Capítulo 32. Gloria de Hera

El cosmos de Hugin iluminó la isla, cegando a Makoto y Mera. Por varios segundos se escucharon graznidos, aleteos y picotazos en todas direcciones, hasta que una lluvia de haces oscuros quebró la cortina de luz.

—Buen intento.

Hipólita estaba a pocos pasos, intacta; no quedaba ni rastro de las criaturas que habían surgido del manto de Hugin, a partir de lo que aparentaba ser su cuerpo. El manto, piezas de metal esparcidas por la helada costa de Reina Muerte, regresó a su forma de tótem: un cuervo de metal, con una vistosa grieta en el pecho.

Al no sentir la presencia de Hugin, Makoto se lanzó al ataque sin dudar. Escuchó una advertencia en su mente, pero al tratar de retroceder, el santo de Mosca dejó abiertas sus defensas, siendo enviado al suelo de una simple patada. Antes de que se pudiera levantar, Hipólita lo pisó, sometiéndolo a una presión que no creía posible.

—Esto, por el contrario, no lo ha sido. —Con el ojo puesto en el indefenso Makoto, detuvo sin problemas la patada de Mera—. Ni esto. ¡Es penoso!

Tal y como había hecho con Hugin en el aire, Hipólita agarró a Mera y la arrojó contra el cuerpo de Makoto, que ya se levantaba, mandándolos a ambos contra la orilla. Los santos de plata no tardaron en incorporarse, sin daños visibles. Divertida ante el ceño fruncido de Makoto, Hipólita les bajó el dedo del pulgar. Mera debió presionar el hombro de su compañero para que no se precipitara de nuevo.

—Siempre fuiste escurridizo, Hugin. ¿Aparecerás antes, o después que rompa a estos de nuevo? —preguntó Hipólita a los cielos.

No soy de los que confunden valentía con temeridad, ¡y el Makoto de otros tiempos tampoco! —contestó Hugin, resonando su voz en todo el lugar—. Allá arriba recibí demasiados golpes, así que necesitaba distraerla mientras preparaba algo digno de usted, quien pudo haber sido la guerrera más fuerte del mundo. ¡Los pasos que usted retrocedió, nosotros los hemos dado hacia delante, y aquí está la prueba!

Como en las ocasiones anteriores, del cosmos de Hugin se hizo presente en las alturas y de él emergieron cuervos negros, solo que en aquella ocasión eran miles, demasiados para ser contados. En un instante, la isla se vio rodeada por aquellas aves, desde el mar calmo, hasta el firmamento sobre la Montaña de Fuego. El simple sonido que aquella insólita bandada generaba era desgarrador.

Sin previo aviso, los cuervos aletearon y diez mil plumas empezaron a caer sobre Reina Muerte. Makoto y Mera no dudaron, entendiendo que aquel era el mejor momento para atacar. Los santos de plata corrieron hacia los flancos de Águila Negra. Tal fue su velocidad que para ellos los proyectiles supersónicos caían con insólita lentitud.

De nuevo, a Hipólita no le costó frenar el ataque de Makoto; la mano extendida del santo de Mosca apenas le rozó el cuello. Sin embargo, apenas llegó a bloquear el puñetazo de Mera interponiendo su antebrazo. No hubo temblores ni ondas de choque, sino que toda la energía del golpe se concentró en la protección de Águila Negra. Hipólita quiso repetir la táctica anterior, lanzando al santo contra su compañera, pero fue inútil: Mera lo esquivó, y Makoto recuperó el equilibrio antes de caer al suelo.

De ese modo continuó la batalla por un segundo eterno. Los santos de Mosca y Lebreles atacaban una y otra vez, mientras que Hipólita se limitaba a la defensa. Tanto Makoto como Mera intuían que le pasaba algo, pero no podían determinar qué.

