Capítulo 29. Leones
La escarpada colina se alzaba ante él, coronada por el castillo de los muertos. Viendo más allá de la niebla, de antinatural densidad, solo encontró la lenta e inevitable victoria de la naturaleza sobre la obra de los hombres una vez son abandonadas. Torres derrumbadas, paredes blancas tornadas en sucios muros recubiertos de musgo… Si no hubiese estado presente el día en que colapsó, no se daría cuenta de que era una ilusión.
Cerró el puño, concentrando allí el cosmos explosivo que latía en su interior. El Gran Bombardeo sería suficiente para arrasar con el lugar, librándolo de una molesta emboscada por parte de los caballeros negros. ¿El ánfora de Atenea, que por alguna razón el Ojo de las Greas detectaba en el castillo y Reina Muerte? Si era una falsificación, sería bueno que quedara enterrada. Si en cambio era la auténtica, había sobrevivido a numerosas Guerras Santas desde la era mitológica; era la herramienta de una diosa, ¿qué podía temer de una explosión, por poderosa que fuera?
Decidido, como siempre, echó hacia atrás el brazo para descargar el Gran Bombardeo, cayendo de rodillas a medio ataque. Le dolía el cuello, aquella parte de él golpeada hasta la extenuación por la legión de Aqueronte, que en el pasado trató de superar la protección de Nemea. Le dolía horrores, obligándole a abrir la boca para buscar aire fresco que pudiera apagar ese ardor inexplicable. Al hacerlo, tosió sin control un rato. El cosmos que había concentrado en el puño se dispersó un destello de luces.
Cerca, un hombre apoyado en un árbol reseco fue iluminado por tal despliegue.
—Fang.
Lo reconoció enseguida por las cadenas que le bajaban desde las mangas de la túnica, acabando en dos bolas de pinchos que rasgaban la tierra. Con aquellas armas únicas como prueba, poco importaba que una túnica azul celeste lo cubriera desde los pies a la cabeza, quedando el rostro tostado oculto bajo el embozo. Tenía que ser Fang de Cerbero, reputado miembro de la división Dragón.
—¿Han pasado por aquí el Caballero sin Rostro y la comandante de la división Cisne? —cuestionó Ban una vez estuvo cerca del santo de plata, le constaba que adoraba hacerse el sordo—. Sé que me oyes.
Cerbero no respondió esa vez, tampoco reaccionó a los otros dos intentos que la poca paciencia de Ban le permitía realizar. El santo de bronce miró a aquel hombre, terminando por recordar que trataba con alguien que bien podía echarse una siesta de tres días estando de pie. Se preparó para golpearlo.
—Dame nombres, no recuerdo títulos —dijo a tiempo Cerbero.
—El Caballero sin Rostro —insistió Ban, cediendo luego de un par de segundos sin reacción—, Adremmelech. La comandante de la división Cisne, Shaula.
—Adremmelech se volvió polvo delante de mí —dijo Cerbero, soltando en medio de la respuesta un sonoro bostezo—. Shaula no se quedó conforme y fue a buscarlo a las montañas. Ninguno cruzó la línea, como tú, así que no los perseguí.
Alzando la mano de plata con parsimonia, señaló la tierra.
—Yo no veo ninguna línea —objetó Ban.
—Es que está en mi imaginación. Todavía estás a tiempo de retroceder.
—Sabes que no puedo hacerlo. Además, por lo que pude sentir antes de llegar aquí, dejaste pasar a todo un batallón de caballeros negros.
—Sí, sí, creo que cruzaron —aceptó Cerbero, sin darle demasiada importancia—. No saldrán, claro. A menos que mi comandante me lo ordene, nadie que pase de la línea saldrá de la barrera que he levantado en el territorio de los Heinstein.
—Cien caballeros negros han pasado delante de tus narices. ¿Qué clase de custodio permite que todo el mundo entre en el lugar que vigila?
