Capítulo 7. Esperanzas vanas

A pesar de no estar unidos a la red psíquica de Kiki, los miembros de la guardia supieron mantener la posición más allá de toda expectativa.

La primera línea estaba compuesta por antiguos aspirantes, aunque incluso entre ellos podían distinguirse dos clases. Los primeros, habían renunciado a convertirse en santos, siéndoles imposible superar las duras pruebas del Santuario. Por ello iban protegidos con armaduras de cuero, algunas con protectores de metal, y armados con lanzas, en esa batalla de una punta negra más dura que el acero y más ligera que una pluma. El resto, que formaba un batallón de treinta jóvenes, iba desprotegido, golpeando con los puños y las piernas. Aquel grupo pudo defenderse por sí mismo al principio. De una parte, el batallón, con Docrates e Icario a la cabeza, rompía la formación del enemigo, obligándolo a lanzar un ataque desorganizado contra el muro de lanzas y escudos que eran los guardias allí apostados. Tal estrategia los llevó a una victoria momentánea.

—Aún no es momento para celebraciones —dijo Icario, de todos los presentes el más sabio—. Algo me huele mal.

Esa advertencia salvó la vida de muchos, pues cuando el primer enemigo se levantó, todos seguían listos para el combate. Incluso viendo cómo las heridas que habían infringido al enemigo desaparecían como si nunca hubiesen existido, llenando de temor e impotencia los corazones de muchos, Docrates supo arengarlos para seguir luchando hasta que llegaran los refuerzos. No hablando de la justicia y la paz en el mundo, sino apelando al orgullo que todos aquellos hombres perdieron hace mucho.

—¿Qué os pasa, vejestorios? ¿Vais a ser menos que estos mocosos? ¿Y qué hay de vosotros, críos de pecho? ¿Queréis convertiros en santos y os asusta que al enemigo le vuelva a crecer la cabeza? ¡A Heracles le ocurrió lo mismo y no por eso se puso a llorar!

Siguió hablando de esa forma, siempre a gritos, alimentando el espíritu competitivo de unos y otros, de modo que pudieron aguantar hasta que llegaron los refuerzos.

Hijos de antiguos guardias y aldeanos de Rodorio, apostados a lo largo del camino que unía al pueblo y el Santuario, fueron viniendo a tiempo de evitar que la formación de la guardia se rompiera. En vez de lanzas, llevaban espadas, que no enarbolaban como prueba de que un día fracasaron, sino con el orgullo de quienes luchan por defender a los suyos. Amigos, amantes, familia, cada uno de aquellos hombres tenía un ser querido en mente cuando se unió a la batalla, un motivo para luchar que les permitió estar a la altura de sus compañeros, de mayor fuerza y habilidad.

Poco a poco, el caos se fue apoderando de la batalla. El choque de un ejército desorganizado contra una falange todavía invicta se tornó en duelos por todo el lugar. Vigías de afilada espada y lanceros diestros en el arte del combate luchaban codo con codo aquí y allá sin descanso. Nadie tenía que explicar que matar a quienes podían revivir era inútil, daban por sentado que la mejor opción era cansarlos y luego encadenarlos, si era posible. En ese momento, dos de los miembros del batallón de aspirantes se apartaron de la batalla, ganándose el repudio de muchos. Eran Rudra y Spartan, dos de los caballeros negros reclutados en el puerto de Rodorio horas atrás. Más poderosos de mente que de cuerpo, se pusieron a salvo tras una roca y desde allí hicieron todo lo posible por evitar que las lanzas del enemigo alcanzaran a un compañero. Ora moviendo el brazo de un soldado, ora empujando a un guardia, salvaron tantas vidas como el mismo Docrates, quien por muchas palabras soeces que dedicara a sus subordinados, era el primero en salir en defensa de todo aquel que estuviese en peligro de muerte.

