Capítulo 31. Reina Muerte

La isla que por milenios fue sinónimo de calor e infierno, ahora estaba cubierta de hielo. Hasta la Montaña de Fuego, responsable de volver inhabitable la mayor parte de aquella tierra, estaba congelada, con un enorme glaciar taponando la boca del volcán. El aire, que nunca antes había amenizado la tormentosa vida de quienes allí era destinados, era tan frío como el que solo podía hallarse en las más remotas regiones de Siberia.

—Solo hay alguien que pudo haber hecho esto —musitó Akasha—. Pero, ¿por qué Sneyder haría algo así? ¿Era eso lo que quería hablar con Shun?

Hugin fue el último santo en aterrizar, sin daños en el cuerpo gracias a la protección del manto de plata. Su rostro, en cambio, estaba marcado a la altura del labio, recordatorio de la vez que una de las esferas de Icario trató de acertar en la mano de Hipólita y le acabó dando a él. También había perdido un par de dientes, como demostró al sonreír.

—Para un hombre del Fénix, esto no es nada —aseguró, henchido de orgullo.

Desde los cielos, Hipólita cayó con la fuerza de un meteorito. El suelo tembló, y del cráter formado bajo los pies de Águila Negra, diminutos fragmentos de hielo volaron en todas direcciones. Los santos miraron a la guerrera con un dejo de admiración; a excepción de Akasha, todos la conocieron.

—Makoto —llamó Hipólita, todavía inclinada en medio del cráter—. Mataste a Geist, la mujer que te amaba, la mujer que amaste. ¿Te arrepientes de ello?

—No. Ella escogió su camino y yo el mío; ambos cumplimos con nuestro deber. Arrepentirme sería como insultar su recuerdo.

—Sí que has crecido, Makoto. Ya no eres un niño —continuó a la vez que se levantaba—. Esta vez, no bastará con un simple escarmiento.

Makoto y Mera retrocedieron un paso por puro instinto. Frente a ellos estaba la encarnación de los tiempos previos al despertar de los santos de bronce. Por sus mentes pasaron todas las veces en que aquella mujer y su rival, Jaki, les enseñaron el sabor de la derrota, el dolor y la impotencia. Cada combate contra ellos, los aspirantes al manto sagrado de Hércules, era una canción basada en huesos rotos, llanto y rendición. Ya en aquellos días, Hipólita no se detenía, mucho menos lo haría ahora.

—Todos os habéis convertido en santos y como tales os trataré. Es lo mismo para ti, Hugin, que tanto me has decepcionado allá arriba. ¿De qué sirvieron los años que pasaste observando combates en el coliseo? Supe que Kiki acabó apiadándose de ti y tu hermano años después de que me fuera y aquí estás, todo un santo de plata fracasando ante una simple sombra como yo. Debiste quedarte en tu tierra natal.

El santo de Cuervo dejó escapar una extraña risa, fruto de la desesperación. Él también recordaba el dolor, pues Hipólita golpeaba a cada rival que se le ponía enfrente con tal fuerza, que el daño que le infligía lo acababa sintiendo todo aquel que la viera luchar.

—Alguien como tú, Hipólita, jamás podría ser una simple sombra.

Envestida en la oscura imitación del manto de Águila, se podía adivinar una figura idéntica a la de Marin tras el cuerpo vendado. Apenas los labios, rojos y heridos, algunos cabellos y un ojo semejante al que se manifestó frente al avión allá arriba, quedaban libres del vendaje. Sin embargo, no por ello alguno de los presentes la consideraba débil, más bien, al contrario, se preguntaban cómo alguien en ese estado podía seguir con vida y luchar de esa forma.

Antes de que nadie se atreviera a romper el silencio que solo las olas del mar y el rumor del viento gélido acompasaban, la última esfera de gammanium cayó a una increíble velocidad, comparable a la que Hipólita había exhibido en las alturas. Esta, empero, no hizo intento alguno por esquivarlo, sino que se dispuso a aplastarla con una sola mano. Pero Akasha se le adelantó, agarrando la pieza de metal para luego golpear con ella la armadura negra de Águila. La bola se pulverizó al instante, liberando un cosmos electrizante durante una fracción de segundo, sin causar daños visibles.

—Ya no podrás volar —aseguró Akasha.

Que Hipólita tardara en responder era un alivio para Makoto. Supuso que, al igual que él, no pudo seguir la velocidad con la que Akasha se acercó a ella. Hasta aquel momento había temido que Águila Negra hubiese alcanzado el nivel de los santos de oro, demasiado lejanos a su capacidad, por mucho que le doliera admitirlo.

