Capítulo 28. Cisne desventurado
—Ay, Akasha, tienes que cuidar esa memoria. Ya no soy capitán.
—Para mí, siempre lo será.
En medio de acontecimientos que le exigían dejar escapar la verdad a cuentagotas, fue liberador sincerarse con aquel viejo amigo, quien había capitaneado la guardia del Santuario desde la invasión de Caronte hasta el final de la Rebelión de Ethel, cinco años atrás. Entre aquellas dos noches, las más nefastas en la historia reciente del Santuario, estuvo en todo lugar en el que se necesitaba, incluidos los corazones de muchos jóvenes aspirantes acongojados por las pérdidas sufridas. Icario, acaudalado en años y sabiduría, era consciente de lo que se sufría al sobrevivir a la muerte de familiares, amigos y compañeros, sabía cuándo alguien necesitaba consejo y cuándo solo buscaban a alguien que los escuchara. Aquel había sido el caso de Akasha, a quien toda palabra le parecía vacía de significado allá donde la vida dejaba de ser.
Al apartarse la santa de Virgo, Icario se estiró entre quejidos tan lastimeros como preparados, fingiendo debilidad mientras lanzaba miradas muy vivas a Sneyder. Ni siquiera prestó atención a Hugin y Ban, silenciosas sombras de sus superiores.
—¿Has hecho lo que creo que has hecho?
—Deseo observar cómo afecta la maldición a un santo de oro.
—Ya sabes qué efecto tiene —le recordó Icario—. Cuando mi división cayó enfrentando a ese Campeón de Hades, extrajiste de cada uno de nosotros el Lamento de Cocito y lo absorbiste dentro de ti.
—Demasiado pronto —opinó Sneyder, imperturbable—. Y si tenéis en cuenta mi entrenamiento, Pastor de Bueyes, sabréis que no sirvo de ejemplo.
Con un gesto negativo, Akasha indicó al ex-capitán que abandonara esa vía.
—Estoy de acuerdo en que debemos conocer a nuestro enemigo. Además, para la misión que estoy llevando a cabo, contaré con dos grandes aliados.
—¿Estos dos? —preguntó Icario, señalando a Sneyder y Hugin.
Pero Akasha no los miraba a ellos, sino a él, tendiéndole la mano enguantada.
—Estamos faltos de personal en la división Andrómeda —explicó al santo de Boyero, que mostraba total sorpresa—. ¿Qué tal el hombre más experimentado del Santuario y la más rápida entre los santos de plata? Icario de Boyero no vestiría el manto sagrado para dar un paseo, ¿cierto? Lo veía venir.
—¡Me has pillado! —exclamó Icario, estrechando la mano que le ofrecían—. ¿Cómo podría negarme ahora, pequeña? ¡Eres tan manipuladora como dicen!
Hugin carraspeó. Sí que lo era, por mucho que lo dijera con ese tono de viejo bonachón. Él, como tantos otros, consideró admirable a Icario antes de la Rebelión de Ethel e incluso en el momento posterior, por haber renunciado al cargo por no haber estado a la altura de las circunstancias. Empero, que siguiera paseándose por uno y otro rincón del mundo, convirtió el respeto que le tenía en desprecio. ¿Cómo se atrevía siquiera a sonreír? ¡El Santuario había perdido a miles de hombres por su incompetencia! No le extrañaba que Akasha lo quisiera reclutar al punto, si eran tal para cual. Un par de negligentes, dichosos y celebrados por ello.
Lanzó una mirada significativa a Sneyder, seguro de que aquel entendería lo que estaba pensando. Nada bueno se lograba si dos como ellos se juntaban.
—Somos iguales —empezó a hablar Sneyder, iluminando por un solo momento la mirada de Hugin—, ella y yo.
Al mismo tiempo, Icario y Hugin exclamaron, extrañados.
—Tú y yo no tenemos nada que ver —objetó Akasha.
—Decidme entonces. ¿Por qué acusasteis a Caronte de haber roto el generoso plazo que él mismo dio al Santuario para que tomara una decisión?
—Porque fue desde el día que llegó que empezaron a salir seres del inframundo, empezando por Jaki. Por lo que sabíamos, año a año, alguien revivía como un Campeón del Hades, sin un amo y sin una misión clara. ¿Cómo no sospechar de aquel que nos invadió encabezando un ejército de muertos?
