Capítulo 8. Decisiones

La Fuente de Atenea era un oasis para el desierto duro e inclemente que era el Santuario, surgido a partir del más valioso de los tesoros: las lágrimas de una diosa. Los inmensos árboles que la rodeaban, todos milenarios, eran la última prueba de aquel regalo divino, una digna frontera para la tierra en la que nadie había muerto desde hacía varios milenios. Aquellos que pasaran a través de estos con malas intenciones, sin contar con la bendición de Atenea, se adentrarían en un bosque infinito en el que los más profundos miedos se vuelven realidad.

Pero Caronte estaba más allá de eso. El invasor llegó hasta Seiya un instante después de desaparecer ante los ojos de Kiki, habiéndolo percibido no muy lejos. Cuando estuvo frente al héroe que había desafiado a los dioses, sintió a un mismo tiempo alivio y decepción. Era chocante ver a alguien así en una silla de ruedas, muerto en vida, con la vista perdida en el suelo. Por otro lado, era afortunado que no tuviera que ir hasta la misma Fuente de Atenea, así como que no estuviera con un nuevo defensor que le obligara a librar un combate en tan sagrado lugar. La única compañía del santo de Pegaso era una chica común y corriente que pudo paralizar con una sola mirada.

—¿Tratabas de ponerlo a salvo, eh? No te castigues demasiado, niña. No sería distinto si pudieras moverte. Ahora mismo, nadie sobre la faz de la Tierra podría cambiar esto.

La muchacha no reaccionó a aquel lapidario discurso, se mantuvo en shock; las manos que mantenía aferradas a la silla, como tenazas de hierro, eran lo único que le quedaba de su fuerza de voluntad. Sin volver a prestarle atención, Caronte se acercó a su objetivo, dirigiendo la mano hacia el pecho de Seiya.

—¿Has viajado desde el Cinturón de Hipólita solo para verme? —musitó Ichi—. Siempre tan encantadora, nuestra Akasha de Virgo.

Con el pelo largo y castaño, la piel clara bajo la túnica y cortos brazos, una niña de seis años observaba al santo moribundo. Contrastando con esa imagen inocente que ofrecían los gemidos de angustia y las manos temblorosas de la pequeña, estaba la máscara que toda mujer al servicio de Atenea debía portar, y más allá, seis cuerpos flotando. Los soldados que tantos problemas le causaron, si no le fallaba la vista.

—Solo soy aspirante.

—¿Mi debilidad te obliga a hacer ese tipo de cosas? ¡Menudo santo estoy hecho!

—No están vivos —se apresuró a decir Akasha—. No siento nada en ellos.

—Hace mucho tiempo, cuando no era más que un crío llorando porque no tenía padres, me entretenía destrozando los muñecos de otros niños en el orfanato. Esto no es diferente —dijo Ichi, mirando a los soldados, flotando en el aire en posturas a cada cual más imposible—. Me dan igual todos ellos, pero tú no debes abandonar la compasión solo para hacerte más fuerte. Eso déjaselo a los perdedores como yo.

—Tú no eres un perdedor. Eres un santo. ¡Eres muy fuerte!

Mientras Ichi sonreía ante la ingenuidad de la pequeña, los cuerpos empezaron a caer con suavidad al suelo, donde se les permitió recomponer los huesos. Nada más les dejó hacer Akasha, quien en todo momento los mantuvo inmóviles y desarmados.

—¿Qué hay de Kiki? Él tiene mejores oportunidades que yo, ¿no crees?

—Vivirá —dijo Akasha—. Pero tú, incluso si la señora Geist me dijo que esperara, yo sentí que tú… ¡No quiero que mueras! ¡No lo permitiré!

Agotado, Ichi cerró los ojos un momento, pero creyó poder oír cómo la pequeña aspirante cerraba los puños con fuerza. Aún era una niña, se dijo. ¿Cómo podría explicarle que había decidido hacer de su inevitable muerte un arma?

Dadas las circunstancias, Kiki nunca llegó a ceder del todo el rol de enlace a Azrael, por lo que el momento en que fue derrotado fue también el final para la valiosa red psíquica que mantenía unidos a los santos. Sin embargo, no fue demasiado el tiempo que pasaron en la oscuridad, pues desde la lejanía, sin importar dónde estuviesen, todos pudieron ver cómo una estrella fugaz atravesaba el cielo. Un hombre, sin duda, de un poder inmenso que solo a doce santos se les permite ostentar generación tras generación.