—Ahora mismo, Icario tiene el control de tu armadura. Si vuelas o tratas de huir, te verás arrastrada de nuevo a esta isla; si intentas quitártela, triturará tus huesos.

—Ya veo. —Hipólita no dudó en saltar, pero en cuanto superó la altura de la Montaña de Fuego, cayó formando un cráter aun más profundo que el anterior. De milagro lo hizo de pie—. Los muchachos siempre me han hablado de la compasiva Akasha de Virgo, que a todo el mundo puede salvar, excepto a una niña pequeña.

—Ethel estaba lista para convertirse en la santa de Heracles, no era ninguna niña.

—La dejaste morir.

—Sí —admitió Akasha, para sorpresa de todos los presentes—. Le fallé, no estuve con ella cuando más me necesitaba. Es por eso que estoy aquí.

—¿Piensas salvarme para lavar ese pecado? —Hipólita rio a carcajadas—. ¡La madre, en vez de la hija! Me temo que seré otro fracaso en tu larga lista, Akasha de Virgo.

—No seas tan presuntuosa —dijo Akasha con sequedad—. Es por Ethel que sigo aquí, no en esta isla en la que los dioses no posan jamás su divina mirada, sino en este planeta. Para que la muerte de Ethel no sea en mano, yo salvaré a este mundo, eso te incluye a ti, Hipólita de Águila Negra. No. Hipólita de Hércules.

—Usted no tiene la autoridad para…

—Silencio, Hugin —interrumpió Akasha, sin voltear—. Hipólita, conozco tu historia desde que acepté la máscara que por más de una década ha cubierto mi rostro. Eras la legítima heredera del manto de Hércules, todos pensaban así de ti incluso después de tu marcha, por eso pedí a Azrael que fuera a Reina Muerte, doce años atrás, para que retomaras el lugar que te correspondía —explicó, revelando sin pretenderlo uno de los tantos misterios que Makoto no entendía sobre las acciones del Santuario—. Quería que supieras lo que ahora puedo decirte. Jaki murió.

—Dos veces —soltó Makoto sin querer.

—Y con él murió la injusticia que se cometió contigo —continuó Akasha, como si no la hubiesen interrumpido—. Debo darle la razón a Hugin, y créeme que no lo hago a menudo, cuando dice que alguien como tú no nació para ser una simple sombra. No comprendo por qué escogiste esa cárcel —añadió, señalando la armadura negra—, que devora tu vida a cambio de un poder limitado, en lugar del manto de Hércules que te esperaba en el Santuario, que todavía te espera. No es tarde, ¿sabes? Tú, así como todos los caballeros negros, podéis volver al Santuario y uniros al único e inseparable ejército de Atenea, por el bien de este mundo.

—Fui deshonrada, ¿cómo podría regresar?

La agresividad que Hipólita dedicaba a Akasha en un principio, había desaparecido de su rostro conforme escuchaba sus palabras. Sin embargo, seguía lista para pelear.

—La estupidez de la máscara, supongo —masculló Hugin antes de escupir, sus palabras estaban cargadas de desprecio—. ¡La única deshonra está en vestir esa armadura, en rebelarte contra el Santuario! Agradezca no estar ante el señor Sneyder. ¡De estar él presente su cabeza ya estaría enfriándose en este suelo!

—Mera, que no vuelva a interrumpirme —ordenó Akasha. Atrás, la santa de Lebreles tapaba la boca de Hugin, quien solo insistió por unos segundos—. El propósito de la Ley de las Máscaras no es exiliar a nuestras compañeras, ni obligarnos a amar o matar. ¿Acaso que alguien rompiera tu máscara con esa intención, hace que dejes de ser una santa? ¿Eres menos que yo, que he ocultado mi rostro desde los cinco años? No lo creo.

—Si eso no te convence —terció Makoto con timidez—. El responsable de tu desgracia está muerto y el rostro que un día vejó… —tartamudeó a partir de ese punto, tratando de encontrar las palabras—. Ese rostro ya no existe.

El silencio se adueñó de nuevo de la isla, aunque no por demasiado tiempo. Sin previo aviso, el cosmos oscuro de Hipólita se liberó, proyectando cien mil Meteoros Negros contra el grupo de santos. Akasha frenó la mayoría, generando el mismo campo de fuerza de doce capas que usó para salvarlos en el aire. Una tras otra, las capas eran deshechas por miles y miles de ataques, hasta que no quedó ninguna entre Akasha y los restantes. Cien estelas negras llegaron a rozar el uniforme de la general, quien pese al escaso tiempo para reaccionar logró esquivar todos los golpes.

