Capítulo 10. Aqueronte
A la luz de la barrera que rodeaba a Shaina y los tesoros de Atenea, un faro solitario en la oscuridad ilimitada de Plutón, las aguas del Aqueronte empezaron a aglutinarse, inundando el interior del templo papal. Como un géiser, el río ascendió hasta las alturas arrastrando a todos los soldados que había en rededor y otros muchos que debían hallarse a lo largo de la montaña, los cuales se amontonaron en el extremo superior, chocando unos con otros y dando forma a la palma y el dorso de una enorme mano. Allí, los cuerpos se retorcieron todavía más, y a la vez que se oía el crujir de un millar de huesos, cinco ramificaciones surgieron a modo de dedos, a cuyas puntas fueron a parar todas las armas de la legión.
Una vez formada, la mano se cerró en un puño que de inmediato bajó hasta la barrera, siendo repelida sin causar la menor mella en esta. Volvió a golpear tres veces más, con la palma abierta, con el canto y con los dedos, más bien garras maltrechas, formadas por mazos, hachas, martillos y otras herramientas de muerte que tenía en las puntas. Todos fueron inútiles, el último intento incluso provocó la inmediata destrucción de las armas contra la irrompible barrera. La mano se elevó, agarrando impulso; de nuevo se oyeron huesos crujir, así como gritos de dolor, que se materializaron en una infinidad de picos negros sobre cada uno de los cinco dedos. Con tales armas, volvió a descender. Fracasó.
Shaina, desconociendo los últimos acontecimientos, vio con extrañeza a aquel nuevo enemigo, cubierto de aguas ya no del acostumbrado tono amarillento, sino de un color violeta que de algún modo le resultaba familiar. No tuvo demasiado tiempo para hacerse preguntas, pues al sexto intento, la mano dejó de intentar derribar la barrera de un solo golpe, atacándola con cada dedo, en un constante tamborileo donde los picos negros se rompían una y otra vez, solo para renacer a costa del dolor que extraía de los soldados, un lamentable coro de hombres condenados a un sufrimiento eterno. Incluso ellos habían sido presa de la Maldición de Lerna.
El sonido de una ola chocando contra el templo se unió al insólito concierto del averno, trayendo a más y más soldados, miles de ellos. Como los anteriores, fueron arrastrados sin piedad por el Aqueronte hacia la masa de soldados, hinchando el brazo y añadiendo nuevas armas a los dedos, lanzas y espadas negras que terminaron adoptando la forma de alargadas garras. Enseguida dejaron de caber cuerpos y las aguas del infierno empezaron a desbordarse, derramándose a un lado solo para elevarse después formando una cabeza. Para entonces, el tamborileo ya suponía más de un millar de golpes por segundo sobre la barrera, y era evidente que aquel nuevo enemigo se fortalecería más y más cada vez. Shaina dio un paso al frente, lista para la batalla.
—No —dijo Shaina, percibiendo con asombro al invasor, Caronte, a los pies del colosal ente hecho de cadáveres—. ¡No caeré en tu juego!
A la derecha del brazo, los soldados sobrantes se fueron amontonando hasta formar los rasgos de un rostro humano. Cuerpos estirados hasta la rotura de los huesos se movían en leves balanceos, aparentando ser cejas sobre las cuencas vacías y labios para una boca siempre cerrada. Una montaña de cadáveres hacía las veces de nariz, mientras que otra servía como barbilla. La mayor parte de la cara, sin embargo, estaba conformada por aquellas aguas violetas, incluidas las sienes, alrededor de las cuales no dejaban de caer columnas de soldados, como si fueran las hebras del cabello de un anciano. Y vaya que lo simulaban bien aquellos cuerpos, pálidos y enfermizos, al haberlos abandonado ya las armaduras y ropas que los protegían. Todas ellas habían estallado a la vez, transformándose en diminutos fragmentos que luego se concentraron sobre el amplio pecho del ente, formando un peto que ahogaba los lamentos de aquel ejército torturado. Y así como el pecho se veía cubierto por una armadura negra, miles de escudos se encadenaron sobre el brazo hasta la mano, que no cesaba el ataque ni un segundo.