—Nuestra lucha no es en vano —gritaba Nachi, atravesando a toda velocidad el pasaje que daba al Santuario, el bosquecillo arrasado por el enemigo y otras muchas líneas defensivas que guardias, amazonas y aspirantes habían ido levantando en los últimos compases de la batalla—. ¡Podemos ganar esta guerra!

Medio kilómetro más adelante estaba la última línea de defensa, con la horda de los muertos siendo repelida una y otra vez por los vivos bajo la atenta mirada de Geki.

—¿Y Azrael? ¿Poniendo minas? —dijo Nachi en cuanto llegó—. No me puedo creer que me hayas adelantado tú, de entre todas las personas.

—Yo no me desvié persiguiendo al enemigo como otros, solo fui a donde debía. Diría que tener encima a un novato que no sabe mantener la boca cerrada me retrasó un poco —aceptó, sonriendo como el que cuenta una broma que nadie más conoce—. Larga historia. Azrael está en Rodorio, donde debió estar desde un principio.

—¿Dos santos contra un ejército inmortal, entonces?

—Tres.

La decidida voz de June de Camaleón llamó la atención de los santos. Ninguno de ellos se sorprendió de no haberla sentido hasta entonces, pues el manto sagrado de Camaleón que ella portaba le permitía ocultar incluso el cosmos de quienes pueden percibirlo. Ellos, gracias a la red psíquica de Kiki, pudieron ver cómo había estado aprovechando esa capacidad para ayudar de vez en cuando a un aliado en problemas, de tal forma que todos los presentes no se sintieran menos por ser ayudados por un santo.

Claro que el tiempo para sutilezas había acabado ya. Los tres juntos cargaron contra los soldados que Docrates, Geist y algunos miembros del batallón de aspirantes habían amontonado. En cuestión de segundos, todos los enemigos fueron despedazados, ya fuera por el látigo de June, la simpar fuerza de Geki o el Aullido Mortal de Nachi.

Era escaso el tiempo que tardaban los soldados en revivir, todos lo sabían, de modo que los santos se pusieron al día con los representantes de quienes carecían de un manto sagrado. Supieron de ese modo que muchos habían caído, así como que Docrates y Geist habían acordado mandar a la mitad de los aspirantes a cazar a todo soldado rezagado que hubiese superado la línea defensiva, así como una décima parte de la guardia y de las amazonas presentes a modo de apoyo. En particular, se habían ido quienes podían mantener quieto a un pequeño grupo de enemigos por un tiempo prolongado, como Rudra, Spartan y Cristal.

—El muy canalla conocía el arte de la congelación y no me dijo nada —se quejó Docrates—. ¡Nos habría ahorrado muchos problemas!

—Menos mal que nos dijeron que Llama estuvo a punto de reducir una aldea a cenizas. Con ese nombre, ¿quién sabe? A lo mejor disparaba agua a presión.

—¿Te parece que es tiempo para bromas, Geist?

—Me parece que no es tiempo para desconfiar de quienes nos cuidan las espaldas.

En realidad, durante el primer tramo del combate la mayor parte de los aspirantes, y en especial quienes habían sido traídos de Reina Muerte, prefirieron reservar fuerzas y vencer al enemigo en mano a mano. Luego, la situación se había vuelto cada vez más caótica, con aliados y enemigos mezclados de tal forma que cualquier error de cálculo habría sido fatal. Solo en el momento de mayor desesperación, Cristal se permitió mostrar su as en la manga, seguido por muchos otros. Pero ya para entonces era claro que no podían mantener al enemigo en un solo sitio, así que Geist y Docrates delegaron en Icario y una amazona llamada Helena el mando de parte de sus fuerzas y siguieron luchando en el frente, seguros de que Rodorio estaría a salvo incluso si caían en batalla.

—Divide y vencerás —dijo Docrates, henchido de orgullo.