—Eres rápida —aprobó Hipólita, admirada.

—El uniforme es prestado, así que estoy obligada a cuidar de él —dijo Akasha. Miró hacia donde estaban los santos, cerciorándose de que no habían sido alcanzados—. ¿Hay algo más, cierto? Otra razón que desconocemos, que te impide volver.

—No sé si tienes el poder de un santo de oro, pero sin duda eres digna de serlo —dijo Hipólita, ignorando la pregunta—. Si nos hubiéramos conocido doce años atrás, tal vez las cosas serían distintas… Sin embargo, no tiene sentido hablar de lo que no puede cambiarse, ¿verdad? Sirvo a Atenea como Hipólita de Águila Negro y lo seguiré haciendo hasta el día de mi muerte.

—Entiendo. —Al oír los pasos de sus compañeros, Akasha extendió el brazo, indicándoles que se detuvieran—. Regresarás al Santuario bajo mi cuidado. Allí podrás exponer tu caso al Sumo Sacerdote. Sea lo que sea, debe tener solución. ¿Preparada?

—Preparada.

La escena se repitió por tercera vez: Meteoros Negros borrando las doce capas de la barrera que Akasha desplegaba. No obstante, en aquella ocasión varios de los haces oscuros impactaron en el suelo. La cuarta capa no había sido borrada cuando un manto de oscuridad se extendió bajo los pies de la santa de Virgo, devorándola en el espacio de un instante. Luego, antes de que Makoto y los demás tuvieran tiempo de hacer algo, la oscuridad se deshizo en volutas de sombra, revelando nada más que un suelo congelado. No había ni rastro del cosmos de Akasha.

—Nací preparada —dijo Hipólita, sonriendo a los santos de plata—. Cuando termine con vosotros, cachorros, podré enfrentarme a vuestra ama en un uno contra uno.

Aún más veloz de lo que había sido en el aire, Hipólita embistió a Hugin, atravesándole el pecho con la mano extendida. Alrededor de aquel hueco empezaron a caer fragmentos del manto de plata, pero no sangre, ni una gota.

—La técnica de Pegaso Negro era un veneno capaz de matar a un hombre. La mía, por el contrario, sirve para anular la energía, así que os aconsejo evitar conmigo el combate a distancia. —Sin liberar su brazo, agarró con su otra mano el rostro de Hugin, presionándolo con los dedos—. ¿Dónde está tu verdadero cuerpo, Hugin?

En poco tiempo, la cabeza del santo de Cuervo cedió a la presión de Hipólita, deshaciéndose junto al resto de su cuerpo en una bandada de cuervos. En medio de aquellas criaturas, Hipólita murmuró unas palabras.

—Comencemos.

xxx

La imagen de una tierra gris se había superpuesto a la visión de la congelada Reina Muerte antes de que Akasha siquiera parpadease. Sobre ella, incontables hombres caminaban en procesión por diversos senderos que daban a un mismo destino. Sí, eran seres humanos, Akasha podía distinguir a su especie a pesar de la ausencia de rasgos en aquellos entes translúcidos, almas avanzando hacia el ineludible reino de Hades.

—La Colina del Yomi —musitó Akasha.

Por instinto, miró al cielo crepuscular que una vez vio junto a Nimrod de Cáncer, decidiendo que no era una ilusión. Los Meteoros Negros debían haber afectado a la barrera que separaba aquella isla del inframundo, del mismo modo que deshizo en tres ocasiones la suya. De eso podía sacar dos conclusiones a cual más preocupante.

«Hipólita podría ser más fuerte de lo que sospechamos —pensó, descartándola enseguida. No la habría apartado del campo de batalla si ese fuera el caso—. O la conexión entre Reina Muerte y el Hades es más fuerte ahora de lo que ha sido nunca, como ocurre cada vez que un río del infierno se manifiesta en nuestro mundo.»

Aqueronte en el Santuario, Flegetonte en Alemania y Cocito en Bluegrad. Solo quedaban Estigia y Leteo por aparecer, los hijos más poderosos de Océano y Tetis.

Ante la aparente pasividad de Akasha, docenas de soldados se posicionaron a ambos lados del sendero en el que se encontraba. Pálidos fantasmas, con yelmos, lanzas y corazas del mismo metal negro. La legión de Aqueronte.

