Capítulo 9. La vida de un santo
La imitación de uno de los venenos más peligrosos que el mundo ha conocido, contenida por el poder de una niña de seis años. Al santo de Hidra todavía le quedaban fuerzas como para sonreír ante aquello. Akasha, con sus emociones ocultas tras la máscara, no solo retrasaba la muerte, sino que hacía todo lo posible por reducir al mínimo el dolor; se opondría al terrible hermano del Sueño si hacía falta, el tiempo suficiente para que la luz de la Égida pudiera arreglar las cosas.
Ichi lamentaba no poder compartir tales esperanzas, poco a poco se estaba dando cuenta de que el veneno era el menor de sus problemas. La lanza con la que fue herido, a pesar de que Akasha la destruyó casi de inmediato, le había afectado hasta lo más profundo del alma, como haciéndole una invitación a abandonar el cuerpo moribundo que la aprisionaba. ¿O tal vez una maldición? El arma de aquel soldado, más que la intención asesina hecha metal que había supuesto, parecía una mezcla de miedo a la muerte y envidia hacia los vivos. Sentirla en su pierna fue lo mismo que ver cómo la mayor parte de su fuerza vital escapaba con más rapidez que la sangre.
¿A qué podía recurrir, cuando el veneno corroía su cuerpo y esa fuerza, construida por las emociones de sus portadores, había quebrado su espíritu? Las aguas inmundas que la cubrían eran capaces de absorber el cosmos. En todo este tiempo, el río Aqueronte había tomado parte de las fuerzas de los santos para reconstruir una y otra vez a los soldados que estos destruían; no importaba que ahora todos lo supiesen, Nemea había liberado suficiente poder como para empachar incluso a toda una legión inmortal.
—Una forma sucia de hacer la guerra, pero eficaz.
Ante la sorpresa de Akasha, Ichi trató de levantarse, guardándose el dolor para sí. La pequeña le pedía que se detuviera, sin poder hacerlo ella misma sin descuidar todo lo que estaba reteniendo: los soldados, la vida de Ichi, y la estabilidad mental de un inconsciente Kiki, no muy lejos. Después de tres intentos fallidos, el santo de Hidra se conformó con estar sentado, maldiciendo interiormente su pierna destrozada. Pensó en sus más dormilones hermanos, seguro de que ellos habrían podido hacer más.
—¡Basta! –exclamó Akasha. No sonó como una petición, sino como la orden de un general, e Ichi sonrió por eso, poniendo sus manos sobre los hombros de la aspirante.
—Tenemos que hablar.
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En el mismo momento en que Akasha les hizo la petición, Shaina ya había decidido darle el sí. No había guardado silencio porque albergara las mismas dudas que Marin, sino porque se había dado cuenta de un terrible engaño.
Los soldados que enfrentaron, que vieron permanecer quietos durante minutos interminables, se habían marchado a Rodorio, arrastrando las aguas del Aqueronte del mismo modo que ocurría en otros lugares, con una pequeña diferencia. ¡Y vaya que lo era! Una capa más fina que el papel, como una película de sudor pasando por el suelo bajo sus botas, atravesando el templo de Aries y subiendo los peldaños que llevaban hasta el templo de Tauro, aunque sin duda no se quedarían allí. El Aqueronte estaba subiendo por la montaña sin que ellas siquiera se enteraran, como si el olor que hasta entonces había emanado de aquel río del infierno solo fuese una estratagema más. Un intento bien calculado de embotar los sentidos de los santos.
—¿Crees que somos estúpidos? ¡Pues te llevarás una sorpresa!
Los primeros tres templos del zodiaco los pasó en un abrir y cerrar de ojos, avanzando sin apenas observar cuanto la rodeaba. La vida de muchos, no solo la de Ichi, estaba en juego, era posible que el futuro del Santuario se decidiera en esa noche.
En Cáncer fue donde tuvo la primera sorpresa. Una horda del Aqueronte llenaba el interior del templo. ¿Los trescientos soldados a los que Ichi había sumido en un dolor inenarrable? No. Los que tenía enfrente eran distintos: en lugar de lanzas y espadas iban armados con mazas, cadenas, martillos y hachas de guerra.