Nadie podía reprochárselo. Aquella era una buena estrategia, sin duda. Si hacían que el enemigo se dividiera e iban conteniendo cada pequeño grupo, tarde o temprano se alcanzaría la victoria. El problema radicaba en la última información que les fue mostrada a través de la red psíquica: incluso un enemigo sometido podía volver al río Aqueronte y renacer con fuerzas renovadas. Cuando Nachi y Geki lo explicaron, siendo esa información corroborada por la invisible June a través de susurros, no solo Docrates, sino también Geist y los guardias y amazonas cercanos enmudecieron.

—¿He mencionado ya que van a venir más enemigos, muchos más, de un momento a otro? —preguntó Nachi—. El que quiera irse a casa, ahora es el momento.

En cuanto oyó aquellas duras palabras, Makoto no pudo evitar retroceder un par de pasos. Avergonzado, apretó los dientes ¿Iba a hacerle eso a Geist, que había confiado en él cuando le dijo que era el momento de atacar, sin tener autoridad para ello? ¿Iba a traicionar a la guardia, que seguía luchando allá donde los mejores, armados con lanzas de punta negra, ya habían caído? ¿Iba a traicionarse a sí mismo?

—¡Puedo oler vuestro miedo! —gritó Docrates de repente, pasando por delante de Geki y Nachi—. No debéis sentir vergüenza, porque yo también lo siento. ¿Qué pasó con aquel duende invisible que nos invitaba a darle la espalda a nuestros temores, con la promesa de que llegaríamos con ellos la próxima noche, sin duda llena de pesadillas? Tal vez nunca hubo nadie cuidando de nosotros, tal vez éramos solo nosotros negándonos a aceptarnos como simples hombres mortales que lloran, temen y mueren. Yo he decidido no hacerlo más, haré del terror en mis entrañas mi mazo y daré muerte a las huestes del Hades como el mismo Heracles hizo una vez más. Quizá algunos queráis acompañarme, mas decididlo sabiendo que no acusaré de cobarde al que se retire.

—En el peor de los casos, la batalla final se daría en Rodorio —dijo Geist, intuyendo la intención de su compañero—. Hará falta toda la ayuda posible para evacuar mientras podamos resistir. Quienes se queden, serán nuestra retaguardia.

Makoto escuchó aquel discurso palabra por palabra, sintiendo que era lo que necesitaban oír. No era solo él, la mayor parte de los guardias que quedaban en pie luchaban movidos por la desesperación de ver muertos a sus seres queridos en Rodorio, así como el miedo a ser tachados de cobardes, y los demás, los pocos que no tenían nada que perder en esa lucha, se estremecían al ver las armaduras, armas y ropas de los caídos, mero polvo movido por el viento. Las amazonas, conocidas por un orgullo sin par, debían sentir lo mismo, aunque era difícil verlo debido a las máscaras que portaban. ¿Había excepciones? Sin duda, por eso era vital que solo lucharan allí quienes de verdad estuviesen dispuestos a hacerlo. Y Makoto pretendía ser uno de ellos.

Se oyeron incontables pasos en diferente intensidad e intervalos, irregulares, pues unos salieron corriendo en cuanto se les presentó la oportunidad, mientras que otros, heridos de orgullo, retrocedieron con lentitud, llenos de dudas. Fuera como fuese, sin distinción entre guardias y amazonas, muchos se retiraron. Hasta un par de aspirantes, gemelos y de corta edad, los acompañaron, si bien ellos tenían órdenes de informar a Cristal y los demás de la nueva información que tenían sobre el enemigo. Para ese momento, los santos, Docrates y Geist ya miraban al frente, decididos a no hacer distinción entre quienes lucharían junto a ellos y quienes lo harían de otra forma.

—Alguien tiene que hacer de malo —se excusó Nachi a la mirada desaprobadora de Geki—. Sabes que hice lo correcto.

Al final, el santo de Oso tuvo que darle la razón. De un ejército asustado, entre santos, guardias, amazonas y aspirantes había quedado un grupo unido de doscientos ochenta y seis combatientes, si bien el tiempo y las borracheras de muchos supervivientes harían que fueran comparados con los trescientos del rey Leónidas.

Makoto, habiendo sentido alivio por la oportunidad de huir sin culpa, se libró también del deseo de hacerlo, y fue el primero en ver cómo un enemigo se recuperaba.

—¿No deberíamos impedir que se levantaran?