—Uno muy bueno. ¿Qué importa cuántos entren, siempre que nadie salga? Además, siempre doy un aviso, lo que pasa es que van por la vida sin mirar por dónde pisan.
Ban buscó con la mirada el punto al que el santo de Cerbero señalaba, encontrándose con un cartel tirado que rezaba, en inglés y alemán: «Puertas del Infierno. No pasar.»
—¿Es alguna clase de broma?
—Para Adremmelech y Shaula no. Para los caballeros negros y Lucile, sí. Supongo que pronto lo lamentarán. ¿A dónde crees que vas?
Desde el momento en que el santo de Cerbero mencionó a Lucile, Ban había entendido la situación en la que estaba. Contrario a las expectativas de Akasha, no estaba siendo vigilado por espías a las órdenes de Sneyder, como Can Mayor y Can Menor, sino por la antigua comandante de la división Fénix, Lucile. Según las circunstancias, aquello podía ser incluso peor que lidiar con el honesto, directo e inhumano Sneyder; Lucile de Leo era ya impredecible antes de pasar por dos años de solitario encierro. Ahora que había pasado por semejante vejación, ¿podían pensar en ella como una aliada?
—Debo entrar ahí —dijo Ban cuando el santo de Cerbero le volvió a preguntar.
—¿Por qué? ¿No deberías estar con tu superior, rumbo a Reina Muerte? ¡No me mires como si no entendieras por qué sé dónde está! La voluntad de una santa de oro se está extinguiendo, algo así lo sentiría desde cualquier rincón del mundo. Un alma, aliento de dioses, herida de la más abyecta forma. Tú sabes lo que eso significa, también fuiste herido con el hierro del infierno y desde tu corazón torturado solo pudiste enseñar a tus hijos a matar y dar muerte. ¡Los hijos de una ninfa!
—Y con eso he logrado que sigan con vida hasta el día de hoy —dijo Ban, inflexible—. Ahora, ¿me dejarás pasar por las buenas, custodio?
Ambos santos avanzaron un paso, seguros del deber que tenían que cumplir, pero no llegaron a enfrentarse. Luego de un nuevo bostezo, el santo de Cerbero se encogió de hombros, apartándose. No estaba de humor para pelear.
—¿Alguna vez te han dicho que eres muy raro? —preguntó Ban, pasándose la mano por el cuello. Seguía doliéndole, en especial cuando hablaba.
—El poder tiene un precio. El que busca detener el movimiento de los átomos debe aprender a suprimir sus emociones, quien camina entre las sombras ha de abandonar parte de su humanidad… Mi caso es similar, aprendí a crear y manipular el fuego alimentando la furia que hay en el corazón de todo hombre, una que consumiría a aliados y enemigos si no la controlo. Yo la combato día a día descansando siempre que puedo y no creo que sea más raro que lidiar con ella atiborrándose de pan, como hace otro. ¿Insistes en entrar en mi barrera?
—¿Te refieres a esa en la que cualquiera puede entrar y salir? —dijo Ban.
—Esa, pero antes de que añadas una locura más a tu vida, deja que te vea ese cuello.
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Si Fang fuera en verdad un hombre compasivo, habría insistido en detener a Ban. No lo era, había sanado la herida abierta en el espíritu para salvarse de una suerte de dentera mística, por lo que el santo de León Menor no se molestó en darle las gracias antes de avanzar. Cinco pasos más tarde, sintió que el aire lo repelía y tuvo que ofrecer resistencia para dar el sexto, que quebró el mundo que tenía delante como si no fuese más que la imagen de un enorme espejo hecho pedazos.
Atrás, ya no podía verse al santo de Cerbero, sino un mar de niebla interminable. Enfrente, todo estaba igual que antes, con solo una diferencia.
—Esa mujer lo ha vuelto a hacer. Lucile, ¿de verdad eres humana?