Así transcurrió la defensa de Rodorio, en un bosquecillo a varios kilómetros del pueblo. June, todavía invisible, atestiguó todo lo que ocurría en silencio, susurrando a Docrates lo que los santos iban descubriendo en el Santuario sobre el enemigo. Sabía que el capitán de la guardia no le perdonaría que se dirigiera a Icario, ex-santo, y no tenía queja con que fuera aquel hombretón quien diera a viva voz las nuevas indicaciones:

—¡Al que reciba un solo arañazo de estos inútiles más le vale morir! ¿Quién sabe dónde habrán estado esas lanzas, si es que estos soldados de caras pálidas vienen del Hades? ¡Esquivad, esquivad sacos de carne, u os espera una vida de enfermedad y dolor!

Así, solo alimentando el temor que todo hombre cercano al Santuario sentía por el inframundo, Docrates aseguró que nadie quisiera ser más valiente de la cuenta. Todos se cuidaron de lo que tenían de frente, sabiendo que al menos un compañero les estaba vigilando las espaldas. Y quien quisiese atacar por los flancos se encontraría con el batallón de aspirantes, quienes iban de aquí y allá veloces como el viento, arrebatando las armas del enemigo cada que podían. La victoria parecía segura.

Pero nadie vigilaba el suelo, manchado de aguas amarillentas. El olor a muerte y enfermedad parecía algo normal en el combate para todos los que allí luchaban. Así que cuando empezaron a salir soldados y lanzas desde las profundidades de la tierra, nadie, ni siquiera June, pudo evitar la masacre.

—¡El nivel del agua está subiendo! —gritó Icario.

—¿Y ahora me lo dices? —dijo Docrates, cargando contra cinco soldados enemigos que asediaban a un par de guardias, ya agotados por la larga batalla. Llegó tarde, ya habían caído en el momento en que era él quien estaba rodeado.

Uno tras otro, ya fuera por una lanza en el pecho o una espada pasándole por el cuello, los hombres de la guardia empezaron a morir, volviéndose polvo los cadáveres incluso antes de tocar el suelo. En poco tiempo, todo lo logrado se vino abajo, incluso los aspirantes empezaron a ser arrinconados por los nuevos soldados enemigos. Docrates ya estaba planteándose pedir refuerzos a Rodorio cuando se oyó un grito de guerra.

—¡A mí, amazonas! —gritó Geist a la vez que una lanza se clavaba a los pies del primer soldado enemigo que había pasado la línea defensiva, ya rota.

De forma tan repentina como el último ataque enemigo, trescientas mujeres enmascaradas llenaron el campo de batalla y barrieron con todo soldado que encontraron usando el único arma que Atenea permite emplear a sus campeones.

Sí, incluso Makoto, que luchaba a la diestra de Geist, ya no luchaba como el lancero, sino como el santo que pudo haber sido. Con sus puños desnudos, abriría para todos el camino hacia la victoria.

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A través de los ojos de June, Shaina pudo reconocer a antiguas rivales entre quienes acompañaban a Geist. No supo qué le hacía sentir más orgullosa, si ver a su mejor discípula liderar a las amazonas del Santuario o saber que estas no habían dejado de luchar a la manera de los santos incluso después de fracasar en convertirse en uno. Por supuesto, aquello no le impidió recordar que ni Geist ni el guardia que la acompañaba sabían que era inútil matar a aquellos soldados del averno.

—Está bien —dijo Marin, como si estuviera leyéndole la mente—. Solo eliminando al enemigo podrán reagruparse. Después Docrates podrá informarles de la situación.

Con un gesto de asentimiento, Shaina dio a entender que estaba de acuerdo y volvió la vista al frente. Ni un solo soldado pisaba ya la plazoleta frente al templo de Aries, todos estaban posicionados en las escaleras que daban hasta la base de la montaña; ya no actuaban como la horda sedienta de sangre a la que habían repelido una y otra vez, sino como el ejército más disciplinado del mundo. Todos quietos, esperando.

Ella no contaba con el veneno de Lerna, oculto en los Colmillos de Ichi de Hidra, y por supuesto tampoco tenía a mano el gas somnífero de Azrael. En cuanto a la tercera táctica de probada eficacia contra la legión de Aqueronte, si bien el poder de un santo de plata podía emular la destrucción que Ban había desatado cerca del cementerio, desintegrando a cada enemigo hasta un punto en que no hubiera nada que se pudiera regenerar, no terminaba de confiar en esa vía. Era demasiada casualidad que el enemigo tuviese refuerzos en el exterior del Santuario tiempo después de la victoria de Ichi. Nunca antes había ocurrido, cada horda atacaba a un lugar concreto. O a los santos, pues el enemigo siempre atacaba allá donde había al menos uno presente.