—El primer paso será crear el escenario —dijo Geki, tronando los nudillos.

—Ha sido un bonito discurso, Docrates —dijo Nachi—. Yo seré más escueto. Si en los próximos minutos sentís algo en las entrañas y no tenéis que ir al baño, es que vuestro cosmos ha despertado. ¡Que la próxima generación de santos nazca en esta batalla!

Aun antes de que cualquier otro en el Santuario lo hubiese visto, como una estrella fugaz atravesando el cielo nocturno, Caronte ya era consciente del hombre que ahora tenía enfrente. Un santo de oro, parte de la élite del ejército de Atenea, capaz de viajar a voluntad por el espacio-tiempo, así lo había demostrado al llegar hasta allí desde el lugar más remoto de la Creación. No obstante, no llevaba encima ninguno de los doce mantos zodiacales, sino las prendas que lo distinguían como el líder del Santuario.

—Es irónico —dijo Caronte, dirigiendo la mirada al tesoro que acababa de obtener, imperceptible a primera vista—. Tengo el arma más poderosa del universo, capaz de segar toda vida mortal y apartar las almas del ciclo de la reencarnación. Un solo mandoble y todas las estrellas se apagarían en el acto, toda luz se extinguiría. Sí, tengo en mis manos la espada que un día traerá el fin de todo, y no puedo usarla.

El recién llegado carraspeó. Tenía las manos ocultas bajo la túnica, el rostro ensombrecido bajo el yelmo y los planes en el fondo de un espíritu indomable.

—Hablas demasiado.

—Desde que regresé a esta tierra y esta era, soy incapaz de actuar con violencia, sea contra un enemigo o por mi propia cuenta —explicaba Caronte, haciendo caso omiso de la seca intervención del Sumo Sacerdote—. Cuerpo, mente, espíritu. Cualquier impulso destructivo ha sido extirpado de mi ser, espero que de forma temporal. Desde el momento de mi concepción, siempre he usado estas manos para dañar y arrebatar la vida de otros. Por eso, como podrás comprender, ha sido toda una sorpresa que en todo este tiempo no me hayan respondido como deberían. Supongo que uno tiene que pensárselo dos veces antes de enfrentar a la guardiana del Tártaro.

Antes de decir nada, el Sumo Sacerdote estudió cuanto acontecía en el Santuario y los alrededores. No necesitó para ello de una red psíquica, sino que por sí mismo extendió su cosmos desde el norte hasta el sur y desde el oeste hasta el este, y de ese modo fue consciente de cada suceso. La batalla que estaba por darse en la entrada, el hombre inmenso que bramaba como una bestia en el Cinturón de Hipólita, el santo al que su pupila mantenía con vida a duras penas. Los buenos hombres que habían muerto y los que podrían morir por las acciones de aquel charlatán. Sintió en el pecho la ira que a muchos había dominado esa noche, mas no se dejó dominar por ella.

—Es extraño que alguien tan temerario como para invadir el Santuario dependa tanto de otros. Extender el miedo y el terror sobre estas tierras, enviar un ejército de hombres muertos… Un astuto plan para alguien débil, demasiadas molestias para alguien fuerte.

—Este es el Sumo Sacerdote, el hombre que debe ir un paso por delante de los dioses —aprobó Caronte, aceptando la crítica con un gesto de asentimiento—. Ya que el tiempo escasea, seré directo. Estás aquí, así que la maldición que mantenía a vuestros campeones en un sueño eterno se ha roto. Un auténtico milagro, ¿no?

—Acepté la ayuda incondicional de Orestes de Micenas, como sin duda ya sabes.

—No, Orestes de Micenas no es más que un mensajero. La ayuda que recibisteis proviene del dios al que ese hombre sirve.

—No llegó a decirme quién era ese dios.

