Capítulo 11. Victoria y derrota
Despertó sumida en un dolor inenarrable. Nueve mil voces resonaban en su cerebro, ofreciéndole todo el sufrimiento que habían padecido los soldados de la legión de Aqueronte. Sacudió la cabeza, negándose a ceder ante tal maleficio, hasta que pudo escuchar algo más, un mensaje de quienes fueron guardias del Santuario a través de las eras. En su generación, en la del anterior Sumo Sacerdote y el santo de Libra, en aquella que dio origen al Santuario… Por cada época, por cada año, un alma había sido arrancada del inframundo y puesta a luchar en contra de Atenea. ¡Qué necia había sido! ¿Dolor sin significado? Sí, para ellos, los santos, que muy pocas veces en la historia miraban por aquellos que no estaban destinados a vestir un manto sagrado. Sin duda era ese mensaje, y no el poder del enemigo, lo que le había permitido pasar a través de una barrera hecha por los tesoros de Atenea, quien velaba por todos los hombres.
Empezó a moverse, más por rabia que porque fuera consciente de lo que le rodeaba. El dolor que la atenazaba no solo era físico, también le quebraba el espíritu, abrumando sus sentidos, su mente. Tardó en darse cuenta de que estaba atrapada en el colosal puño de la entidad. ¿No lo había destruido? Miró a la izquierda y vio que así era, aunque se estaba volviendo a reformar a partir de cuerpos congelados y llenos de agujeros de bala, los miserables a los que les había tocado tener que asaltar Bluegrad.
El puño en el que estaba atrapada debía haber sido formado antes de que perdiera la consciencia, junto a todo un nuevo brazo, el derecho, que completaba un cuerpo más o menos definido de cintura para arriba. Como el otro, estaba hecho de las aguas del Aqueronte y de un par de millares de soldados, solo que aquellos no eran cadáveres gimiendo de dolor, sino estatuas humanas. Ni siquiera había en los dedos garras hechas a partir de sus armas, la mano por completo era todo piedra. Shaina no pudo menos que reír, sabiendo que tamaña proeza solo podía ser cosa del santo de Perseo, su pupilo, que Kiki había destinado a proteger cierto hospital de Japón.
—Ni siquiera un ejército inmortal resiste la mirada de Medusa, ¿eh?
Tan pronto habló, sintió que el puño pétreo se cerraba sobre ella y la cabeza de la entidad giraba, como si acabara de acordarse de su existencia. La barba y cabellos de aquella abominación no eran ya soldados que flotaban por las aguas del Aqueronte, vulnerable a la luz de la Égida, sino que ahora estaban formadas por hiedra y hierbajos que salían del interior de medio millar de cuerpos. Imaginaba que se trataba de quienes trataron de invadir el bosque de Dodona, custodiado por las ninfas. Al igual que el santo de Perseo y los defensores de Bluegrad, estas habían encontrado una forma de retener al ejército, quizá la más audaz: vida, para quienes se habían levantado de la muerte; pequeñas semillas que germinaban en el interior del estómago de los hombres.
—Sin pasar por la armadura, la piel, la carne… —susurró Shaina, notando que el enemigo volvía a abrir la boca con la misma exasperante lentitud de siempre—. No, no necesito escucharlo otra vez. Comprendo vuestro deseo, soldados de Atenea.
Puso la mente en blanco. No tenía sentido malgastar fuerzas en competir con aquel enemigo, debía ser más lista que eso. No la aprisionaba la mano de un coloso, sino un montón de piedra. Alzó el puño con ese pensamiento, descargando la Garra del Trueno sobre uno de los dedos y luego saltando a través del polvo en que quedó reducido.
Ya libre, mientras los rayos que había desatado hacían estragos en la mano derecha del ente, Shaina se fijaba en la izquierda, que venía hacia ella envuelta en vapores fríos. Aquel puño hecho de hielo era tan rápido como ella misma, no podía esquivarlo. Si trataba de hacerlo saltando, lo recibiría de lleno. Solo le quedaba una opción.
