Capítulo 17. Apuesta a futuro
Hacía ya dos años que Akasha y Azrael no pisaban la ciudad de Atenas.
Después de que la Rebelión de Ethel fuera sofocada por Lesath de Orión, y tras el llamado Cisma Negro, que apartó a miles de aprendices del seno del Santuario, Akasha había perdido el favor del Sumo Sacerdote. Varios santos, fueran de bronce, de plata y de oro, la culparon entre susurros por la situación que habían vivido el último lustro, de modo que no fue una sorpresa que el siguiente error que cometió le costara el exilio. Un exilio voluntario al que varios de sus allegados la habían acompañado por voluntad propia. Azrael fue el primero entre aquellos, decidido a seguir asistiéndola, a seguir encarnando la voz de su consciencia cada vez que daba un paso arriesgado.
—El Santuario nos negó la entrada a Atenas —observó Azrael.
—En realidad, rechazó nuestra petición de atracar en Atenas —corrigió Akasha—. El Argo está muy lejos del mar Egeo, en tiempo y espacio.
Mientras Azrael sacudía la cabeza, desaprobando aquel acto impulsivo, varios transeúntes los saludaron, entendiendo, por el uniforme que llevaban, que eran oficiales del ejército griego. No era el camuflaje más ideal, de hecho podía ser contraproducente, pero desde luego era mejor que ir de un lado para otro con la vistosa caja de Pandora colgada como una mochila, o como un civil que debiera dar explicaciones a la policía cada vez que metía las narices donde no debía. Mostrarse al mundo como parte de un ejército, en opinión de Azrael, era lo correcto, pues eso es lo que eran, por arcaico que fuera el arte combativo de los soldados atenienses. De momento.
—¿Crees que cometí un error? —preguntó Akasha, de repente.
A Azrael no le costó imaginar de qué estaba hablando.
—Makoto siempre encuentra una razón para estar disgustado. Si no se la das, la busca.
—Aun así —insistió Akasha—, como general creo que debí explicar nuestra situación desde el principio. Fue un error delegar mi deber en otro.
—¿En otro? —Azrael alzó ambas cejas, indignado—. ¿Es que hice algo mal?
Akasha cabeceó en señal de negación.
—Te explicaste bien, pero cuando hablas con Makoto eres demasiado… tú —terminó diciendo, al no encontrar otra forma de describir lo que pasaba cuando esos dos discutían—. Sabes que es así.
—No lo hago a propósito —aseguró Azrael, sin sonar muy convincente—, de verdad me preocupa que dude de nosotros mientras ve a los caballeros como compañeros a los que tiene que llorar. No, más que preocuparme, me molesta.
—Debes comprenderlo, Azrael. Pasó dos años trabajando para Hybris y su oficial resultó ser Geist. Le costará superarlo, porque es un buen hombre y no tiene amigos.
—Esa es una indirecta muy directa, señorita.
—Lo sé.
—No prometo nada —dijo Azrael—. Si su plan tiene éxito, Makoto podría vernos con otros ojos y resultará más fácil de tratar, si no…
Akasha alzó la mano, en parte para que su asistente no dijera nada inoportuno, en parte para llamar la atención de un vehículo que se acercaba desde el otro extremo de la carretera. Una limusina color azul marino que sacó toda suerte de gritos de admiración a quienes pasaban por ahí. Hoy en día, Grecia no nadaba en la abundancia.
El vehículo se detuvo enfrente de Akasha y Azrael. Un momento después, un hombre de suaves rasgos, que bien podrían confundirse con los de una mujer, salió del asiento del conductor. Al verlo, con el largo y rubio cabello recogido en una cola de caballo y los rosados ojos clavados en los de ella, como si pudiera traspasar la protección de la máscara dorada, Akasha recordó a las cincuenta sirenas que rodeaban el Argo. Y no era para menos, pues él era Sorrento, general del Atlántico Sur y probable instigador de semejante asedio. El único superviviente del conflicto entre Atenea y Poseidón el pasado milenio, por el cual el tiempo parecía no pasar.