—El Hijo. Un enemigo como no ha conocido jamás la Creación. Derrotarlo supuso el sacrificio de incontables mundos, yo mismo caí junto a él al Tártaro, donde estaba destinado a pasar el resto de la eternidad. Cuando fui liberado, no solo supe que la eternidad es más corta de lo que había imaginado, sino que los siervos de Atenea, los garantes de la paz y la justicia en la Tierra, se habían aliado con…

—Acepté la ayuda de un extraño con no más fin que liberar a cinco valerosos héroes de un castigo injusto y desproporcionado —cortó de inmediato el Sumo Sacerdote—. Servimos a Atenea, como bien has dicho. No nos aliamos con otros dioses, nuestra lealtad se la debemos solo a una entre los inmortales. Esas son las palabras que le dirigí a Orestes de Micenas cuando vino a nosotros, no como un invasor al mando de un ejército, sino como un hombre con una propuesta.

—Yo no fui enviado aquí a proponeros nada —reconoció Caronte—. Mis órdenes son eliminar a esos valerosos héroes de los que hablas.

—No obstante, ahora deseas hacerme una propuesta.

—No poder matar te deja tiempo para pensar. ¿Y si el Santuario y el Olimpo fueran aliados? —planteó Caronte, extendiendo el brazo al frente, la mano cerrada sobre la invisible empuñadura—. No solo el Sueño había castigado a Pegaso, sino también la Muerte, tan adormecida como él mismo. Si hubiese despertado con esta espada clavada en el pecho, moriría en tres días, siendo condenado a un mundo ajeno a la rueda de las reencarnaciones, donde nada muere, donde nada nace, donde nada existe. Por fortuna, ya lo he liberado de esa carga. Si no puedes considerarlo una muestra de mi buena voluntad, al menos acéptalo como una prueba de mi capacidad para salvar a los tuyos. Cerca de aquí, Hidra está a las puertas de la muerte, yo puedo evitarlo.

—¿Qué hay de los soldados que han caído en combate? —cuestionó el Sumo Sacerdote, quien no estaba dispuesto a caer en ninguna clase de engaño.

—Si el heredero del pueblo de Mu no hubiese contrarrestado mi mensaje, ninguno de ellos habría entrado en combate para empezar. Y si debo ser honesto, no considero que hayan sufrido un destino tan terrible. ¿Qué dirías que es mejor? ¿Vivir a la sombra de un santo, recordando tus fracasos? ¿Morir como un héroe, luchando por los tuyos?

—Dices que es un mal necesario. Estás dispuesto a cualquier cosa con tal de cumplir tu misión, entiendo eso. También entiendo que una petición de alianza suele ir acompañada de una amenaza implícita, en caso de que la respuesta no sea la esperada.

—Eres perspicaz, como cabe esperar del representante de Atenea en la Tierra. ¿Te has dado cuenta de que el mundo ha estado cambiando mientras hablamos, cierto?

Así era. Donde hacía un momento hubo un bosque con una infinita variedad de árboles, ya no había nada más que algún arbusto retorcido, desprovisto de hojas y de vida. En lo alto, un crepúsculo repentino había sustituido al cielo nocturno, como si las llamas del averno se hubiesen asentado en la bóveda celeste. En la tierra, sin importar hacia dónde se mirase, no había más que polvo y ceniza, arrastrados por soplos de aire gélido. Y por si eso fuera poco, cada vez era más difícil respirar. Los primeros pensamientos del Sumo Sacerdote fueron para Seiya y su hermana, prisioneros como él de una distorsión que poco a poco estaba cubriendo el Santuario, rodeado a lo largo de las batallas por el río Aqueronte. En esas circunstancias, no podrían vivir mucho tiempo.

—El cambio será paulatino —dijo Caronte, también observando al todavía inconsciente santo de Pegaso y la chica que cuidaba de él—, estimo que quedan cinco minutos para que todo el ejército de Atenea, así como la villa que tanto os preocupa, entre en mis dominios, donde no existe el oxígeno. Mi oferta seguirá en pie hasta el último momento, no por el bien de la Tierra, sino por el de toda la Creación.

Makoto no estaba muy seguro de a quiénes debería temer más.

