Capítulo 24. Alma de gigante

Cayó desde la Fortaleza de Luz en el momento justo, cuando había entre ella y el suelo un par de metros de distancia, libres de la nieve por causa de la tormenta, que todo lo devoraba. Aun si en el proceso fue mandado a volar muy, muy lejos de donde pensaba caer, sintió más alivio que dolor. Tirado sobre la tierra, respiró con dificultad. Lo había logrado. Por los pelos, eso sí, ya que si bien él era capaz de crear un atajo en el espacio-tiempo, necesitaba crear la entrada y la salida él mismo, no podía abrir un agujero de gusano y luego esperar aparecer en cualquier otro sitio, como el Sumo Sacerdote y su más aventajado alumno, Arthur. Debido a aquello, cuando la Fortaleza de Luz fue para él más bien una prisión, no se le ocurrió crear un portal de entrada, no habría servido de nada, a menos que hubiese un portal de salida fuera del campo de fuerza.

Y lo había. Aerys así se lo hizo entender. La Fortaleza de Luz tenía una triple capa defensiva por todas partes, excepto en la base, que el mago no había tenido en cuenta. Allí solo había dos capas, el portal de salida y la barrera en sí, por lo que le bastó crear un portal de entrada en el suelo para escapar. ¡Era un genio!

«No —se dijo Emil—. Si no me hubiese enorgullecido tanto de mi técnica, desde un principio habríamos podido salir por tierra. Habría sido mucho más fácil.»

Tal era la vergüenza que sentía, que las mejillas encendidas bastaban para repeler el frío del ambiente, lleno de un calor antinatural. ¿En qué momento había acabado en un volcán? En eso estaba pensando cuando alguien lo pateó en el costado.

—No es momento para siestas.

Aun antes de ladear la cabeza, ya imaginaba qué se encontraría. A un lado estaba Lesath, de brazos cruzados. Llevaba puesto el manto de Orión, indemne como siempre, de un plateado que contrastaba con los oscuros picos en las rodilleras, protectores de los brazos y hombreras, cuya utilidad nunca había entendido. Bajo el casco, en el que destacaban tres picos a modo de corona, Lesath lo miraba ceñudo, en especial cuando a él se le ocurrió sonreír. Con esas pintas y la falta de heridas luego de los combates que debió librar a la intemperie, su compañero de plata le habría parecido un héroe de leyenda si no llevara encima del mango aquel abrigo de mendigo ondeando al viento.

—¡No es momento para echarse una siesta! —repitió Lesath de Orión, arrojándole una pieza que guardaba en uno de los bolsillos.

—¡Mi casco! —gritó Emil, emocionado. Apenas lo estaba tocando cuando se lo puso sobre la cabeza—. ¡Gracias!

—Pensaba que a estas alturas te habrían reventado esa cara de elfo tuya —se quejó Lesath, quien a pesar de ello ayudó a Emil a incorporarse—. Eres más duro de lo que pareces, eso lo tengo que admitir. Y ahora, ¿qué?

El santo de Flecha, sintiendo sus fuerzas renovadas, abrió pronto la boca para dar una respuesta, pero fue otro quien habló, dirigiéndose a las mentes de ambos.

Eso digo yo. ¿Qué haremos ahora? —dijo Aerys, cuya presencia se perdía bajo el suelo—. Al primero que me llame santo de Topo lo quemo vivo.

—No se me ocurriría. Eres Aerys, santo de Pan —dijo Emil, con una sonrisa que Lesath no comprendió. No le hizo caso, lo que diría a continuación le iba a gustar mucho—: Y el más listo de los tres, por lo que veo, así que te dejaremos que seas el cerebro.

¿Estás diciendo que soy débil?

—Lesath lleva en el Santuario desde que los dinosaurios caminaban sobre la Tierra y yo llevo ocho años siendo el santo de Flecha. Soy más fuerte que tú hoy, como lo fui ayer y como lo seré mañana. ¿Algún inconveniente?

Miró al santo de Orión, creyendo que iba a darle un buen y merecido puñetazo. Nada ocurrió. Su compañero de plata, todo un veterano, sabía tener los pies en la tierra.