—Mi sentido pésame —dijo Azrael, sacando a Akasha de la momentánea ensoñación. Apenas entonces se dio cuenta de que Sorrento vestía de negro.
Sorrento negó con la cabeza.
—La esposa del señor Julian falleció hace tres días, os ruego que...
—Te esperaba, Akasha de Virgo. Puedes entrar.
La voz que había interrumpido a Sorrento evocó en Akasha recuerdos que creía olvidados. Del día, a un mismo tiempo aciago y afortunado, en que un extraño se presentó ante el Sumo Sacerdote ofreciendo ayuda. El tono del hombre en la limusina era el mismo que Orestes empleó entonces, fuerte y controlado, con una firmeza digna de quienes están destinados a ser reyes, a gobernar y comandar ejércitos.
Akasha subió al vehículo con prontitud, seguida de Azrael. Por su parte, Sorrento regresó al asiento del conductor, poniendo pronto en marcha el vehículo. Al parecer, el general consideraba que no había en el mundo nadie lo bastante confiable como para ocupar su puesto mientras tales personas y su señor conversaban.
El interior de la limusina no parecía tan lujoso como cabía esperar, aunque los asientos eran cómodos y la música de fondo agradable. Azrael y Akasha se sentaron frente a uno de los hombres más ricos y populares de los últimos veinte años. Julian Solo, de complexión fuerte e intensa mirada aguamarina, destacaba de un modo único, a pesar de no estar vistiendo alguno de sus acostumbrados trajes blancos, sino el negro de luto. El tiempo había tratado bien aquel rostro macizo, otorgando madurez al semblante de quien un día fue solo un niño nacido en la opulencia que otros cosecharon por él. De esa fortuna, así como del niño que fue, ya nada quedaba, todo fue empleado para ayudar a los damnificados por el diluvio que azotó el mundo en el pasado milenio.
Sin embargo, una chispa de suerte quedaba en el exitoso empresario, que entre otras cosas fundó una organización internacional sin ánimo de lucro, casi sin proponérselo, para seguir sirviendo de ayuda al mundo en todo lo que fuera posible. Tal bendición, no siempre confiable, era algo de lo que Julian Solo y su entera descendencia no podría desprenderse jamás. El hecho de que un día fue avatar de un dios.
—Señor Solo —saludó Akasha—. Sabe lo que nos ha traído aquí, ¿me equivoco?
—Como ya te he hecho saber, me resulta extraño que la santa de Virgo me trate de usted —le recordó Julian, a lo que Akasha no pudo sino asentir—. ¿Tatsumi se ha replanteado mi oferta de tomar las riendas de la Fundación? Creía que Ludwig von Seisser había suplido vuestros problemas financieros.
Dos años atrás, antes de que se planteara una mejor forma de ser útil al Santuario sin poder pisarlo, Akasha llegó a servir como guardaespaldas de Tokumaru Tatsumi. La Fundación Graad existía para proteger el legado de Atenea, quien fue su última propietaria legítima bajo el nombre que usó en su última encarnación, Saori Kido. Eran muchas las formas en que la Fundación actuaba como aliado del Santuario, una de ellas era la de reparar las pérdidas y daños causados durante las Guerras Santas. Un segundo objetivo, que Julian Solo propuso poco después de la repentina desaparición de Saori Kido, apuntaba a hacer algo más que luchar una y otra vez por el destino de la humanidad: hacer del mundo un lugar mejor, cambiarlo. Ambas aspiraciones habían forjado un pacto entre la Fundación Graad, la ONG que Julian Solo dirigía y el grupo de empresas que había delegado en hombres de su entera confianza. En los veinte años que pasaron desde entonces, muchos allegados de los Kido y los Solo se interesaron en los proyectos de esa alianza, fuera por genuino interés o por el inconfesable deseo de ser reconocidos y admirados como filántropos. Fuera como fuese, todos ayudaban.
