Capítulo 25. Al servicio de la justicia

Todos podían ver la espada, que nacía junto al brazo de Sneyder como un diamante pulido hasta convertirse en un arma terrible. Sesenta centímetros de un cristal blanquísimo, apenas visible tras el vapor frío que emanaba. Era de doble filo, con bordes tan finos que no podían distinguirse sin fijarse de cerca. Si Akasha hubiese levantado la cabeza por solo un milímetro, ya la habría perdido. Ahora, la general estaba de rodillas, con el pecho apoyado sobre un tocón de hielo.

—Dadme una razón para no ejecutaros —dijo Sneyder de nuevo, sin cólera, odio o reproche. La voz que dominaba la sala, tan gélida como el cosmos que la respaldaba, era de una indiferencia inhumana.

—Se le acusa de traición. —El santo de Cuervo entró, vistiendo el manto de plata. Akasha distinguía el sonido de las pisadas, así como su tono malicioso. Sin dejar de mirar el suelo, ya podía imaginar la sonrisa triunfante que le debía estar dedicando—. A pesar de los días transcurridos, no ha utilizado el Ojo de las Greas para el cometido que se le asignó: encontrar a los líderes de Hybris. ¿Quizá lo ocupaba para sus propias ambiciones? Je, no me responda a eso, solo estoy divagando. —Carraspeó antes de proseguir. Mientras hablaba, empezó a caminar a su alrededor—. Lleva ya dos años en el exilio, sin permiso para pisar el Santuario, así como cualquier otra tierra consagrada a la diosa y nuestra orden, lo que incluye la ciudad de Atenas por supuesto, je, je. Dígame: ¿ha cambiado en algo su situación en los últimos días?

—¿Qué tiene que ver…? —Akasha detuvo la pregunta a media hacer. No hubo sangre, pero un corte se le había formado en la nuca. El movimiento fue leve, claro ejemplo del control que su juez y verdugo tenía sobre la espada, el mismo que tenía sobre su vida.

—Responded —ordenó Sneyder—. Y hacedlo siempre con la verdad.

—No, no ha acabado —contestó Akasha; deseó hacerlo con firmeza, pero las palabras huían débiles de su boca temblorosa.

«El cuello, siento frío en el cuello.»

—Por supuesto —asintió el santo de Cuervo—, de modo que su visita a Atenas puede sumarse a la larga lista de afrentas contra el Santuario, je, je. ¿Qué la motivó a cometer semejante estupidez? ¿Creyó poder pasar inadvertida?

—No. —El santo de Cuervo era un explorador, no Lesath de Orión, pero Sneyder estaba allí y él olía las mentiras como otro huele la comida podrida. Mentir no tenía sentido—. Debía conservar el Ojo de las Greas. Fui a Atenas para cumplir con mi misión, de modo que no temí que lo supiera al Santuario, ni hice nada para tratar de ocultarlo.

—Es cierto —accedió Sneyder, alzando la espada solo lo suficiente para dejarla en la misma posición que al principio.

—Las Greas, como todos los espíritus, deidades y criaturas marinas, deben fidelidad a Poseidón por el simple hecho de ser quienes son. Por si tal realidad no bastara, el dios de los mares les prestó ayuda cuando Perseo les robó lo que hoy llamamos el Ojo de las Greas. La isla que habían habitado desde tiempos inmemoriales, fue separada del mundo de los hombres y enviada a los mares olvidados. Fue usted quien dio esa información al Santuario, ¿me equivoco?

—Desde que obtuvimos el Ojo de las Greas, averiguamos más en tres días que toda la orden en doce años. No podemos prescindir de una herramienta tan valiosa.