—Y más adelante dudasteis de la idea que vos misma propusisteis —continuó Sneyder, como si no la hubiese escuchado—. Buscasteis una tercera fuerza, un nuevo enemigo al que tener en cuenta y lo hallasteis. Expusisteis la inocencia de vuestro enemigo.
—Caronte invadió nuestra tierra, mató a nuestros compañeros y robó los tesoros de nuestra diosa. No necesitamos otra razón para matarlo.
Antes de responder, Sneyder extendió el brazo hacia un lado, con los dedos apretando el aire como garfios en busca de alguna presa invisible.
—Es en eso en lo que nos parecemos. Hacemos lo que hay que hacer, así por ello otros nos juzguen, así seamos señalados como inhumanos.
Hugin, mudo testigo de la escena, sacudió la cabeza con fuerza, pero no logró hablar antes de que otro visitante apareciera. Un hombre pelirrojo, con barba y sonrisa de duende, se manifestó cerca de Sneyder, quien le agarró el cuello.
—No somos inhumanos, sino implacables.
A Akasha le dieron escalofríos. ¿Desde cuándo Sneyder tenía sentidos tan refinados como para adelantarse a la teletransportación de Kiki?
—Falló por dos centímetros —oyó en su mente la santa de Virgo—. Thalassa.
Tal fue la última palabra que Kiki le envió, quizá temiendo que Sneyder pudiera inmiscuirse en una conversación telepática. Estaba bien, no tenía que decir nada más. Existía una isla llamada Thalassa en la que buena parte de la división Cisne se hallaba ahora, algo que solo podía tener una explicación.
—Deberíais estar en Jamir —dijo Sneyder.
—Y a Jamir se dirigirá —aseguró Akasha—. Después de enviar a mis hombres al aeropuerto principal de Bluegrad.
—¿Me permitiréis interrogar a Azrael?
—¿El comandante de la división Fénix, interrogando a mi asistente? Creo que la restauración del manto de Acuario es más urgente que eso.
Sneyder asintió, como era de esperar, aunque no soltó a Kiki, que tenía la cara cada vez más pálida e hinchada. Un ardid de los suyos, supusieron los demás en cuanto vieron cómo el maestro herrero de Jamir y el santo de Acuario desaparecían.
«Señor Sneyder, ¿cómo puede dejarme aquí? —pensaba Hugin, mientras el mundo seguía girando, a merced de aquella astuta muchacha—. ¿Es para que la vigile, cierto? ¡Sí! ¡Alguien tiene que asegurarse de que no siga haciendo locuras!»
—Capitán, ¿qué tan buenas son sus relaciones con Bluegrad?
—Ay, Akasha, ¿seguirás llamándome capitán diga lo que diga, no?
—Por supuesto.
—Así sea. Sobre lo que preguntas, mi relación con Bluegrad se reduce a la realeza tratando de convencerme para convertirme en instructor entre vodka y vodka.
—En ese caso —dijo Akasha, con un tono que solo Hugin parecía capaz de leer—, ¿no le resultará difícil conseguirnos un avión que sea rápido, verdad?
—¡Ya me extrañaba a mí que eligieras el aeropuerto como punto de encuentro! —dijo Icario, demasiado entusiasta—. Siempre lo tienes todo planeado.
—Solo me adapto a las circunstancias —se defendió Akasha, mirando al expectante Hugin—. No esperaba tener que renunciar al Argo Navis tan pronto.
—¡Argo Navis! —exclamó Icario—. Tienes mucho que contarme.
Entonces empezaron a oírse risas desde la habitación de Lesath, Emil y Aerys, como recordándoles a todos la razón que los había traído allí. Hugin resopló. No solo Icario se le había adelantado a Sneyder como interrogador de los recién recuperados santos de plata, sino que Akasha se las había apañado para alejar a Sneyder de la Ciudad Azul durante una temporada. Desde luego, siempre lo tenía todo planeado.
La risa repentina de Lesath, que había estallado en tan sonora carcajada que ni las paredes del hospital bastaban para contenerlo, devolvió a Akasha a la realidad. ¿Tener un plan para cada contingencia? Solo un dios podría decir tal cosa. El mundo era demasiado complejo y siempre le ponía obstáculos, como Hugin, que ahora estaba a su cargo y haría todo lo posible para no quitarle el ojo de encima. Decidió ignorarlo por ahora y se fijó en Icario, de repente bastante serio, incluso enfadado.