Durante el tercer choque, una de las plumas enviadas por la infinidad de cuervos cayó a una velocidad diez veces mayor, rozando la hombrera de Hipólita. Así ocurrió con otras más, permitiendo a Mera y Makoto conectar algunos golpes. Era curioso: para el resto del mundo, aquel tiempo no superaría los cinco segundos, mientras que para ellos era una cuestión de vida y muerte, de sobreesfuerzo; un vivo ejemplo de que un combate entre santo podía ser tanto el más corto, como el más largo que dos hombres podían sostener, siendo la Batalla de los Mil Días el más vivo ejemplo de aquello.

La séptima vez que Makoto y Mera coincidieron fue la última, un punto en el que Hipólita previó qué plumas caerían con mayor rapidez que el resto. Entendiendo aquello, a Águila Negra le bastaba una explosión de velocidad en el momento justo, si bien eso parecía causarle dolor. Para seguir el ritmo a su rival, Mera debió moverse y atacar más rápido, dejando imágenes residuales por doquier.

Molesto y admirado a partes iguales, el santo de Mosca contempló la lucha de las poderosas guerreras. A pesar de sus reflejos, dignos de un santo de plata, Makoto era incapaz de seguir los movimientos de tamaños combatientes, quedándose con la impresión de que no luchaban solo dos personas, sin dos batallones.

En diversos puntos de la isla, Mera e Hipólita intercambiaban golpes y contragolpes, y la estratagema de Hugin había pasado a segundo plano. El santo de Cuervo trataba de romper el empate incrementando el número de plumas que caían a mayor velocidad, pero aquello ya no tenía importancia; las decisiones de Hugin eran demasiado predecibles para la intuición de Águila Negra. Makoto estaba en las mismas, reducido a ser un mero espectador, así que decidió relajarse. Fue un simple parpadeo, un instante en el que descansó sus sentidos, pero al abrir sus ojos, todo había cambiado.

Las plumas que aún no habían llegado a su destino, cayeron dejando cráteres en el hielo. El terreno de Reina Muerte parecía el resultado de una lluvia de meteoritos, solo quedando intacto el volcán. Makoto no pudo esquivar todas las que le cayeron encima, pegándosele al cuerpo y añadiéndole suficiente peso como para inmovilizarlo. Mientras se libraba de aquel molesto plumaje, miró en derredor en busca de las guerreras.

—Los fracasos reiterados no pueden ser considerados buenos intentos, ¿sabéis?

Estaban situadas donde había empezado todo, con Mera sosteniéndose la garganta frente a una Hipólita que no le dejaba descanso. Atacando de frente, a la espalda o a los flancos, Águila Negra dominaba la batalla por completo. Makoto podía entenderlo con un solo vistazo, así que corrió hacia Hipólita a toda velocidad, chocando con una simple imagen de la mujer. Giró raudo, lanzando un puñetazo por simple intuición.

—El pequeño Makoto, fiel amante del suelo ateniense, en verdad ha crecido —musitó Hipólita. En la mejilla izquierda, las vendas se empaparon de unas gotas de sangre.

—Te estás repitiendo —tartamudeó Makoto. Hipólita estaba demasiado cerca, tanto que podía sentir su aliento. Solo el miedo que le provocaba ver sobre sus hombros el cuerpo de Mera, impedía que la nostalgia lo embargara.

—Siempre quejándote de algo, siempre.

Hipólita se acercó. Makoto, paralizado, tardó en reaccionar. Cuando quiso moverse, sin decidir si quería atacar o huir, no pudo, una fuerza invisible había tomado el control de todos los músculos de su cuerpo. Consumido por el dolor que aquello le provocaba, gritó a los cielos, donde miles y miles de cuervos picoteaban y rasgaban un campo de fuerza color rosado. El único ojo de Hipólita brillaba con intensidad.

—Prefiero aprender de mil fracasos, que confiarme de mil victorias.