Por segunda vez, la portadora de Ofiuco y la entidad procedente del río Aqueronte se midieron en un choque titánico. La mano de la enmascarada, pequeña en apariencia, inmensa en espíritu, contrarrestó la del enemigo, una aglomeración de miles de almas rotas pugnando por el perdón. Un empate que ninguno de los oponentes se podía permitir. En medio de un mudo lamento, los soldados congelados vertieron sobre Shaina parte del tormento que padecieron, un soplo de aire frío aun más terrible que el que asola las estepas siberianas y el Ártico. La temperatura descendió de forma drástica en aquel mero instante, amenazando con destruir por completo el manto de plata.
Y en el momento en que parecía a punto de apagarse, Ofiuco brilló como una estrella, bebiendo del ardiente cosmos que Shaina había despertado.
—¡Los muertos nunca vencerán a los vivos! —gritó, repeliendo por fin el puño—. ¡La muerte nunca vencerá a la vida!
La mano izquierda salió disparada hacia atrás; la derecha, ya recuperada de los daños sufridos, se cernía sobre Shaina. Esta, lejos de dejarse abrumar por los insignificantes frutos que habían dado tamaños esfuerzos, se alistó para seguir el ataque. Saltó, poniendo en ello todo el relampagueante poder que sentía fluir en cada una de sus células, reventando por el impulso la superficie de aquella mano hecha de estatuas quebradas. Más rápida que nunca, pasó entre los dedos de piedra que bajaban hacia ella, cruzó el cielo mucho antes de que diez mil dardos de muerte, proyectados desde la mano de hielo, la alcanzaran, y llegó hasta la boca del lobo. Nunca mejor dicho.
Dar nombre a una técnica antes de ser ejecutada por primera vez, era un rito tan antiguo como la misma existencia de los santos. Años de entrenamiento quedaban condensados en un par de palabras, las cuales despertaban para el santo todo lo que necesitaba recordar sobre la técnica que él mismo había desarrollado. Si bien no era del todo necesario, era una tradición que muchos, como Shaina, seguían.
—Danza de Serpentario —susurró en el oscuro interior de la entidad, a la que ella misma fue a parar tras aquel salto temerario. Hasta ese momento, había empleado el cosmos para potenciar un velocísimo golpe, cinco veces más rápido que el sonido, cubriéndolo con rayos que tanto podían acompañarlo como proyectarse sobre el enemigo. Aquella era la Garra del Trueno, las letales fauces de una víbora letal.
Ahora, el cosmos de la portadora de Ofiuco se manifestaba como la cabellera de la mítica Medusa. Miles de chispas se desplegaron hacia todas direcciones, alumbrando el estómago de la entidad. No había huesos, sangre u órganos, el enemigo al que enfrentaba no estaba tratando de imitar la forma humana como los soldados de la legión de Aqueronte. Solo usaba los cuerpos como un revestimiento para las nauseabundas aguas que en verdad lo conformaban, un escudo despreciable frente a la luz de la Égida. Gracias a la Danza de Serpentario, Shaina podía verlo con claridad: alrededor, miles de soldados desprovistos de toda protección se fundían poco a poco, sin duda conscientes en todo momento, hasta aparentar ser la piel de un único ser. Una vez se completase aquel proceso, a salvo bajo la armadura que le recubría el pecho y los miles de escudos que le protegían el brazo izquierdo, intentaría de nuevo robar los tesoros de Atenea.
—¿Qué clase de monstruo eres? —exclamó, intuyendo los lamentos de cada soldado que la observaba. No podía saber si aquellos eran mudos como presagio de un nuevo ataque, o por el estado al que la entidad los había condenado.