El poder que protegía Bluegrad ahora sirve a quien desea destruirla. Lo que tenemos que hacer es impedirlo. ¿Quedan espectros en la tundra?

—Al menos seis se me escaparon, más cinco descabezados —dijo Lesath.

—Nosotros nos encargamos de ellos —dijo Emil—. Bueno, más bien el mago.

Déjalo en que fuimos nosotros. Bien, el peliblanco se encargará de los espectros, mientras el perro se ocupa de la tormenta y yo busco al mago.

Emil frunció el ceño. Entendía que Aerys pretendía sorprender a aquella criatura tan escurridiza, así como que él luchara con los espectros, ya que a distancia tendría menos que temer de ellos. Sin embargo, ¿cómo se suponía que iba Lesath a destruir un tifón?

De nuevo, fue Aerys quien lo sacó de dudas, con una explicación a destiempo.

En el río de las lamentaciones, Cocito, están las almas de quienes han desafiado a los dioses. Eso incluye a los gigantes. Yo y mis compañeros enfrentamos el espíritu de uno en el monte Sachenka. Fue fácil, solo tuvimos que encontrar el núcleo.

—Me estoy perdiendo —dijo Lesath—. ¿El tifón es el espíritu de un gigante?

—Es lo que él dice —contestó Emil—. No sé por qué está tan seguro.

Porque solo un miembro de esa raza podría servir al propósito del mago, que es llegar a Bluegrad. Me atrevo a suponer que convertir en espectros a los guerreros azules fue un daño colateral. Secuestró la tormenta para darle al espíritu del gigante un cuerpo invencible, luego lo sacó de debajo de la tierra, que todavía debe recordar la noche en que Cocito se manifestó en la región. Todo encaja.

Tanto Lesath como Emil asintieron a la vez. Sabiendo que el mago pretendía atacar Bluegrad y qué arma usaría para ello, no necesitaban saber por qué.

—Solo una pregunta más —dijo Lesath—. ¿Qué forma tiene el núcleo de un gigante?

xxx

Tuvieron que acercarse mucho para volver a sentir de verdad el arrastre del tifón, señor indiscutible de la tundra. ¿Lesath siempre había sido así de fuerte? Pensó que sí, que las batallas que había librado fuera solo habían servido para acostumbrar al combate los viejos huesos del veterano, a quien le bastaba estar presente para que el oscuro y furioso viento de los alrededores se desviara, lejos de él y aliados cercanos. No obstante, una cosa eran los restos de la tormenta y otra el lugar en el que se había concentrado su fuerza. A ochocientos metros del tifón, Emil tenía que hacer un gran esfuerzo para mantenerse en el suelo, algo que dificultaban los esporádicos ataques del enemigo: lluvias de afiladas agujas, tan rápidas como sus flechas; soplos de aire congelante; rocas de hielo grandes como casas. De todo les mandaban los espectros, bien ocultos bajo trucos visuales que solo Lesath podía distinguir. Dependía demasiado de la vista.

Por suerte, su momento llegó por fin en la forma de un alto y fornido espectro, que asía un hacha con una mano de hielo tan grande como quebradiza. Con tal arma pretendió decapitar a Emil, solo para terminar golpeando, no por primera vez, el brazal de Orión.

—Esta vez no te escaparás —gruñó Lesath, quien en lugar de retroceder, tomó con las manos la hoja del hacha—. ¡Haz lo tuyo, elfo!

Con un gesto de asentimiento, el santo de Flecha extendió el brazo, pero no disparó de inmediato. En lugar de eso, tornó el mágico carcaj adherido a este en un bello arco de plata, que su cosmos completó al servir de hilo. Durante diez segundos exactos, lo tensó sin hacer caso a las exigencias e insultos de Lesath, que lo miraba con la cara enrojecida. Luego, disparó el proyectil, directo a la cabeza del espectro.

El estallido fue tan brutal como de costumbre, Emil y Lesath salieron disparados a la vez que una saeta de cosmos a mach 50 desintegraba al espectro y partía en dos el cielo, aquel extenso remolino de nubes negras del que bebía el tifón.

—Joder —exclamó Lesath—. Joder.