Todos se abalanzaron al unísono con las lanzas en ristre. Desde varias direcciones en la lejanía, llovieron saetas de punta oscura, todas ellas deteniéndose contra la dorada barrera que protegía a Akasha. Sin esperar a una segunda tanda de disparos, buscó a cada uno de los arqueros, usando sus vastos poderes mentales para atraerlos hacia el montón de cuerpos al que ya había enviado a los lanceros. Manipulaba también las finas capas de líquido amarillo que se extendían bajo los pies de cada soldado, sabedora de que en esa sustancia se encontraban las almas de los cadáveres vivientes. Le sorprendió que pudiera hacer tal cosa, pero tampoco le disgustaba y siguió adelante.

A aquel primer intento le siguieron varios más, ora lanceros, espadachines y arqueros, ora guerreros que trataban de enfrentarla mano a mano. Respondía a todos de la misma forma: primero los inmovilizaba mediante telequinesis, luego los amontonaba junto a los demás; sin detenerse, sin siquiera echarles un vistazo. Conforme más avanzaba por aquel camino, más se acrecentaba la bola de cadáveres que mantenía flotando sobre su cabeza. Escuchaba sus gritos, notaba la violencia de sus intentos por escapar, y sobre todo, sentía el tacto de su mortífero metal sobre su cosmos. Todo aquello la enfurecía.

En contraposición a la rabia que sentía, las almas a las que adelantaba no mostraban emoción alguna. ¿Habían aceptado la muerte o solo era resignación? ¿Siquiera eran conscientes de a dónde se dirigían? Akasha no podía evitar plantearse aquellas preguntas, llegando a la conclusión de que el sentir de aquellos seres —no los que enfrentaba, sino quienes ascendían sin cuestionamientos aquella colina— se ocultaba tras una máscara semejante a la suya, con la diferencia de que no era física.

Cerca de medio centenar de batallones le salieron al frente, cada uno más numeroso que el anterior. Los sometió a todos. Al final, con un camino lleno de espadas, lanzas y flechas rotas detrás, Akasha se detuvo. Sobre ella, de una pequeña montaña de cuerpos escapaban lamentos, gotas de un líquido amarillento y el hedor a muerte que siempre acompañaba a cada soldado de la legión de Aqueronte.

Diez mil años han pasado, y seguís siendo los mismos. Triste, ¿no te parece?

Las palabras resonaron en su mente, llenas de ironía y cierto resentimiento. Fue necesario terminar su recorrido para conocer al emisor, quien la esperaba de pie junto al pozo en el que todos los seres humanos caían tarde o temprano. Era un hombre particular, envuelto en una larga túnica blanca y negra, con una gruesa línea dorada separando ambos colores. Encima del cinto serpentino que ceñía sus ropas, destacaba un peto triangular de escamas que brillaban como el sol, así como lo hacía el yelmo de forma canina que le ocultaba medio rostro. A su lado, distinguió un ánfora blanca con detalles dorados y un pergamino con letras griegos. Lo que buscaba. Él debía ser el mago de Hybris, cuyo nombre era incapaz de recordar.

—Intuyo que no puedes verlo con tus ojillos de humana —dijo el hombre, sonriendo entre el amplio bigote y la espesa barba que acariciaba de forma obsesiva—, pero esos soldados que has sometido no son almas corrientes —aseguró, señalando la abominable masa con uno de sus dedos. La uña, aunque demasiado larga, estaba muy bien cuidada.

—Sé que los conocí. —Akasha apretó los puños con fuerza, y al mismo tiempo, estallaron las armaduras de todos los soldados, así como las armas que algunos conservaban—. Y no permitiré que sigáis atormentándolos.

Sin dudar, proyectó todos los cuerpos hacia la entrada al Hades, tal que fueran un meteorito compuesto de carne, huesos y las aguas del Aqueronte. Confiaba en que, arrojándolos allí, al menos impediría que siguieran usándolos como marionetas.

—No soy yo el que los atormenta —dijo señalándola con su callado. La amplia manga de la túnica dejó entrever un amuleto serpentino en torno al brazo—. Tus recuerdos han llamado la atención del dios del olvido, que los ha vuelto realidad por puro capricho. Tu visita les ha dado vida y tu avance les ha causado dolor y muerte. ¡Vete, antes de que otra de tus pesadillas aparezca en este lugar!

Tan pronto dio aquella advertencia, giró, dirigiendo de nuevo su atención a la entrada del infierno. Empezó a hablar solo, balbuceando oraciones y preguntas sin aparente conexión. Akasha caminó hacia él con cautela; no tenía mucho tiempo, pero tampoco podía correr riesgos innecesarios. A cada paso, trataba de encontrar sentido a las palabras de aquel ¿enemigo?