—Solo hay una solución —dijo Marin—. Destruir el Aqueronte.

—¿Solo eso? —preguntó Shaina, permitiéndose ser irónica. Cubierta por una energía eléctrica, apuntó con las garras al suelo, donde fluía una capa del río infernal—. No.

Más por intuición que porque lo hubiese pensado, Shaina decidió no descargar el Trueno sobre aquellas aguas. Marin, fiándose de su compañera, asintió, tampoco ella atacaría el Aqueronte. De momento se limitarían a esperar.

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—¿Tan fuerte pegan esos soldados? —preguntó Nachi, a quien el poder liberado por Nemea le había dejado sin habla por un rato.

—Si el arma del enemigo alcanza nuestro manto sagrado, incluso si es un simple roce, lo mataría. Están vivos, ¿recuerdas? —dijo Ban entre jadeos. Lucía agotado, con el rostro perlado de sudor, los hombros caídos y los brazos colgándole a los costados—. Nemea no solo absorbió la energía cinética de cada golpe, sino también las emociones que había detrás. Y créeme, Nachi, para estos enemigos, emoción y fuerza física son lo mismo. Ellos convierten el dolor y la desesperación en poder.

El santo de Lobo prefirió no hacer más preguntas. Ver así a Ban era doloroso, incluso si en teoría solo era el resultado de perder una gran cantidad de energía en un tiempo tan corto. Apartó la mirada, reflexionando sobre el secreto detrás de las armas del enemigo. Había supuesto que estaban hechas de un metal que solo podía hallarse en el inframundo, pero ahora sentía que había algo más detrás de ellas. Como las emociones de cada soldado, todas negativas, que les impulsaban a seguir librando batallas que no podrían ganar jamás. O tal vez algún tipo de envidia hacia todo ser vivo, que explicaría por qué sus lanzas y espadas los atravesaran como si fuesen fantasmas.

Tales pensamientos fueron interrumpidos por un sonido terrible, aunque esperado. Un río de aguas amarillentas vino desde el cementerio y llenó el cráter en el que estaban hasta llegar a la altura de sus rodillas. Había algo diferente en aquel contacto que lo puso en alerta, sentía que le estaban arrebatando algo, que podía morir si seguía allí. Pero aquellas aguas infernales siguieron moviéndose, ascendiendo hasta salir del cráter a la vez se oían chapoteos por todas partes. Sin poder hacer nada, solo deseando no volver a sentir cerca el río Aqueronte, Nachi vio emerger un millar de hombres pálidos, desnudos hasta que de la piel emergieron armaduras negras al son de un coro de lamentos inentendible; desprotegidos, hasta que aquellos lamentos de dolor y desesperación se convertían en lanzas y espadas en sus manos.

Y ya bien pertrechados, la horda del Hades salió corriendo a la par del río infernal. Más rápido que el mejor caballo y sin ningún orden, el enemigo pareció huir en desbandada, pero Nachi tenía un mal presentimiento sobre aquello. El lugar al que dirigían se le antojó más evidente con cada segundo que pasaba.

—Ban —susurró, meneando pronto la cabeza. Si le pedía ayuda, el santo de León Menor era capaz de seguirle así todos los huesos se le partieran. No, debía actuar él solo por los dos—. Si tú tienes Nemea, yo también tengo mis trucos. ¡Obsérvame!

Tomó impulso, decidido a romper una vez más sus límites, y luego empezó a correr. Más rápido que el sonido, demasiado veloz como para ser atrapado por una explosión, el lobo empezó la cacería de aquellos soldados que avanzaban dando saltos imposibles sin siquiera reparar en él, sin dar la menor importancia a si vivían o morían.

Atrás quedó el león, atado a la tierra, débil.

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Entretanto, Geki y Azrael ya habían vuelto a la superficie.