No había que pensarlo mucho. El invasor había traído hasta allí a los soldados que había enviado en busca de los durmientes santos de Dragón, Cisne, Fénix y Andrómeda. Si podía hacer caso de las palabras de un enemigo, incluso uno tan presuntuoso, la legión de Aqueronte estaba compuesta por un total de diez mil soldados. Y solo había necesitado un tercio de semejante ejército para asediar el Santuario.
Sacudió la cabeza, alejando aquellos pensamientos inútiles. Tenía un objetivo, la cima de la montaña. Había obstáculos en medio, soldados inmortales que se regenerarían de cualquier herida, que podían decidir transformarse en una sustancia infernal capaz de absorberle el cosmos y que enarbolaban armas de probada letalidad, negras como la muerte que anunciaban. En una fracción de segundo, supo lo que tenía que hacer.
Los soldados saltaron sobre ella en cuanto la notaron, mucho más rápido de lo esperado. Sin embargo, Shaina logró evitar todos los ataques con notable facilidad, pasando a través del enemigo y prosiguiendo su ascenso. Tan veloz fue, que apenas pisando el templo de Leo, esquivando ataques a cada cual más rastrero, sintió cómo Marin dejaba fuera de combate a los enemigos que había dejado atrás.
—¡Resiste, Akasha! —exclamó a las puertas del templo de Virgo, donde no había espacio para atravesarlo sin lucha. Una muralla de escudos, más grandes, pesados y sólidos que los que ya había destruido, se le interponía—. ¡Juro que no fallaré!
Y con esa promesa volando junto al viento, se lanzó al ataque respaldada por una lluvia de relámpagos. El suelo retumbó bajo la sexta casa zodiacal, alumbrada por una luz cegadora que consumía por igual carne y metal hasta volverlos polvo. Todo enemigo, sin importar lo fuerte que fuese, cedió a la Garra del Trueno. Tal era la fuerza y la determinación de quien portaba el manto de Ofiuco.
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En cada generación, sin importar cuántos jóvenes acudieran al llamado del Santuario, menos de una centena eran ungidos con un poder sin parangón, siguiendo lo establecido por las estrellas. El resto, como Makoto y gran parte de los guardias y amazonas presentes en aquella batalla, quedaba atrás, vivía y moría entre la impotencia y la desesperación de no poder ayudar a sus compañeros, a sus amigos. Cuando el choque entre los dos ejércitos se dio, el de los vivos y el de los muertos, muchos pudieron ver en aquello algo más que una nueva batalla. Supieron, en el fondo, qué era lo que motivaba al enemigo a seguir luchando, qué representaban: miles de años de historia, incontables hombres ahogados en el fracaso, a la sombra de quienes sí podían luchar. Los santos de Atenea, legatarios de los héroes mitológicos.
Un soldado atacó el flanco izquierdo, el de Lobo. Makoto, que allí se hallaba, se alistó para desarmarlo, pero antes de que lo tuviera a su alcance una fuerza lo hizo volar por los aires, para luego hacerlo chocar con otros tres soldados que pretendían pasar la línea defensiva soltando. En un abrir y cerrar de ojos, cuatro enemigos habían caído.
No fue esa la primera vez que June intervenía. Si bien Geki y Nachi gozaban de una fuerza y una velocidad impropias de su rango, no podían contener por sí solos a más de tres mil soldados que se habían fortalecido a través de las batallas, mucho menos si tenían que preocuparse de no recibir ni un pequeño corte. Entre los soldados que se les escapaban, ella debía hacer una criba, pues estaban los que solo habían combatido a hombres comunes y quienes habían visto frustrados sus intentos frente a los santos. Estos últimos poseían una fuerza y resistencia que ningún hombre que desconociera el cosmos debería poseer, demasiada para que las hábiles amazonas y los guardias, aun aquellos que iban armados con las espadas de gammanium suministradas por Kiki, pudiesen derrotarlos en poco tiempo. Así, procuraba alejar a todos ellos del flanco izquierdo, sabiendo que en el derecho estaban los aspirantes.