—Qué engaño más vil… ¿Cómo pudo ser tan ingrato? ¡Él, que fue perdonado! Los humanos son todos iguales… ¡Cállate de una vez! Que ocupes mi mente no me convierte en tu marioneta… Ahora huye como un cobarde, ¡en la recta final! ¿Su Majestad podrá perdonarme? Miles y miles de años desperdiciados… ¡Pero no hay duda de que mi trabajo ha rendido frutos! ¿Eso importa? No, no importa en lo absoluto… Estoy solo, condenado… Ya solo me queda… Oh, ¿sigues ahí? Mocoso arrogante, si tu padre se entera de lo que estás haciendo… ¿Humana?

Akasha no atendió al llamado. Había querido interrumpir aquella mezcla de conversación y monólogo desde que estuvo a la diestra de aquel hombre, pero entonces miró en el fondo del precipicio, donde una enorme isla de hielo se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Se fijó en aquel prodigio, entendiendo enseguida que el frío que de allí escapaba era más intenso que el que consumió el fuego de Reina Muerte, así como de una naturaleza más espiritual que material. No era que Sneyder —solo él podía ser responsable de aquello— hubiese taponado la entrada al Hades, congelándola, sino que había creado un sello por la zona que aparentaba ser hielo común y corriente. Lamento de Cocito. El poder de un río del infierno empleado para contener otro. Dedujo enseguida que esa era el propósito del sello, ya que los que andaban por esas tierras grises seguían cayendo al abismo, sin que nada pudiera impedirles entrar.

«Solo impide que algo salga —pensó Akasha, percibiendo movimiento tras el hielo. El dios del olvido la observaba, tratando de arrancarle hasta el último de sus pensamientos—. Leteo. Sneyder quiso impedir que te manifestaras atacándote en la Colina del Yomi, la última frontera entre el reino de Hades y nuestro mundo. No pudo derrotarte, así que escogió la alternativa. Sellarte.»

Todo empezó a tener sentido para la atribulada Akasha. Sneyder apareciendo sin vestir el manto de Acuario; el reclamo a Kiki, demasiado ocupado en los asuntos de la división Andrómeda como para atender los encargos que llegaban a Jamir; la charla que sostuvieron a solas Sneyder y Shun. Todo apuntaba a una batalla lo bastante importante como para que no cualquiera pudiese estar al tanto de ella. Lo único que la desconcertaba era la falta de cualquier clase de respuesta a semejantes eventos. Sneyder era demasiado recto como para no informar en el momento al Sumo Sacerdote de algo así, quien de inmediato se lo notificaría al Escudo de Atenea encargado de los asuntos relacionados con el Hades. A la vez, la división Dragón solo se había movilizado por la información que ella le suministró con el Ojo de las Greas, no se habría interesado en ello si supieran en qué lugar estaba a punto de manifestarse el río del olvido.

—Oribarkon del Crepúsculo, en nombre de lo Natural y lo Artificial; hermano de los telquines o Nueve de Rodas; Jefe de Herreros de Atlantis y creador de las escamas reales, por la gracia de Poseidón, dios de los mares. No es un placer conocerte —se presentó, sacando a Akasha del trance.

—Akasha de Virgo.

Contrario a Oribarkon, cuyo nombre solo podía relacionar con el de un herrero legendario, desaparecido en la era mitológica, Akasha acompañó su sencilla presentación extendiéndole la mano. El telquín ladeó la cabeza, quizá desconfiando de aquel gesto, pero acabó por devolver el saludo.

—Manos heridas —comentó—. El precio que tuviste que pagar por el poder.

—No me gustan los telépatas —susurró Akasha, retrocediendo un paso.

—Soy un mago, humana. ¿Tienes el Ojo de las Greas y ni siquiera puedes ver eso? —se burló el telquín—. ¿Por qué sigues aquí? Te dije que te fueras. ¡Sí! ¡Quiero que se vaya! ¡No pienso darles nada a los siervos de Atenea! —exclamó de pronto. Akasha recurrió a su sexto sentido, en busca de alguna presencia cercana. No detectó a nadie más allá de ella, Oribarkon y las interminables colas de muertos.

—Tengo preguntas que hacer, y te recomiendo que las respondas aquí, te aseguro que es mejor a esperar a hacerlo en el Santuario. También pretendo llevarme eso —añadió, señalando el ánfora de Atenea, que Hybris había arrebatado a la división Cisne. Fuera o no la auténtica entre las dos que había localizado, no podía correr riesgos.

