que pasar sí o sí por encima de ellos. O llamarse Kiki.
—Al suelo —exclamó con tono autoritario, viendo luego cómo los soldados seguían aquella regla al pie de la letra. Lo normal cuando un miembro del pueblo de Mu te freía el cerebro—. Me consta que el mero roce de esas armas es letal para los seres vivos. ¿Sería una pena si alguna de ellas llegara al sitio equivocado, no?
Sin mover un solo músculo, Kiki elevó en el aire las lanzas de los soldados, como moviéndolas con manos invisibles, e hizo que apuntaran a diversas partes del cuerpo del invasor. La cabeza, el cuello, la entrepierna… Kiki, como todos los que había unido a la red psíquica, había conocido la letalidad de aquellas armas por el sacrificio de un soldado fiel a Atenea. Y estaba más que dispuesto a darle el mejor de los usos.
Era letal para los seres vivos. ¿Lo estaba el invasor? Desde luego, tenía mejor color que los soldados que atacaban el Santuario. Caucásico, de rasgos definidos bajo los platinados cabellos y facciones duras. Los ojos, afilados y de pupilas violáceas, estaban cargados de una viveza incuestionable, unida sin remedio a una contenida sed de sangre. Sí, aquel hombre de anchos hombros y fuertes brazos estaba muy vivo y listo para lanzarse a la batalla en cualquier momento. Y aun así, no lo hacía.
—Caronte, de los Astra Planeta. Para una conversación entre dos extraños, el primer paso es presentarse, ¿me equivoco?
—Yo soy Kiki, del pueblo de Mu. Y para ser sincero, tu presentación me resulta tan desconcertante como tu ropa. ¿Debo pensar que eres el mismo Caronte que permite el paso por el río Aqueronte a los muertos que pagan un justo precio?
—Es natural que incluso tú no me conozcas, ya que hace tiempo que mi destino y el de este mundo dejaron de cruzarse —dijo Caronte—. No, no soy el Barquero. Y en cuanto a mi forma de vestir, confieso que es un simple capricho. Mi gusto por la cultura occidental en este siglo es algo de lo que nunca me podré desprender.
Kiki carraspeó, acercando al invasor las lanzas por un par de centímetros. Pese al tono cordial que empleaba, la forma en que sonreía lo hacía desconfiar de todo lo que decía.
—Dejémonos de rodeos, ¿qué has venido a hacer al Santuario? ¿Por qué nos atacas?
—He venido en busca del santo de Pegaso —dijo Caronte—. Creí haberlo dejado claro antes de venir aquí, por eso todos en el Santuario llevan tiempo sintiendo esas ganas irrefrenables de encerrarse en sus casas y cerrar la puerta con llave. O son todos muy valientes, o alguien ha querido cargar con los pecados de todo el mundo.
—¿Qué puedo decir? —dijo Kiki—. Esta mañana me sentí como el titán Atlas.
—Si crees que le estás haciendo un favor a tus compañeros, estás en un grave error. Fue por tus acciones que tuve que recurrir a la legión de Aqueronte.
—¿Esperas que pida disculpas?
—De momento, no es necesario, solo ha muerto uno. Me conformo con que me lleves hasta el santo de Pegaso. Si lo haces, retiraré a la legión de Aqueronte.
—¿Tan pronto? A Jaki no le gustará despertarse de nuevo en las cloacas de Hades.
—¿Jaki? Ah, el polizón. Yo no lo traje. Es complicado mantener el control sobre diez mil almas sin que alguna otra se cuele, así que no me molesté en hacerlo. No te preocupes, puedo hacer que él también se retire.
—¿El polizón? ¿De verdad he oído bien?
Desde el momento en que el invasor restó importancia a la muerte de un solo soldado, Kiki sintió ganas de acabar con toda esa pantomima y freírle el cerebro. Seguía deseando hacerlo, pero siendo tan sencillo hacer que hablara y regalase información con cada frase, pudo contenerse y hasta esconder su furia tras una risotada. La imagen de Jaki, el hombre más alto que había pisado el Santuario durante los últimos veinte años, saliendo del inframundo sin que Caronte lo viera ayudó un poco.
Sí, las hordas que enfrentaban en el Santuario así como en otras partes del mundo en las que había ocultado a los durmientes compañeros de Seiya, venían del Hades, aunque no en el nombre del rey del inframundo, sino en el de Caronte. Y si no lograban repelerlas a tiempo, otras almas en pena aprovecharían el camino abierto por el invasor entre el mundo de los vivos y el de los muertos para revivir y convertirse en un problema.
—Es una buena oferta —dijo Kiki—. Pero no la voy a aceptar.
—Solo yo puedo detenerlos —dijo Caronte.
—¿Es porque son inmortales, no? Bueno, contamos con el veneno de la hidra de Lerna, que se lleva bastante bien con los inmortales. Algunos de mis compañeros ya han ideado formas de contenerlos sin matarlos e incluso los que no los derrotan como si fueran santos de Atenea lidiando con soldados comunes. ¡Un momento! ¡Si eso es lo que son! Sé sincero, ¿esperabas que esto bastara para derrotarnos?