Una docena de caballeros negros se movían de forma errática al pie de la colina, formando al tiempo un coro de risas enajenadas. Eran sombras de Fénix, también conocidos como Plumas Negras, jóvenes con nociones básicas del combate a los que Hybris ofrecía una armadura negra a cambio de lealtad eterna. Por ello, no siempre eran gente cuerda, siendo fácil engancharse a un poder cuando este era inmerecido. Sin embargo, lo que Ban veía ahora estaba más allá de eso. Las carcajadas seguían sin límite mientras la alegría y el dolor se confundían y las mejillas de todos eran marcadas por un mar de lágrimas. Pasó entre ellos muy alerta, como siempre, sin que ninguno prestara la más mínima atención a su presencia, estaban demasiado ocupados tratando de terminar con ese feliz tormento. Unos tratando de ahorcarse al no poder parar de reír, otros machacándose la cabeza contra la dura roca. Era el infierno.
El ascenso por la colina estuvo lleno de casos similares. No le extrañó que hubiera tantas sombras de Fénix, ya que recrear aquel manto sagrado, capaz de regresar de la muerte sin que nadie lo reparase, había sido el sueño de incontables alquimistas renegados, que chocaba contra un número no menor de fracasos. En el mundo podría haber cien, mil y hasta diez mil copias, de modo que no era común ver a un guerrero digno bajo aquella prenda impía, como tampoco lo era verlos en tan deplorables condiciones. Llanto, risa, furia… Las emociones de quienes creyeron estar en el antiguo castillo de Hades, sin imaginar que se hallaban en la prisión personal de Fang de Cerbero, habían sido elevadas hasta la más irrisoria exageración. Llegó a toparse con casos en los que parecían sentir una tristeza y alegría simultáneas, ambas tan dolorosas que les llevaban a golpearse a sí mismos, desgarrando la piel y mandando a volar dientes y sangre a partes iguales, sin llegar nunca al cerebro.
En más de una ocasión, le rogaron la soñada muerte, el descanso prometido. Y siempre pasaba de largo. Al igual que Fang, él no era un hombre compasivo.
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Tras recorrer la mayor parte del castillo —debiendo recordarse que no podía ser real, a pesar de los olores, las imágenes y sonidos que captaba—, Ban llegó a una sala circular. La reconoció como el recinto al que sus hermanos llegaron cuando invadieron la fortaleza, hacía tantos años. Aquel día, cayeron desde la vidriera en el techo. Miró hacia arriba, notando que seguía rota, dando paso al cielo nocturno.
—No estoy tan arriba.
La voz, melodiosa, precedió a una imagen a la que pocos sobrevivían. Allí estaba, firme sobre una pirámide formada por caballeros negros, magnífica en su manto de oro. Del casco, que asemejaba a las crines del león, caía el largo y lacio cabello dorado, enmarcando el rostro enmascarado; el peto y la cintura, al menos en forma, guardaban cierta similitud con las posteriores armaduras de los centuriones romanos; las ornamentaciones, clásicas, eran variadas, sobre todo en las extremidades, aunque sin llegar a afectar la bella sencillez de una de las doce mejores protecciones del mundo.
—Lucile de Leo.
—Ban de León Menor —saludó Lucile—. Todavía no está listo.
—Esto no es un juego.
—Lo sé, lo sé. Es un interrogatorio —dijo Lucile, divertida. Y tú eres un hombre fuerte, idóneo para el combate, inútil para esta tarea. Invitarte habría sido como darte un bisturí y esperar que fueras un buen cirujano.
—No creo que te esté yendo muy bien. Fuera del castillo sólo vi locos y suicidas. Y aquí dentro ninguno parece querer hablar.
—Prueba y error, prueba y error… —repetía Lucile, apuntando a varios cadáveres por toda la habitación, junto a columnas y paredes. Era evidente que se habían matado entre ellos—. Con los de allá fuera me limité a lo básico: intensificar emociones que ya sentían, introducir dos emociones contradictorias al mismo tiempo… Llevo dos años encerrada, necesito comprobar que mis poderes siguen funcionando como deberían.