—¿Ha ocurrido algo, capitán?
—Sé lo que es tener hombres problemáticos, Akasha, pero los tuyos se pasan. Mejor me voy ya a resolver el asunto del aeropuerto.
Sin añadir más, Icario de Boyero se alejó del lugar entre enojados quejidos, que todos pudieron oír incluso mientras bajaba las escaleras.
—Entraré sola —dijo Akasha más tarde, aprovechando el desconcierto.
Estaba ya abriendo la puerta cuando Hugin carraspeó.
—Desde hoy, usted no va sola a ninguna parte.
Pero ese fue el momento eb que Ban intervino antes de que Hugin pudiera traducir en hechos sus palabras. De un manotazo lo hizo chocar contra la pared, donde lo mantuvo inmovilizado hasta que la puerta se hubo cerrado de nuevo.
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A parecer de Emil, Akasha llegó en el peor momento posible.
Mucho tiempo antes, lo habría encontrado como un tonto anestesiado que no decía nada sensato, lo habitual en él. No le gustaba complicarse la vida tratando de ser profundo. Después de esa etapa, con el brazo curado y el cuerpo pasando por un merecido descanso, estuvo muy animado y receptivo con Icario y Mera, a pesar de las miradas preocupadas que Lesath les dedicaba de cuando en cuando. Escuchó con atención las batallitas del viejo, como había que hacer siempre con los veteranos, hasta que llegó a la última. Un batalla desastrosa que no tenía que ver con la otra batalla desastrosa en la que estuvo involucrado Aerys, que dormía muy feliz en el otro lado de la habitación.
Pero Akasha ni siquiera llegó en ese momento, cuando Lesath soltaba irregulares risitas como una máquina descompuesta, ni cuando Icario salió con la cara enrojecida. No, ella vino cuando aquel terrible compañero suyo le contagió la risa.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó la santa de Virgo, sin duda confundida al ver cómo Mera de Lebreles se abalanzaba hacia Lesath.
El santo de Orión siguió riendo incluso mientras la mano plateada de Mera le aferraba la garganta, marcando pronto la piel del cuello con puntos rojos. Y Emil estaba convencido de que las carcajadas no cesarían ni con la muerte, que Cerbero, los jueces del Hades y el mismo rey del inframundo las tendrían que escuchar si moría ahí mismo, como tal vez merecía. Pero Akasha, capaz de velar por el más infame de los santos de Atenea, intervino a tiempo, primero señalando a Mera a la vez que daba una advertencia, luego apartándola con telequinesis hasta la pared, donde la inmovilizó.
A Emil se le fueron las ganas de reír en el acto. Hasta Lesath empezó a contenerse.
—Espero que haya una buena razón para todo esto.
—¿Por dónde empiezo, jefa? —preguntó Lesath, todavía sonriendo.
—Por el principio.
—Me estaba contando el elfo, quiero decir, Emil —se corrigió Lesath, atónito al escuchar un gruñido de Akasha—, sobre la batalla entre la división Cisne y el duodécimo Campeón del Hades. Ya sabe, esa en la que perdieron.
—Estoy al tanto de ello.
—¡Pues ha vuelto a pasar! —exclamó Lesath, precediendo la más corta risa que jamás salió de su garganta—. Un grupo de santos de bronce, plata y oro se encargaron de trasladar el ánfora de Atenea a un lugar más seguro que la ciudad más segura del mundo. ¿El resultado? ¡La perdieron en el primer día! Sufrieron un ataque a la isla donde se instalaron y apenas lograron sobrevivir. Un fracaso más para el Cisne.
Emil esperó paciente a que Akasha reaccionara. Un segundo, un minuto. Le pareció que había pasado una hora de puro silencio, tal vez producto de la culpabilidad que sentía. Si Lesath pudo contagiarle esa risa llena de malicia hacia un grupo de compañeros era porque supo cómo llevarlo a su terreno primero, haciéndole ver todo lo que se decía de la división Andrómeda en otros lugares. Un grupo de apestados rebuscando en la basura, así los veían algunos en el Santuario. ¿Por qué ellos no eran así? ¿Por qué no se permitían una pequeña broma sobre los defectos de los demás?
«Porque para Akasha todos los que servimos a Atenea somos iguales —recordó el santo de Flecha, demasiado tarde—. Los que la ayudamos, los que la denuncian y los que la ignoran. Los que llevan un manto sagrado y los que van armados de hierro.»