Akasha admiraba la resolución detrás de aquella alianza, que se mantenía firme a pesar de todos los obstáculos que ofrecía un mundo tan lleno de contradicciones. Esa era una de las razones para realizar una tarea tan impropia de quien fue parte de la élite del Santuario, respaldando a Tatsumi del mismo modo que Sorrento respaldaba a Julian.
Sin embargo, en aquella ocasión Akasha no venía como guardaespaldas, sino como comandante de un barco asediado.
—Cincuenta sirenas rodean el Argo en este momento —dijo Akasha.
—Llevaba tiempo surcando sin permiso los dominios de Poseidón —dijo Julian—. Hay un precio a pagar para quienes desafían al dios de los mares, de este y otros mundos.
—Ya no está en posesión de Hybris, ha vuelto a nuestras manos, las de tus aliados.
—No te equivoques, Akasha, la Fundación Graad y mi gente son aliados, lo que me convierte en un aliado del Santuario para todo lo que puedo hacer como el hombre de poder en quien me he convertido. Yo, Julian Solo, velo por el bienestar de la raza humana; Poseidón vela por los suyos, los hijos del océano. Las Ancianas del Mar se han comunicado conmigo, explicándome la situación, y en este asunto intercederé por ellas, víctimas de un robo orquestado por el Santuario.
—Uno de mis hombres obtuvo el Ojo de las Greas en buena lid —argumentó Akasha—. Tres vidas fueron sacrificadas, para el beneplácito de tus súbditas.
—No son mis súbditas —repuso Julian, negando con la cabeza—. Como ya dije, en esto no soy más que un intermediario. En cuanto a tu defensa, es por los tres sacrificios que se ofrecieron que nadie actuó en vuestra contra hasta ahora. Por tres días, habéis tenido acceso a un tesoro que solo un mortal empleó en la era mitológica.
—No es suficiente —insistió Akasha—. Todavía necesitamos el Ojo de las Greas para localizar a los líderes de Hybris.
—Las Ancianas cuentan con un único medio para poder percibir el mundo que les rodea, un Ojo que deben compartir tres hermanas más antiguas que la humanidad. El Santuario cuenta con sesenta santos, que se afaman de ser símiles de los antiguos héroes, así como la ayuda de los gobiernos, ejércitos y agencias de inteligencia en cualquier nación de este planeta, que entre las sombras deben reconocer la autoridad indiscutible del Sumo Sacerdote de Atenea. Y por si eso fuera poco, goza del apoyo incondicional de la mayor potencia financiera de toda Asia. Contando con todos esos recursos para cazar a un ejército de renegados disperso por el mundo, ¿en verdad debo considerar que sois vosotros quienes necesitáis el Ojo con urgencia?
Akasha apretó con fuerza las manos enguantadas, incapaz de responder a esa pregunta. Aquel era uno de esos momentos en que agradecía la protección de la máscara dorada, un baluarte inexpugnable frente a la impasible mirada de Julian Solo.
—Hay alguien en este mundo que tiene aun más recursos que el Santuario —dijo Azrael, hasta ahora mudo observador de los acontecimientos.
—Solo soy un intermediario —insistió Julian.
—Del reino que abarca dos terceras partes de la superficie terrestre —completó Azrael, osado—. ¿Es posible que en tan vasto territorio haya alguien que pueda localizar a los líderes de Hybris, de tal forma que todos consigamos lo que queremos?
Aquella propuesta, a todas luces improvisada, pareció llamar la atención de Julian Solo. Tal y como había dicho, él era a un mismo tiempo un ser humano y el antiguo avatar de Poseidón, tenía intereses contradictorios que confluían solo en casos muy concretos. Una vía que defendiera los intereses de los hijos del mar sin causar por ello un conflicto con los santos de Atenea era lo bastante jugosa como para que, al menos, la meditara.