De una parte, estaba la horda de soldados inmortales que combatían, así como el sonido, cada vez más cercano, de varios miles de pasos. No obstante, de otra estaba el valle que se extendía desde donde terminaban las montañas. Las paredes, escarpadas, llegaban hasta una serie de colinas naturales y enormes rocas, de tal suerte que solo había un camino hacia el valle que no supusiera caer a través de quince metros de profundidad, la pendiente que ahora bajaba el ejército. En cuestión de minutos, los santos de Atenea habían resumido eones de evolución natural, abriendo la tierra con las manos desnudas, convirtiendo el aire en una infinidad de filos invisibles capaces de cortar todo cuanto se interpusiera en su camino. Tan veloces fueron, que incluso le dio la impresión de que eran tres los que actuaban en conjunto, alcanzando por la sin par sinergia de tres cosmos unidos un poder que recordaba al de los héroes de la mitología. Pero al final, solo eran Nachi y Geki, sonrientes, frescos. Nadie hubiese dicho que acababan de reducir cientos de metros de roca a un montón de escombros.

El tiempo no tardaría en dar una respuesta a Makoto, pues en el momento en que terminaron de bajar la pendiente, sintieron el contacto con el Aqueronte. Provenientes del cementerio, la Eclíptica, el bosque que envolvía la Fuente de Atenea y otros lugares por los que el río infernal había pasado, aquellas aguas nauseabundas se reunían por fin en un solo campo de batalla. El último, esperaban.

—Esto ha sido exagerado —dijo Nachi.

—Con algo más de tiempo, haría colapsar la montaña sobre el enemigo —dijo Geki.

—Sí, somos más fuertes que antes, más fuertes de lo que imaginamos. Eso no hace que sea menos exagerado. ¡Nos hemos cargado el camino al Santuario!

—¿Y crees que la buena gente de Rodorio preferiría tener que bañarse tres veces al día? ¡El Aqueronte no tardará en llenar esta piscina! Deja de quejarte y haz tu trabajo.

Con un gesto de asentimiento, el santo de Lobo fue avanzando por el valle artificial, ejecutando el Aullido Mortal cada cincuenta pasos. Así fue creando grietas de pared a pared, de notable profundidad. Detrás de Makoto, un guardia y una amazona teorizaban que era para mantener el nivel del agua en un rango aceptable.

—¡Avanzad, suicidas míos!

—¡Avanzad, amazonas!

—¡Avanzad, gente normal!

Al oír el último grito, del fornido santo de Oso, Makoto avanzó. Todos lo hicieron, porque ese era el camino que habían escogido. Ya era tarde para dar la vuelta.

Si lo hubiesen hecho, si alguien hubiese mirado atrás antes de bajar la pendiente, se habría dado cuenta de que en la lejanía, el cielo había cambiado.

—Mi maestro es poderoso, podrá solucionar esto —aseguró Akasha.

—¿El Sumo Sacerdote ha…?

Antes de poder terminar, Ichi sintió cómo el dolor regresaba. Sangre oscura salió por su boca, cayéndole por las mejillas y el mentón.

—¡No hagas esfuerzos innecesarios! —le rogó Akasha—. Debo extraer el veneno de tu sangre, si golpeo tus puntos cósmicos…

Ni siquiera un santo puede engañar al enemigo si este sabe que va a ser engañado. Ichi sabía eso demasiado bien, por eso tuvo que ponerse en riesgo al atacar. La Maldición de Lerna era una técnica simple: transformar el veneno mortal de los Colmillos de Hidra de líquido a gas, de modo que todo aquel que lo respirase estaría condenado a morir, fuera el enemigo o él mismo, si no se alejaba en el momento justo. No lo hizo, recibió la dosis letal y ni siquiera eso fue suficiente. Caronte había visto venir la primera fase de su estrategia, pasó a través de la segunda encogiéndose de hombros, ¿imaginaría que había una tercera? Esperaba que no fuese el caso.

—Solo el poder de un dios puede salvarme, pequeña. Y no vamos a estar doscientos años esperando, ¿verdad? —bromeó Ichi, sabiendo que a esas alturas era inútil pensar en extraer el veneno. Si no fuera porque Akasha lo impedía, la Maldición de Lerna ya habría matado hasta la última de sus células.

—No necesitamos esperar doscientos años —aseguró Akasha.