Fuera como fuese, no tardarían mucho en desaparecer. A través de la Danza de Serpentario, Shaina había hecho del cosmos una extensión más de su cuerpo. Los rayos que desplegaba hacia todo lugar eran como brazos y piernas, que tanto le permitían permanecer en el aire, cuanto destruir con precisión quirúrgica el cuerpo de cada soldado, sin correr el riesgo de que el Aqueronte los devorase. En cuestión de segundos, el cuerpo de la entidad empezó a caer en forma de restos carbonizados, a la vez que se oía el repiqueteo de las chispas sobre el metal. Tal y como había supuesto desde el momento en que la vio formarse, la armadura del ente competía con la solidez y resistencia de un manto sagrado. No caería con la misma facilidad que el cuerpo.
Entonces, el río Aqueronte se hizo visible, un remolino de aguas amarillentas que recubrió cada cuerpo que aun no había sido destruido. Shaina chistó, y un instante después, oyó el siseo de nueve serpientes.
—¡Es como la hidra de Lerna! ¿Acaso eres tú, Ichi? —susurró Shaina al ver cómo los ofidios, en apariencia hechos de la misma sustancia infernal, cargaban contra el remolino. En el choque, una explosión de tonos violetas y amarillos, pudo percibir lo que sin duda era el cosmos de Ichi, luchando con otra presencia que no pertenecía del todo a la entidad—. No es posible… ¿Él también?
Las serpientes desgarraban las aguas del Aqueronte como si fueran la carne de un ser vivo, buscando liberar el espíritu roto de un santo. Entre los colmillos de las víboras, gotas amarillas salieron disparadas, convirtiéndose en una manada de lobos que prestos clavaron sus fauces sobre estas. Pretendían impedir su propia liberación, y habrían podido hacerlo, pues luchaban contra el cosmos de un hombre muerto, si no hubiese estado allí la elegida de Ofiuco, también conocida como Serpentario. A la vez que seguía aprovechando cada brecha abierta para seguir destruyendo los cuerpos que conformaban la piel del ente, Shaina usó varias de las extremidades de cosmos que poseía para tomar control sobre la hidra, potenciándola incluso.
Se había cansado de esa fatigosa lucha de desgaste. Aquel insulto al valor y al coraje de quienes servían a Atenea debía desaparecer de la Tierra. Ya.
Creyéndose victorioso, el ente avanzaba hacia los tesoros de Atenea, extendiendo ambas manos. La barrera, reaccionando a la amenaza, se extendió hasta cubrir por completo la cima del Santuario, así como a aquel peligroso enemigo. Nada de él quedó a salvo de la luz de la Égida, ninguno de los cuerpos que empleaba volvería a renacer.
En ese momento, su armadura saltó por los aires. Un millón de diminutos fragmentos volaron hacia las tinieblas de la lejanía, precediendo a nueve víboras de plata cubiertas por lobos del averno, devoradores de almas. Del mismo color era el aura que cubría a Shaina, reflejo del brillo que en el pasado tuvo el manto de Ofiuco, ahora congelado, muerto; aquella, maestra de serpientes, ordenó a la hidra que comandaba ignorar el dolor que padecían hasta que destruyeran su fuente. Incluso si no era en verdad un ser vivo, sino el cosmos de un viejo amigo, estaba dispuesta a tratarla como tal.
Tres serpientes se enroscaron una y otra vez sobre el brazo de piedra, sometiéndolo a una constricción que lo inmovilizó por completo.
Otras tres ascendieron hacia el rostro del ente, dirigiéndole una mirada que solo pudo darse en el reino de los espíritus. Así, por un solo segundo, quedó paralizado.
Las últimas fueron a por la mano izquierda, de hielo. Con letal rapidez, pasaron por encima del brazo y atraparon entre sus fauces los cinco dedos de la entidad antes de que pudieran arrojar dardos de muerte hacia Shaina.