Con su destacada rapidez, Mera rodeó el cuello de Hipólita con uno de sus brazos. El cosmos flameante de la santa de plata bloqueó la luz rosada, anulando los poderes psíquicos de Águila Negra. Makoto estuvo a punto de dejarse caer, libre de las ataduras, pero se repuso enseguida. Extendió los dedos de cada mano, dispuesto a ejecutar la técnica por la que alguna vez fue reconocido: el Asedio del Señor de las Moscas.

Hipólita, previendo la intención de Makoto, le dio una rápida patada, alejándolo del combate. Mera trató de romperle el cuello, destinando buena parte de su cosmos al brazo, hinchado y venoso. Águila Negra se limitó a bajar la cabeza y un cosmos negro nació entre el aura flamígera de la santa de plata. De manera insólita, el brazal del manto de Lebreles cedió antes que el cuello de Hipólita, quien no dudó en aprovechar el desconcierto de su rival para apartarla de un codazo.

—No has necesitado mil victorias para confiarte

Un millar de golpes acertaron sobre la imagen residual de Hipólita, quien respondió el enésimo intento de Makoto de un manotazo. El santo de Mosca se sostuvo del brazo de su enemiga para mantenerse de pie, desplegando su cosmos en una patada contra el abdomen de Águila Negra, sin lograr moverla ni un centímetro.

Antes de que Makoto pudiera alejarse y pensar en una mejor táctica, Hipólita le enterró la cabeza en el hielo, colocando su pie encima para impedir que se levantara.

—El poder de los santos se basa en la destrucción de los átomos que componen toda materia. ¿Habéis olvidado algo tan básico? Debería avergonzaros que mi armadura negra siga intacta, mientras que vuestros mantos de plata… —Hipólita miró el agrietado casco de Mosca, a un par de metros del santo, y luego a Mera, bajo cuyo agrietado brazal podía verse la bronceada piel, con varias magulladuras.

Quiso seguir hablando, pero algo la detuvo. Lo único que Mera pudo notar, fue que cerró su único ojo sano. El campo de fuerza que Hipólita colocó alrededor de la isla se deshizo, dejando entrar a los cuervos de Hugin, aves hechas de cosmos que existían con un único objetivo: Águila Negra. Aunque Lebreles interpretó aquello como un momento idóneo para atacar, decidió no hacerlo, recordando cada uno de sus anteriores intentos.

Un instante después, Mera podía agradecer su buen juicio. Los cuervos de Hugin caían sobre Hipólita como un tornado que ahogaba la luz del sol, y aun así ninguno llegó a siquiera rozarla, repelidos por un torrente de cosmos tan oscuro como lo eran ellos. El intercambio de fuerzas hacía temblar la isla entera. El mar, antes tranquilo, golpeaba la tierra helada con olas cada vez más grandes.

Hipólita debió ceder un par de metros, momento que aprovechó Makoto para alejarse. Posicionado al lado de su compañera, pudo volver a contemplar el terrible poder de los Meteoros Negros: cien mil haces deshicieron la bandada sobrenatural por completo, permitiendo que la luz volviera a Reina Muerte. Cuando Hipólita miró a los santos de Mosca y Lebreles, su rostro iluminado casi pareció heroico.

No podremos ganar si seguimos así, debemos atacar a la vez, sincronizarnos —dijo Mera, iniciando una conversación telepática.

Te escucho. Aunque si te soy sincero, sois demasiado rápidas para mí.

Eres lento, pero contundente. Tus golpes pueden causar un daño que yo soy incapaz de provocar. Si consiguiera ofrecerte una apertura…

Eso no tiene sentido —interrumpió Makoto—. Siendo más rápida que yo, ¿no serían tus golpes más potentes?

La fuerza bruta no es tan importante cuando dos santos se enfrentan. Es como dijo Hipólita: se trata de romper los átomos, de enfocar toda nuestra energía cósmica en esa tarea. Tanto Hipólita como yo imbuimos el cuerpo con cosmos a partes iguales, aumentamos al máximo nuestras capacidades físicas, a diferencia de lo que hacen santos como Cuervo, Perseo o Can Mayor.