Pero aquella opción no llenaba del todo las expectativas de Akasha, quien de igual modo cavilaba sobre su próximo paso. Para ello, trató de ponerse en el lugar de las Brujas del Mar, rememorando las lecciones que recibió del Sumo Sacerdote sobre la Edad de los Héroes, en concreto la historia de Perseo: el semidiós también había robado el Ojo y nunca llegó a devolverlo. Las Greas, viejas desde el día en que nacieron, rogaron entonces a todas las deidades marinas para alejar la isla de los mares que navegaban los hombres. Y tres milenios después, volvían a verse desprovistas de su único ojo. No, no bastaba la promesa de devolverlo para tranquilizar a las Ancianas, como eran llamadas en tono respetuoso por Julian Solo, Perseo les había dado a conocer la desconfianza. Akasha suspiró; solo tenía una opción para salir airosa.
—¿Y si también fuéramos aliados de Poseidón?
La pregunta de Akasha no solo sorprendió a Julian. Azrael, mirándola con los ojos muy abiertos, no dejaba de murmurar frases ininteligibles y gesticular con la cabeza. Akasha posó una mano sobre su hombro, un mudo gesto en el que le pedía que confiara en ella.
—Si el ejército de Atenea y el de Poseidón fueran aliados, ¿se nos permitiría seguir utilizando el Ojo de las Greas hasta que nuestros enemigos mutuos sean derrotados?
Julian Solo arqueó las cejas, permitiéndose por vez primera mostrar asombro ante la santa de Virgo. Justo en ese momento, sin embargo, el vehículo se detuvo. Acto seguido, alguien abrió la puerta y se sentó sin que nadie lo invitara.
—No podríais ser menos útiles para el mundo ni disfrazando de animales a los matones que enviáis a cada ciudad —recitó el recién llegado, a la vez que la limusina volvía a ponerse en marcha—. Fueron sus palabras la última vez que nos encontramos. ¡Ya había asumido que no estaba interesado en mi propuesta!
Aquel hombre no debía pertenecer al círculo de Julian Solo. En lugar del negro propio del luto, vestía de índigo y celeste. Llevaba una brillante corbata roja y zapatos recién lustrados que lucía con descaro al cruzar las piernas. Todavía era joven, no debía haber llegado a la treintena, y a primera vista tenía pinta de ser un ricachón despreocupado, pero Akasha percibía algo más detrás de la artificial familiaridad en su sonrisa, sin poder determinar si era un buen o mal presentimiento.
—Y lo sostengo —dijo Julian, apenas mirándolo de soslayo—. Akasha, te presento al caballero negro de Altar, uno de los seis líderes de Hybris. Altar negro, te presento a Akasha, santa de Virgo al servicio de la diosa Atenea.
El líder de los caballeros negros, el hombre que había aprovechado el sueño de Akasha para tornarlo en la mayor pesadilla del Santuario. El apasionado orador que había tergiversado los ideales del ejército de Atenea para transformar héroes valientes y honorables en bestias sedientas de venganza. El flautista de Hamelín que había arrebatado la voluntad a miles de aspirantes por todo el mundo. Akasha jamás imaginó que se encontraría a aquel hombre en semejantes circunstancias.
La sorpresa inicial se convirtió en rencor, de tal modo que creyó ver en la serena y límpida faz de aquel sujeto el rostro cínico de Caronte, tal y como Kiki se lo mostrara doce años atrás. Sacudió la cabeza, avergonzada de su estupidez, para terminar encontrándose solo a un rico empresario más, de común negro en la espesa cabellera y los ojos, fijos en ella. Le estaba extendiendo la mano.
—Me alegro de que por fin nos conozcamos —saludó Altar Negro, sonriente.
—Me temo que no compartimos esa alegría —dijo Akasha, gélida.