Como únicas defensoras de la Elíptica y de los tesoros divinos guardados en la cima de la montaña, Shaina y Marin no habían podido unirse a los santos de bronce en las afueras del Santuario. Aun viendo a los soldados retirarse en desbandada, no los persiguieron, seguras del deber que tenían. No obstante, tal disciplina se puso a prueba más adelante, cuando sintieron la derrota de Ichi y de Kiki, así como la consecuente caída de la red psíquica. En ese momento fue claro el deseo de Shaina por ir en auxilio de Seiya, seguro objetivo del invasor, quien debía seguir sumido en el sueño al que había sido confinado años atrás. La misma Marin tenía sentimientos encontrados, no porque fuera su pupilo, sino porque Atenea en persona les había encomendado la protección de quienes siempre habían luchado a su lado.

La llegada del Sumo Sacerdote ocurrió en el mejor momento, cuando Marin lanzaba a Shaina palabras tan duras como ciertas, que con todo dudaba que la convencieran en tales circunstancias. Así acabaron las dudas, hasta que oyeron una voz conocida:

Shaina, Marin, necesito vuestra ayuda.

¿Akasha? ¿Qué haces tú en el campo de batalla?

¿Está Seiya contigo?

Mi maestro fue a ayudarlo. Debió retrasarse para ayudar a Kiki, pero confío en que llegó a tiempo. Es Ichi el que necesita ayuda, la ayuda de un dios.

Marin y Shaina se miraron, entendiendo a un mismo tiempo a lo que se refería. La Égida, el célebre escudo de Atenea capaz de repeler cualquier mal, uno de los invaluables tesoros que estaban protegiendo.

Eso…

Puedo mantenerlo con vida, aunque no quiera —cortó Akasha. A pesar de estar recurriendo a la telepatía, la voz de la aspirante sonaba tensa, al borde del llanto—. Pero yo no soy una diosa, no durará para siempre. ¡Por favor, ayudadme!

Sin esperar una respuesta, Akasha cortó la comunicación, quizás para dirigir todos sus esfuerzos a mantener a Ichi con vida.

De nuevo, las dudas asaltaron a Marin. ¿Debía sacar uno de los tesoros de Atenea del único lugar en el que estaban seguros, ahora que la diosa estaba ausente? Enfrentaban a un enemigo que bien podría estar buscando eso, así lo habían previsto desde que supieron que estaban siendo invadidos. En nombre del deber, debía negarse, no obstante, muchos buenos hombres habían cometido actos terribles por el Santuario en nombre del deber. Pensó más allá de eso, en qué querría la legítima dueña de la Égida que hiciera con ella, y obtuvo una respuesta. Para Atenea, sin lugar a dudas, salvar la vida de un santo tenía más peso que cualquier otra orden.

En cuanto hizo un gesto de asentimiento, Shaina partió, veloz como un rayo.

Desde la perspectiva del Sumo Sacerdote, el cosmos de Shaina y Marin se empequeñecía más y más conforme ascendían por la montaña. No creía que fuese porque se estuviesen debilitando, si bien al principio le pareció que las fuerzas de todos los santos presentes en el Santuario habían empezado a descender desde que Caronte extrajo la espada del cuerpo de Seiya. Era más bien como si una fuerza proveniente de todas direcciones estuviese causando interferencias, dificultando incluso a alguien como él sentir la presencia de quienes luchaban lejos.

Aquel acontecimiento, entendió tras un meticuloso estudio, era más intenso en los límites de una cúpula de tinieblas que no solo cubría el Santuario, sino también los alrededores. Si de verdad llegaba hasta Rodorio, tal y como el invasor presumía, no podía saberlo. No pudo más que encomendar a su capaz pupilo y Orestes, aquel aliado tan problemático que había decidido dejar atrás, las vidas de aquellos inocentes.

—Esfera de los Muertos, Plutón —dijo Caronte—. Donde la luz y la vida son negadas. Te doy la bienvenida a mis dominios, legatario de Nadie, primer líder del Santuario.

El aludido carraspeó, harto de aquella actitud tan condescendiente, decepcionado de sí mismo, por no haber podido frenar aquella distorsión del espacio-tiempo. Un mundo imponiéndose sobre otro, aislando al Santuario más de lo que nunca había estado. Aun consciente de que no se estaban moviendo a ningún lugar, sino que era Caronte quien lo traía hasta ellos, se seguía sintiendo como si el mundo entero estuviera cayendo por un abismo hacia el terrible Hades. Y él no podía hacer nada por evitarlo.

—Respiras —observó, de pronto, el líder del Santuario.