—Solo un loco negaría su valor —concedió el santo de Cuervo—, pero más tarde o más temprano las Greas rogarían que su don les fuera devuelto, y si algo no puede decirse del dios de los mares, es que ignora las súplicas de sus súbditos. El deber de Makoto de Mosca, como miembro de la división Fénix, era infiltrarse en un grupo de Hybris, ascender y descubrir quiénes son sus líderes y dónde se encuentran. Fue usted, quien de forma expresa pidió un cambio de prioridades, asegurando que el resultado sería igual de satisfactorio sin costar la vida de uno de nuestros compañeros. Bien, Makoto cumplió con su deber, ¿y usted? ¿Dónde están los líderes de Hybris?

«Solo hay un líder que importa y su muerte no nos serviría de nada —pensó Akasha, quien tuvo que contenerse para no dar semejante respuesta. El santo de Cuervo quería acorralarla, hacerla sentir culpable de hacer lo correcto. No se lo iba a permitir.»

—Desconozco quiénes son y dónde se encuentran, de momento. Sin embargo, he obtenido información indispensable sobre el Hades, sin duda la división Dragón…

—Tiempo —interrumpió el santo de Cuervo, deteniéndose al fin frente a Akasha. Se tomó un momento para alzarle la barbilla, apartándole algunos cabellos que caían ante la máscara dorada—, el bien más preciado del mundo, lo que nos incluye a nosotros. Servimos a la diosa y vivimos bajo la amenaza de quien profanó su tierra sagrada delante de nuestras narices. Tuvo mucho de eso, ¿no es así? Tres días, suficientes para sondear el mundo entero, ya que contó con el ojo de un dios y los reflejos de un santo femenino de oro. Me consta que en ese tiempo solicitó al Santuario poder atracar en Atenas, envió una petición de asistencia a un miembro destacado de la división Dragón y hasta le dio tiempo de informar de una realidad que el Santuario ya sospechaba. Nada mal para un solo día, el problema es que ha contado con más de cincuenta horas, incluso si soy generoso con las horas de sueño que alguien como usted puede permitirse. ¡Cincuenta horas! ¿Tanto costaba usar al menos una para nuestra principal prioridad? Encontrar las cabezas de esa hidra que tantos quebraderos de cabeza…

—Nuestra prioridad es el Hades, siempre lo ha sido. —Esta vez fue Akasha la que interrumpió. Sacudió la cabeza, apartando las manos frías del santo de Cuervo y volvió a mirar al suelo. Sneyder no le había concedido otra cosa, aún—. Los santos no nacemos para ocuparnos de los rebeldes, ¡ni siquiera debería existir tal cosa en nuestra orden! Nuestro deber es con la Guerra Santa, con el enemigo de la diosa: Hades.

—Los. —La intervención de Sneyder, silencioso hasta aquel momento, fue acompañada por el descenso de la espada, y de nuevo Akasha sintió la hoja en la nuca—. Los enemigos de Atenea: Hades, Ares y Poseidón. ¿Recordáis que el dios de los mares ya era enemigo de nuestra diosa cuando Hades todavía se limitaba a sus dominios?

—Lo recuerdo —respondió Akasha de inmediato. En cierto modo, agradecía que Sneyder la hubiera sacado del sendero por el que el santo de Cuervo la estaba llevando; lo peor que podía reservarle aquel en el que se encontraba ahora, era la propia muerte—. Los Señores del Hades se alzarán hasta nuestro mundo porque un día los hombres bajaron al suyo y les causaron un gran daño. ¿Por qué no vengarse cuando éramos más vulnerables? ¿Por qué han tardado más de diez años en responder?

—El reino ha perdido al rey que lo gobernaba desde los albores del tiempo —contestó el santo de Cuervo, restándole importancia—. ¿Tan raro es un pequeño retraso? Un líder insensato ataca en el momento en que desea atacar; en cambio, el sabio se toma el tiempo de preparar la batalla que se avecina antes de que comience.