Ban se acercó a la pirámide humana, montada sobre una elevación circular. Los caballeros negros, temblaban, empapados de sudor. Uno de ellos, el único cuya protección no era réplica de la de Fénix, rogaba por un momento de descanso.
—La mente humana es de lo más interesante. Una fobia suficientemente azuzada provoca alucinaciones muy vívidas. A ese le introduje aracnofobia y todo este tiempo ha estado convencido de que tiene arañas en la cara. El que no tiene casco, a su izquierda… Abre tanto los ojos porque he incrementado el miedo a la oscuridad que sentía de niño. ¡Lo creía superado cuando simplemente lo reprimía, pobre ingenuo! —exclamó—. Cada hombre que ves teme a algo distinto, y a su vez sienten terror hacia lo mismo…
—A ti —completó Ban, después de dar una vuelta en torno a aquellos hombres asustados—. ¿Cuál es el sentido de todo esto?
—Götterdämmerung, desde luego —contestó, extendiendo los brazos hacia el cielo—. El ocaso de los dioses.
Quizá reaccionando a aquella respuesta, la pirámide humana se derrumbó. El primero en ceder fue el caballero negro de armadura distinta a la de los demás, al que enseguida le siguió el resto. Como un castillo de naipes, todos cayeron al suelo sin remedio.
Todos excepto Lucile, que seguía en la misma posición, de pie sobre el aire.
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—Hay algo que me molesta —comentó Makoto.
—Viajamos en un avión a reacción para evitar que perciban a dónde nos dirigimos —le respondió Azrael, quien pilotaba el jet—. Por un lado está Sneyder, al que ni siquiera Kiki podría distraer por mucho tiempo. Por otro, Lucile, que ha decidido competir con Akasha, como ya te expliqué. Apostaría porque es nuestra vieja amiga la que decidió actuar y que ahora debe encontrarse en el castillo Heinstein, después de seguir a nuestro señuelo, Ban. Además, está ese asunto del ánfora de Atenea. El Ojo de las Greas lo detectó en Reina Muerte y en ese castillo, que ni siquiera debería seguir en pie para empezar. Era inevitable dividir nuestras fuerzas, por menguantes que estas sean.
—No se trata de eso —se quejó Makoto, tratando de acomodarse en el asiento del copiloto—. ¿No crees que todo esté sucediendo muy rápido? En pocos días han pasado demasiadas cosas. Tú y Akasha hacéis planes locos, el resto estará acostumbrado a seguiros, pero yo no. A mí se me aparecen Kiki y Sneyder y al minuto siguiente estoy cayendo de cabeza en el aeropuerto principal de Bluegrad, donde todos me están mirando. Eso te incluye a ti, que fuiste transportado con todo tu equipo. Las explicaciones pasan de largo y… ¿¡Siquiera me estás escuchando!?
Si bien Azrael asentía cada tanto, nunca desviaba la vista del frente. A Makoto le bastaba un vistazo a la cabina del piloto para saber que no podía culparlo: con más luces, botones y palancas de las que a alguien le pudiera interesar contar, así como pantallas, contadores, manecillas, números y artefactos extraños… Le dolía la cabeza con solo mirarlos, y Azrael debía saber para qué era cada cosa.
—Menos mal que no soy piloto —dijo el asistente como si tal cosa, acaso leyéndole la mente—. Si tuviera que trabajar en esto, me volvería loco.
«Lo hace para irritarte —se dijo Makoto—. No le hagas caso.»
Oyó unas pisadas y miró hacia atrás. Icario, santo de Boyero, lo miraba todo con la curiosidad de un niño pequeño, a pesar de los años que cargaba encima.
—No es tan sorprendente para quienes pueden moverse a la velocidad del sonido —comentó Azrael, a lo que Icario negó con la cabeza; en verdad estaba emocionado—. ¿Se te ofrece algo? Espero que no sea comida, porque no traje.
—Mera quería ver la cabina.