—Así reaccionan todos —dijo Emil con una gran sonrisa.

—¿Por qué no hiciste eso antes?

—La Fortaleza de Luz me exige más cosmos y concentración de lo que me gusta reconocer. Creo que desapareció cuando me escapé.

Lesath le dio un golpe amistoso en la espalda, sorprendiéndole una vez más desde que empezaron aquella empresa. Había esperado que se riera de él, al no haber sido testigo de todos los quebraderos de cabeza que el mago le dio al robarle su barrera, pero en lugar de eso lo felicitaba. En tanto lo había impresionado aquella técnica. ¿Y por qué no iba a impresionarle? Era una buena técnica. Muy útil.

—Oye, Lesath, se me ha ocurrido…

—¿… que localice el núcleo del gigante y te dé una señal para que le des uno de esos disparos rapidísimos? ¡Dalo por hecho, elfo!

—Será peligroso. Podría matarte.

—Podrías intentarlo. ¡Suerte con los espectros!

Sin decir una palabra más, el santo de Orión salió corriendo rumbo al corazón de la tormenta. Emil quiso seguirlo, pero entonces uno de aquellos molestos seres de piel cristalina se le lanzó encima, tirándolo al suelo y tratando de ahorcarlo. El frío lo alcanzó en cada célula, a tal punto que las heridas en los brazos ya no importaron. Desesperado por la situación, olvidó los ocho años que había vivido como tirador y empezó a golpear al espectro con las manos desnudas.

Los otros cuatro seres de piel cristalina lo observaban todo con indiferencias, mientras que un ente de túnica blanca observaba con interés el Arco Solar, caído al suelo.

xxx

El santo de Orión no tuvo que esforzarse mucho en alcanzar el tifón. Cuando estaba a medio camino, solo necesitó dejarse arrastrar por él, en verdad un ser vivo que anhelaba su ardiente y poderoso cosmos.

—Tres mil años extintos y aquí estáis otra vez. Jodiendo.

En el ojo de la tormenta, aquellas palabras pronunciadas como un grito desafiante no fueron distintas de un chillido infantil. El viento giraba a una velocidad imposible, llenando de un oscuro gris cualquier punto en derredor. No había un mundo fuera. Y si lo había, sería destruido. Esa era la sensación que tenía Lesath en aquellos momentos, teniendo que aferrarse a un fino hilo de esperanza para no perder la cordura: un rubí del tamaño de un puño, que solo se distinguía de joyas similares por una serie de regulares espasmos, acompañados por un sonido bastante característico.

—El núcleo de un gigante es una piedra preciosa que late como un corazón humano —había dicho Aerys—. No creo que romperla mate al gigante, por el pequeño detalle de que ya está muerto, pero al menos en el monte Sachenka bastó para que se retirara.

A pesar de tener como única prueba la palabra de un santo de bronce aficionado al pan, Lesath actuó con decisión, expandiendo en todas direcciones el aura carmesí que lo rodeaba. Por momentos, parecía estabilizarse, para luego volver a dar vueltas sin remedio, sometido a presiones altísimas y temperaturas aún más bajas. Su mente, siempre tan traicionera, le remontó a una situación similar, la última batalla en la que fue llamado héroe. Entonces, junto a cuatro compañeros enfrentó a la furia de la naturaleza que era Hipólita, quien con veloces y constantes ataques lo acabó enterrando bajo la montaña más alta del mundo. Ahora se sentía del mismo modo: aplastado por algo inmenso, solo que no estaba encima de él, sino en todas partes.

Irreverente como nadie en el Santuario, trató de encogerse de hombros, de probarle a los dioses que eso no era nada para él. Pero al mover los brazos, el tifón le recordó el estado de completa indefensión en el que estaba, estirándole aquellas y otras extremidades con tal violencia que creyó que se las iban a arrancar. Frente aquel castigo, él opuso un cosmos ardiente a la vez que se obligaba a recordar el principio de todo, los cuarenta días que él mismo aceptó pasar en el Sahara sin recibir ayuda de nadie. Aquel sol que odió y aquellos escorpiones que odiaba todavía más. Así manifestó un calor que hasta el bocón de Aerys habría de respetar, durante el más breve de los instantes.