—Esperaba que sirvieran como distracción y han cumplido mis expectativas.
—Ahora que has revelado tus planes, ¿cuánto tiempo esperas que esto dure?
—El suficiente. Yo no tengo prisa, podría esperar las doce horas de rigor sin moverme de aquí. ¿Sigue siendo vuestra fecha límite, cierto? Como responsable de la fundación del Santuario, recuerdo que ese era el propósito de la Torre del Reloj. Sois vosotros los que necesitáis que esto acabe rápido. De nuevo te pregunto, Kiki del pueblo de Mu, ¿me llevarás ante el santo de Pegaso antes de que el daño sea irreversible?
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Geki escuchaba las palabras del invasor como si lo tuviera delante, admirando el temple de Kiki. Si él hubiese estado en el lugar del pelirrojo, desde la primera frase ya le habría dado el primer puñetazo, ni hablar de Ban y Nachi.
Había algo en el discurso del invasor que le preocupaba. No las palabras en sí, ya que hablaba demasiado, como si hiciera mucho tiempo desde que no lo hacía, sino que parecía estar dirigiéndose a todos los defensores del Santuario. En cierto modo, les decía que ninguna de las derrotas sufridas por la legión de Aqueronte tenía importancia, que la situación solo iba a ir a peor y que por su bien debían rendirse.
—No somos esa clase de enemigo, como sea que te llames.
—Caronte —apuntó Azrael, apareciendo de la nada—. ¡Ha funcionado!
El empleado de la Fundación había recorrido de pared a pared aquella cueva, siempre con el mechero encendido, para cerciorarse de que todos los soldados estaban inconscientes. No volvió a fijarse en las tumbas; de momento, eran un asunto menor.
—Duermen como bebés —dijo Geki—. ¿Es por la botella que le lanzaste a Jaki?
—Algo mejor —dijo Azrael, golpeando con suavidad el maletín que siempre llevaba consigo—. Granadas de gas somnífero diseñadas por el centro de investigación del Dr. Asamori. Si el enemigo puede recuperarse de todo daño, ¿qué tal una táctica ofensiva que ni siquiera implique causarles dolor? Ellos duermen, nosotros ganamos. Nadie sale herido. Creo que es la mejor arma que ha diseñado mi antiguo jefe.
—Chico listo —aprobó Geki—. ¿Y el efecto cuánto dura?
—Si logramos tapar cualquier salida, puede que el gas no se disperse muy pronto.
—Yo no veo ningún gas.
—Porque es incoloro. Sea como sea, creo que podemos contar con que duerman como mínimo cuatro horas. En el mejor de los casos. En el peor me he excedido con las dosis y todos estarán muertos hasta que dejen de estarlo y nos maten.
—No se te da bien hacer chistes.
—No pretendía serlo. Estoy nervioso.
—Calla, antes de que piense que eres una persona normal. ¿Te quedan más de esas granadas? Nos serían muy útiles allá fuera.
—El original está en Rodorio —contestó Azrael—. A la velocidad del sonido…
—A la velocidad del sonido te matarías antes de que saliéramos de aquí —cortó Geki, dedicando una mirada seria al empleado de la Fundación—. Con la mitad bastará.
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Por segunda vez en aquella noche, los santos de Lobo y León Menor se vieron rodeados por un millar de cadáveres, solo que en esa ocasión habían alargado la batalla tanto como les era posible. En parte, porque Nachi había atacado a los soldados de uno en uno, pero sobre todo porque Ban se había limitado a recibir ataques, tantos que enseguida perdió la cuenta. En el último tercio del combate, la fuerza del enemigo creció, como alimentándose de la desesperación que cada soldado debía sentir al no poder herir a un solo hombre, pero de nada sirvió tal incremento.
Esa era la más poderosa técnica del santo de León Menor, Nemea. Dedicando hasta la última pizca de cosmos a la formación de una barrera semejante a una segunda piel, Ban se volvía, en la práctica, invulnerable, con el único costo de no poder moverse. Cada ataque, fuese un arma, un puñetazo e incluso una explosión o un relámpago, era absorbido por la barrera, que sumaba la energía del enemigo a la del propio Ban para que este pudiera reunir aun más poder del que podía generar por sí mismo. Un poder que más adelante podía liberar de una sola vez.
—Una perfecta combinación entre de defensa y ataque. ¿Quién necesita gas somnífero teniendo a un loco como tú de compañero?
Por respuesta, Ban gruñó. No quería malgastar energías hablando y tampoco había tiempo. Los cuerpos de los enemigos ya empezaban a levantarse entre aquella selva de lanzas, incluso antes de que terminaran de cerrarse las heridas.
A Nachi le pareció que habían vuelto a la vida, por llamarlo de algún modo, más rápido que la otra vez, pero sintió que no era el momento de hacer preguntas.