Mientras Docrates arrojaba enormes rocas que arrancaba de las paredes, Llama las incendiaba y Agni las acompañaba con violentas ráfagas que creaba al golpear el aire, el santo de Oso luchaba a la antigua usanza. Si veinte soldados lo rodeaban, veinte cadáveres estarían en el suelo al siguiente segundo, la mayoría sin una mandíbula. Si se diera el caso en que igual número de enemigos se ponía en fila, la onda de choque resultante de un solo puñetazo dejaría un solo superviviente, si es que se podía considerar como tal a alguien con el estómago reventado. Geki no poseía una técnica vistosa como Nachi y Ban, mucho menos contaba con el veneno de Ichi, así que para compensarlo había desarrollado su fuerza al máximo, luchando en todos los sentidos como los santos de la era mitológica, antes de que se desarrollase técnica alguna.
Claro que no por eso él, ni los aspirantes que lo imitaban, dando golpes a diestro y siniestro a los soldados ya desprotegidos tras la lluvia de rocas incendiadas y violentas ráfagas, hicieron ascos a los guardias que los respaldaban, espada en ristre.
La inspiración de Makoto no estaba en ese lado de la batalla. Por supuesto que admiró la fuerza de aquellos hombres y hasta envidió la forma en que los dos aspirantes apoyaban a Docrates, caballeros negros reformados, usando la furia de los elementos. Sin embargo, él no podía dejar de mirar la forma en que las amazonas lograban incontables victorias a punta de habilidad. Lanzaban pocos golpes, los indispensables, de una forma tan precisa que incluso sin pretenderlo empezó a imitar. Entre puñetazo y puñetazo, a veces contra enemigos tan duros como planchas de acero, empezó a apuntar a la yugular, los ojos e incluso una vez llegó a patear la entrepierna de uno que estaba a punto de atacar a Geist por la espalda.
—Eso ha sido extraño. ¡Gracias!
—¡Espero poder avergonzarme de esto pronto!
Y siguieron luchando, tratando de mantener la posición. Al principio fue posible, pues la legión de Aqueronte atacaba unida, soportando así cualquier ataque sin que ni siquiera los santos pudieran atravesarla. Sin embargo, llegó un momento en que los soldados, si no es que la fuerza que los dirigía, se dio cuenta de que solo un puñado de los hombres que enfrentaban eran de verdad un problema. Desde ese momento, los enemigos empezaron a deshacerse antes de que alguno de los santos los hiciera trizas, para luego aparecer a las espaldas de los combatientes menos peligrosos.
Ni siquiera June pudo evitar lo que ocurrió entonces, pudiendo solo salvar a quienes tenía más cerca. Aun Nachi, que atosigando como un lobo hambriento al ejército enemigo se había colocado en su retaguardia, quedó impotente al ver cómo pese a todos los esfuerzos de los vivos, uno tras otro, fuera hombre, amazona u aspirante, iban recibiendo terribles heridas y aun más odiosos rasguños, por ser aquellos igual de letales. El santo de Lobo oyó los alaridos del inconsciente de Docrates, que cargaba contra quienes herían a sus subordinados solo para verse empapado de las aguas del Aqueronte. Era un desastre, debía intervenir.
—Si tú tienes Nemea, Ban, yo tengo La Jauría —susurró, recordando una conversación con el santo de León Menor antes de tanta locura. Incluso Azrael no había partido todavía a Reina Muerte, pues recordaba que al escuchar el nombre de la técnica, del que tan orgulloso se sentía, le preguntó por qué no era La Manada—. ¡Tantos idiotas de los que cuidar en este Santuario! ¡Despierta de una vez, Seiya! ¡Despertad todos!
En el espacio de un instante, rompió sus límites una vez más, tal y como había hecho en la batalla del cementerio, y avanzó a toda prisa hacia las desiguales batallas del frente. Con cada paso que daba, frente a los rostros inexpresivos de los soldados, una nueva imagen de sí mismo era creada, en apariencia una ilusión hasta que demostraba poder dar muerte a cualquier oponente que tuviera cerca. Pronto, un ejército de un solo hombre acudió en auxilio de los vivos, salvando a decenas de una muerte segura, eliminando a los enemigos no solo antes de que alcanzaran a un aliado, sino que también se adelantaba a aquella táctica rastrera de morir y revivir en otro lugar.