Fue suficiente. Aunque de forma burda, logró dejar de ser una marioneta del tifón y planear hasta el rubí en el tiempo que tardó el manto de Orión en cristalizarse. Las manos con las que tocó la joya, núcleo del gigante, no eran ya los garrotes del mítico gigante, sino quebradizas piezas de hielo.

—Doscientos grados bajo cero y sigue disminuyendo —dijo Lesath, aferrándose todo lo que podía al rubí a la vez que mantenía encendido el poder que ardía desde sus entrañas. Lejos del hombre solar que fue por tan poco tiempo, ahora era una pálida vela a punto de apagarse, que solo una vista legendaria podría detectar en medio de aquellos vientos oscuros—. ¡Hay un límite para lentitud, Emil!

Las fuerzas empezaron a abandonarlo, yendo a parar a aquel rubí que latía en un ritmo indiferente a la situación. Nada era para el gigante aquel hombrecillo que tocaba su corazón, salvo un delicioso bocado, una fuente voluntaria de energía.

xxx

Había algo diferente en luchar con los puños. Así lo había descubierto a Emil, más vivo que nunca justo después de haber sentido el frío tacto de la muerte. Golpear al enemigo hacía que los brazos dejaran de parecerle pesados; caminar de un lado a otro para evitar ataques borraba por un tiempo todo recuerdo del dolor en las heridas, en las que volvía a pensar como lo que eran: insignificantes. Se estaba moviendo en todo momento, luchando, dando un uso auténtico al cosmos que su querido maestro, del que alguna vez hizo gracia por lo limitado de su estilo de lucha, le ayudó a despertar.

Pese a la euforia del momento, por supuesto, no dejó de ser el deshonesto arquero al que todos en Andrómeda admiraban y querían, lo reconocieran o no. A media batalla tomó el hacha del primer espectro al que liquidó y despedazó a los tres que aún no había machacado demasiado. No necesitó muchos movimientos: aquella arma, sin duda mágica, desplegaba ondas de energía cortante con cada movimiento, las cuales no gozaban por desgracia de suficiente poder como para destruir el tifón.

Soltó el hacha y buscó la única arma que reconocía como suya, todavía a los pies del mago. Cauteloso, Emil mantuvo la vista fija en la criatura en todo momento. Incluso cuando tensó el Arco Solar, en el que una flecha argéntea se formó, todavía miraba de soslayo al enemigo más extraño y pesado que había visto jamás.

—Ocho, nueve, diez —contó el santo de plata, dudando en ese momento si debía tirar ahora. Sabía dónde estaba Lesath, por supuesto, era imposible no verlo si brillaba como si fuera a una bomba a punto de estallar. Lo que no tenía tan claro era si un disparo a mach 50 bastaría para derribar a un gigante—. Veinte, veintiuno, veintitrés…

Siguió contando, doliéndole el cuerpo entero. El mago nada hizo, tal vez lleno de curiosidad por lo que ocurría. La tierra temblaba, el aire se consumía en la flecha de cosmos, que empezaba a perder consistencia.

—Cincuentaiocho, cincuentainueve… ¡Sesenta!

El disparo y el grito de guerra se dieron al mismo tiempo que un estallido colosal arrasó toda la zona entorno a Emil, impidiéndole ver el resultado de aquel ataque tan tremendo y temerario. Solo supo, mientras volaba por los aires a toda velocidad, sintiendo el rebote del proyectil, que había actuado en el peor momento posible, cuando hasta el cosmos de Lesath sería imposible de distinguir por el mítico Linceo.

xxx

—¡Elfo hijo de mala madre!

Lesath no pudo sentir la procedencia del disparo que lo atravesó a él, el rubí y quizás todas las capas de la atmósfera en un mísero segundo. Tampoco lo necesitaba. Solo podía ser Emil, el lento, deshonesto, cobarde y al parecer poderoso Emil.