La Doctrina de Zaon. El combate mediante un eidolon.

Exacto. En tu caso, concentras tu cosmos en los dedos porque son tu principal arma: ¿puntos cósmicos, no? —Makoto asintió—. Es un estilo de combate que requiere atacar rápido, así que solo piensas en eso, y no en desplazarte a gran velocidad como lo hago yo. No estás tan bien protegido como nosotras, ni puedes seguirnos el ritmo, pero si acertaras a Hipólita…

Si golpeo todos los puntos cósmicos de la constelación bajo la que nació, podremos llevarla al Santuario con vida. Es lo que he intentado hacer todo este tiempo, pero es demasiado rápida. ¡Y debo acertar todos los puntos a la vez, sin que se mueva!

Solo debes esperar el momento oportuno, yo lo crearé. ¿Puedo iniciar un enlace?

Hace muchos años que…. Bueno, hazlo.

Enlace. El medio por el que dos o más mentes podían conectarse entre sí, de modo que la información que cada uno captara a través de sus sentidos, llegaba a todos los que estuvieran enlazados. Durante la invasión del Santuario, aquella técnica volvió a utilizarse tras siglos de desuso, y en los trece años que sucedieron a la invasión, Kiki se había asegurado de que la mayor parte de los santos supieran al menos crear un enlace básico para dos. Makoto no era de los que sabía, pero Mera sí.

—Empiezo a aburrirme —dijo Hipólita. Su único ojo volvía a brillar con aquel peculiar color rosado—. Si no tenéis nada más que ofrecer…

Águila Negra dio una patada alta contra Mera, impactando sobre un cuerpo que desapareció al instante. Al mirar en derredor, Hipólita se vio rodeada por un ejército de santas de Lebreles, todas idénticas entre sí.

Los trucos de velocidad no funcionan con gente más rápida que tú —pensó Makoto, sabiendo que Mera podría escucharlo mediante el enlace.

No es un truco —replicó Mera—. ¡Es la Legión de Fantasmas!

A pesar de sus palabras, parecía que Mera estaba usando la misma estrategia de antes. Incontables imágenes de ella golpeaban simultáneamente a Hipólita, quien bloqueaba todos y cada uno de los ataques sin tener que cambiar de posición. En ocasiones, Águila Negra contraatacaba, enterrando el puño sobre lo que Makoto percibía como ilusiones, simple resultado de un truco de velocidad.

Eres un santo de plata. Analiza la situación —ordenó Mera, dirigiéndose a la mente de Makoto sin bajar el rendimiento en la batalla.

El santo de Mosca trató de fijarse mejor, recordándose que Hipólita ya había superado a Mera en una lucha basada en pura velocidad. Tardó poco en entender la diferencia entre aquello y la técnica que Lebreles estaba ejecutando.

Cosmos —pensó Makoto—. Hay cosmos en esas imágenes. ¿Es que puedes clonarte? No, no es eso…

Detectaba diversas energías cósmicas en torno a Hipólita, pero a cada segundo que pasaba desaparecían para ser sustituidas por otras. El común denominador era que todo aquel cosmos era idéntico, era el de Mera de Lebreles, la santa que atacaba a Hipólita como un verdadero ejército de una sola mujer.

Detiene todos tus golpes… ¿Cómo es posible?

Es más rápida que yo, mucho más rápida. Sin la ayuda de Icario, ni siquiera la Legión de Fantasmas serviría.

Sonaba a exageración. El ratio entre los contraataques de Hipólita y los golpes que bloqueaba favorecía a Mera; a ojos de Makoto, Águila Negra debía llegar a su límite para defenderse de Lebreles. Para entender la verdad tras las palabras de su compañera, Makoto debió tratar de atacar a Hipólita. Falló, las guerreras desplazaron su combate a una posición cercana sin prestarle la más mínima atención, y el santo de Mosca entendió lo grande que era la diferencia que las separaba.