Ni una gota del río Aqueronte le tocó en ningún momento, no era posible alcanzarle ahora, pues honrando la técnica de su fallecido maestro, Nachi estaba dando el mejor uso posible a su velocidad, comparable a la de los santos de plata. Estaba, en cierta forma, en una dimensión diferente a la del resto, como si el tiempo fluyera más despacio. Vio a Geki reventar la cabeza de un soldado que venía desde el suelo de un golpe de codo, para luego mandar a volar cien metros a otro de una cachetada. Creyó ver a June en los hombres que volaban y eran enterrados en la pared, no muy lejos de donde Makoto y Geist, espalda contra espalda, luchaban sin descanso contra nada menos que una docena de enemigos. Y por encima de todo, contempló a los que ya habían sido heridos, los que no podía salvar, primero con impotencia, luego con admiración. ¡Cómo luchaban aquellos condenados! Corriendo los riesgos que ni un santo podía permitirse, realizando acciones tan temerarias que aun Docrates los tacharía de locos. Sin arrepentimientos ni odios hacia quienes se habían salvado, todos ellos luchaban hasta el último aliento, no solo por Atenea, sino también para asegurar la evacuación de sus seres queridos, allá en Rodorio.
En nombre de ellos, Nachi decidió que no dejaría a nadie más morir.
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En el escalonado sendero hacia el templo del Sumo Sacerdote, Shaina había dejado de percibir el cosmos de Marin. Si mirase atrás, apenas se encontraría con una imagen borrosa de la duodécima casa zodiacal, más allá de la cual solo había una oscuridad insondable que de forma paulatina se adueñaba de gran parte del Santuario. Sin embargo, ella no volteó, siguió de frente, ni siquiera al oír arcos tensándose a lo lejos dejó de correr, sino más bien recorrió lo que le quedaba de camino de un gran salto.
Un nuevo tipo de soldados estaba preparando una lluvia de flechas de punta negra. En medio del aire, vulnerable, no quiso dedicar un solo segundo a pensar en que la guardia del Santuario jamás había usado el arco, la ballesta o cualquier tipo de proyectil. Cayó sin pensar sobre uno de los arqueros, pulverizándolo, y luego mandó al resto montaña abajo con una serie de patadas, despejando el patio que se extendía a la entrada del templo. El portón de este, hecho para que aun a los descendientes de gigantes que se unieron a las filas del Santuario durante era mitológica pudieran pasar, estaba abierto de par en par, pero el río Aqueronte se desviaba como si no fuera así.
—Hay cosas que ni siquiera tú te atreves a mancillar, ¿eh? —dijo Shaina, casi creyéndose semejante idea. El río Aqueronte no entraba en el templo porque ya había cruzado la montaña del único modo permitido por Atenea. Ahora, sin limitantes, ascendía a través de las paredes del edificio, cubriéndolo hasta el techo de aquel tono amarillento e inmundo olor—. ¡No dejaré que te salgas con la tuya!
Después de atravesar el templo, por supuesto vacío, miró primero hacia atrás. Treinta arqueros le dispararon en ese mismo instante, solo para ver cómo sus saetas de muerte se rompían a pocos metros de donde se encontraba.
Había llegado a tiempo. Enfrente, una estatua de Atenea, en realidad el divino manto que aquella portaba cuando enfrentaba a sus pares, señoreaba el Santuario desde la cima. Y a los pies de la pétrea efigie de la diosa estaban sus tesoros, Niké y la Égida, que en esa época habían adoptado la forma de un báculo y un escudo. ¿Cuántos soldados enemigos no habían querido robarlos, siendo desintegrados al hacer contacto con la barrera que en conjunto habían levantado alrededor? Muchos, sin duda. Pensar en ello hizo que Shaina titubeara. Si removía el escudo de donde estaba, dejaría de estar seguro, las dudas que no había tenido a los pies de la montaña le vinieron ahora, en la cima, pues el templo del Sumo Sacerdote estaba ahora lleno de incontables soldados deseando apropiarse de aquellos tesoros. El auténtico objetivo de Caronte.
Ese minuto de duda, determinó el curso de la batalla.