Abrió la boca para soltar una nueva maldición, pues el núcleo del gigante seguía latiendo como siempre pese a los daños, pero lo único que logró expulsar fue sangre. Con el cosmos mermado y el manto de Orión muerto, ya no tuvo protección alguna para el viento oscuro, que le cortaba como un millar de espadas. Ignoró el dolor, las heridas y la sangre perdida, buscando una explicación, que encontró pronto. ¡Había un rubí más pequeño dentro del grande, auténtico responsable de los latidos! La única razón por la que ahora podía verlo era el ataque de Emil, que destrozó dos tercios de la joya. Tendría que agradecérselo más adelante. Y darle un puñetazo. ¡Un buen puñetazo!

La sangre en torno a Lesath se extinguió, absorbida por el aura carmesí que resurgía una vez más, lista para tener el choque final con aquel frío capaz de apagar cualquier llama en la Tierra. Mientras el cosmos del hombre se expandía, este quedó estable y estoico frente a la tempestad. Nada podía moverlo, ni siquiera el dolor.

Nunca he entendido a los hombres que aseguran no temer a la muerte cuando marchan a la guerra —dijo Lesath, no con palabras que el viento devoraba con avidez, sino a través del cosmos, empleando las escasas fuerzas que le quedaban—. La mitad de las veces es mentira. La otra mitad, son discursos tan antinaturales que me revuelven el estómago. —El aura carmesí serpenteó a través de la espalda, llegando hasta el hombro izquierdo y girando una y otra vez hasta cubrir aquel brazo, el primero que dominó, en una espiral sangrienta que culminaba en uno de los dedos—. Sin embargo, en la batalla, la muerte suele perseguir a los que queremos vivir; a veces, nuestros enemigos parecen imbatibles. —El dedo brilló siete veces, mientras la uña se alargaba en un filo que fluía como la sangre—. En momentos como ese, recibir la muerte es algo inevitable. Algunos lo hacen para siempre, como amantes ansiosos y sin voluntad, pero otros admitimos solo una visita temporal. —El tifón, ajeno a tal discurso, seguía estirándole el otro brazo y las piernas, que no tardarían en separarse del resto del cuerpo, llevándose consigo al pronto exangüe santo de Orión. A él no le importó—. Porque así soy yo. Abrazo a la muerte, la levanto y se la escupo a mi enemigo. ¡Como el veneno de un escorpión!

De la cuchilla surgió un hilo de luz, que en el mismo instante atravesó el núcleo del gigante con la fuerza de las lejanas estrellas. Dejaron de oírse los latidos de la joya, que caía sin remedio al suelo haciéndose pedazos, a la vez que el tifón se debilitaba.

«¿Qué te ha parecido esto? —pensaba Lesath, quien también caía, quien también se sentía despedazado—. ¿Eh, Milo?»

xxx

Emil no pudo alegrarse por ver el tifón deshacerse a lo lejos. El dolor era demasiado grande. Tanto, que había tardado en entender que era eso lo que sentía y no el frío al que se había acostumbrado. Miró su brazo, en carne viva, sin que quedara un solo fragmento del manto de Flecha hasta la altura del hombro. ¿Qué locura había hecho?

El mago lo miraba, tan extraño como siempre. No parecía importarle que el alma del gigante se estuviera marchando, que la tempestad que tanto le había costado dominar para hacer quién sabía qué cosa en realidad se dispersara sin otorgarle nada. Él estaba quieto, observando sin odio al responsable de su fracaso. Pero no terminaron allí las sorpresas, pues aquella criatura fantasmal posó el cayado sobre el brazo inerte, moviéndolo luego de forma suave, acaso concienzuda, desde el codo hasta la mano. El dolor desapareció entonces, robado por un mago.

Abrió la boca para dar las gracias. ¿Qué menos podía hacer? Sin embargo, antes de que terminara de formular esa simple palabra, giró varias veces para alejarse, presintiendo un peligro inminente. A la tercera vuelta vio la más absurda escena de aquella noche de locos. Aerys, surgido de la tierra, se aferraba al cayado del mago. ¡Con los dientes!

—No se juega con el pan de un hombre —creyó oírle decir a Aerys, que clavaba sobre la madera unos dientes brillantes, en llamas, que hacían ver su rostro todavía más pálido de lo que estaba. ¿Siquiera seguía vivo, tras pasar tanto tiempo bajo tierra?