Fue un ascenso más bien exagerado. El empleado de la Fundación, todavía con la máscara antigás y sujetando el maletín con una mano, usó la otra para colgarse del santo de Oso, quien de un gran salto atravesó la cueva y llegó a tierra a través de la grieta abierta por Jaki. Todo por sugerencia del propio Azrael, que estaba convencido de que allí les estaría esperando aquel enorme soldado enemigo, ya recuperado.

—Si lo llego a saber, habría apostado algo —bromeó Geki después de otear el terreno. No había ni rastro de Jaki—. Con las ganas que tenía de darle una paliza.

—Puede que tengas tu oportunidad —apuntó Azrael, quien miraba el suelo.

Como había ocurrido en otras partes del Santuario, las aguas amarillentas procedentes del río Aqueronte se estaban alejando de la zona.

—Rodorio —dijeron a un mismo tiempo Geki y Azrael.

Poco después, el santo de Oso hizo honor a su palabra, corriendo hacia el pueblo a una velocidad en la que el mundo no era más que un montón de líneas borrosas. Al asistente, que no había dejado de cargar sobre sus hombros, solo le dio una advertencia:

—¡Mantén la boca cerrada o te morderás la lengua!

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Durante toda la conversación entre Kiki y Caronte, un santo había decidido permanecer expectante, oculto tras una discreta ilusión formada por el hábil psíquico.

Fue en el momento en que el invasor sugirió un cambio de objetivo cuando decidió atacar. Acometió de forma tan rápida como le era posible, sin hacer ruido, sin siquiera dar un grito para crear confusión, y aun así Caronte esquivó el ataque.

—No es prudente atacar a tu enemigo desde una distancia que no puedas recorrer en un segundo, santo de Atenea.

—¡Sobre todo si tu enemigo puede ver a través de una ilusión! —exclamó Ichi, pues no era nadie más que él. Protegido por el manto sagrado de Hidra, tres garras salían de los protectores de cada nudillo, cargadas del más letal de los venenos—. ¡Tomo el relevo, Kiki! ¡Va a ser mejor que descanses!

El aludido, o más bien la imagen que había proyectado desde un lugar seguro, en las profundidades del bosque, hizo un gesto de asentimiento y desapareció. Las seis lanzas con las que había querido amenazar al invasor cayeron al suelo sin remedio.

—Siempre me ha gustado eso de los santos de Atenea. Uno contra uno, a la manera de los héroes de antaño. ¿Quién de los dos hará el papel de Aquiles en esta ocasión?

—¡No me interesan tus amigos!

No había terminado de hablar cuando volvió al ataque, tratando de sorprender al enemigo. Fue inútil. En el momento crucial, Caronte se limitó a desaparecer y volver a aparecer a detrás de él. Ni siquiera se había molestado en alejarse.

—¿Huir no es de mala educación en tu orden? —preguntó Ichi.

—No estoy obligado a recibir golpes, por débiles que estos sean —dijo Caronte—. Si alcanzas a golpearme, me defenderé.

—¿Te limitarás a hacer eso? ¿Esquivar y defender?

—Atacar está fuera de mis posibilidades en este momento.

Divirtiéndole la idea de que el enemigo le hiciera la mitad del trabajo, el santo formó una sonrisa serpentina antes de acometer contra él. Como un borrón apenas perceptible, buscó la espalda de Caronte, quien esquivó el ataque de la manera que esperaba. Antes de que terminara de desaparecer ya estaba dando una fuerte patada hacia donde aparecería, fallando por solo un par de centímetros. Entonces, de la bota del manto sagrado emergieron tres garras blancas, clavándose en las oscuras ropas del invasor.

—¿Satisfecho?

—Depende. ¿Sientes como si en tu interior se hubiese encendido una hoguera? ¿Alguno de tus sentidos ha dejado de funcionar? ¿Crees que en poco tiempo podrías estar retorciéndote y pidiendo piedad? —A cada pregunta, el santo recibía la tácita negación de Caronte—. ¿Jaqueca, al menos?