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Akasha había escuchado las palabras de Ichi al mismo tiempo que la presencia de Marin y Shaina desaparecía. Si bien esto era debido a la manifestación de la Esfera de Plutón, la pequeña solo podía pensar en la peor situación posible. Y eso hacía que la explicación de Ichi fuera todavía más terrible.
—Hay ocasiones en las que un hombre debe morir, para que otros sobrevivan.
—Eso está mal —aseguró la pequeña, dolida de ver una sonrisa tan amarga y resignada en Ichi—. Solo es una excusa para restar importancia a la vida de los demás.
—Ese Azrael, siempre enseñándote frases difíciles. Un momento, ¿estás llorando?
—No. No lloro, porque sé que te vas a salvar. ¡Todos se van a salvar!
—Eso está bien. ¿Sabes? Conocí la última reencarnación de Atenea, Saori Kido. No como Seiya y los demás, claro. No, yo, Nachi, Ban y Geki, solíamos ver desde lejos, impotentes, cómo sufría por cada vida perdida en la batalla, la tristeza que le provocaba tener que involucrarnos en un conflicto tras otro. Ser la diosa de la guerra no la convirtió en una amante de esta, sin embargo, estaba preparada para defender, para salvar no solo a la indefensa humanidad, sino también a los santos que luchábamos en su nombre. Esta verdad fue siempre fuente de nuestra mayor alegría y tristeza.
—¿Atenea se preocupaba por vosotros?
—Sí, sufriendo por ello. Y si hay algo que ningún santo quiere es hacer mayor ese sufrimiento. Sin embargo —añadió Ichi, adelantándose a la interrupción de Akasha—, a veces lo hacemos, porque no podemos dejar de luchar y sacrificarnos, incluso si ella misma nos lo ordena. Nos atrevemos a provocar ese terrible dolor porque queremos evitar uno más grande. Así es como vivimos los santos. No, así es como viven todos los que luchamos en nombre de Atenea.
—Porque luchamos por lo mismo. Diosa y hombre, por el bien de la humanidad —susurró Akasha, cabizbaja.
—¡Hagamos una cosa! —exclamó Ichi de repente, formando la mejor de las sonrisas. Incluso en aquel momento, le ayudó a pensar que ese gesto asustaría un niño—. A partir de este momento, no solo serás tú, sino también yo. ¡Así mi partida no será tan dura! Y tú, pequeña, no podrás morir nunca, porque serás dos en una.
Las últimas palabras podían no tener sentido, hasta parecer la última broma de un bromista incorregible, en especial con la seriedad más bien cómica que Ichi manifestaba en su rostro aguileño. Sin embargo, Akasha vio algo más en ellas, en la sonrisa del santo que mostraba todos sus dientes, en los ojos que no lloraban, ni tampoco temblaban. Quedó conmovida por la valentía de aquel santo, por todos sus esfuerzos de tranquilizar el corazón de una niña aprisionada por su propia impotencia.
Decidió dejarlo marchar.
—Recuerda que ya no puedes morir. ¡Dos en una! —repitió, cómplice. Antes de levantarse, se permitió acariciar los cabellos de la pequeña una última vez.
El veneno lo golpeó como infinitas agujas por todo el cuerpo, como una espada ardiente que le hubiese atravesado el estómago e incinerado sus entrañas. Las aguas del Aqueronte devoraban el cosmos de Ichi, quien debía recurrir a aquel viejo compañero para poder levantarse. En la herida de lanza en la pierna, su espíritu luchaba por derramarse como el agua que sale por una tubería rota. Sí, estaba roto por dentro, pero aún no podía morir. Dio la vuelta para que Akasha no siguiera contemplándole y empezó a andar, callando el dolor que le quemaba las entrañas.
Cada paso se sintió como morir. Como si estuviese hecho de cristal y se hubiese roto en mil pedazos, solo para recordar después que no podía romperse, pues no estaba hecho de cristal. No se detuvo por eso, no podía, incluso si el colofón de su triste vida como santo era morir lejos de la niña que no quería que muriera, cumpliría con ello.
—No llores más por mí, pequeña. Hiciste lo correcto.