Shaina estaba convencida de que semejante abominación no podría romper la barrera que protegía los tesoros de Atenea, sin importar cuántas puntas añadiera a aquellos dedos. Un ente hecho de cuerpos que mueren y reviven con tan pasmosa facilidad era tan vulnerable como una gran estructura de cimientos débiles. Sin embargo, sentía que eso no sería así siempre, que bajo el brazal hecho de escudos y el peto, los miles de soldados se harían un solo y terrible ser. Uno que nacería desde el dolor de los hombres. Debía hallar la forma de actuar sin caer por ello en el juego del invasor.
—Quiere que saque la Égida —susurró. Ya no podía ver a Caronte, pero sabía que estaba allí, esperando—. Quiere que le ahorre el trabajo.
Mientras pronunciaba esas palabras, más para tranquilizar a su impetuoso espíritu que porque pretendiera que alguien la oyese, notó que solo su voz resonaba en el lugar. Ya no oía los lamentos de la legión de Aqueronte, incluso los dedos del ente dejaron de picotear la barrera durante sesenta segundos exactos. En ese tiempo, con una exasperante lentitud, el ente fue abriendo la boca, mostrando un vórtice de oscuridad insondable a la vez que el centenar de cuerpos que hacía de labios bajaban hasta la barbilla, como una larga barba. Y entonces, cinco mil voces gritaron al unísono, golpeando la barrera con un sonido a la vez humano y monstruoso.
Para sorpresa de Shaina, dolorida pese a haberse tapado los oídos, la abominación atravesó el campo protector sin problemas, como si pasara a través de una cascada.
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Que las aguas del Aqueronte se retiraran fue visto como un buen augurio por los defensores de Rodorio. En especial, los guardias, amazonas y aspirantes supervivientes, agotados tras la intensa batalla, sintieron tal alivio que ni siquiera se molestaron en ocultarlo, accediendo sin rechistar a las órdenes de retirada que recibieron.
Fue apenas en ese momento que Icario regresó, acompañado por los miembros del batallón de aspirantes que se había llevado para cazar soldados rezagados. Según dijo, no habían sufrido ni una sola baja y habían logrado contener al enemigo hasta el último momento, cuando los soldados empezaron a desaparecer tras varios minutos de inexplicable tormento. Luego había querido mandar a Rodorio a los jóvenes aspirantes y a los guardias sobre los que mandaba, pero la oscuridad hacía imposible encontrar el camino de vuelta. Además, Helena, en quien Geist había confiado el mando de treinta amazonas, se negaba en rotundo a abandonar su puesto sin una orden.
—¿Y por eso has venido aquí con el rabo entre las piernas? —dijo Docrates a viva voz, pues Icario y los demás se hallaban en lo alto de la pendiente que él mismo había hecho trizas en la batalla—. ¿Qué esperas? ¿Qué te agarre de la mano todo el viaje como si fueras un bebé? ¡Desde luego, con esa cara arrugada cualquiera lo creería!
—Espera que seas sincero y le digas que te alegras de que todos estén bien —dijo Geist.
—No vayas con aires de grandeza, que a tus amazonas también les asusta la oscuridad.
—Creo que esta oscuridad nos asusta a todos.
—Te tendré que dar la razón en eso.
Ante semejante remate de la conversación, Icario silbó, sorprendido. Mucho había tenido que pasar en aquella batalla para que Docrates dejara de lado el orgullo. Fuera como fuese, no era el momento de hacer preguntas. En medio de la oscuridad, incluso si el enemigo que enfrentaron no hacía prisioneros ni dejaba heridos, sin duda habría gente demasiado agotada como para usar de camino un montón de rocas. Dio órdenes a Spartan y Rudra para que elevaran mediante telequinesis a los que estuvieran en peor situación, mientras que Cristal se encargaría de crear hielo sobre la pendiente destrozada hasta aplanarla. Los demás —Leda, Spica y un turbio sujeto de nombre Arachne—, permanecerían a la expectativa, por si el enemigo volvía a atacar.
—¡Qué desconfiado eres, abuelo! —gritó Docrates, sacándole una sonrisa.