En la mente de Akasha, el puzle había terminado de armarse. La división Cisne en isla Thalassa, la localización del ánfora de Atenea, la explicación de la presencia de Aerys en Bluegrad —un señuelo— y de Icario y Mera ahí —los únicos ilesos tras el ataque—. Por azar del destino, aquel viaje que hizo para comprobar el estado de sus hombres la había puesto en el camino correcto, pero en ese momento no era capaz de verlo.
Cerró los puños para contener un grito, liberando a la vez a Mera de la presión psíquica con la que la mantuvo inmóvil en todo momento.
—Sois incorregibles —dejó escapar Akasha, ladeando la cabeza hacia Mera—. Unos botarates, unos insensatos, unos idiotas. ¡Sois unos idiotas!
El grito salió de sus labios agitados, provocando que Lesath y Emil quedaran boquiabiertos. Al tiempo, Mera se acercó al par, bastante cerca uno del otro por la posición de las camillas, les tiró del pelo e hizo que se dieran un cabezazo.
—¿Es suficiente? —preguntó Akasha con tono comprensivo. Mera asintió, volviendo a su posición original a la vez que unas gotitas de sangre caían desde las frentes de Lesath y Emil hasta las camillas. Pero a ellos no les mostró piedad—. Son vuestros compañeros quienes han estado en peligro. Es el mundo el que está en peligro ahora. ¿Cómo podéis reír en un momento como este?
Les permitió defenderse, más por permitirse un momento de descanso que otra cosa. Nada excusaba comportarse como chiquillos en una competición deportiva cuando se era un santo de Atenea. Miró a Emil, que bajó la cabeza hasta que casi quedó engullida por las piernas; luego se dirigió a Lesath, que se rascaba la cabeza.
—No sea así, jefa. Hasta un par de perros como nosotros merece un halago al año.
Akasha dejó escapar un suspiro.
—No sois perros, ni elfos, ni idiotas. Sois santos de Atenea. La codicia del que espera una recompensa y la envidia del que espera el fracaso de sus pares debería ser ajena a vosotros, legatarios de héroes. Recordadlo la próxima vez que queráis reír ante un asunto tan serio. ¿Lo haréis?
—Sí, jefa —dijo Lesath, en absoluto arrepentido.
—Lo haré —dijo Emil, ya con la cabeza en alto—. Yo, Emil de Flecha, cumpliré con mi deber. ¿Qué debo robar…? Digo, ¿qué batalla debo librar ahora?
—La de las heridas y la enfermedad —contestó Akasha—. Por lo bien que lo habéis hecho en las afueras de la Ciudad Azul, olvidaré este vergonzoso asunto. Y si llegó a oídos del capitán Icario, espero que le ofrezcáis pronto vuestras sinceras disculpas. Mera —dijo, desviando la atención a la santa de plata—, cuéntame con detalle lo que ha ocurrido. Los asuntos de Poseidón ya no solo atañen a la división Cisne.
Tres líderes de Hybris fueron los responsables del ataque a isla Thalassa, al mando de un ejército de doscientos hombres. De una parte, el Caballero sin Rostro, que el Santuario ya había dado por muerto en tres ocasiones, enfrentó a la comandante de la división Cisne, lucha que seguía dándose en algún rincón del mundo. De los santos de plata presentes rindió cuenta la sombra de Águila, cuya sola mención ponía a Lesath en alerta y despertaba en Akasha viejos arrepentimientos.
«Solo puede ser ella —pensaba la santa de Virgo—. No hay más Águila Negra que ella. Hipólita, sigues viva y ayudando a esa gente.»
—Estaba muerta —aseguró Lesath—. Yo y otros cuatro lo atestiguamos. Murió.
—La muerte ya no es lo que era —soltó Emil, encogiéndose de hombros.
Quienquiera que fuese, dejó inconscientes y malheridos a todos los santos de plata con excepción de la propia Mera, mientras que entre los santos de bronce, que enfrentaron al grueso del ejército, solo Icario salió indemne, al menos en un sentido físico.
Mera terminó la explicación hablando del tercer líder, que se encargó de los escuderos, guardias y civiles que la división Cisne trajo consigo. Aquel hombre, que tenía muy poco de humano, se hacía llamar Oribarkon y transformó a todos en cerdos. Esa fue la parte de la historia que más terror provocó en los oyentes Lesath y Emil, quienes se taparon desde los pies a la cabeza con mantas en un arrebato de temor.