—Lástima. Yo no puedo moverme de aquí, y mucho menos puedo dejar que me arrebates mi última oportunidad de redención. —Trató de golpear a Akasha con su cayado, siendo bloqueado con facilidad—. Si lo hiciera, ¿de qué servirían estas horas, entregando al río Leteo milenios de vida? ¡No sentiré orgullo por una simple imitación!

Al principio, Akasha no tuvo problemas reteniendo el bastón, por mucha presión que el telquín impusiera. Sin embargo, poco a poco una extraña fuerza empezó a afectarla; manos invisibles manipulaban el aura que la envolvía, retrayéndola hasta reducir a cero la protección que le otorgaba. Al final, Akasha cedió, cayendo al suelo mientras escuchaba el familiar sonido del cristal rompiéndose. Oribarkon, inusitadamente veloz, posó el cayado de madera sobre la muchacha, impidiendo que se levantara.

—Tan fuerte como estúpida. Oh, sí, recuerdo que así eran los santos. Es inútil, humana, una hija del bosque entregó su vida para crear mi cetro, ¡todo cuanto nace en este mundo, yo puedo controlarlo!

Y así era. Las manos, las piernas, todo el cuerpo de Akasha, célula a célula, había dejado de obedecer sus órdenes. El telquín ni siquiera necesitaba hacer fuerza para lograr aquello, le bastaba el contacto entre su bastón —aquel trozo de madera tan irregular al que llamaba cetro— y ella.

—Yo también tengo preguntas, ahora que me acuerdo. ¿Cómo me habéis descubierto? ¿El Segundo Hombre me ha traicionado una vez más?

—No sé de quién me hablas —replicó, tratando de no mostrar signos de debilidad—. Hemos seguido a Hipólita hasta aquí, ¡en busca de lo que nos habéis robado!

—Ya te lo he dicho, humana, no te llevarás esto. Habéis aplazado el sueño de nuestro dios por demasiado tiempo… Cállate de una vez… —masculló entre dientes, apenas dándose cuenta de que hablaba en voz alta—. Como iba diciendo… ¿Hipólita? Pensaba que el Caballero sin Rostro se iba a encargar de mi seguridad en cuanto evitara a esa ninfa maleducada. Si el santo de Acuario regresa, ¿cómo va a protegerme Hipólita?

—¿Sneyder estuvo aquí? —preguntó Akasha.

—Según nos dijo el Segundo Hombre, sí, el santo de Acuario presintió que el inframundo y este planeta estaban muy unidos en Reina Muerte, así que congeló la isla entera. Un poco drástico, el muchacho. ¡Y no se conformó con eso! Descendió hasta aquí, a la Colina del Yomi, gracias al sentido que excede a los otros siete, accesible solo a aquellos que han conocido la muerte. ¿Y qué? ¿Sirve de algo la Octava Conciencia cuando enfrentas al río del olvido? ¡No estoy divagando, mocoso! Solo respondo a su pregunta… ¿Te parezco pesado, humana?

—Los he conocido peores —dijo Akasha, evocando a Hugin en su papel de interrogador. Al menos aquel hombre soltaba alguna información útil, como la pieza que le faltaba para resolver el puzle: Sneyder había luchado con Leteo, logrando sellarlo a costa del manto de Acuario y del recuerdo de que alguna vez tuvo lugar ese enfrentamiento—. ¿Con quién hablas, si puede saberse?

—Oh, ¿tímido ahora? Lástima, yo nunca miento, nunca jamás. Él es Tritos de Neptuno. —Con una leve inclinación, el telquín abrió lo más que pudo el ojo, un orbe amarillo hundido en un mar de piel azul, usando dos dedos. Cerca del negro iris, Akasha no tardó en detectar un brillo aguamarina—. No puede intervenir físicamente en este plano de la existencia, así que en algún espacio de su cabeza hueca, surgió la idea de que Oribarkon podía ser su recadero. ¿Qué clase de alumno utiliza de esa forma al maestro? ¿Eso es normal en tu mundo, humana?

—Tritos de Neptuno —repitió, consumida por la sorpresa… y el recuerdo—. ¿Tiene algo que ver con Caronte de Plutón?