Altar Negro asintió a la vez que dejaba caer su mano.
—Está bien, lo entiendo. ¿Puedo confiar en que escucharéis mi propuesta, al menos?
Akasha buscó la opinión de Azrael sobre tan inesperado giro. El asistente, más bien distraído, tardó tres segundos en asentir. ¿Qué podía estar ocurriéndole? ¿Estaba cansado, después de la larga vigía en torno al Ojo de las Greas? Tendría que preguntárselo más tarde, ahora no era el momento de mostrar debilidad.
—¿Os rendís?
—Soma, Agrius, Theon y Geist. Tres jóvenes prometedores y una valerosa veterana en busca de aprobación. ¡Aprobación de la diosa, por supuesto! ¿Alguno ha sobrevivido? —Miró primero a Julian Solo y luego a Akasha, recibiendo solo silencio—. Apreciaba a esos chicos. Obedientes, pero con iniciativa; pasionales, pero no carentes de ese sentido común que tanto apreciamos en Hybris. Dignos santos de Atenea.
—Pudieron ser santos de Atenea, si no los hubieras corrompido —interrumpió Akasha, apenas conteniendo la ira. En la cara de aquel hombre volvió a ver la de Caronte, burlándose de ella, pisoteando sus esperanzas.
—Geist era uno de vosotros, ¿cierto? Santa sin constelación, podría decirse, ya que el manto de Ofiuco sigue perdido —señaló Altar Negro—. En cuanto a los demás, jamás habrían llegado a ser reconocidos como santos de Atenea, no en el Santuario. ¿Creéis que es al azar que exista un número limitado de mantos sagrados y de jóvenes aptos para vestirlas generación tras generación? ¡No! Es así porque así fue escrito desde la Antigüedad. ¿Qué deberían hacer el resto de seres humanos, también fieles a Atenea y al mundo que los vio nacer? ¿Conformarse con ser vigilantes, protectores de un pueblo griego, o escuderos de los santos, los auténticos héroes escogidos?
—Todos cumplimos un papel en el ejército de Atenea, sirviendo al mundo, no satisfaciendo las ambiciones personales de un charlatán. Eso es lo que significa ser un santo, sin importar el rango.
—¿Servir a un mundo corrompido? ¿Es ese el noble propósito de los santos que lucharon miles de años atrás, o el placentero conformismo de una orden agotada y moribunda? —cuestionó Altar Negro—. ¿Por qué no ayudar a cambiarlo? ¿Por qué no servir a un mundo mejor que este?
—¿A vuestra manera? —interpretó Akasha—. No se acaba con el crimen matando criminales, ni se terminarán todas las guerras ejecutando a los soldados, ni el hambre cesará porque un día se le regale comida al hambriento. Mientras sea necesaria la voluntad de unos pocos para determinar la forma en la que muchos deben vivir, el mundo seguirá estando corrompido. Esta es la verdad que dicta nuestro modo de proteger la Tierra: asegurar la esperanza para la humanidad, sea frente a los dioses que pretendan destruirla, o contra los mismos hombres que buscan dominarla cuando no pueden controlarse ni a sí mismos.
—¡Exacto! —exclamó Altar negro, entusiasta—. ¿Es el hombre un lobo para el hombre? ¿O solo el producto accidental de la sociedad en la que vive?
—Ningún ser humano nace malvado —aseveró Akasha.
—Un ejemplo me permitirá darme a entender: un hombre lucha por lo que es correcto, y muchos de sus semejantes le siguen y apoyan; como una masa imbatible, tratan de lograr que este mundo sea al menos un poco mejor. Ese hombre debe enfrentar muchas personas: las que se benefician de la injusticia, las que aceptan este mundo tal cual es porque son demasiado débiles como para intentar cambiarlo, y las que aun teniendo la fuerza y la determinación para cambiar las cosas, se limitan a proteger el status quo.
—Solo la humanidad puede cambiar su mundo. No los dioses ni sus fieles, sino los hombres que lo habitan.