—Mi traje no es solo un capricho, también cumple como protección —se permitió explicar Caronte mientras apartaba con una mano las garras clavadas en la manga del otro brazo. Ninguna de ellas había llegado a tocar la piel—. La próxima vez…

—Apuntaré a la cabeza, no me lo tienes que decir. Soy Ichi de Hidra, por cierto. Siento que mi fallido ataque por sorpresa me haya impedido presentarme.

—Yo soy Caronte de los Astra Planeta. También siento que la característica terquedad de los santos me haya impedido detener este conflicto a tiempo. Ya ha caído una décima parte de vuestros soldados, ¿cuántos más deben morir antes de que recapacitéis?

—Oye —dijo Ichi, el rostro sombrío, la sonrisa aún presente, más bien aterradora—, ¡de verdad llevas la cuenta, esbirro de Hades!

Kiki fue testigo de un cambio en el estilo de combate de Ichi, siempre centrado en terminar los combates lo más rápido posible. Ahora se movía, por extraño que pareciera, a una velocidad subsónica, aunque atacando con la misma rapidez que cualquier santo de bronce. En eso se había vuelto tan implacable como constante, importándole poco o nada fallar un golpe o cien. ¿Un puñetazo no llegaba a alcanzar la nariz del invasor? Los Colmillos que salían de ese puño eran arrojados como proyectiles. ¿No podía acertarle en el costado de una patada? Lo mismo ocurría, tres Colmillos salían disparados. Así hasta llenar el terreno de ataques fallidos.

¿Había perdido la concentración, rindiéndose a sus emociones, o era alguna estratagema para acorralar al enemigo en cuanto se diera la oportunidad? Kiki no veía que eso último fuera posible, aunque era cierto que él, por la clase de entrenamiento que tuvo, comprendía bien lo poderoso que podía ser un enemigo y pensaba un poco más antes de actuar. En este caso, Caronte dominaba el arte de la teletransportación, lo que no hablaba tanto del poder, sino de una percepción extrasensorial prodigiosa, natural para el pueblo Mu, producto de un entrenamiento sobrehumano para unos pocos. Por alguna razón, puede que por una simple cuestión de ego, recurría a ella para esquivar cada ataque, aunque resultaba evidente que los veía venir y podría esquivarlos con su propia velocidad. Él lo sabía, porque en el momento en que Ichi lanzó aquel ataque sorpresivo, tuvo de nuevo el control sobre las lanzas de metal negro y las arrojó a la vez contra el invasor, que dio un salto justo antes de desaparecer. Es decir, se había movido más rápido que el pensamiento de un heredero del pueblo de Mu.

Ichi, es más rápido que tú, es más rápido que todos nosotros. Y tratar de controlar ese metal me ha agotado, creo que ha absorbido mis fuerzas. ¡No puedo ayudarte!

—¿Qué te dije? ¡Es mi turno! ¡Por lo que a mí respecta tú puedes echarte una siesta!

—¿Con quién estás hablando? —preguntó Caronte, quien mantenía el equilibrio sobre los hombros del santo de Hidra—. Ah, telepatía. ¿Ya ha descubierto tu amigo que no es bueno jugar con las armas del infierno?

Molesto, Ichi se dejó caer para luego apoyarse con una mano en el suelo mientras pateaba el aire. No le extrañó que Caronte desapareciera antes de ser alcanzado, tampoco le importó, siguió girando sobre sí mismo al tiempo que los Colmillos de las botas salían disparados una y otra vez a velocidad supersónica, sin orden ni concierto. —Si me permites una observación, tu estrategia es obvia —comentó Caronte, esquivando uno de los proyectiles que por azar estuvo a punto de alcanzarlo—. Y depende demasiado de que no estés luchando contra una simple proyección.

—¡No bromees! —exclamó Ichi, poniéndose de pie de un salto y señalándolo—. Fíjate en tus manos. Apenas puedes controlar tus propios dedos, ¿cómo vas a mantener una proyección de ti mismo y encima hacer que pelee? Por los dioses, hasta creo que eres algo torpe en el juego de pies y por eso recurres a la teletransportación mientras luchas. Esa clase de reacciones son instintivas, se dan sin más en el combate y es demasiado difícil simularlas como para que merezca la pena el esfuerzo.