Junto a Icario, estaba la santa de Lebreles. De fuerte complexión, metro noventa de altura, piel morena y pelo rojo trenzado, Mera era una superviviente de la batalla que reunió a los hombres y mujeres del Santuario contra la legión de Aqueronte. Destacada combatiente, era conocida por ser la más rápida en tierra entre los santos de plata, ni siquiera Marin de Águila la superaba en ese aspecto, salvo cuando volaba.
—También me gustaría saber si queda mucho —admitió Icario, sonriendo ante la actitud de Mera. Señalaba cada cosa que veía, sin hacer pregunta alguna. Lo que su silencio y máscara ocultaban, quedaba reflejado en gestos cada vez más entusiastas.
—Menos que hace un minuto, más que dentro de un minuto —bromeó Azrael—. ¿Cómo se encuentra la señorita?
—Fría, distante… Es valiente, sobrevivirá —respondió Icario, forzando una sonrisa—. Si no nos damos prisa…
«Durará más con vida —pensó Makoto, quien junto a Azrael había escuchado una explicación bastante resumida del Lamento de Cocito—. No debió venir con nosotros.»
El estilo de combate de los santos de Atenea era menos rígido de lo que podía intuirse al conocer cómo el ejército se dividía en bronce, plata y oro. La mayoría dejaba aflorar las emociones durante el combate, que avivan la voluntad, tan importante como la fuerza y la velocidad, si no es que más. Gracias a ello era posible enfrentar hasta el frío del averno por un instante. El problema era lo que sucedía luego: la maldición, al ser enfrentada, se fortalece, volviendo atacar cuando el santo ya no cuenta con el impulso que le permite luchar hasta en las más peores condiciones. En cierto sentido, el Lamento de Cocito volvía la esperanza de un santo en su contra.
—Cinco éramos suficientes para esta misión —comentó Makoto.
—La señorita tenía que venir —repuso Azrael, a lo que incluso Icario asintió, pesaroso—. Solo así superará el juicio de Sneyder. Además, es cierto que necesitamos comprender el alcance de nuestro enemigo.
—Azrael, al fin —dijo Makoto, resoplando—. ¿Es que no puedes dejar de ser tan así, ni por el bien de la chica a la que dices proteger?
—No es una chica —espetó Mera de repente—. Es una santa de oro, que podría vencernos a todos sin mover un dedo, incluso en ese estado.
—Lo sé, lo sé… ¡No quería decir eso! —trató de explicar Makoto, sin éxito.
Años como huérfano en Tokio, y otros tantos siendo entrenado en un Santuario sin Sumo Sacerdote, anterior a la invasión de Caronte. La imagen que alguna vez tuvo de las chicas, que como hombre debía proteger, chocó de frente con la generación de santos posterior al despertar de Seiya y los demás. Hoy en día, una cuarta parte del ejército de Atenea estaba compuesto por mujeres, quienes a su vez representaban un tercio de la élite, los santos de oro. Con todo, a veces olvidaba aquella situación, curiosamente siempre en ocasiones en las que alguna aspirante o santa estaba presente.
No volvió a abrir la boca hasta que Icario y Mera se retiraron, satisfecha ya su curiosidad por el mundo moderno. Luego, el silencio empezó a abrumarlo, tenía una pregunta que quería y no quería hacer. Al final se decantó por hacerla.
—¿Era una broma eso de que no eres piloto, verdad?
—Por supuesto —dijo Azrael—. De niño debía manejar helicópteros de combate, pilotar un jet no puede ser muy diferente.
«Lo hace para irritarte —se recordó, apretando las manos—. No le hagas caso.»
—Si no acabas matándonos a todos, juro que lo haré yo.
—Oh vamos, ni que fuera tan complicado —dijo Azrael, obviando el estado de Makoto, que lo miraba con claro instinto asesino—. En todo caso, hay gente en el avión que podría salvarnos de cualquier inconveniente. Y hablando de eso, ¿me puedes sustituir? ¡Se me olvidó decirle algo a Icario!