—¡No más magos! —exclamaron al unísono.
Nadie les hizo caso.
—No hay nada más que decir —dijo Mera—. No sabemos a dónde fueron.
—El mago está en Reina Muerte —apuntó Akasha—. El Caballero sin Rostro va rumbo a Alemania, me atrevo a suponer que se dirige al territorio de los Heinstein.
—¿Cómo podéis saberlo?
—Mera, dirígete al aeropuerto, donde te encontrarás con Icario y dos de mis hombres. Llévate contigo a Hugin. Yo me reuniré con vosotros en breve.
Sin poner más objeciones, Mera hizo un gesto de asentimiento y se retiró, poco dada a las palabras y actos inútiles.
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Cuando supo a Hugin, Icario y Mera lejos de la zona, Akasha pudo por fin relajarse un poco. Todo santo de Atenea, o más bien, todo hombre al servicio de aquella, merecía por ello su aprecio, pero había cosas de las que no podía hablar con cualquiera, así como existían otras que no le diría a nadie más que ella misma, a excepción de Azrael.
—Ni yo misma lo habría planeado mejor —dijo Akasha de Virgo, libre de ataduras.
Giró hacia sus hombres, a un tiempo dolida y orgullosa de verles sonreír con una pizca de malicia. Aquellos botarates, insensatos e idiotas hombres suyos, tan leales. Habían estado a la altura incluso en ese tiempo de reproches, en absoluto planeado.
—Los planes no siempre salen como tú quieres, jefa.
—Pero salen, al fin y al cabo.
El Ojo de las Greas había detectado a la sombra de Águila. En Japón.
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La mujer aterrizó en el patio abandonado en el que se encontraba, sentado en un banco y comiéndose una hamburguesa como si no fuera el más importante de los seis líderes de Hybris, el hombre más buscado por el Santuario y aquel al que toda la humanidad debía respetar como un padre. Eso estaba bien, ya que en realidad no era tales cosas, pero nadie debía sospechar de ello, de momento.
Cuando la vio de lejos, sintió un estremecimiento que supo ocultar dando un bocado muy sonoro y maleducado. No se había fijado mucho en ella mientras surcaba los cielos, para tener la emoción del primer encuentro. Ahora veía a una mujer alta, de largas piernas y fuertes brazos, con todo el cuerpo cubierto de vendas y aún más tapándole la mitad del rostro, de modo que el negro y rizado cabello salía al aire en forma de mechones. El lado bueno no era mucho mejor, era evidente que había conocido los golpes y el ojo, de pupila rosada, estaba siempre abierto. En el peto de la armadura negra que vestía todavía podían verse rastros de sangre, roja como los labios que curvaba en una sonrisa tan encantadora como peligrosa. Le faltaba una oreja.
—Hipólita de Águila Negra —se presentó la mujer.
—Bienvenida —dijo él, dando otro bocado—. ¿El ánfora de Atenea?
—En este lugar puede verte.
—Puede verme en todos los lugares. Akasha de Virgo tiene el Ojo de las Greas. ¡Hola, Akasha! ¿Se oye bien? Tengo aquí a una amiga que quiere verte.
Hipólita se quedó mirándolo, tal vez extrañada de verlo ponerse de pie de un salto y soltar tales gritos al cielo, tal vez viendo un error en el papel que estaba representando. Era difícil leer la expresión de una mujer con media cara arruinada y un ojo tan raro. Contuvo la tentación de leerle la mente terminándose la hamburguesa. Eso lo echaría todo por tierra, tenía que jugar limpio en todo, menos en la parte en que jugaba sucio.
—Siempre fuiste un poco raro —reconoció Hipólita—, pero has sabido mantener en pie Hybris todos estos años, porque sabías que una lucha frontal con el Santuario no era conveniente. ¿Qué ha cambiado ahora?
—Todo o nada, eso es lo que ha pasado —argumentó él—. Si Akasha logra el favor de Poseidón, dejará de plantearse una alianza con nosotros y nos aplastará. ¡Está deseando hacerlo! Si queremos negociar, debemos hacerlo desde una posición fuerte.
—Ya tenemos el ánfora de Atenea. ¿Por qué no entregarla ahora?
—Porque eso es lo que Akasha ofreció, nosotros debemos subir la apuesta, como hizo ella. Romper el sello, liberar a Poseidón.