La portadora de Ofiuco, en todo momento dentro del torso reventado, dio una última orden a las serpientes, arrastrándolas con extremidades hechas de rayos hacia el lado contrario en el que estaban. No fue como llevar las riendas de un manso caballo, sino que ella misma sintió en sus carnes el hercúleo esfuerzo que suponía destrozar aquel gigante. Mientras escuchaba cómo los brazos de la entidad eran arrancados, creyó que los suyos se hacían trizas; a la vez que la mitad del rostro de la abominación era destrozado por tres enormes y voraces serpientes, sintió que los colmillos de aquellas se le clavaban bajo la máscara. No era una cuestión de empatía, estaba débil.
Las aguas del Aqueronte habían caído sobre ella.
No oía nada, el dolor había dominado la mayoría de sus sentidos. La impotencia, desesperación y el sufrimiento de miles de personas la invadía de nuevo. Incluso en la derrota, la entidad había tenido tiempo de lanzar un último grito justo en su momento de mayor debilidad, cuando las aguas del Aqueronte habían consumido su cosmos.
¿Lo había derrotado en verdad? Por aquellas dudas, se obligó a abrir los ojos y levantarse. No había ya rastro de las serpientes ni de los lobos, debían haberse devorado unos a otros en ese tiempo. Antes de aquello, debían haber destruido los brazos que arrancaron de la entidad, ya fuese con sus fauces o con los rayos que despedían. Esa había sido la traca final de la Danza de Serpentario, a la que ya no podía recurrir. Y no importaba, pues toda carne y metal había sido desintegrada.
—No —susurró, estremeciéndose al oírse a sí misma tan débil y desvalida.
Enfrente de ella estaba lo que no quería ver. La cabeza de la entidad, al menos hasta la altura de la nariz, seguía presente, arrastrándose en un suelo que hervía en humos y vapores asfixiantes. El río Aqueronte consumiéndose a la luz de la Égida.
Cerró el puño, reuniendo en él toda la fuerza que le quedaba, bastante para un único y determinante golpe. La Garra del Trueno habría de bastar, incluso si para ello tenía que quemar su propia vida. Decidida, Shaina corrió hacia lo que quedaba del enemigo.
Se detuvo a medio camino por puro instinto, extendiendo ambas manos hacia los lados para bloquear un ataque inesperado, imposible. Mil soldados amontonados en dos masas informes que trataban de aplastarla, a la vez que en cada una, cinco apéndices semejantes a dedos se retorcían en dirección a ella, con lanzas, espadas y otras armas de aquel metal de muerte sirviendo de garras. ¿¡Se había regenerado!? No podía ser. Si pudiese hacer eso, la batalla nunca habría dejado de estar a su favor. Debía haber guardado esos últimos cuerpos, esas últimas almas, por si todo lo demás fallaba.
—Pensándolo bien, siempre ha sido así con nuestro enemigo —dijo Shaina, luchando por no ser aplastada por las enormes y deformes manos. No importaba que ahora solo fueran unos cientos de cuerpos, el dolor que transmitían era el de las diez mil almas aprisionadas por el río del infierno, dolor que para la entidad era lo mismo que poder, suficiente como para aplastar a un santo entre dos montañas—. Usaste a las almas de antiguos guardias para cazarnos, para distraernos y ahora pretendes usarlas para robar los tesoros de Atenea. ¡Lo previste todo, todo este tiempo solo jugaste con nosotros!
Aquellas serían sus últimas palabras. Aún más dolorosas, por ciertas, que la punzada que la puso de rodillas, a merced de las manos y las garras de la muerte.
Pero no era ese el destino que habían deparado los dioses para ella. En el último momento, el rostro de la entidad empezó a iluminarse, y no con el color violeta del cosmos de Hidra ni el tono amarillento que había empañado el cosmos de Lobo, sino como una infinidad de luces azuladas. Los cuerpos que aun formaban parte del ente, incluso los que componían las manos con las que aquella trataba de aplastar a Shaina, fueron desintegrados por una lluvia de brillantes meteoros.