Los santos se habían marchado mucho antes, cruzando con decisión el valle sin poder detectar ni una gota del Aqueronte, ni un rastro de los soldados inmortales. June, ya lejos del campo de visión de los hombres a los que ayudó desde las sombras, era de nuevo visible y, lo más extraño de todo, llevaba la delantera a los otros tres.
—Seguid adelante —dijo Ban, frenando en seco y agarrando el brazo de un sorprendido Nachi—. Nosotros os seguiremos después.
En otras circunstancias, los santos de Oso y Camaleón hubiesen hecho preguntas. Es decir, si el responsable de todo cuanto había pasado no estuviera todavía en el Santuario. Geki y June retomaron la marcha, tal y como Ban esperaba.
—¿Qué estás haciendo? —exclamó Nachi—. ¡Suéltame!
—¿Cuántas veces te han dado?
—¿Qué?
—¿Cuántas veces te han dado? —repitió Ban, elevando la voz. Nunca había tenido mucho tacto y ese día no fue la excepción. Soltó a Nachi de tal forma que este cayó al suelo, donde gritó de dolor—. Por todos los dioses.
—Diez —confesó el santo de Lobo—. Puede que veinte. Sí, creo que veinte. Rasguños, picotazos, un mosquito me haría más daño si me pillara dormido.
—¡Nosotros descubrimos que incluso un rasguño es letal!
Como solo le ocurría en batalla, la rabia ascendió desde sus entrañas hasta la garganta, insistente en soltar bramidos de fiera a través de la boca de un hombre. La cabeza le dolía, los ojos le ardían. ¿Cómo podía haber sucedido esto?
—Tienes una hija, Ban —dijo Nachi mientras se ponía de pie, no sin dificultad—. No puedes seguir yendo a la batalla a lo loco, tienes que cuidarte más. Ya hiciste suficiente en el cementerio. ¿Por qué viniste?
—Porque sabía que te empeñarías en proteger a todos con tu dichosa técnica, La Manada —respondió Ban, haciendo un gruñido cuando Nachi quiso corregirlo—. ¡Como sea que se llame! Tienes estómago para mutilar cadáveres, no para aceptar que la gente muere en la guerra. No viste el mismo infierno que yo.
—Vi el mismo infierno que tú, amigo. Y lo veré de nuevo.
—No.
—Estoy resignado a morir —insistió Nachi, a sabiendas de que estaba siendo cruel—. Si Ichi no fue un cobarde, yo tampoco lo seré. Solo tengo algo más que hacer aquí, arrancarte la promesa de que aprenderás a cuidarte.
Señaló hacia el cuello de Ban, morado a la altura de la nuez. Era uno de los puntos que más veces había golpeado la horda del Aqueronte en la batalla del cementerio.
—No puede ser, Nemea…
—Retrasó el día de tu muerte, amigo. ¿Cuánto? No lo sé. Un año, diez, puede que llegues a los cien y te conviertas en un abuelo adorable. Eres muy lento Ban, ni siquiera muriendo ahora mismo llegarías a la fiesta que pienso montar cuando llegue al Hades. ¡Ese rey de pacotilla no va a volver a dormir en toda la eternidad!
Ban no salía de su asombro. ¿Cómo podía Nachi bromear en ese estado, apenas pudiendo mantenerse en pie gracias al cosmos? Estaba preparando una buena reprimenda cuando oyeron el inconfundible sonido de un derrumbe.
Lo que quedaba del bosquecillo frente a la entrada del Santuario quedó aplastado por la ladera de la montaña, derrumbada por una fuerza de la naturaleza hecha hombre. Jaki emergió en medio de ese caos, agarrando a June del cuello.
—No eres ella —gritó el último soldado del Aqueronte, libre del yugo del río y el veneno de Ichi—. ¡No eres ella!
A unos pocos segundos de la asfixia, June pudo librarse gracias a una oportuna intervención del santo de Oso, que embistió a Jaki en el estómago con toda la fuerza que poseía. Sin embargo, no mucho más pudo lograr; antes de poder dar un salto hacia atrás y asegurar que la enmascarada tomara distancia, aquel enorme y salvaje hombre lo mandó a volar de un puñetazo. El yelmo del santo estalló en mil pedazos teñidos de sangre, que cayeron sobre las rocas en las que aquel acabó enterrado.