Lees la mente —analizó Makoto. Dado que temía distraer a Mera, trataba de encontrar la manera más resumida de hacerse entender—. ¿Puedes predecir sus movimientos y aun así eres incapaz de superar sus defensas?

La santa de Lebreles le respondió a través del enlace, invitándole a percibir el combate a través de ella. Mera, como tantos de sus predecesores, podía leer la mente de sus enemigos, y de ese modo contrarrestar sus estrategias. Sin embargo, la mayor parte de un combate entre santos quedaba en manos de la intuición, del sexto sentido que todos los que utilizaban el cosmos despertaban en mayor o menor grado. El número de movimientos que Mera podía discernir en la mente de Hipólita era reducido; ideas fugaces sobre lo que debía hacer a medio o largo plazo.

Y en cuestión de poder, la diferencia era todavía mayor que la distancia entre velocidades. Hipólita podía dañar sus mantos de plata con pocos golpes, mientras que los incontables ataques de Mera, aun con la Legión de Fantasmas, ni siquiera habían agrietado la armadura negra de Águila. ¿La razón? Makoto solo podía pensar en el cosmos. La energía que emanaba de Hipólita era tan intensa, que reducía a cero el daño que Mera trataba de infringir en su enemiga.

Lo único que separaba a Lebreles de una derrota segura, era su técnica. Hipólita era asediada por un ejército de hábiles y rápidas guerreras. Todas menos una eran simples fantasmas, rastros del cosmos que Mera dejaba en los puntos en los que había estado. No solo captaban parte de la atención de Hipólita, sino que al recibir cualquier ataque, desaparecían sin que Mera recibiera daño alguno. Por el contrario, cada vez que los fantasmas acertaban un golpe, causaban daño, pues eran constructos de puro cosmos.

Entiendo lo que pretendes. Estoy listo —afirmó Makoto, lleno de decisión.

Reaccionando a la declaración de Makoto, el pequeño ejército actuó en consecuencia. Mientras varios fantasmas rodeaban a Hipólita, atacándola sin dejar lugar al descanso o a una pronta respuesta, otros dieron tremendas patadas contra la helada superficie del lugar. En una fracción de segundo, Hipólita y la Legión de Fantasmas estuvieron sobre un suelo que acababa de desaparecer. Makoto no dudó que era el momento.

Como en ocasiones anteriores, el aura de Hipólita se elevó como una torre de sombras, precedente de sus Meteoros Negros. En ese punto, dejaba de potenciar fuerza y velocidad con su energía cósmica, pero solo por un breve instante.

Makoto corrió todo lo que pudo, pero sin la ayuda de Mera habría sido interceptado. Cuando se encontraba a medio camino, la Legión de Fantasmas se había aferrado a Hipólita. ¿Podían hacerlo hasta que él llegase, o el temible cosmos de Águila Negra los rechazaría antes? Makoto evitó cuestionarse aquello, y cuando llegó ante Hipólita, se limitó a ejecutar su técnica más rápido que nunca, asumiendo que la suerte seguía de su lado. Contra todo pronóstico, así ocurrió.

Uno a uno, Makoto golpeó los puntos cósmicos de Hipólita, dibujando la constelación de Águila sobre su cuerpo. La milenaria técnica debía ejecutarse lo bastante rápido como para cerrar todos los puntos a la vez, y además, el margen de error era tan pequeño, que no debía permitirse que el objetivo se moviera. Aquellas condiciones, dado el estilo de combate de su adversaria, solo podían completarse en el momento en que lanzaba sus Meteoros Negros. En aquel instante, alcanzarla suponía superar su descomunal cosmos, algo fuera del alcance de la mayoría de los santos de plata.

Tu fama era merecida, Makoto —elogió Mera, todavía protegida por el castigado manto de Lebreles. Volvía a ser solo una persona.