—… Las fuerzas de la injusticia, debilidad e indiferencia, pretenden llevar a este hombre valiente a la muerte —continuó Altar Negro, haciendo caso omiso a la intervención de Akasha—. ¿No es lo justo impedirlo, para que la humanidad tenga un rayo de esperanza? Así como arrancamos las malas hierbas de nuestros jardines, es necesario apartar de este mundo a cierto tipo de personas.
—¿Y si no es solo un hombre? —cuestionó Akasha. Altar Negro se acarició la barbilla, indicándole con la otra mano que prosiguiera—. Mientras solo sea un hombre el que aliente a otros, la humanidad nunca crecerá, tropezará siempre con la misma piedra y el mismo dilema. Tu ejemplo solo me habla de otro ciclo de violencia sin fin.
—Un pensamiento bastante pesimista sobre la raza humana, ¿no crees? La corrupción está tan arraigada en todas y cada una de las sociedades de la Tierra, que pretender que nazcan personas siempre justas y honorables es puro idealismo. A veces hay luz en la oscuridad, pero para que brille con toda su fuerza, otros deben dejar caer la guadaña sobre las sombras. Por supuesto, incluso en un mundo que ha sido limpiado, los hombres pueden volverse malvados, ¡Hybris no pretende extinguir la idea del mal! Pero si se destruye el camino ya hecho a lo largo de estos milenios… Bueno, los hombres malvados se enfrentarán a mayores obstáculos con menos recursos.
—Sin embargo, tú te limitas a justificar el empleo del mal por un bien mayor. Para salvar el mensaje de un hombre, muchos morirán, y las familias y amigos de estos llorarán sus muertes y buscarán venganza. Diez mil años de historia humana se han escrito con sangre, y seguimos abrazando la misma forma de justicia.
—Estoy deseando escuchar tu propuesta —dijo Altar Negro, sin un dejo de sarcasmo.
—Que todos los seres humanos conozcan ese mensaje —respondió Akasha, con pleno convencimiento—. No porque alguien se lo haya dicho a costa de sangre, sudor y lágrimas, sino porque ellos mismos han llegado a él. No es una luz la que debe brillar en la oscuridad, si me permites usar tus palabras, sino seis mil millones de luces. De ese modo, no importarán la injusticia, la corrupción, o la debilidad; el mundo entero dará un paso hacia adelante del que no habrá vuelta atrás.
El silencio se hizo allá donde las palabras iban y venían sin que nadie diera su brazo a torcer. Altar Negro no dijo más por un tiempo, mirando a la santa de Virgo con ojos curiosos mientras le dedicaba una tenue sonrisa, poco más que una línea, que lo decía a todo. Por un momento, Akasha se sintió en el mismo papel que Geist, defendiendo sus ideas y escuchando luego una risa inclemente, así fuera en esta ocasión una implícita.
—Una joven idealista, ¿eh?
—Ambos lo sois, a vuestra manera —respondió Julian Solo, a quien Altar Negro se había dirigido—. Otra cosa que compartís es la ingenuidad: a lo largo de su historia, la humanidad ha crecido enfrentando la adversidad. Los caballeros negros pretendéis neutralizarla y la santa de Virgo espera que ocurra un cambio simultáneo en todos los seres humanos, ¿cómo esperáis salvarla del estancamiento, del tedio?
Akasha iba a responder, pero alguien le agarró del hombro. Al girar la cabeza, se encontró con una negativa de Azrael, ya más centrado. No necesitó más para entender que se estaba dejando llevar por la conversación, olvidando lo importante.
—Es mejor que cambiemos de tema —dijo Altar Negro, como leyéndole la mente—. Mi propuesta es muy simple. El Santuario deja cazar a los caballeros negros como si fueran algo distinto a sus matones glorificados y el ejército de Atenea obtiene a cambio lo único que no posee para detener las huestes de Caronte: números.