Hipólita ni siquiera parpadeó ante la insinuación. Claro que era imposible hacerlo con ese ojo, siempre fijo en él. Le daba escalofríos.
—Tu plan tiene sentido, salvo por un detalle.
—¿Cuál sería ese detalle?
—Romper el sello de una diosa olímpica está más allá de nuestras fuerzas.
—¿Está en manos de Oribarkon, no? Es un mago. Dile que haga lo suyo. Magia.
Divirtiéndole tal ocurrencia, hizo como si se sacara una chistera y metiera la mano en ella, para sacar un conejo. Pero como no había chistera, ni conejo, Hipólita no sonrió, sino que se cruzó de brazos. Por supuesto, llevaba cinco años fuera del campo de batalla, reducida a ser la amante del jefe mientras se recuperaba y fortalecía. Romper los huesos de unos cuantos santos de plata era el entremés, lo que ella quería era el plato principal. Y en el mundo había doce dignos de ese título.
—Si te encuentras con Akasha, puedes darle una paliza, siempre que no la mates.
—Sé que no debo. Ya no es una niña de cinco años.
—¿Estoy oyendo un reproche? —preguntó él, curioso.
—Lo escuchas con frecuencia —dijo Hipólita en tono acusador—. Después de lo que ocurrió con mi hija, ese pequeño secreto tuyo me incomoda.
Si un tribunal celestial le preguntase en la otra vida, tendría que confesar. Le había tenido que leer la mente a aquella brava mujer, sacándole un nombre.
—Tu hija. Ethel.
—Murió en el Santuario, en el lugar más seguro del mundo.
—Y quieres venganza.
—Quiero la verdad, la venganza vendrá luego.
Mientras hablaban, Hipólita se había acercado más y más hasta él, manteniendo siempre fijo aquel ojo rosado. Sospechaba la verdad. ¿Qué podía hacer él para evitarlo sin ir demasiado lejos? Era los ojos y oídos de otro, no las manos.
«Si no puedo usar tus manos, usaré las mías.»
Saltó con ese audaz pensamiento cruzándole la cabeza y plantó un beso a la mujer, leyendo con el mero tacto el recuerdo de otros besos que ella había correspondido. Así logró ganársela por un instante eterno en el que ambos buscaron morderse, herirse, saboreando aquella agria mezcla de sangre, fuego y muerte que acompañaba a toda vida. Por fin olvidó que estaba interpretando un papel y dejó que este lo devorara. Se sintió en verdad quien aparentaba ser, deseó, más que ninguna otra cosa, saber qué tanto quedaba sano bajo la armadura negra y las vendas. Tan distraído estaba, que cuando Hipólita lo empujó pudo moverlo como si no fuera más que una hoja de papel.
El banco, atrás de ambos, no lo detuvo, sino que lo partió en dos con la espalda antes de rodar por el suelo. De milagro no acabó lamiendo un chicle pegado por ahí.
—Ve buscando a otro con el que negociar, por si acabo matando a Akasha de Virgo tal y como tú quisiste hacer hace trece años —dijo Hipólita, lanzándole esa acusación a la vez que bajaba sobre su pecho la bota metálica—. Continuaremos esto cuando vuelva.
La mujer de armadura negra le dedicó una sonrisa, pícara, antes de dar un enorme salto y perderse más allá de las nubes, como un cohete a propulsión.
Él, por otra parte, reía a pleno pulmón. ¿Besar a una mujer, ser empujado por ella al suelo y luego sentir aplastadas las costillas? Era un buen comienzo para la misión mediante la cual él, Tritos de Neptuno, pretendía salvar el mundo.
Notas del autor:
Shadir. Esa misma sensación debió tener Akasha en todo el interrogatorio. Mira que tener que escucharlo mientras la herían con una espada maldita.
Gajes del oficio, supongo, esperemos que pueda salir de esta con bien.
Ulti_SG. Es muy ingeniosa, nuestra Akasha, pero Sneyder es más intransigente que un inspector de Hacienda. A él no le engaña cualquiera.
Sí, siempre debe haber personajes que no se plieguen a los intereses de la protagonista y que no por ello son villanos. Si no, hace ruido, como me pasó a mí con la princesa Deyanira en Heroic Age.
Hugin y Sneyder, uña y carne. ¿Cómo se las apañará cada uno por su propia cuenta? La pesadilla del santo de Cuervo comienza ahora.