El Asedio del Señor de las Moscas se basaba en los puntos cósmicos, que en el pasado habían sido utilizados para la curación. La técnica tenía dos particularidades: en primer lugar, que su función pasaba a ser ofensiva, destinada a incapacitar temporalmente al objetivo. Segundo, que Makoto golpeaba dos veces el mismo punto: con una mano absorbía una parte del cosmos de su enemigo, transmitiendo de inmediato esa energía a la otra mano. De ese modo, el golpe definitivo no solo crecía en potencia, sino que ignoraba la protección del aura del enemigo.

«Parece que mi mach 50 supera a tu mach 20, Mosca —había dicho Emil en aquella inútil conversación que tuvieron en el barco, rodeados de sirenas. En ese momento había tenido que ir más allá de todo eso. Hipólita era un enemigo al que ni siquiera el santo de Flecha podría acertar en condiciones normales.»

—Rapidez, la clave es la…

Las palabras de Makoto se deshicieron en un gemido de dolor. Mientras apartaba la mano, que todavía apuntaba al último de los puntos cósmicos de Hipólita, esta la había agarrado, apretándola hasta romperle los dedos. Los fragmentos del destrozado guantelete cayeron sobre el suelo, teñidos de sangre.

—Qué error más estúpido. —Hipólita apretó aún más la mano de Makoto. Se escuchó un crujido al tiempo que el santo caía de rodillas—. Yo no nací bajo la constelación de Águila. ¡Sigues siendo el mismo niño impulsivo!

El santo de Mosca quiso responder, levantarse, seguir luchando… Pero todos sus esfuerzos eran anulados por un dolor que no hacía más que incrementarse. Pudo imaginar que se trataba de los poderes psíquicos de Hipólita, pues su único ojo brillaba con la intensidad única de los momentos en que recurría a aquella fuerza. La vista se le nublaba, y a través del sexto sentido notaba el peligro que representaba el incremento en el cosmos de aquella temible guerrera. Sin embargo, no podía moverse.

Cuando Makoto abrió los ojos, sorprendido por el estruendo, se encontró apoyándose en Mera. Donde antes se encontraba, ahora había un cráter que se extendía hasta la orilla, llenándose del agua del mar. Hipólita caminaba hacia ellos sin prisas, y aunque Makoto sabía que acababa de acertarle varios golpes —eran visibles los huecos en la armadura, dibujando la constelación de Águila—, sentía su final en aquel lento avance.

—Somos santos de Atenea. No tenemos derecho a rendirnos.

«Me está leyendo la mente… —pensó Makoto a la vez que la vergüenza le pintaba el rostro. Solo entonces se percató de que el manto de Lebreles se había fragmentado a la altura del abdomen, con sendas gotas de sangre cayendo por los huecos—. La grieta en la tierra fue un efecto secundario, Mera recibió el ataque de Hipólita… ¡Maldita sea!».

—Si descuento a vuestros héroes durmientes, los mantos de bronce son como el cristal para mí. No me explico cómo el Santuario permite que semejante lastre siga ensuciando con su debilidad el nombre de la diosa de la guerra —decía Hipólita, acercándose con cortos pasos—. Los mantos de plata me ofrecen algo más de resistencia, pero solo un poco… —Tronó los nudillos, satisfecha con la desesperación que leía en la cara de Makoto—. Fuiste insensata al medir la cantidad de golpes que recibiste mientras usabas esa técnica, Mera. Bueno, todos lo habéis sido, en realidad —Sonrió.

Pft, ¿me pone en el mismo lugar que estos dos? —cuestionó Hugin, cuya voz volvía a surgir de los cielos—. Siento no ser un bruto que pega muy rápido, mis habilidades son un poco más complejas que las vuestras, así que requieren cierta preparación, je. Pista para los insensatos de los que hablaba, señora Hipólita: ¡miren hacia abajo!

Lo hicieron, encontrándose con la superficie llena de cráteres. Todavía quedaba hielo en la isla, y de él manaba un cosmos distinto del de todos los presentes. Más frío, más poderoso. Con la celeridad del relámpago, aquella fuerza gélida cubrió la pierna derecha de Hipólita, congelándola sin que esta pudiera siquiera reaccionar..