—Es tan insensato comparar el Hades con cualquiera de los reinos que han formado los hombres, como lo es equiparar a los dioses y sus decisiones con las de los mortales protegidos por un título inmortal —apuntilló Akasha—. Sospecho que no han atacado hasta ahora porque no tenían a quien los dirigiera y ahora eso podría haber cambiado. Es posible que Hades, señor de los reinos más allá de la muerte, siga con vida.

—Hades murió —replicó el santo de Cuervo, ya sin la calma que lo había cubierto desde que entró a aquel cuarto—. Atenea, acompañada por los cinco héroes legendarios, lo derrotó y acabó con la amenaza que suponía para la Tierra, para siempre. —Sacudió la cabeza y dio una rápida vuelta alrededor de Sneyder y Akasha antes de volver a colocarse frente a ésta—. ¿¡Pretende seguir el ejemplo de Dragón del Mar!?

—¿Creéis en la palabra de vuestra líder?

A nadie en aquella sala se le escapó que el santo de Cuervo había perdido los estribos, mucho menos a Sneyder, quien con aquella tercera intervención ponía fin al interrogatorio, permitiendo hablar al resto. No eran del todo testigos: desde un extremo a otro del cuarto, el suelo era cubierto por una capa de hielo que se alzaba en torno a cada miembro presente de la división Andrómeda. Hasta Kiki, que no vestía un manto sagrado, estaba aferrado al suelo como si fuera un prisionero, un enemigo. Así se sentía Makoto de Mosca, uno de los afectados, quien fue el primero en responder.

—¿Hades sigue con vida? Es posible. Si se toman la molestia de leer los papeles que hay sobre la mesa —hizo una pausa, en la que Sneyder indicó al santo de Cuervo que los leyera—, verán que el inframundo sigue existiendo. A pesar de que no estuve presente en la vigilancia, creo en lo que allí leí, pues todos los involucrados en la creación de ese informe han servido a la diosa durante al menos diez años.

El santo de Cuervo carraspeó.

—Incluso si fuera verdad… ¿Acaso son mejores dos dioses que uno, si ambos son enemigos de Atenea? Je, je, una mentira que no solo no salva al mentiroso, sino que lo perjudica. ¿Puede concebirse algo más lamentable?

En ese momento intervino Kiki, recuperando de pronto la sonrisa y el orgullo.

—No sé de qué hablas. Yo solo cuento un dios, Hades. Y ya que somos unos mentirosos, ni siquiera él cuenta. No hay dos dioses de los que preocuparse, sino cero.

El santo de Cuervo no supo qué responder.

—Explicad este sinsentido —ordenó a Sneyder, dirigiendo la mirada hacia el único de los presentes que no había intervenido—. Ban de León Menor.

—La última encarnación de Atenea, a la que yo y mis hermanos tuvimos el honor de asistir, encerró el alma de Poseidón en un ánfora el pasado milenio, dejando con vida a Julian Solo. Ningún hombre en la Tierra, ya sea el rey de Bluegrad o el Sumo Sacerdote, podría romper el sello de una diosa del Olimpo.

—El ánfora de Atenea sería un regalo simbólico —añadió Akasha, agradeciendo en su fuero interno la astucia de sus hombres—. Por el contrario, los hombres que Julian Solo podría aportar para proteger este mundo no lo serían. Es el receptáculo de Poseidón, a quien todo espíritu, deidad y criatura marina le debe lealtad.

—Mis palabras… —se quejó el santo de Cuervo—. ¡Pero usted dijo que no podíamos prescindir del Ojo de las Greas! ¡Debemos estar preparados para enfrentar a Hades!

—¿Lo dijo? —cuestionó Kiki, hurgándose una oreja—. ¿Tú oíste algo semejante?

Estaba mirando a Makoto, que apenas podría intuir la clase de juego en que le estaban metiendo sin mediar consulta alguna. Este frunció el ceño, tratando de recordar las palabras exactas que se habían dicho en aquel juicio improvisado.