De nuevo, mientras hablaba, el santo de Hidra atacó, arrojando una andanada de golpes que el invasor decidió bloquear con los brazos. Estos, cubiertos en apariencia por simple tela, resultaron ser tan sólidos como el mejor de los mantos sagrados. Aun así, el envite continuó, encrudeciéndose segundo a segundo.

—Tienes toda la razón. Solo difiero en un detalle. Para mí no sería difícil, sino imposible fingir esto. ¡Nunca me había pasado!

—Oh, no quisiera caer en lo vulgar, pero… ¡Todos dicen lo mismo!

Ese fue el momento. Tal y como Caronte debía haber supuesto, los Colmillos que Ichi hubo dispersado por el lugar se dirigieron hacia él. Veinticuatro, como poco, estuvieron a punto de alcanzar la cabeza del invasor, obligándolo a recurrir a la teletransportación. Sin embargo, eso estaba dentro de los planes del santo de Hidra, y allá donde Caronte reaparecía le esperaba otra serie de Colmillos, que Ichi movía por todo el escenario gracias al bajo grado de telequinesis que había llegado a dominar. Así, en poco tiempo, apenas hubo lugares seguros en aquella zona, siendo posible predecir dónde reaparecería Caronte la próxima vez.

Ichi no dudó un solo segundo en aprovechar la abertura en la defensa hasta ahora imbatible del invasor, que esquivaba todos los ataques lleno de una insultante confianza. Atacó de frente, con el puño derecho alzado y triplicando la velocidad en un repentino impulso, superando de ese modo las previsiones de Caronte y logrando lo imposible. ¡Tres Colmillos llegaron hasta la piel del cuello, del todo descubierta!

—Parece que me ha picado un mosquito —comentó Caronte, viendo divertido cómo los Colmillos se rompían, tal vez por la fuerza con la que el santo había golpeado.

—Te ha mordido una hidra, amigo —repuso Ichi, apartándose de un salto—. ¡La hidra de Lerna! ¿Era esa la obvia estrategia que esperabas?

—Si he de ser honesto, solo vi venir la primera parte.

—Me disculpo por mi falta de sutileza. Al principio me planteé envenenar a tus marionetas, para extender así mi Maldición de Lerna por ese río apestoso. ¡Imagínalo! Allá donde luchan mis compañeros, allá donde tú estés, se encuentran esas aguas. ¿No es un golpe maestro usar la mejor baza de tu enemigo en su contra?

—No habría funcionado —aseguró Caronte, al parecer todavía aturdido—. Los hombres con los que combatís son materiales, vulnerables a los males y bienes de este mundo. El Aqueronte, en cambio, no pertenece al universo físico, se parece más al alma humana que a la carne que le sirve de envoltorio.

—¿Así que el agua amarilla y el mal olor es solo la forma en que decide manifestarse, eh? —desdeñó Ichi—. ¡Basta ya de explicaciones pomposas! Sé claro, como lo seré yo. ¿Crees que estás a salvo porque mis Colmillos no pueden atravesar tu piel? ¡No! Ahora mismo el veneno debe estar corroyendo tu cuerpo, ¡en forma de un gas imperceptible!

—Lo noto, en verdad noto tu Maldición de Lerna en mis entrañas. Pero hay problema —decía, avanzando hacia un extrañado Ichi y mirando a los únicos cuerpos de soldados que había en el lugar—, soy inmortal. Y ellos también.

Tan pronto acabó aquella audaz declaración, Ichi perdió de vista a su objetivo, debiendo esquivar el ataque simultáneo de seis soldados. Mientras la quinta y sexta lanza pasaban por muy poco de sus costados, el santo golpeó a los lanceros con los Colmillos de las botas, para luego deshacerse de otro par con los de los puños. Los restantes coordinaron en tiempo récord un ataque por tierra y por aire, pero Ichi se les adelantó, mandando de una patada alta al que lo atacaba de frente contra el que había saltado.

En lo que los cuerpos caían al suelo, los Colmillos crecieron una vez más en los nudillos y las botas, como las cabezas de la mítica hidra. Ichi, sabiendo que la muerte no detendría a esos soldados, cargó contra ellos, llegó incluso a rasgar el cuello de ambos en un solo ataque antes de que los cuerpos estallaran.