Todo ocurrió en un instante. Los soldados, como un solo cuerpo, se abalanzaron sobre Ban, quien no dudó un segundo en aprovechar tan valiosa oportunidad. Por su parte, Nachi corría en dirección contraria al enemigo, a una velocidad que ni él mismo creía poder alcanzar, lo bastante como para despedazar sin quererlo todo cuerpo con que chocara con él, insuficiente para dejar de sentir un calor abrasador en la espalda.
La energía de Nemea, en parte de Ban, en parte del enemigo, se liberó en una explosión colosal. La mitad de la horda fue desintegrada en pleno ataque por el calor, mientras que la que la otra mitad fue despedazada por la onda expansiva, que hizo estremecer el cementerio entero. Incluso las aguas amarillentas que reptaban por la superficie fueron consumidas por aquella hecatombe, quedando solo el nauseabundo olor que desprendían impregnado en una nube de hongo que se elevó hasta tapar las estrellas.
No mucho después, Nachi regresó quejándose de la espalda chamuscada, callando solo en el momento en que vio el resultado de la explosión. Un cráter enorme, aunque no muy profundo, se extendía hasta donde alcanzaba la vista como la mitad de una luna llena, deteniéndose justo ante la lápida más alejada del cementerio. Nachi no pensaba dudar nunca más de que el camposanto estuviese bendito por Atenea.
De la horda de mil hombres no quedaba nada. Ni el agua apestosa, ni las lanzas, armaduras y escudos. Ni tan siquiera un trozo de carne o una gota de sangre. Todo había sido desintegrado. Salvo él, allí solo estaba Ban, sonriéndole.
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Durante un tiempo, Kiki había guardado silencio, observando los diversos frentes hasta que la victoria dejó de ser una posibilidad para él, tornándose en hecho. El invasor, fiel a su palabra, se mantuvo todo ese tiempo quieto y callado. Asumiendo que habría perdido el hilo de la conversación, Kiki decidió retomarla:
—Quien fundó este Santuario. Diestro guerrero, astuto estratega y sabio rey. Un hombre sin par en la era mitológica que incluso contó con la admiración de Atenea. ¿Debo creer que quien ha atacado el Santuario con un plan tan endeble es ese mismo hombre?
—Atenea —repitió Caronte, haciendo un gesto afirmativo—. La diosa de la guerra y de la sabiduría que aboga por un mundo en paz. ¿Estaría ella de acuerdo en que dilatarais este vano conflicto por una cuestión de orgullo?
—Espero que no estés insinuando que Atenea sacrificaría a uno de sus santos, no, a uno de los seres humanos que ha protegido desde la era mitológica, para salvar el cuello. ¿Quieres detener esta guerra? Entonces ríndete y detén a tus tropas ahora mismo, sin condiciones. Ya expresarás tus demandas al Sumo Sacerdote cuando…
Conforme Kiki hablaba, Caronte iba bajando los hombros, resignado. Incluso con la amenaza de las lanzas flotando tan cerca de él, giró la mano tres veces. Las aguas amarillentas que había en el lugar se retiraron de inmediato.
—¿Eso es un sí?
—Eso, Kiki del pueblo de Mu, es el río Aqueronte. De él provienen los hombres que tus compañeros enfrentan. Antiguos guardias del Santuario que jamás aceptaron la muerte y por tanto no pudieron cruzar el río. Fueron enviados como una distracción, no se suponía que tuvieran que matar a nadie, mas tus palabras me han abierto los ojos. Esta estrategia no funcionará, debo usar otra, ¿adivinas cuál?
Porque lo sabía, Kiki proyectó las seis lanzas contra el cuerpo del invasor. Ninguna se movió un milímetro, por mucha fuerza que Kiki les imprimiese.
—Yo no soy el hombre que fundó el Santuario —dijo Caronte, indiferente a los esfuerzos del pelirrojo—. Soy la razón por la que fue creado.
Notas del autor:
Quiero aprovechar este espacio para desear a todos mis lectores que pasen una feliz navidad. ¡Consideren este capítulo extra mi regalo por su apoyo!
Ulti_SG. Debe haber una ley en el universo que dicta que personajes como Nachi y Ban no puedan tener una victoria limpia y significativa, porque mira que es tener mala suerte que les toquen enemigos de los que se regeneran. ¡Que alguien llame a Leon S. Kennedy! No me tocó ver Dragon Quest en su día, así que la noticia de que habrá una serie en 2020 me ha alegrado mucho. En los últimos diez años hemos visto que se pueden hacer maravillas con las nuevas series que adaptan un manga, como FMAB.
Zombis, regeneración y muerte instantánea. ¡Seiya Must Die, activado! ¿Quién caerá y quién sobrevivirá? Solo leyendo lo podrán saber.
En efecto, me basé en ese grandullón para este Jaki, aunque en la línea de otros personajes como Geist y Docrates, ha tenido su propia historia, que lo ha llevado al parecer al único destino que podía tener, la muerte.
¿El poder de matar de una mordida? Podría ser, mejor que Geki no se deje alcanzar por esos dientes, quien sabe dónde han estado.