—¿De cuántos hombres dispondríamos? —preguntó Akasha, curiosa.
—¿Cuántos huérfanos hay en el mundo? ¡Porque eso es lo que me estás preguntando, Akasha de Virgo! —aseguró Altar Negro—. Tan solo usa tu imaginación. Hasta el último de vuestros guardias, amazonas y aspirantes de destino truncado podrá llevar una armadura negra. ¿Qué os propuso el señor Solo? ¿Una alianza con el eterno rival de Atenea, a cambio de mi cabeza?
—Él no me ofreció nada.
Ante aquella respuesta, carente de titubeos, Altar Negro no pudo sino sorprenderse, a la vez que Julian fijaba en Akasha aquella mirada aguamarina que todo miembro de la familia Solo poseía. Para ese momento, la santa de Virgo había confirmado lo que desde un principio sospechaba: toda aquella reunión era una prueba.
—Si te decapitara ahora mismo, nada cambiaría. En Hybris hay otros cinco líderes dispuestos a seguir tu obra, y aun si no los hubiera, lo único que conseguiría es convertir una organización de matones glorificados, si me permites usar tus palabras, en miles de mercenarios trabajando por su cuenta. El objetivo sería el mismo; las maneras y los límites no. El Santuario los aplastaría tarde o temprano, de eso no tengo la menor duda, pero morirían demasiados en el proceso por un instante de fugaz satisfacción.
—Solo les doy un objetivo a esos chicos, algo a lo que dirigir toda la rabia y la impotencia que vuestro Santuario les legó —afirmó Altar Negro.
—De momento, nos eres útil más vivo que muerto, sea como aliado o enemigo —concluyó Akasha—. Nos ofreces un ejército. ¿Qué demandas a cambio?
En el interior del vehículo, todos eran conscientes del esfuerzo que había tras cada una de las palabras emitidas por Akasha. Ella fue responsable de la llegada masiva de aspirantes al Santuario, lo que la volvía responsable indirecta del Cisma Negro. La oportunidad de vengarse estaba ante ella, incluso en el tono que empleaba al proponer una vía distinta a la de la más antigua forma de justicia, era claro que se le había pasado por la cabeza más de una vez eliminar al líder de Hybris allí mismo.
Julian y Altar Negro veían ese dilema con interés; Azrael, con preocupación.
—Tu rostro —dijo Altar Negro, después un largo minuto de reflexión.
—¿Qué…? —fue lo único que pudo decir Akasha. Tal era su confusión que se inclinó hacia aquel hombre, segura de que había escuchado mal.
—Deseo ver el rostro detrás de tu máscara dorada —repitió Altar Negro. Azrael lo miró boquiabierto; la expresión de Akasha quedó oculta tras el frío metal.
En apenas un segundo, ante el rostro sereno del líder de los santos negros, se encontraba el cañón de una pistola. El dedo de Azrael acariciaba el gatillo con una firmeza solo superada por la frialdad de su rostro, ahora pétreo. El otrora tranquilo y amable asistente de la santa de Virgo, se había convertido en algo del todo distinto, aunque siguiera siendo la misma persona. Inclinado hacia el líder de los santos negros, lo apuntaba con la inconfundible voluntad de disparar el arma. Ni el empresario ni Altar Negro se burlaron de aquel gesto: la amenaza de un arma de fuego era fútil contra todo aquel que conociera el cosmos, así fuera solo un caballero negro, pero la determinación con la que aquel hombre amenazaba, era comparable a la de un santo.
—Detente, por favor.
Por primera vez en mucho tiempo, Azrael no hizo caso a una petición de Akasha. Al contrario, acercó la pistola al hombre que había pretendido humillarla. En el rostro de Altar Negro era claro que respetaba la fuerza de quien lo amenazaba, pero no la temía, de modo que apenas había cambiado la expresión con la que dio sus demandas a Akasha. Julian se mantenía distante, como si todo cuanto había ocurrido en el interior del vehículo, a excepción de la propuesta de Akasha, lo hubiese previsto de antemano.