La portadora de Ofiuco no pudo menos que sonreír, percibiendo en aquel milagroso ataque el inmenso poder de su compañera, Marin de Águila. Una sensación de alivio se sobrepuso a todas las demás, permitiéndole levantarse una vez más. No estaba dispuesta a descansar mientras otros siguieran luchando y sufriendo. Tomó la Égida, ya fuera de todo peligro, y la alzó, alumbrando con su luz la masa de amarillenta sustancia que había quedado donde estaba el ente. Aun estando tan débil, pudo mantener esa posición hasta que la última gota del Aqueronte desapareció de la faz de la Tierra.
Logró ver dos cosas más antes de caer. En la tierra, Caronte volvía a ser visible, manteniendo un semblante serio. Y mientras tanto, en el cielo sin estrellas de la Esfera de Plutón, la constelación de Cáncer recibía las almas de los hombres, al fin libres.
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Después de un largo e inútil viaje a través de la oscuridad de Plutón, que volvía eternos y traicioneros todos los caminos, la portadora de Águila fue capaz de llegar a la cima del Santuario. Una luz le sirvió de guía, incluso si solo fue visible durante un instante fugaz, por ese espacio de tiempo tiñó de oro aquel lugar en el que solo la muerte y la desesperación reinaban. Un sol en miniatura que nació y murió a la vez, tornándose en un punto tan diminuto como lo eran las estrellas en el firmamento.
Pero algo dentro de sí le dijo que no llegaría a tiempo. Por eso usó el Puño Meteórico a tanta distancia, guiando la trayectoria de cada meteoro allá donde hubiera una amenaza.
Para cuando atravesó el templo papal, no encontró al enemigo que había atacado, ni a Shaina, ni los tesoros de Atenea. El lugar estaba vacío, dominado por el olor de la muerte y un frío que no era de este mundo, todo lo que quedaba de la presencia de la Esfera de Plutón. En derredor, ya no había oscuridad, sino el Santuario que tan bien conocía, indemne bajo un cielo que abandonaba ya el manto de la noche.
Marin habría querido poder alegrarse de aquello, bajar los hombros y suspirar de alivio por el fin de aquellos combates, que tantas vidas habían cobrado. Sin embargo, no podía dejar de ser ella misma. Siendo incapaz de sentir la presencia del invasor y de Shaina, un momento antes tan cercana, no podía estar tranquila.
—Incluso la estatua de Atenea —musitó, apenas creyéndoselo por no ver la efigie de la diosa. Al igual que Niké y la Égida, el manto divino había sido robado por el enemigo. Y había ocurrido en el mismo corazón del Santuario que ellos protegían—. ¿Hemos sido engañados con tanta facilidad?
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—¡Vaya! ¿Qué comes para ser tan grande?
—¿Lucharías conmigo? Me vendría bien un grandullón como tú en el entrenamiento.
—Eh, grandullón, ¿te has enterado? ¡Competiremos por el manto sagrado de Hércules!
—Bien hecho, grandullón. Ha sido un buen combate.
—¿Qué haces aquí?
—¡Aléjate!
Por cada una de aquellas palabras, imágenes del pasado aparecían en su mente. Todas eran de una muchacha que siempre le sonreía. Eso era lo único que podía ver de ella, la sonrisa, el resto del rostro estaba empañado por toda suerte de sensaciones.
Confusión, porque existiese alguien que no lo miraba como un monstruo. Admiración, hacia el rival que siempre soñó. Deseo, para la hermosa joven que había más allá de la máscara. Impotencia, al ser derrotado por una simple mujer que había dormido en sus brazos. Ira, ¿cómo podía esa insolente rechazarlo en ese momento? Odio. Ofiuco y Águila, aquellas arpías despreciables le habían impedido arreglar las cosas. Un poco más y le hubiese enseñado cuál era el lugar que le respondía. Un poco más y habría podido convertirse en el santo de Hércules, como su hermano siempre quiso.