—Dijo que sospecha que Hades podría estar vivo, por lo que necesitamos el Ojo de las Greas para seguir vigilando y confirmarlo.

—Caballeros negros, el Hades, Caronte… El enemigo baila ante la punta de la Lanza de Atenea, que se limita a golpear con el asta a nuestros aliados, probables y ciertos —puntualizó Ban—. El beneficio de conservar el Ojo de las Greas es enorme, mientras que el precio a pagar es insignificante.

Nadie habló en aquel momento, ni de una parte ni de otra. El silencio se manifestó como un apropiado acompañante del frío que se había adueñado del cuarto. Al principio de aquella pausa, el santo de Cuervo se sintió derrotado, mientras que los miembros de la división Andrómeda —Makoto contándose entre ellos, sin tener muy claro por qué—, sentían que habían salido airosos. Pero conforme el tiempo siguió avanzando sin escucharse una respuesta de Sneyder, los rostros de todos empezaron a ensombrecerse. Solo entonces, cuando la sonrisa de Kiki volvió a desaparecer, Sneyder habló, alzando el brazo hasta apuntar al techo, también cubierto de hielo.

—Agradezco vuestra sinceridad. Cada uno desconoce una parte de los verdaderos planes de vuestra comandante, pero lo que me habéis contado me acerca más a la verdad. Solo lamento que Azrael no estuviera presente.

La espada descendió tan rápido que ninguno de los presentes, aun si no estuvieran atados al suelo, habría podido detenerla. Se escuchó un sonido, semejante al choque de acero contra acero. Una cúpula de un blanco metálico había aparecido alrededor de Akasha, deteniendo el avance de la hoja de cristal.

—Si no me falla la memoria —dijo la voz de un hombre pacífico, a quien no por ello le faltaba firmeza—, solo Atenea puede decidir sobre la vida y la muerte de un santo.

La mera presencia del recién llegado bastó para lograr que Sneyder apartara la espada, esta vez apuntando al suelo. Portaba un manto de bronce, del tono rosado de la nebulosa de Andrómeda, y sendas cadenas en los brazos, ambas de leyenda. La punta de una de ellas se perdía en la cúpula formada tras él, que protegía a Akasha.

—Shun de Andrómeda —saludó Sneyder—. El Sumo Sacerdote es el representante de Atenea en la Tierra. Vengo en su nombre.

En otro tiempo, el manto sagrado de un santo de bronce se había caracterizado por otorgar una protección básica, acorde a las limitadas fuerzas de su portador. Ampliarlas solía suponer más un lastre que la segunda piel que tenía que ser. Esta realidad diferenciaba al tercer rango en el ejército de Atenea del segundo y el primero, por una distancia semejante a la que puede haber entre la tierra y las estrellas en el cielo nocturno. Shun era una de las cinco excepciones a la regla, habiendo sobrevivido al igual que sus hermanos a los más temibles enemigos que un hombre era capaz de enfrentar. Los santos de oro, los generales marinos y los jueces del Hades, así como los mismos dioses. Él no tenía que temer enfrentar una decisión de Sneyder, era un igual.

—Si el Sumo Sacerdote ha ordenado la muerte de nuestra hermana de armas, no puedo oponerme —lamentó Shun—. Pero, ¿haría algo así él, sin un juicio previo?

—No lo ha ordenado de forma explícita —tuvo que admitir Sneyder—. Decidme, comandante, ¿servís a la justicia?

—Nací para ser un santo de Atenea —respondió Shun sin el menor titubeo—, y lo seguiré siendo más allá de la muerte.

—En ese caso, no sois mi enemigo —concluyó Sneyder.

El santo de Andrómeda asintió, deshaciendo la cúpula que protegía a Akasha hasta que adoptó a la vista de todos la forma de una cadena con punta circular. Mientras esta se recogía en el brazo izquierdo, del derecho caía otra que terminaba en un triángulo, como la punta de flecha. Un instante después, tanto el tocón como los bloques de hielo de hielo que sujetaban a la mayoría de los presentes fueron destruidos. De aquel movimiento, solo Shun, Sneyder y Akasha fueron conscientes. El resto solo pudo observar, admirado, un resultado para el que no tenían explicación.