Nachi y Ban ya se dirigían hacia allá, a un ritmo que el santo de León Menor consideró asumible para su agotado compañero.
—Yo me ocupo del grandote.
—¡Estás con un paso en la tumba, pedazo de imbécil!
—Por eso mismo. ¡Y cuida esa boca, que ya no podré proteger a Akasha de tus groserías! —bromeó Nachi, sabiendo que lo haría por última vez, antes de tomar impulso. En un abrir y cerrar de ojos, atravesó lo que restaba del valle y se puso frente a frente del grandullón más feo del mundo—. ¡Y mira que Ban no es un Adonis!
Lo que fuera que Jaki le contestó, fue ahogado por el estallido del Aullido Mortal, cuyas fauces se cernieron sobre el abdomen de Jaki, abriéndolo de lado a lado.
—¿Solo eso? —exclamó Nachi, asqueado de ver en todo su sangriento esplendor el interior del enemigo—. ¡Tenías que haberte partido en dos! Espera, ¿qué?
Jaki seguía en pie, eso podía entenderlo. Un hombre no llegaba a medir tres metros y medio sin hacerse de una resistencia legendaria. Pero incluso si eso era así, tendría que estar huyendo, impidiendo que las entrañas se derramasen en el suelo en lugar de hurgar entre ellas como un crío buscando un tesoro.
Al final sacó la mano, extrayendo el mango de un espadón que, al contacto con el aire, formó una hoja de seis metros hecha de tinieblas.
—¿¡Qué demonios…!?
Nachi no fue capaz de escuchar sus últimas palabras. Solo oyó las de otros. El fortachón de Geki quejándose mientras lo ayudaban a levantarse, el hombre duro y feo que se hacía llamar Ban gritando, hasta June lloraba. Nada tenía sentido.
Miró hacia abajo y vio sus propias piernas caer al suelo. Miró al frente, al mayor hijo de puta que había pisado el Santuario balanceando aquella enorme espada. Negro metal, muerte hecha materia, le había cortado por la cintura en un rápido y brutal corte. Después, en el espacio de un instante, contempló esa misma escena desde muy lejos. Movido por el viento furibundo que generó tal balanceo, se convirtió en polvo.
El manto sagrado de Lobo estuvo con él hasta el final.
Tras ver cómo los santos de Oso, León Menor y Camaleón salían volando valle abajo, Jaki alzó su espada, victorioso. La herida se le cerraba, dejando solo el dolor sufrido, y otro aun más hondo, que había arrastrado desde el Hades. Aquel dolor del alma se volvió materia sobre su cuerpo de gigante, una armadura digna para un gladiador del mismo infierno, para el campeón escogido por el río Aqueronte.
—¿Dónde está ella? ¿¡Dónde!?
Con ese grito de guerra, saltó al valle, en busca del resto de vidas que sentía.
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Aun confiada en poder resistir los golpes de un enemigo de aquel tamaño, Shaina evitaba siempre el contacto con el puño, sospechando que ocultaba un poder todavía mayor que el que podía suponerse. Dolor hecho fuerza, eso era la legión de Aqueronte y eso debía de ser también la abominación que enfrentaba.
Sin embargo, esquivar el puño era solo la mitad del trabajo. El ente atacaba a la misma velocidad que un santo, provocando que en toda la cima del Santuario los vientos rugieran con la furia de un huracán. Y no se permitía un momento para resistir aquello, pues de inmediato tenía que lidiar con más ataques, ya fuera la mano pasando por cada palmo de tierra como la zarpa de una bestia, ya las armas de muerte en cada garra, convertidas en miles de diminutos dardos, todos negros y letales, que podía lanzar en un solo segundo, regenerándose después a partir del dolor y la muerte que la entidad provocaba a los soldados del Aqueronte.