Al mago le bastó un movimiento para apartar a aquel santo de bronce, que salió volando con un pedazo del cayado en la boca. Suficiente.

Por extraño que pudiera parecer, Emil se sintió más preocupado por el mago que por Aerys. Después de haberlo curado, así fuera por razones que solo aquel ser espectral conocía, se había ganado suficientes simpatías como para que no pudiera regocijarse en su sufrimiento. El cayado ardió hasta volverse polvo, a la vez que el mago gritaba y gritaba con el viento sirviéndole de voz, una voz lastimera que extinguió tan pronto los restos de la madera terminaron de desaparecer.

Solo en aquel momento, cuando no hubo más espectros, tormentas, magos y gigantes de los que preocuparse, el santo de Flecha se permitió descansar.

Cuando Emil abrió de nuevo los ojos, Lesath de Orión venía hacia él, molesto. Era normal, ya sin aquel abrigo estrafalario, podía verse el manto de Orión, donde el azul del hielo primaba sobre la plata, excepto en un punto negro a la altura del pecho. El último disparo del Arco Solar había estado muy cerca de atravesarle el corazón. Por si eso fuera poco, en los brazos que aquel tremendo hombre mantenía cruzados había tantos golpes y cortes que él empezó a sentirse un niño por haberse quejado de sus heridas, tan diminutas e insignificantes. Y sin embargo, tanto las suyas como las de Lesath debían doler más que ninguna otra, pues no eran normales, no manaba de ellas ni una sola gota de sangre roja y la piel alrededor era azul.

—Sigue sin ser momento de tomar una siesta —dijo el santo de Orión en cuento llegó, pateándolo. Tenía la cara tan pálida como la de Aerys, sino es que más.

—Hemos ganado —repuso Emil, muy, muy cansado—. Gracias a mí

—He ganado, a pesar de ti —gruñó Lesath, palpándose el pecho agujereado—. ¡He vencido con mi única e infalible técnica secreta!

—No se puede depender siempre de una única técnica —replicó Emil.

—Es bueno que lo hayas entendido. Ahora, levántate, tenemos que buscar a Aerys. ¡Ojalá tenga la misma pinta que nosotros! El rey Piotr no tendrá motivo para negarse a recibirnos a los tres si nos ve en este estado, sobre todo después de saber que acabamos así por salvar su querida Ciudad Azul. En el castillo recibiremos alimentos, atención médica y hospedaje el tiempo suficiente para saber dónde está el ánfora de Atenea.

—Una estrategia interesante —dijo alguien, a la vez que un cuervo graznaba.

La tormenta pudo haber regresado y Lesath no habría mostrado el mismo terror. Un hombre había venido de la nada, como el mago, solo que no era aire bajo una capa blanca, sino puro hielo. Bajó los brazos en señal de rendición. ¿Qué otra cosa podía hacer cuando Sneyder clavaba en él aquellos ojos amatistas, encarnación del invierno?

xxx

Durante varias horas, nada había sabido la líder de la división Andrómeda sobre la misión en Bluegrad. Si el Ojo de las Greas era capaz de horadar en la tormenta que protegía la Ciudad Azul, no quiso descubrirlo. Después de que el Barquero la detectara, resultaba evidente que aquel tesoro debía usarse con prudencia. Y pocas cosas eran menos prudentes que entrometerse más allá de lo debido en los dominios del Señor del Invierno. Era mejor esperar. Confiar en Emil, incluso en Lesath y Aerys.

Aquella fue la convicción de Akasha hasta que Azrael tuvo que retirarse, aquejando un repentino dolor de cabeza. Entonces, empezó a sentirse inquieta, deseando echar un vistazo a lo que sucedía. Kiki trató de tranquilizarla con otros asuntos, que incluyeron el inexplicable traslado de la práctica totalidad de la división Cisne a una isla de nombre Thalassa. Aquella información, que Kiki había sonsacado a Aerys en el momento en que lo contactó, solo incrementó las preocupaciones de Akasha. Poco a poco, empezaba a arrepentirse de incluir en aquella misión a un elemento extraño como el santo de Erídano. ¿Valía el riesgo, con tal de no llevarse sorpresas con la división a cargo de vigilar a Poseidón? No estaba segura. ¡Qué difícil era todo ahora, que no podía actuar por sí misma! En su condición de exiliada, no podía vestir el manto de Virgo y deshonrar a sus predecesores, mucho menos tenía alguna autoridad que justificara una reunión con el rey de Bluegrad, ahora que había perdido el favor del Sumo Sacerdote.