—¡Qué peste! —fue la primera reacción que tuvo Ichi al verse cubierto por esas aguas amarillentas. La segunda fue un súbito mareo que lo puso de rodillas—. ¿Qué? ¿El veneno? No, mis fuerzas se están yendo. ¿Ese río apestoso devora nuestro cosmos?

—¿De dónde crees que sale la energía para crear nuevos cuerpos y fortalecerlos? —preguntó Caronte, quien ya se retiraba—. Adiós, Ichi de Hidra. Para ser el primero que tengo en un millón de años, ha sido un combate bastante entretenido.

Por supuesto, Ichi no era la clase de persona que dejaría pasar a un enemigo más allá de su puesto. Quiso levantarse, incluso sintiendo que el manto sagrado de Hidra era ahora más un peso que una ayuda, pero cada vez que se levantaba, volvía a caer.

En el tercer intento, seis soldados le rodearon. Sin heridas, sin veneno. Resultó evidente, después de tantos intentos inútiles, que no importaba si en vez de matarlos los envenenaban, dejaban inconscientes o encerraban, aquellos solo eran cuerpos sin valor que el río Aqueronte podía deshacer y rehacer a voluntad. Ichi maldijo entre dientes, de saber aquello todavía podrían contar con Ban para la batalla.

—Y habríais podido contar también conmigo —susurró Ichi con voz trémula, antes de que los soldados atacaran.

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Habiéndose recuperado ya del contacto con aquellas armas de muerte, Kiki tuvo que elegir. Si no auxiliaba a Ichi, era muy posible que muriese, sin embargo…

—Solo matándote podré detener a la legión de Aqueronte.

—No vas a matarme con tus ilusiones, heredero del pueblo de Mu.

—Esto no es una ilusión.

Era él, Kiki, pupilo de Mu de Aries, aspirante al primer manto zodiacal. Hasta el momento se había limitado a ser un bastón de apoyo para todo el ejército de Atenea, enlazando experiencias, insuflando valor en los corazones atemorizados. Ahora era el momento de luchar. Solo él separaba a Caronte de Seiya, era la última defensa.

Pensando a toda velocidad, decidido a salvar también a Ichi si le era posible, llegó a una conclusión elemental. Incluso si el invasor era en verdad inmortal e invulnerable, seguía siendo un ser vivo y seguía necesitando de un cerebro. Si era así, solo tenía que neutralizarlo, produciéndole una inconsciencia permanente y dejando de ese modo al ejército enemigo sin un líder. ¡Tal vez incluso podría detener aquella locura!

—Si querías pelear, no debiste desperdiciar energías mandando a tu gente a la muerte.

—Tengo energías de sobra para ti.

Poniendo en práctica todo lo que Mu le enseñó, Kiki hizo arder como nunca aquel cosmos suyo, el cuál tardó demasiado en responder, como si viniera de un lugar demasiado profundo frente a las fuerzas que había perdido antes. Fuera como fuese, respondió, manifestándose como un muro invisible entre el tranquilo paso del invasor y lo que buscaba. Este último se detuvo en seco, mostrando, si no temor, al menos sorpresa cuando aquella energía se estiró en torno a él, cubriéndolo por completo.

La barrera conjurada por Kiki, ahora una suerte de sarcófago, respondió al intento de Caronte por seguir avanzando con la misma fuerza de aquel. No obstante, la tremenda energía cinética liberada por el invasor al caminar se tornó en una psíquica, la cual no causaba daño alguno a aquel cuerpo inmortal, sino que lo atravesó con el fin de afectar al yo astral que se hallaba bajo la carne. Así accedió Kiki a la mente de Caronte, o lo que habría esperado fuera la mente de un hombre, pues nunca había visto nada igual. Una oscuridad profunda, fuente de dolores y terrores sin cuento. Kiki reclamó la sola mente de Caronte, y la respuesta fue una avalancha de emociones que cerró hasta el último de sus sentidos, todos los pecados del hombre se le vinieron encima. Él resistió, a pesar de todo, siguió buscando más y más profundo, hasta que sintió algo más allá del cuerpo, la mente y el espíritu. De allí quiso sacar las fuerzas que necesitaba para asaltar la ciudad amurallada que se manifestó ante él, en el horizonte. La mente del enemigo.