Ichi quiso articular esas palabras, incluso movió los labios, sin emitir ningún sonido. En la oscuridad, ya lejos de la mirada de Akasha, el cuerpo del santo de Hidra colapsó.
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—¿No? —repitió Caronte al escuchar la respuesta del Sumo Sacerdote. Había guardado la espada invisible tras su chaqueta, en una vaina hecha de sombras.
—Nuestra lealtad solo se la debemos a una entre los inmortales. No nos aliaremos con el dios de Orestes de Micenas, ni con los tuyos.
—Una promesa de neutralidad no basta. La guerra entre el Olimpo y el Hijo no permitió la existencia de terceros, todos debieron elegir un bando y lo volverán hacer. Os estoy ofreciendo la oportunidad de poner fin a una guerra por mucho peor que esta escaramuza. ¿Eres consciente de tu petición?
—Soy consciente de que has sido derrotado —afirmó el Sumo Sacerdote—. Si yo puedo verlo a pesar de que tu Esfera de Plutón enturbia mis sentidos, sospecho que para ti será fácil ver lo que está ocurriendo.
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La batalla por Rodorio se encrudecía minuto a minuto. Reducidas las fuerzas del bando de los vivos, varios soldados llegaron hasta la pendiente. Docrates, desoyendo los avisos de Nachi, presente en todo el campo de batalla como una manada de cien lobos implacables, cargó hacia ellos, juntando las manos y liberando en ellas toda su cólera.
—¡Adónde vais, gusanos, estoy aquí! —gritó antes de azotar la tierra con todas sus fuerzas. Bajo los puños del capitán de la guardia, el suelo tembló con violencia, estallando incluso antes de que los soldados pudieran mirar hacia atrás. La pendiente, única salida del valle que Nachi y Geki habían creado, fue destruida como efecto colateral, enterrando a no menos de cien soldados bajo una avalancha de rocas.
El problema era que enfrentaban a más de tres mil, todos ellos más fuertes que nunca y con una capacidad de regeneración cada vez más rápida, al punto de que muchos duraban a lo sumo cinco segundos muertos. No había lugar para el descanso, los chistes y los alardes, solo lucha sobre un suelo en el que las aguas del río Aqueronte empezaban a hacerse notar, llenadas ya las aberturas creadas por Nachi.
En el último minuto, una explosión atronadora devastó la parte de la legión que permanecía unida, tratando de pasar por encima del muro inamovible que era Geki. Se trataba de Ban, quien llevaba cargando aquel Bombardeo desde que partió del cementerio. Ambos santos asintieron, reconociendo que no era el momento para saludos ni bienvenidas, y marcharon en busca de más enemigos. Aquella inesperada llegada alivió los corazones de muchos y añadió una nueva carga a los hombros de Nachi. El santo de Lobo ya no solo cuidaba las espaldas de quienes no llevaban un manto sagrado, sino también las de sus pares. Nadie más caería mientras él estuviera en pie.
Tras tres segundos de inconsciencia, Makoto abrió los ojos, dando gracias a los dioses. Le costó recordar cómo había acabado en el suelo, solo ver resquicios de hueso en sus nudillos descarnados le dio la idea de que fue para derribar a un enemigo. Descartando la incógnita para después, se levantó, no sin grandes dificultades. De repente se sentía pesado, como cuando debía subir empinadas colinas cargando sacos llenos de rocas durante el entrenamiento, solo que entonces era un niño. Ahora no lo era.
Un soldado vino a por él, tal como al principio de la batalla. Se preparó para desarmarlo, se vio a sí mismo derribándolo en un abrir y cerrar de ojos, como siempre, una imagen mental perfecta que los músculos no quisieron ejecutar bien. La lanza del enemigo estaba ya un metro cuando él apenas había alzado los brazos; Geist, a diez metros de distancia, quiso socorrerlo y se le interpuso un trío de enemigos.
—Qué forma tan ridícula de morir —dijo, y se sorprendió de inmediato al escuchar su propia voz, por débil que sonase. Miró al soldado que tan cerca estuvo de matarlo en el suelo y se preguntó si lo había hecho él—. Imposible.
El soldado se había caído solo.