—Nunca lo hemos sido —aseguró a Shun, una vez la espada de hielo se extinguió en una nube de aire helado—. Y espero que así siga siendo.

—Señor Sneyder, han confesado…

El santo de Cuervo no pudo terminar la frase, una fuerza invisible le oprimía el cuello.

—No soy yo —aseguró Kiki con los brazos alzados, dándose por aludido al ver que todos lo miraban—. Será nuestra traviesa subcomandante.

El santo de Cuervo cayó de rodillas, con el cuello apretado y enrojecido. Al observar aquello, muchos se hicieron la misma pregunta: ¿desde cuándo los vigilaba June de Camaleón, segunda al mando de la división Andrómeda?

—Akasha, ¿te encuentras bien? —preguntó Shun, gentil.

—Sí —respondió la joven, al tiempo que se permitía erguirse. Desde la nuca, como un macabro collar, se dibujaba una línea azulada.

—En ese caso, descansa. Has trabajado mucho —dijo Shun. A pocos metros, el santo de Cuervo recuperaba el aliento, acariciándose el cuello herido—. Si necesitas mi consejo, tendrás que esperar a que me ocupe de los asuntos pendientes con la división Fénix. Es lamentable que un simple problema de comunicación nos haya enfrentado, pero confío en que estamos a tiempo de solucionarlo. ¿No estáis de acuerdo, Sneyder el Pacificador? En estos tiempos, resulta extraño ver a un santo de oro desprotegido.

—Está en Jamir —dijo Sneyder, mirando a Kiki de soslayo. Este miró a otro lado, fingiendo demencia, pero la reacción de Shun no fue divertida en lo absoluto, sino de preocupación—. Es cierto que tenemos mucho de qué hablar, comandante.

Shun sacudió la cabeza, en señal de negación.

—Al igual que mis hermanos, cedí ese título a la nueva generación. Y debo añadir que no tengo queja sobre cómo Akasha ha dirigido la división que fundamos juntos.

—Hay asuntos de los que no se puede hablar con una exiliada.

—Todo es por el bien del mundo, pero lamento esta situación.

Nadie pudo determinar a quién iba dirigida la disculpa de Akasha, que llamó la atención de todos excepto el santo de Cuervo. Este estaba demasiado ocupado buscando la posición de June como para tener ganas de hacer una broma al respecto. La joven comandante tampoco dio más explicaciones, sino que tras una leve inclinación dio media vuelta y se retiró, envuelta en una calma inesperada.

En el suelo sobre el que había estado aún quedaban manchas de sangre, ya seca.

Muy lejos de aquel suceso, las imágenes que lo representaban se extinguieron, hundiéndose en un océano de coloridas nebulosas. Y por encima de las luces, Caronte tamborileaba el brazo derecho del trono en que se sentaba, pensativo. Apoyaba la mejilla en la mano izquierda, con dos dedos sobre la sien, preguntándose si sería prudente seguir observando. Resultaba divertido, si lo miraba con perspectiva: mientras los santos de Atenea se planteaban pactar con Poseidón a cambio de conservar el Ojo de las Greas, él tenía acceso a cada punto en el espacio-tiempo. Lo que fue, lo que pudo ser, lo que es, lo que podría ser, lo que será… ¡Hasta lo que jamás sería! Todo estaba contenido en el Portal del Tiempo al que solo otros ocho como él tenían acceso.

La chica está formando un ejército. No entiendo a los humanos. No quieren la guerra, pero la buscan incluso cuando pueden evitarla. Deberías detenerla, pero no lo harás, nunca haces nada fuera de plazo.