Ese lugar único y personal fue inundado por la oscuridad, llenado y roto, antes de que Kiki pudiera tomar nada de él. Se oyó un estallido, como de cristal rompiéndose.

Un momento después, Kiki se retorcía en el suelo, sosteniéndose la cabeza con ambas manos como si de ese modo pudiese acabar con el dolor que sentía. Tal había sido el resultado de desvelar la esencia misma de su ser a aquella oscuridad abominable.

—Quien escupe al cielo, se acaba mojando. A menos que haga mucho viento —dijo Caronte, siguiendo su camino ya sin nada que se le interpusiera; para él, aquello solo fue un paso. Antes de adentrarse en el bosque, miró hacia atrás, admirado al ver que aquel pelirrojo se negaba a gritar—. Supongo que no me guiarás hasta Pegaso, ¿no?

No esperó tener una respuesta, así que se limitó a seguir su camino.

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Sentía su propio veneno quemándole las entrañas, las aguas del río apestoso le robaban toda la fuerza de voluntad que habría podido usar para retardar el proceso, y por si eso fuera poco motivo de vergüenza, un soldado había logrado clavarle una lanza en el muslo, impidiéndole siquiera moverse. ¿Por qué sonreía entonces? Iba a morir, y sabía la clase de otra vida que tenían los santos como él, pero algo le impedía sentir temor por ello. Tal vez valor, quizás solo orgullo, poco importaba ya.

—Mira que largarse sin verme morir. De haber sido yo el ganador, le habría llevado flores a su tumba o algo por el estilo.

Ichi de Hidra pensaba recibir a la muerte con los brazos abiertos, pues no había arrepentimientos en su corazón. Sin embargo, el destino le deparaba una última sorpresa. Una energía cálida le recorrió el cuerpo, permitiéndole levantar la cabeza y ver cómo la lanza negra que le atravesaba la pierna era reducida a átomos.

Notas del autor:

A todos mis lectores, los que comentan y los mudos, les deseo un próspero año 2020. Que todos vuestros deseos se cumplan y que sigáis disfrutando esta historia. De lo primero no tengo certezas, pero sobre lo segundo puedo decir que os esperan grandes sorpresas. ¡Gracias por el apoyo! ¡Gracias por estar ahí!

¡Hasta el año que viene!

Ulti_SG. Cuando crees que ya son suficientes hándicap, viene uno más y empiezas a pensar que jugar en Difícil desde el principio no era la mejor de las ideas. Mal de Caronte por plagiar la armadura de Fénix, aprovechando que su portador duerme una prolongada siesta, pero, ¿quién le dirá nada a este invasor tan elegante? Quizá nuestros nuevos héroes, cuando dejen de lucirse masacrando a ese ejército de cheaters.

Definitivamente, uno no tiene mucho ánimo para investigar lápidas cuando lidia con zombis. De hecho, a uno le gusta estar lo más lejos posible de lápidas y cementerios. ¿¡Qué tenéis en la cabeza, Ban y Nachi!?

Bueno, no me pueden responder porque ya hace tiempo que grabaron todas las escenas y disfrutan de sus vacaciones en algún lugar, así que pasemos a Caronte, el elegante invasor. Justamente, no es ese espectro que vimos, sino que saqué su nombre de una de las lunas de Plutón, algo que siempre he sentido muy apropiado por Saint Seiya y nunca he querido cambiarlo. Oh, sí, Japón nos ha demostrado que en el 80% de las veces, tener el pelo blanco/plateado es signo de peligro y megalomanía. Y considerando su mención a las doce horas, parece que a Caronte le gustan los clichés. ¡Corran todos!

Creo que la ley que Kiki conoce es la de que los seres invulnerables a veces no lo son en según qué partes. Es un chico listo, nuestro Kiki, y eso que todavía no sale MIB2.

Nada como la línea perfecta para acabar el capítulo, definitivamente.

No podía hacer menos en estas fechas. Gracias a ti por leer