Malditos fueran todos los santos de Atenea. ¡Maldita fuera la misma Atenea! Los mataría a todos. Todos debían morir. Así probaría que él era mejor que ellos. Demostraría que era más fuerte que nadie en el mundo.
Y entonces, ella volvería a aceptarlo.
Nunca más lo rechazaría.
—Docrates tenía razón. Siempre has sido un imbécil.
Bajo las primeras luces del alba, en el fondo del valle que había hecho con sus propias manos, Geki de Oso espetó aquellas palabras a su último oponente.
Jaki estaba enterrado en la roca. No quedaba nada de la armadura, poco más había del cuerpo, huesos y músculos machacados durante una batalla sin tregua. En el abdomen se hallaba la última de sus heridas, el puño de Geki lo había atravesado para alcanzar la columna, que ahora agarraba con dedos ensangrentados. Por ese simple contacto, el santo de Oso fue capaz de percibir algunos de los pensamientos de aquel bárbaro, aquella bestia incontrolable que tanto daño había hecho en la vida y en la muerte.
—Tengo que verla —insistió Jaki—. A Hipólita, tengo que…
Sin el menor asomo de piedad, Geki aplastó la columna del gigante.
Aquella fue la última gesta del santo de Oso, cuyo maltrecho cuerpo se deshizo en polvo un momento antes de que Jaki cayera al suelo.
No mucho después, las amazonas se harían cargo del cadáver. Por segunda vez en sus vidas agitadas, borrarían todo rastro del único ser al que se permitían odiar.
Notas del autor:
Shadir. No es propio de los santos de Atenea dejar de pelear cuando saben cierta su muerte, ¿verdad? Ni Nachi dejó de combatir, ni Geki dudó en cargar contra el terrible enemigo aseguró su próximo descenso al Hades. Solo queda ver si el oso, con esa fugaz ayuda de June, podrá vengar a sus compañeros.
Mis mejores deseos para Shaina, aunque es cierto que enfrenta un terrible enemigo.
Ulti_SG. Buen título para este capítulo, muy bueno.
DeathStranding. Solo por saber quién es su creador ya siento que debería haberlo jugado y entender al 100% la referencia, pero eso todavía no ocurre, así que te creeré.
Quise dar su momento a todos los defensores del Santuario y ahora le toca a Shaina, en efecto, ¿podrá sobrevivir la portadora de Ofiuco a esta noche de muerte? Pase lo que pase, a buen seguro que lo dará todo en este combate. Tal vez el último.
Por si no bastaba con ser una montaña humana, le doy a Jaki las armas del infierno, ¿en qué estaba pensando? No fue una muerte grata, la de Nachi, uno espera que los santos de Atenea no mueran sin llevarse consigo al enemigo, pero a veces ocurre. En manos de Geki queda vengarlo, y June le dio una estupenda oportunidad para ello. ¿Quién será esa mujer a la que busca Jaki? ¿Le habrán pasado los episodios de la serie original y creerá que debe vencer a Marin por honor? ¡Sí! Recordaba que Docrates era el hermano de Cassios, o al menos creo que lo es de verdad y no se trata de otro error de doblaje más, pero en este punto de la historia se me antojaba forzado poner eso, como tampoco quise relacionar a Cristal y Camus. Si me preguntas, Docrates se quedó con los genes en apariencia y el cerebro, aunque no sepa que hubo dos guerras mundiales.
¡Me sorprendió mucho cuando me lo dijiste! No planeé dejar un impacto, ni siquiera planeé realmente que Docrates fuera a morir hasta que lo escribí, que es cuando me sale mejor todo. Cuando no lo fuerzo. Muchas gracias por tus palabras de entonces y las de ahora, me alegra haber podido ir más allá de los prejuicios pudo haber con él.
Puedo decir que el destino de Geki y Jaki quedará aclarado en este capítulo.
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