Palabras sin sonido, pertenecientes a la Esfera de los Vivos, Neptuno. Caronte encontró al emisor de aquel mensaje sobre un trono del color del mar, que como el suyo flotaba bajo el más claro de los cielos. Cuando le devolvió la mirada, ambos asintieron; se encontraban en un lugar que no admitía ruidos banales, donde hasta los más excelsos campeones de los dioses debían comunicarse mediante la Lengua de Plata.

Hice un juramento ante el dios del sueño. Cuando la Tierra termine su decimotercer giro alrededor del sol actuaré, no antes.

Es lo que estaba diciendo, aunque si te soy sincero, deberías decir que actuarás cuando acabe el último de los trece años de plazo —comentó a modo de corrección—. ¿Qué ocurrirá si hay guerra? ¿Necesito prepararte una excusa de antemano?

Ganamos la guerra —le recordó Caronte—. Lo que ocurra dentro de un año no pasará de ser una escaramuza, ¿te gusta esa expresión?

Es la primera vez que la oigo, me parece… —Mediante el silencio dio a entender que trataba de recordar, solo para acabar rompiéndolo con una carcajada que resonó en las mentes de ambos—. ¿Te molestó mi corrección? ¡Muchos años encerrado, viejo amigo! Conservas todos los sentidos menos el sentido del humor.

Estás exagerando. Llevaba mucho tiempo sin usar esa palabra y me pregunté si era lo suficientemente sencilla. Eso es todo —se quiso explicar Caronte, pero mientras lo hacía le daban ganas de reír también. Se contuvo.

Ya, ya… —musitaba su compañero, dejando claro cuánto le creía—. No me has respondido: ¿qué harás si se unen Atenea y Poseidón?

Era más probable que el Santuario recibiera ayuda de los espíritus divinos que cohabitan con los hombres, ¿y qué ocurrió? Con excepción de los santos de Atenea, nadie con auténtico poder sangraría hoy por una causa tan perdida como la humanidad. —En su discurso, que con toda intención omitía a las ninfas ociosas que cohabitaban con los hombres en el Santuario, había una seguridad única. Él, no obstante, era de naturaleza desconfiada, incluso cuando debía juzgarse a sí mismo—. Asumiendo que se aliaran, Atenea no ha regresado a la Tierra, y su última reencarnación selló el alma de Poseidón. Si esa muchacha cumpliera su propósito de concienciar a todas las hormigas para proteger la colonia, en el mejor de los escenarios sería una aliada excepcional, y en el peor, una molestia. Ni los santos de Atenea, legítimos o no, ni los pueblos del mar son algo que debamos temer.

Hormigas, colonias… Tanta originalidad acabará con mi viejo corazón, amigo mío —se burló Tritos, esta vez sin éxito—. Estoy de acuerdo, claro. Los ejércitos de Atenea, Poseidón y Hades en la Tierra se formaron para determinar el sino de la raza humana, no para ser una amenaza para ninguno de los Astra Planeta. Pero siguen siendo guerreros sagrados, y sabes lo que ocurre cuando el Hijo se encuentra con… —se tomó una pausa para sonreír, notándose el gesto en sus siguientes palabras— hormigas especialmente valiosas. No te lo tomes como algo personal. Cuando se trata de dar explicaciones, un símil sencillo es mejor que el poeta que nunca serás y sabes que agradezco cuando vas al grano. Sin embargo, fuiste tú quien permitió que el Santuario creciera doce años, y en el mismo mundo que al menos uno de los últimos siervos del Hijo pisó, nada menos. Les llamas hormigas, y a la vez te esfuerzas porque sean nuestros aliados, les das tiempo para que piensen, ¿cómo esperas que no me preocupe?