Makoto no tuvo tiempo de responder, pues Azrael ya había salido corriendo de la cabina. Entre maldiciones, llamaba al asistente mientras rezaba porque el avión permaneciera en el aire. Y lo que escuchaba desde detrás no ayudaba a tranquilizarlo.
—Lo prometido está en el maletín. Sí, ese. Justo encima de los explosivos.
La situación empeoraba con cada palabra. ¿Explosivos? ¿Azrael había puesto explosivos en un avión? Estúpido, inconsciente y psicópata eran los calificativos más suaves que salían de la boca de Makoto, sin que nadie pareciera escucharlo. El cielo estaba despejado, cierto, ¡pero aquella era la primera vez que se montaba en un avión!
—¡Traed a un piloto de verdad ahora mismo!
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Ban de León Menor no era un hombre acostumbrado a la risa, mucho menos para burlarse de un adversario en desgracia. Al ver cómo los caballeros negros se arrastraban por el suelo, entre temblores y llantos más bien propios de niños, ni siquiera torció el gesto. Seguía centrando toda su atención en Lucile, que aplaudía desde lo alto.
—Espléndido, espléndido —repetía, extrañamente entusiasta ante un resultado aparentemente desastroso—. Mis poderes funcionan a la perfección. ¡Y siguen superando mis expectativas!
—Explícate —espetó Ban, apartando de una patada a uno de sus desvalidos enemigos, que trataba de aferrarse a él.
—Será un placer —dijo Lucile—. Alteré las emociones de estos inútiles dos veces: la primera fue para introducir una fobia que se adecuara a cada uno. Luego les prometí desaparecer sus miedos si me elevaban al cielo, ¡y enseguida buscaron la forma de lograrlo! Mas el temor les impedía colaborar; algunos se desesperaban, se mataban entre sí —apuntó, al tiempo que varios caballeros negros trataban de recomponer la pirámide, donde otros solo miraban—. ¿Qué crees que puedo hacer yo, simple mortal, para impedir que el miedo devore la esperanza en el corazón humano?
—Empatía —sugirió Ban, pensando en lo insólito que era imaginar a aquellos hombres atemorizados trabajando en común—. A la esperanza de la propia salvación, sumaste el deseo de salvar al resto. Cuarenta hombres uniendo sus fuerzas, cada uno esperando servir al todo tanto como a sí mismo.
—Increíble, Ban usando la cabeza. ¿Qué ha hecho Akasha contigo, leoncillo mío? Has acertado, por supuesto. La clave es: empatía —dijo, poniendo especial énfasis en la última palabra—. Con esas dos alteraciones, he podido dirigir a nuestros enemigos sin recurrir a una orden directa. ¡Y eso no es lo mejor!
La conversación fue interrumpida por unos pasos metálicos. A medio voltear, Ban distinguió al caballero negro dispar como la sombra de Erídano.
—Es el fin —aseguró aquel miserable. Tenía un tic en la cara, que reaccionaba a picotazos invisibles—. Al menos… ¡Al menos te venceré a ti, Bruja de las Emociones! ¡A ti que eres nuestra más poderosa enemiga!
Erídano Negro se rodeó de un cosmos flamígero, que no dudó en lanzar contra Lucile como si fuera el aliento de un dragón. La llamarada esmeralda cubrió por completo a la santa, elevando la temperatura del lugar hasta tornarlo en el infierno. Los hombres que pretendieron reformar la pirámide humana, al hallarse bajo los pies de Lucile, murieron: los de arriba, incinerados por completo; de los de abajo apenas quedaban las piernas y parte del torso, junto a brazos medio ennegrecidos.
Entre imaginarios picores, el caballero negro carcajeó, triunfante. Su fuego maléfico se extendía por el techo, amenazando con abrasar el castillo. No podía distinguirse si estaba teniendo efecto o no en Lucile, y él, loco de miedo y desesperación, no estaba dispuesto a correr riesgos. Quemaría todo hasta los cimientos con tal de vencer a la culpable de su sufrimiento. Esa era al menos la opinión de Ban, quien nada hizo para impedírselo. En realidad, le sería más fácil sacar el ánfora de Atenea de un montón de cenizas, era justo lo que pretendía hacer desde un principio.