Debía estar siempre en alerta, moviéndose de uno a otro extremo a la vez que encontraba la mejor forma de contraatacar. Por fortuna, el enemigo estaba lejos de ser ningún genio. Había hecho todo lo posible por alejarla del escudo y Niké, dejándole claro que era ese su objetivo. Cuando lo estuvo, clavó los dedos en la tierra alrededor de los tesoros, grandes como las columnas de un templo, y envió hacia ellos un centenar de largas extensiones acuosas, con igual número de manos en los extremos.
Shaina atacó el dedo que tenía más cerca, ejecutando la Garra del Trueno sobre el negro metal de la yema. Observó, con cierta satisfacción, cómo todas las armas amontonadas en aquel dedo eran pulverizadas, y no se detuvo ahí el ataque, sino que como una serpiente el relámpago fue triturando las garras de los otros cuatro dedos. Luego, la portadora de Ofiuco pasó entre dos de ellos, destrozando con golpes certeros noventa y nueve de las cien pequeñas manos que el ente había enviado. Una pudo escabullirse, aprovechando un error de cálculo, y alcanzando la Égida pudo levantarla un poco.
Una luz más brillante que el sol inundó el lugar, alumbrando por igual la faz y el brazo de la dantesca entidad. Por primera vez desde que comenzó aquella batalla, fueron distinguibles los humanos y asustados rostros de los soldados de la legión de Aqueronte. Por instinto, Shaina buscó a Cassios entre aquellos condenados.
—Un hombre como él no podría acabar en el río Aqueronte —decidió enseguida, para luego soltar un grito de asombro—. ¡No es posible!
La luz de la Égida había hecho algo más que mostrar las caras de unos hombres asustados. Estaba evaporando las aguas del Aqueronte. Las extensiones de las que pendían las manos destruidas por Shaina, los enormes dedos de la entidad, todo se desmoronaba. Hasta parte de la palma, allí donde había menos soldados, empezó a desintegrarse de igual modo. El ente, por supuesto, no tardó en retirarse, pero eso no cambiaba lo que había ocurrido. Viendo una posibilidad de victoria, la portadora de Ofiuco se lanzó una vez más al ataque.
Esquivar, destruir. Parecía algo simple, incluso donde había algo que destruir en todo lugar. El ente había mandado nada menos que tres mil manos, armadas con lanzas y espadas sobre Shaina, manteniéndola ocupada el tiempo suficiente como para reformar las ruinosas garras de sus dedos. Esta, debiendo evitar a un mismo tiempo apartarse de la barrera, recibir el menor rasguño de esas armas y hacer contacto con las aguas del Aqueronte, que se entrelazaban entre sí como los apéndices de un pulpo, decidió permitir esa ventaja al enemigo mientras cavilaba una audaz estrategia. Ayudaba a ello que las manos que destruía no se regeneraran; lidiar con tantos ataques desde tantas direcciones había sido desolador al inicio, pero por cada una que destruía, la extensión líquida que le servía de brazo caía al suelo, evaporada.
Era una posibilidad remota. Hasta el momento había luchado asumiendo que todo lo que funcionaba para la legión, igual lo haría para el ente. Armas, muerte al menor toque; agua nauseabunda, devoradora de cosmos; soldados, inmortales. Sin embargo, la Égida era el escudo de Atenea, capaz de repeler cualquier mal y había demostrado poder disipar el Aqueronte. ¿Por qué no podría otorgar a aquellos hombres muertos el derecho a descansar en paz? Aceptando como cierta esa idea, cuando el puño cayó sobre ella cual martillo, no lo esquivó, sino que lo recibió con sus propias fuerzas.
Sintió que se le estremecía hasta el último hueso, a salvo solo gracias al sólido manto de Ofiuco, pero el resultado hizo que valiera la pena. Clavados los dedos en un grupo de soldados retorcidos que hacían de nudillos para el abominable ente, liberó todo el poder de la Garra del Trueno. Los relámpagos, tan numerosos como una tormenta, llegaron a todos los cuerpos que el enemigo concentraba en el puño, carbonizando sin remedio a todos esos hombres desprotegidos. Matándolos, para siempre.