—Los Astra Planeta. Al parecer quieren una alianza con el Santuario… Hoy en día todos quieren aliarse con el Santuario, ¿¡verdad, Segundo Hombre!? —Akasha intuyó que, al menos en aquella ocasión, no se dirigía al llamado Tritos—. Él, ese mocoso que utiliza mi mente como si fuera su propia casa, me pide que te entregue esto —señaló el ánfora de Atenea—, así como el derecho a abrirla o dejarla cerrada. Un gesto de buena voluntad, dice, pero a la vez ruega que mantengas a nuestro dios fuera de esto, si deseas salvar a la humanidad. ¿Y por qué iba yo a estar de acuerdo? Llevamos debatiendo esto por un buen rato, hasta que apareciste.

—El Santuario jamás escuchará a Caronte o sus aliados —aseguró Akasha, más para sí que para el extrañado telquín—. No obstante, Poseidón y sus súbditos, los caballeros negros, tú… ¿Todos vivís en este mundo, cierto?

—Algunos desde antes de que la raza humana abandonara sus cuevas, sí.

—En ese caso, ¿por qué somos enemigos?

—Destruisteis nuestro hogar, matasteis a nuestras familias y sellasteis a nuestro dios.

—Lo hemos sido por mucho tiempo, incluso en tiempos recientes —prosiguió Akasha, haciendo caso omiso a la respuesta—. A finales del pasado milenio sostuvimos con Poseidón la batalla que se ha repetido desde la era mitológica. Y el día de hoy nos acercamos más a cumplir cinco siglos de lucha contra los caballeros negros. Entiendo que al principio existía una razón para estos enfrentamientos, pero no pregunto por qué fuimos enemigos, sino por qué lo somos.

Un aura dorada la envolvió mientras hablaba. Con renovadas fuerzas, levantó la mano libre del dominio que la mantuvo sometida, pero no atacó, sino que se limitó a apartar el bastón con suavidad. Serena y elegantemente, Akasha se levantó, acompañada por el sonido de algunas quebraduras y trozos de cristal chocando contra el suelo. Para entonces, el cosmos de la santa de Virgo se había extendido por toda la Colina del Yomi.

—Yo no puedo controlar todo cuanto nace en el mundo, no poseo esa clase de poder. Sin embargo, sí que puedo controlar mi propio ser. —Permitió al telquín repetir el embrujo de la otra vez, sabiendo que no funcionaría, que su cosmos no retrocedería ante aquella fuerza desconocida—. Conocerme a mí misma, cada célula, cada átomo… Sentir la energía cósmica que recorre mi cuerpo, entenderla como lo que es, parte de mí, ¿no es esa la esencia del cosmos?

—El Séptimo Sentido. ¿Tú también eres un santo de oro? Bueno, eso explica esa máscara tan impráctica… ¿Qué dices ahora? ¿Ahora le dicen santo femenino de oro? ¡Paparruchas! Le diré santa de oro y ya está. Así se hacía antes y nadie se quejaba.

—Hay algo que no comprendo: aún profesas lealtad a tu dios, Poseidón, ¿por qué te has aliado con los caballeros negros, con ese hombre? —cuestionó Akasha, dejando pasar aquel último comentario sin sentido. No pensaba ahora en Tritos de Neptuno, compañero del despreciable Caronte de Plutón, sino en Altar Negro.

—Por la caída del Santuario, evidentemente —respondió Oribarkon sin titubeos—. Para vengar al pueblo atlante, necesito demostrar que fue un error perdonar a miles por la bondad de uno solo. A través de incontables generaciones, guié a grupos de mal llamados alquimistas, parias de los Mu, en la creación de armaduras negras.

»Durante milenios actué en la sombra, hasta que me di cuenta de que esos inútiles jamás serían un problema real para el Santuario. En esa época, decidí liderarlos, con el propósito de crear un duplicado para todos los mantos sagrados. ¡Fue inútil! Aun yo, el creador de las siete escamas reales, era incapaz de replicar cualquiera de los doce mantos zodiacales, y tampoco podía copiar las características especiales de las de bronce o de plata, como la inmortalidad de la del Fénix o las incomparables cadenas de Andrómeda. Además, la gente que escogí era tan inútil, que todos acabaron encerrados en una isla y así permanecieron por quinientos años, hasta que el Segundo Hombre hizo desaparecer la Máscara de Rangda… Tritos dice que estoy divagando, ¿crees que estoy divagando, humana? Puedes ser sincera, no me enfadaré.

—Mucho —tuvo que admitir Akasha, acompañada de una respetuosa inclinación.