—Muere, muere, muere —clamaba el caballero negro, riendo y temblando al son de unas lágrimas que se evaporaban por el calor de las llamas.
—Vuestra más poderosa enemiga —repitió una voz risueña—. ¡Vaya broma! ¡Yo, Lucile de Leo, soy la más débil entre los santos de oro!
La exclamación se impuso al rugido de la llamarada esmeralda, que se extinguió en el mismo breve instante que acabó con la existencia del caballero negro. De aquel hombre desesperado, ni siquiera quedaron cenizas, mientras que Lucile seguía intacta bajo el ruinoso techo. Seguía teniendo el brazo extendido hacia el derrotado enemigo.
Con un solo vistazo, Ban pudo ver que las pocas sombras de Fénix que quedaban con vida hallaron una razón más para temer a la mujer, una que era natural, no artificial. ¿Qué otra emoción podían sentir al verla resistir sin barrera alguna las llamas que todo lo consumían, desde la pesada roca hasta el resistente acero? Ninguno de ellos debía tomarse en serio la declaración de Lucile, pues quien con tanta facilidad doblegaba la voluntad de todos los hombres, no podía ser considerada débil, en absoluto.
—Como iba diciendo —se calmó Lucile, bajando el brazo con calculada lentitud. Se dirigía a Ban, que apenas se recobraba de la impresión—. ¿Te sorprende verme suspendida en el aire? El responsable de esto no es el cosmos —aseguró—, no el mío, al menos. Sí, los caballeros negros crearon una pirámide para salvarse a sí mismos, para salvar a sus compañeros, así que me pregunté: ¿qué ocurre si uno falla?
—Anulaste la empatía del primer hombre a propósito —dedujo Ban—. Sabías que en su caso, el miedo se volvería desesperación, que fallaría a sus compañeros…
Lucile asintió, al tiempo que descendía con una elegancia única. Bajaba una escalera tan inexistente como las arañas de Erídano Negro, y su manto brillaba como el sol. Cuando pisó el suelo, los caballeros negros que quedaban se reunieron en derredor de ambos leones, incapaces de decidir por sí mismos qué hacer.
—Aunque uno falle, el todo sigue luchando por cada individuo, porque cada uno de ellos conoce el dolor de todos los demás. La voluntad de esos hombres me mantuvo, un paso que nos acerca más al Götterdämmerung. —Lucile se detuvo un momento, recién percatándose de la presencia de los caballeros negros—. El mejor de diez podrá seguir nuestro camino —sentenció antes de girar. Dio unos pasos, mirando a Ban por encima del hombro—. ¿Qué estás esperando? ¿Acaso no somos los leones de la diosa Atenea? Acompáñame, leoncillo, ¡el Hades nos espera!
Ban no era un hombre acostumbrado a la risa, así que no sonrió. Sin embargo, sí que caminó sin dudar tras Lucile, en tiempos su comandante. Tras los leones, antiguos hombres se volvían bestias de armadura negra, luchando por su supervivencia.
Notas del autor:
Ulti_SG. Oh, sí, los santos de Atenea quisieron ser más listos que Akasha, adelantándose a sus locos planes, y les robaron el ánfora de Atenea más rebelde de la historia del Santuario. ¿Qué cosas, no?
Desde antes de la edición que estaba esa frase y no la quise cambiar. ¡Es legendaria!
El anime nos ha enseñado que tener más vendas que una momia no impide tener pareja. Claro que el gran Makoto Shishio tenía sus dos orejas y sus dos ojos. Ah, la eterna pregunta, ¿es fuerte el que apalea a los santos, o son débiles los santos que apalean?
Por supuesto, hay tiempo para la charla y tiempo para la acción. Y llevamos varios capítulos de charla, ¿no? ¡Es tiempo de puñetazos!