Como imaginó, no importaba lo grande y poderoso que fuera, estaba compuesto por partes débiles, era una gran estructura construida sobre el más pobre de los cimientos, el dolor sin significado. El puño destructor quedó deshecho, derramándose como lluvia de gotas violetas que Shaina esquivó con gran habilidad. Ni se molestó en ver cómo aquellas desaparecían cerca del área influenciada por la Égida, no celebraría una victoria a medias. Al no poder saber lo que ocurría fuera, estaba más que dispuesta a acabar cuanto antes esa batalla; atacó, directa a la cabeza del enemigo.
Y así vio que aquel había abierto una vez más la boca.
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Casi todo el grupo de defensores de Rodorio estaba ya fuera del valle. Los pocos que quedaban, orgullosas amazonas sobre todo, eran apurados por Docrates. Nadie estaba a salvo de la preocupación del enorme capitán, ni siquiera Geist.
—Si tu amiguito no puede subir una rampa de hielo solo, agárralo en brazos y ya está.
—Podrías cargar tú con él —bromeó Geist, que sostenía al último de los más agotados. El apenas consciente Makoto ni siquiera podía oír aquella conversación.
—Un capitán nunca da la espalda a sus hombres.
—¿Y qué te crees que soy yo para las amazonas?
—Una persona que debe vivir.
Docrates tuvo que decir aquellas palabras susurrando. El mal presentimiento que había tenido desde que los santos de Atenea se marcharon se hizo por fin realidad, a lo lejos. Cincuenta metros, tal vez cien más allá, una luz amarilla, pálida sombra del aura solar que cabía esperar de los santos de oro, dejó claro que estaban en problemas.
El santo de Oso corría, incluso si solo le era posible ver con un ojo cubierto de sangre. Detrás de él, sin mucha prisa, andaba Jaki. Un arma capaz de matar a un santo, una armadura que había repelido el Bombardeo de Ban. El equivalente de un santo en el ejército de Hades, ¿un espectro? No importaba. Si llegaba hasta los demás y aquellos le hacían frente, serían masacrados. Eso era lo importante.
Le tranquilizó ver que los últimos defensores ya subían por el camino conjurado por Cristal, un sendero hecho de hielo por el que habían pasado todos en pequeños grupos. Solo quedaba uno, un hombre tan terco como grande, cruzado de brazos.
—¡Lárgate de ahí, Docrates! —quiso gritarle.
—Si lo hago, todos morirán —respondió aquel antes incluso de poder escuchar esas palabras, solo necesitó un gesto para ello. Él era ahora un muro, no un hombre.
Con el rabillo del ojo, Geki notó que el campeón de Aqueronte se había detenido y alzaba aquel odioso espadón. No necesitó seguir viendo para imaginar lo que vendría. Mientras que el enemigo arremolinaba sus fuerzas sobre la negra arma, el santo de Oso avanzó otro buen trecho y volteó, extendiendo hacia el frente los brazos. Si debía haber un muro para los jóvenes del mañana, él lo sería, él y su manto sagrado.
Al bajar la mano, haciendo un corte vertical, Jaki liberó la energía acumulada. Un haz de pálida luz amarilla cruzó el valle, desintegrando todo lo que estuviera a su paso.
—Lo siento —oyó Geki poco después—. Mi hermano siempre ha sido un imbécil.
El santo de Oso miró hacia atrás, imaginando ya lo que vería. Docrates había perdido gran parte de su enorme cuerpo, desde el hombro izquierdo hasta el costado. Del brazo que Geki había interpuesto para protegerlo, junto a una hombrera del manto sagrado, no quedaba ni rastro. Ambos hombres, aquellos muros de gran altura e igual valor, se vieron derruidos, a punto de colapsar, y aun así sonrieron.
Porque el enemigo no había alcanzado a quienes decidieron proteger.
—Icario —logró decir Docrates, aun en pie. Alto como era, incluso su débil voz podía alcanzar a aquel abuelo y a los jóvenes que protegía, por encima de la pendiente—. Capitán de la guardia, Icario.
Y así, delegando en un buen hombre su deber, Docrates pudo descansar en paz.
Cuando Jaki fue visible para todos los presentes, a solo un par de metros del santo de Oso, muchos retrocedieron. Era un terrible enemigo el que tenían enfrente, así lo atestiguaban los restos de Docrates, incluso Geki ni se había movido después del golpe. Aun así, hubo algunos que se reunieron con Icario, formando entre susurros una estrategia a seguir, y otro que acometió por sí solo, como siempre había vivido.