Nadie podía explicárselo. Guardias, amazonas y aspirantes miraban a los santos, tan atónitos como ellos. Habían visto a aquellos miles de soldados reformarse una y otra vez, incluso se habían dado casos en los que las cabezas y los brazos cortados volvían a crecer en un momento, y ahora los que no caían de rodillas, temblorosos, se arrojaban al suelo y rodaban de un lado a otro, tal vez buscando consuelo en las nauseabundas aguas del Aqueronte, ahora de un claro color violeta.
—No me lo puedo creer —dijo Nachi, a lo que siguieron expresiones similares de Geki, June y Ban. Todos reconocían un cosmos familiar en el río Aqueronte—. ¿Ichi?
Era difícil de percibir. Una imagen espectral del hombre que fue, caminando con teatralidad entre los derrotados enemigos. Si fue posible reconocerlo fue porque el espíritu de Hidra lo protegía, adoptando la forma de su manto sagrado.
—¡Si dijo que no podías envenenar el río! —dijo Nachi, evocando las palabras de Caronte—. Un mentiroso astuto, pero quien enfrenta a una serpiente…
Las entusiastas conclusiones de Nachi fueron negadas por Ichi, que gesticuló con el dedo y la cabeza. La figura espectral danzaba entre los soldados, antes un ejército imbatible y ahora proyectos de cadáveres y suicidas. Consumidos por el dolor, quienes no trataban en vano de quitarse la vida, se deshacían para volver al río Aqueronte y renacer en un cuerpo sano. Inútil, el veneno no estaba en ellos; todo lo que emergía de las aguas infernales lo hacía cargado del mismo mal, que no provocaba daño alguno al río, pero sí a unos cuerpos que eran construidos para parecer vivos.
En las sucesivas batallas, todos los miembros de la legión de Aqueronte se habían fortalecido y muchos se levantaron a pesar del dolor. La mayoría trató de seguir luchando, y si la torpeza de un hombre enfermo y al borde de la muerte no era bastante lamentable de ver, sí que lo era el que trataran de cortar la fantasmagórica imagen de Ichi, sonriente, burlesco e intangible. Algunos saltaban al cielo para huir del dolor. El cosmos de Ichi formó entonces desde la superficie nueve serpientes de hasta sesenta metros de largo, las cuales atrapaban a los soldados en el aire tan rápido que incluso a Nachi le costaba seguirlas. En los colmillos de las víboras, tan blancos como las garras retráctiles del santo de Hidra, los soldados conocieron un dolor inenarrable antes de volver al suelo, triturados una y otra vez sin poder oponer resistencia.
—Esta es la auténtica Maldición de Lerna —dijo Geki.
—Ahora solo nos queda uno —dijo Nachi, lanzando una mirada cómplice a sus compañeros. Para entonces, la oscuridad se estaba adueñando también de aquel lugar.
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—¿Cómo puede un veneno alcanzar al mundo de los muertos? —dijo Caronte, con más asombro que preocupación—. Es como querer destruir un espíritu a pedradas.
—Tú mismo le diste la pista que necesitaba —dijo el Sumo Sacerdote—. Ichi de Hidra, cómo te hemos subestimado. Tú, que dependías de tu manto sagrado más que ningún otro santo, estudiaste en secreto el veneno oculto en los Colmillos de Hidra, no solo para convertirlo en un gas letal, sino para poder reproducirlo algún día.
—Eso es imposible.
—El trabajo de un santo es hacer posible lo imposible. Se envenenó a sí mismo para poder matarte, ese fue el último paso que necesitó dar. Cuerpo, alma y mente son uno en el cosmos, el mismo cosmos que el río Aqueronte bebió sediento por orden tuya, ¡el alma de un santo de Atenea, incapaz de rendirse aun ante el mismo Hades!
—Así que se dejó atrapar por el río Aqueronte a propósito —entendió Caronte, admirado por el arrojo del santo de Hidra—. ¡Es verdad que solo a los dioses se les permite ser infalibles! Sin embargo, nada ha cambiado.
—Sí —admitió el Sumo Sacerdote—. Somos seres humanos, mortales. Necesitamos respirar para vivir y el oxígeno se está agotando. Sé lo que significa: tenemos un tiempo limitado para destruir al enemigo.