—Quiero respirar, comer y beber, eso no implica que lo necesite para vivir.

Siguió hablando, como de costumbre, señalándole que no debía verlo como un enemigo inmortal e imbatible, sino como un aliado invaluable. Por paradójico que sonara, cuanto más desesperada veía la situación, cuánto más claro tenía que era imposible que salvara al Santuario y quienes con valor y orgullo luchaban en su nombre, más claro tenía que tenía que hacerlo. El Sumo Sacerdote sonrió al cielo, no al que tenía encima, sino al que había más allá. Cuán retorcido era el humor de los dioses, que habían puesto sobre sus hombros el destino de la humanidad, si no es que el de toda la Creación, si las palabras del invasor eran ciertas. No, ellos no dejarían en manos como las suyas, que habían traicionado por igual a los hombres y los dioses, el destino de todo. Debía ser ella, Atenea, diosa de la guerra y la sabiduría, quien lo había previsto.

Tal vez el día en que ascendió al Olimpo, el día en que lo escogió a él, Kanon de Géminis, como el líder de todos sus fieles.

Notas del autor:

Seph Girl. Yo creo que ni los regalos de boda de Daenerys eran más grandes, la verdad, Ichi se portó como un campeón aquí.

En cualquier concurso descalificarían a este ejército enemigo, empezando por Caronte, pero esto no es un concurso, sino la vida de los santos de Atenea, dura, injusta y maloliente. Ellos tendrán que triunfar allá donde Ricardo no puede llegar.

Si tuviera que elegir una de esas dos opciones, diría que es valor lo que mueve a Ichi. Ese joven veterano resultó ser listo aquí, porque a falta del poder bruto de sus compañeros, buena es la inteligencia… Aunque justamente a él le tocó un enemigo que posee las dos cosas. ¿Ya dije que la vida de los santos de Atenea es injusta?

Nunca hay que perder la esperanza, lo sabía Seiya al entrar al Hades y lo sabía George Lucas al empezar a hacer sus películas. ¡Esperemos que el desconocido salve a Ichi!

Igualmente. ¡Muchas gracias por tus bueno deseos!

Felipe. ¡No se me había ocurrido esa descripción para el ejército más tramposo del planeta, pero es muy apropiada! Puedes asumir que lo digo cada que mencione lo mucho que apestan estos zombis armados con la muerte y acaso protegidos por ella.

Como alguien que escogió a los más insólitos héroes para esta parte de la historia, me deja muy contento que esté gustando esta parte. Como dices, y sin desmerecer el tremendo trabajo de los demás, a Ichi le tocó destacar en este capítulo. Es un tema muy interesante, el del veneno, y frente a Nachi y Ban, más que diseñar nuevas habilidades, me gusta pensar que llevé los recursos que ya tenía Ichi al siguiente nivel, en la línea de lo que ocurrió con los protagonistas, salvando distancias. En parte fue por ya haber escrito este capítulo, entre otros muchos, que te sugerí en Mito del Santuario que no cambiaras cierto gran momento del santo de Hidra, ¿lo recuerdas? ¡No puedo dar más detalles, so pena de destripar la historia a un potencial lector!

Se supone que la épica consiste en un héroe, o un grupo de héroes, luchando contra lo imposible bajo las más adversas condiciones, ¿no? Así nace esta legión de Aqueronte, tan llena de ventajas y de desventajas para lo que sea que enfrenten, una clase de enemigo un poco diferente a los guerreros sagrados, para poder narrar un tipo de batalla diferente a la usual. Para los santos de Atenea, es una amenaza que deben detener, pero he ahí un planteamiento interesante, ¿valoramos que ganen o que luchen a pesar de todo? Tú ya tienes tu respuesta y es una con la que coincido.

No me he centrado mucho en lo que hace June porque en su frente están muchos personajes. Sí que señalo que ella transmite a Docrates lo que los otros santos de Atenea van descubriendo, gracias a la red psíquica de Kiki.

Caronte debe ser uno de mis personajes más antiguos, incluso si la primera versión no era ni la sombra de lo que se convirtió. ¡Me encante que guste! Pero no te culparé por querer verlo derrotado, educado y todo, es un… ¿Cuál era la palabra que se repetía mucho en una tanda de Next Dimension? ¿Miserable?