—¡No, Arachne! —exclamó Icario.
Tarde. El aspirante, antiguo caballero negro, atravesó como el viento la pendiente creada por Cristal y arrojó sobre el enemigo un centenar de finísimos hilos, cubriendo unos el grueso cuello de Jaki y otros la mano armada. Pretendía desarmarlo.
—No eres ella —dijo el campeón de Aqueronte, antes de agitar la mano, todo el brazo, y arrastrar a Arachne como si fuera una pluma.
De algún modo, todos pudieron escuchar el resultado de aquella temeridad. La cabeza de Arachne chocando a toda velocidad contra la roca. La vida de otro de los suyos perdiéndose. El enemigo, indiferente a ello, hablando de destruir todas las máscaras.
—Matemos a ese hijo de puta —ordenó Icario sin dudar.
Se oyeron después más de un centenar de pasos, pero solo sobre la roca. Antes de que alguno llegara al hielo, un sonoro grito los detuvo.
—No —dijo Geki, sacudiendo la cabeza. El cuerpo antes vigoroso le pesaba, el manto sagrado había perdido su brillo y era ahora tan gris como sus cabellos. El último ataque de Jaki llevaba consigo la maldición de Aqueronte, no había duda—. A este bastardo lo mataré yo. ¡Geki, santo de Oso, te devolverá al infierno!
El campeón de Aqueronte sonrió. Otro cadáver andante diciéndole que lo iba a derrotar. Alzó la espada de nuevo, dispuesto a acabarlo de un solo golpe, pero algo ocurrió.
La espada no estaba, había desaparecido. ¡Un enemigo invisible se la había quitado! Volteó la cabeza para buscarlo, un error que no tardaría en lamentar.
Con todo el poder que poseía, convirtiendo su vida misma en fuerza, Geki saltó sobre él, golpeando sin piedad aquella cara inhumana. Derribando la montaña.
Notas del autor:
Shadir. Mi primer fanfic sobre Saint Seiya lo escribí antes de leer la saga de Hades, desconociendo el final de Kanon y Radamantis, pero con el Capítulo del Santuario de las Ovas de Hades muy presente. Mucho llovió desde entonces, pero me quise mantener en su supervivencia, de ahí las seis esferas que salieron del Hades en el capítulo 7, cuando describo lo sucedido al final de la Guerra Santa. Estupendo que te haya gustado, ¿estará Kanon a la altura del trono papal?
Disfruté muchísimo escribir toda esa parte de Ichi, la verdad, desde sus diálogos hasta esas habilidades tan curiosas. ¡Gracias por la aclaración sobre La Jauría! Ban ya no tendrá manera de molestar a Nachi.
Ulti_SG. Nadie más apropiado que Ichi para devolverle la jugada a la legión de Aqueronte, siendo el único de los nueve huérfanos con un recurso no muy honorable, y sin embargo eficaz. ¿Cuántos tiranos no han caído frente a algún veneno?
Hades no puede conquistar el mundo. Si lo hiciera, alguien viajaría al pasado para que todo vuelva a su curso normal, donde las fuerzas del inframundo siempre pierden.
Sí, parece ser que Ichi salvó a la animadora, digo, salvó al mundo. ¡Las apariencias engañan! Ahí está Cassios, quien con su noble sacrificio salvó a Seiya de morir a manos de Aioria, o a Aioria de morir a manos de Seiya, de algún modo. Y aquí está Ichi, el héroe más inesperado que tanto disfruté escribir. Todavía hoy me acuerdo que esta forma de neutralizar a la legión no era la que planeé antes de empezar a escribir este arco, pero me gusta mucho más y parece que también os ha gustado mucho a todos.
La anterior generación de santos de oro pasó su infancia sin saber que habían matado al Sumo Sacerdote, mientras que la aspirante a Virgo la vive con una invasión de muertos y la pérdida de un amigo. La vida es dura, en verdad, ¿le pesará, la hará más fuerte? ¡Solo lo podrán descubrir si siguen leyendo!