—Está bien, así debe ser. Sin embargo, mi muerte no tiene por qué impedir una alianza entre el Olimpo y el Santuario. No soy irremplazable en el gran esquema de las cosas. Ten eso en mente —pidió Caronte—. En cuanto a lo de destruirme, debería ser una tarea sencilla para quienes han desafiado a los dioses. Solo tienes que lograrlo.
Dejó caer los brazos a los costados. Una sustancia azul podía verse en la mano izquierda, rodeada de vapores fríos, mientras que en la derecha brillaba un líquido del color del fuego. Sin adaptar postura de combate alguna, esbozó una sonrisa que contrastaba con todos los esfuerzos que había realizado para evitar ese resultado. El Sumo Sacerdote no se creía capaz de sonreír ya de ese modo. Con el convencimiento de quien cree estar en lo correcto, la malicia de quien se ha librado de toda consideración y el deseo oscuro del que solo vive para combatir. La falsa sonrisa de un demonio.
—Muchos vienen hasta aquí, dispuestos a dedicar cada segundo que les quede de vida para enfrentar al culpable de esta invasión. Están determinados a destruirte, y no es sabio subestimar la determinación de un santo de Atenea —advirtió el Sumo Sacerdote, envuelto en un aura del color del sol—. Deseo terminar esto antes de su llegada. Si la inmortalidad es tu fortaleza, ¡te arrojaré a las tinieblas del Tártaro!
Notas del autor:
Shadir. Han sido fechas complicadas, yo entiendo, pero es bueno verte por aquí de nuevo. No tardarás mucho en conocer la identidad del invasor, un par de capítulos. Curioso que lo hayas relacionado con el Judío Errante.
Si tan solo el Santuario tuviera la experiencia de Rick en estas guerras eternas… ¡La batalla de los vivos y los muertos comienza!
La legión de Aqueronte es el ejército más tramposo que existe. Números, regeneración, armas de muerte instantánea… ¡Lo tienen todo, esas hordas de muertos! Por suerte, los vivos tienen a los santos de Atenea y Azrael, creativo para unos, loco para el resto.
Puedo imaginarme a Ban de León Menor rechazando propuestas de otros gobiernos para resolver sus guerras, pero no una sonrisa en la cara del equipo de barrenderos.
¿Qué sería de las historias del estilo de Saint Seiya sin ese cliffhanger típico? Aunque sea de los que tardan mucho en explicar según qué cosas, pronto sabrás de quién se trata este nuevo personaje. En cuanto la batalla, ¿qué decir? Kiki e Ichi se han portado como auténticos campeones de la vida, pero enfrentan a un enemigo fuerte y tramposo.
Ulti_SG. ¿Empieza a ser complicado re-nombrar los capítulos?
Poco a poco vamos descubriendo ese legendario Top 5, del que Akasha fue la gran sorpresa justamente por su personalidad que vamos descubriendo. Ora de boca de otros personajes como Kiki y Nachi, ora de ella misma, hablando con Ichi.
¿Juego de eliminación como descubrir que el Patriarca al que todos respetamos pasó la Guerra Santa anterior anclado a su templo mientras todo se cocía más allá? Esperemos que este Patriarca haga bien las cosas. Como mínimo, no es otro Zeta de la vida, sobreviviendo a la Guerra Santa tan solo porque se quedó bajo el cadáver de un enemigo mientras todos los demás morían alrededor.
Sí que se la tenían jurada a Seiya, ¿no? A los otros cuatro, una maldición, a él dos, por si acaso. Leyéndote Caronte parece la clase de persona que entra a tu casa, mata a toda tu familia y luego te dice que es tu culpa por no estar a la hora acordada para formar la patrulla vecinal. Si hay un premio mundial a la diplomacia, no se lo darán a él, desde luego. El Olimpo necesita mejores empleados, si es que podemos confiar en Caronte. ¿Podemos, con ese complejo de reloj humano? ¡A sacar las calculadoras y ver si los próximos acontecimientos ocupan esos supuestos cinco minutos!
Sobrevivir a esta noche debe de ser un parte-aguas para los acontecimientos que acontecerán el día de mañana, ¡si es que hay un mañana, para empezar!