Esta vez, fue Caronte quien guardó silencio. Ahora podía entender lo que los santos de Atenea debieron sentir doce años antes, cuando en lugar del implacable asesino que debió visitarles, padecieron la compañía de un hombre que se divertía a costa de sus errores, que jugaba con sus mentes sin limitarse a un ataque frontal. Aquel día, uno de los venenos de Campe lo había vuelto incapaz de siquiera herir de gravedad a alguien por cuenta propia. Las manos y los pies apenas le respondían, e incluso su manera de pensar y hablar se veía alterada; la misión peligraba. Por instinto, dejó de actuar como Caronte de los Astra Planeta, y pasó a hacerlo como el hombre con el que ahora hablaba. ¿Podía quejarse del resultado? No logró su objetivo, pero abrió una puerta que, incluso si solo fuera una corazonada, quería dejar abierta un tiempo más.

Tritos de Neptuno —dijo al fin. Ni un buen argumento ni un presentimiento le convencerían, así que solo le quedaba una opción si quería tranquilizarlo—. Mi hermano de armas, aún es pronto para que actúe. ¿Te gustaría hacerle una visita en mi nombre? A la niña de Virgo, digo.

Se llama… —pretendió corregir el llamado Tritos, deteniéndose a la mitad—. Bueno, no importa. ¿Condiciones?

La misión que se le había encomendado no podía delegarla en nadie. Ni siquiera sus iguales, fueran o no más capaces que él, tenían permitido intervenir. No obstante, Tritos era taimado como pocos y si actuaba sin limitantes era muy capaz de complicar la situación. Debía ser astuto a la hora de dar las condiciones, tanto como el hombre que le había enseñado lo que eran la astucia y el engaño, mucho tiempo atrás.

Serás mis ojos y mis oídos, pero no mis manos —terminó por aclarar, serio.

Tal y como cabía esperar, Tritos aceptó, desapareciendo de inmediato.

Una vez más estaba solo, y ante él se extendía el Portal del Tiempo, invitándole a mirar. Por un momento le tentó la idea de echar un vistazo a lo que se avecinaba, y entonces recordó la triste historia de Casandra como si él mismo la hubiese experimentado. Saber verdades que nadie creería de su boca, ver tragedias que no podría evitar sin importar cuanto lo intentase. Ese era el destino que le deparaba si cedía a la tentación.

¿Debemos contemplar el futuro, o construirlo con nuestras propias manos? —le cuestionó al tiempo mismo, mientras incontables nebulosas y galaxias brillaban con todos los colores posibles. Una imagen emergió de una de ellas. Caronte no pudo contener una sonrisa al verla—: Todo por el bien del mundo, ¿eh?

Notas del autor:

Shadir. Ya lo creo que sí. Si bien Saint Seiya es una historia que ensalza el uno contra uno (¿quién no recuerda el espíritu de las Doce Casas, de avanzar siempre hacia adelante?), disfruto imaginando y escribiendo de lo que pasa cuando diversos guerreros cooperan para superar un obstáculo mayor, así que habrá más de eso.

Yo creo que el único ejemplo de un Santuario que no está dividido por alguna razón (patriarca bipolar, patriarca poseído, patriarca dios enemigo, un médico afín a las serpientes…) será Lost Canvas. Eso con Hades y Poseidón no pasa.

Bueno, sí, a Poseidón también le pasa. Te miro a ti y tu sueldo de Papa, Kanon.

Ulti_SG. Es que cuando de verdad lo quiero, las batallas se resuelven rápido. Cuando no me centro, duran tres episodios de veinte minutos cada uno.

No en vano representa al cazador que atrajo la atención de Artemisa. Lesath es tan duro de matar que podría protagonizar una de esas películas. Seguro que se lo pasa bien coordinándose con Bruce Willis.

El mago se fue. Todos podemos respirar aliviados, sobre todo esos tres.

Hasta que llega Sneyder y lo arruina a todo.

Parece que Akasha y su fabuloso plan para pactar con Poseidón sin consultarle a nadie han topado pared. ¿Cómo saldrá de esta?