«Y si se lo hubiese pedido a Lucile, le causaría muchos problemas —pensó, tratando de convencerse de que había hecho lo mejor—. Soy mortal. Existen límites para los mortales. Así ha sido siempre y así seguirá siendo.»

El tiempo pasaba con pesada lentitud y a Kiki se le estaban acabando las cosas de las que hablar, después de exponer cómo la división Dragón había dado por bueno el informe y se iba posicionando en todos los lugares que pudieran relacionarse con el Hades, desde la torre de los espectros hasta el antiguo territorio de los Heinstein. Se retiró con un gran bostezo. Llevaba muchas horas sin dormir. Poco después vino Makoto, con el pecho cubierto de vendas recién cambiadas, recordándole con su sola presencia que acababa de poner a dos de los suyos en peligro mortal. De nuevo.

La ausencia de Kiki y Azrael se hizo notar en el ambienta, ya que el maestro herrero de Jamir era el único que podía tirar de la lengua a Ban, de quien no podía decir que fuera un gran conversador por mucho que lo quisiera, mientras que Makoto solo hablaba sin vergüenza cuando era para discutir con Azrael.

Mil años después, la puerta se abrió. El primero en entrar fue Kiki, sombrío, seguido de un hombre uniformado al que Akasha no veía desde hacía dos años.

La sola presencia de Sneyder, comandante de la división Fénix y conocido ejecutor del Santuario, hizo descender la temperatura de la sala, en ambos sentidos. Las esperanzas de una misión exitosa se extinguieron a la vez que el aire helado lamía las paredes congeladas. Como de costumbre, aquel hombre preparaba el campo de batalla.

—¿Qué ha sido de Emil de Flecha y Lesath de Orión? —preguntó Akasha, sin titubeos.

La respuesta vino enseguida, pero no con palabras. Sneyder le encajó un puñetazo en el estómago que la hizo doblarse sobre sí misma. Tardó en recuperar el aliento, lo suficiente como para que al alzar el cuello sintiera el filo de una espada en la nuca.

—Dame una razón para no hacerlo —sentenció Sneyder.

Notas del autor:

Shadir. ¿Qué será la justicia en la que cree Sneyder? Por el momento, otro misterio a la larga lista, en lo que nuestros héroes lidian con ese mago que juega a gusto con ellos. Es una suerte que Emil se haya librado del estigma de ser atormentado por su propia técnica, confiemos en que no se deje avasallar por ello, hace mucha falta aquí.

Ulti_SG. Conforme leía estos capítulos antes de publicarlos pensaba, ¿no me estaré sobrepasando con Emil? En las historias, por lo general, las barreras aguantan los ataques hasta que dejan de hacerlo. Este santo de plata se va a quedar con la idea de que creó la peor técnica del planeta, pero si pudo salir de eso, sabrá seguir adelante.

En efecto, Alexer es uno de los Campeones del Hades, de lo que extraemos que murió en algún punto en el pasado. Parece un hombre lo bastante confiable como para que Piotr lo defienda de Sneyder, ¿podremos confiar nosotros en él?

Llevo mencionando su existencia desde principios del arco y al fin aparece. Sneyder, comandante de la división Fénix y uno de los cinco generales. ¿Quién será el último miembro de ese selecto Top 5? ¡Solo lo sabrán si continúan leyendo!

El capitán América celebra que hayas pillado la referencia al vuelo. Sí, es un guiño a la película de Hércules, de Disney, para la cual mi yo más quisquilloso con las adaptaciones mitológicas se queda mudo. Aerys puede sentirse orgulloso de tener el diálogo del único Hades de la ficción que es estupendo ver como villano.