—Azrael.
Akasha no se había movido de su asiento, ni había puesto la mano sobre el hombro del asistente para tranquilizarlo. Pronunció el nombre como una orden, no como una petición. Azrael bajó el arma enseguida, sentándose una vez la hubo guardado.
—¿De cuántos soldados dispone Poseidón? —preguntó Akasha a Julian Solo.
—¿Cuántos peces hay en el mar? Eso es lo que estás preguntando, sierva de Atenea —respondió Julian Solo, mostrando el amago de una sonrisa.
—He deshonrado a los míos, al igual que lo has hecho tú, Altar Negro, aunque dudo que te importe —acotó Akasha. Consciente, gracias a aquel silencio, de la similitud entre la música del coche y el sonido de una flauta—. Todo este tiempo estuvimos a merced del canto de una sirena que bien pudo llevarnos a la muerte en cualquier momento, sin que nos diéramos cuenta. Hablábamos de emplear nuestra fuerza para salvar el mundo, cuando ni siquiera hemos sido capaces de utilizarla para mantenernos a salvo.
—El general Sorrento haciendo de chófer del último miembro de la familia Solo. Las trampas más obvias son las mejores, sin duda —exclamó Altar Negro. Lo hizo con tanta naturalidad, que no podría culparse a quienes lo creyeran en verdad sorprendido.
—Ahora que conozco vuestras propuestas y demandas, he tomado una decisión —dijo Akasha a ambos hombres, juntando los dedos de las manos—. Los ejércitos del Mar y la Tierra deberán unirse. ¡Ninguna ayuda es un exceso para la batalla que se avecina!
—Exiges que nos sometamos, pero no estás dispuesta a aceptar lo que pedimos a cambio… ¿Qué ocurrirá si nos negamos? —preguntó Altar Negro, mirando de soslayo a Julian Solo. Este, en cambio, seguía expectante a lo que diría la joven.
—Si vuestra justicia es verdadera, sabréis olvidar nuestras diferencias por el bien de este mundo. Si no, ¡seré yo misma quien os destruya! ¡Akasha de Virgo!
La limusina frenó con violencia en ese momento, como cediendo ante la audaz declaración de la exiliada santa de oro. En eso debía estar pensando más de uno cuando algo impacto contra el techo del vehículo, hundiéndolo. Sobre las cabezas de aquel insólito grupo, se manifestó un poder semejante al de la propia Akasha.
Notas del autor:
Shadir. Lo tienen complicado los santos de Atenea, pero, ¿cuándo lo han tenido fácil? Tengamos esperanza, como nos decían al final de cada película clásica.
Ulti_SG. Nadie esperaba nada de Makoto, tal vez ni el propio Makoto, pero aquí lo tenemos, santo de plata de día y caballero negro de noche. Bueno, eso último se ha acabado, por lo que sabemos. La segunda identidad de Makoto fue un guiño, sí, aunque no se me permite recordar a qué hace referencia.
Una buena forma de honrar las proezas de nuestros protagonistas de siempre, ¿no? Ah, Fénix, no parecen tener buena fama en el Santuario, pero seguro tienen una paga decente a cambio. A lo mejor a ellos sí les dan tres comidas al día.
Son vigilantes, desde luego. ¿Caros o baratos? ¿Emil o Azrael? ¿Quién tiene la razón?
Como nos dijo Disney, lo importante es lo de dentro y detrás de cada Bestia puede haber un príncipe al que seguiremos llamando Bestia.
No lo es, y nadie quiere que introduzca un romance a la japonesa, del chico y la chica peleándose durante dos tercios de la trama para amarse con locura al final. Confiemos en que eso no pasará y la sirena esté molesta, o no vuelva a hablar nunca con Makoto.