—Esta juventud… En resumidas cuentas, al final llegó el Segundo Hombre hablando de crear un mundo mejor, donde los justos triunfan y los malvados son castigados. Los jóvenes empezaron a ver las armaduras negras como un camino alternativo al de los santos legítimos, en lugar del símbolo del poder regalado y sin propósito que había sido hasta entonces. ¿Curioso, no? Bastó disfrazar la traición con un objetivo loable —dijo entre risas—, para lograr dividir el Santuario.

—Seguimos estando unidos —contravino Akasha—. Oro, plata, bronce y hierro.

—Mientras el Santuario cuente con los santos de oro, ningún otro ejército podrá derrotaros, es por eso que todos mis anteriores intentos fracasaron. La utopía del Segundo Hombre es eso, una utopía, algo que no existe, que solo se puede perseguir, no alcanzar. A menos, claro, que se cuente con la ayuda de un dios. Le insistí por años que lograra un acercamiento con Poseidón hasta que al fin me hizo caso. No solo eso, sino que sabía dónde estaba el ánfora de Atenea y organizó un ataque infalible. ¿Qué quieres decir con que fuiste tú quien lo organizó? ¡Ahora no te quedes callado, Tritos!

—Es suficiente —cortó Akasha, atando cabos. Dio un par de pasos hasta acercarse al telquín, paralizado ante su presencia a pesar de llegar a los dos metros de altura—. ¿Poder regalado y sin propósito? ¿Crees tener uno? ¿De verdad te sientes distinto a los caballeros negros, cuando lo que te motiva es una guerra ocurrida hace miles de años?

—Humana, tú no podrías entender…

—Entiendo que vivimos en el mismo lugar, con tierra, mar y cielo suficientes para todos. Un mundo que todavía rebosa de vida, que merece ser amado, no dañado o destruido. Un único planeta que solo necesita un ejército, uno que lo proteja estando unido. ¿Por qué santos legítimos y caballeros negros? ¿Por qué santos y marinos, para empezar? Si algo amenaza con destruir nuestro hogar, ¿qué es más coherente? ¿Seguir enfrentándonos por lo ocurrido en el pasado? ¿O unirnos y protegerlo?

—Esas palabras… —Oribarkon retrocedió por instinto, estando a solo un paso de caer por el abismo—. Es imposible… ¿¡Cuándo naciste!?

—¿Qué?—dijo Akasha, extrañada.

—¿Después de la derrota de Hades? —Ante la respuesta afirmativa de Akasha, Oribarkon abrió grandemente los ojos y dio un bastonazo contra el suelo, liberando una neblina azulada que se extendió por aquella tierra baldía, integrándose con el cosmos de Akasha. Hasta donde alcanzaba la vista, partículas doradas y azules chocaban unas contra otras, liberando una energía estática que resonaba tal que relámpagos en un cielo tormentoso—. Tú… Esa máscara… ¡Qué esconde esa máscara!

Oribarkon se acercó a Akasha con la palma abierta, creyéndola de nuevo inmovilizada. Esta, por el contrario, estaba tan en forma como el Lamento de Cocito se lo permitía. La magia del telquín era poderosa, capaz de retraer el aura de otros hasta su fuente, de tal modo que anulaba de forma temporal el cosmos del oponente. Sin embargo, el Séptimo Sentido era la vía mediante la que los santos terminaban de acceder a la fuerza infinita que el universo les legaba, ¿qué hechizo podía comparársele? Al sentir los dedos del mago sobre su máscara dorada, la reacción fue inevitable.

Le lanzó un puñetazo en pleno rostro, reventándoselo.

Notas del autor:

Ulti_SG. Así es, acabó el tiempo de charlas y empezó el de darse puñetazos y patadas. Iba a decir que el avión es un guiño a la serie clásica, pero si no me falla la memoria también usaban uno en el manga para llegar al Santuario. Sobre lo que mencionas de Akasha, la respuesta está en este capítulo que publico hoy mismo.

Ban puede sentirse orgulloso, porque al igual que Ichi tuvo la dicha, o desdicha, de luchar contra uno de estos molestos Astra Planeta. En cuanto a las habilidades de Tritos, sí, son complicadas de entender y describir, por eso repito mucho las explicaciones.

Estos Astra Planeta siempre tienen algún impedimento para combatir. ¿No será que están aburridos de la vida militar y quieren volverse diplomáticos, para tener una pensión vitalicia cuando se jubilan? ¿Hay jubilación para esa gente, para empezar? Sea como sea, por lo menos Tritos no usa como medida disuasoria a un ejército de muertos vivientes que matan a la gente de la orden con la que quiere aliarse. Algo es algo.