No me confundan con mi predecesor, por favor. Mis cuervos no son simples aves que te pican y arañan, son manifestaciones de mis poderes psíquicos. Genuinos, aclaro. ¿Ese ojo no está de adorno, verdad, señora Hipólita? Je, me reservo mis sospechas.

»Mis poderes no se limitan a energizar plumas para hacerlas más pesadas, o crear cuchillas de aire con movimientos hipersónicos. Yo, como todos los santos a lo largo de la Historia, puedo interactuar con los átomos gracias a mi poder. Introduzco uno de mis cuervos en una piedra, y puedo transformarla en lo que se me antoje. Envío a un cuervo a un cuerpo humano, y puedo eliminarlo desde el interior, o curarlo, si ese es mi deseo. ¿Qué pasa cuando son miles de cuervos adentrándose en esta pequeña isla?

—Hablas demasiado. —Hipólita no se permitía mostrar signos de debilidad, a pesar de las circunstancias—. Si controlas toda la isla, simplemente la destruiré.

Podría, sí, podría. Como rompió al santo de Can Menor, el muchacho de la división Fénix al que no vemos desde hace días. Eso es lo que saco de su reciente comentario sobre la fragilidad del manto de bronce. ¿Qué opina de eso, señora Bianca?

Una sombra reptó por el suelo de Reina Muerte, alzándose como un inmenso can hecho de oscuridad. En condiciones normales, Hipólita habría podido esquivarlo, pero el hielo le impedía moverse, provocándole un sentimiento de impotencia que pareció alimentar a la criatura. Los blancos dientes de la bestia se clavaron en el torso de Águila Negra, resquebrajando su armadura, dañando su alma. Hipólita se arqueó cuanto pudo, vomitando sangre sobre el pelaje de la perra.

Parece que a la señora Bianca no le gusta que se burle de su hermano pequeño. ¿Me dirá dónde se encuentra? Si no lo ha matado, quizá pueda convencer a Bianca de que la suelte. Pero aun así… ¿El Santuario perdonará sus faltas? Je, je, yo no apostaría por eso. La palabra de Akasha ya no tiene ningún valor para el Sumo Sacerdote.

—Hugin, ¿dónde estás, cobarde?

La intervención de su compañero, tan repentina y eficaz, había dejado en shock a Makoto. Luego estuvo tratando de detectar su presencia por todos los medios que tenía a su alcance, sin éxito. La voz de Hugin recorría toda la isla, pero el origen no era claro.

—¿Yo, un cobarde? Para nada, Makoto, solo soy práctico.

El santo, esbelto y flaco, apareció al lado de su armadura, que seguía en forma de tótem. Su rostro no estaba tan castigado como el de la ilusión que había empleado para engañar a Hipólita al inicio de aquel combate en tierra, pero tenía algunos moratones por todo el pecho lampiño, así como en los brazos, que mantenía cruzados. Solo llevaba unos pantalones blancos, y de la espalda surgían dos alas de plumaje oscuro. Hugin sonrió a sus compañeros, mostrando la dentadura intacta.

—Hay mil y una maneras de hacer la guerra. Yo escojo la que se adecúa a mis capacidades. —Sin esperar a que Makoto o Mera replicaran, Hugin volvió su rostro a Hipólita, severo—. Ha perdido. No porque sea mujer; nuestra generación cuenta con cinco santas de oro, si cuento a la exiliada de Virgo. Tampoco se trata de que mostrara su rostro. No, la razón es la misma que con todos los caballeros negros que han caído bajo nuestras manos: los traidores a Atenea jamás serán bendecidos por la Victoria.

—Voy a romperlo.

—Je, je. ¿Perdón? ¿Qué va a romper? Más bien debería aceptar la derrota y…

—Voy a romper tu ego, Hugin. ¡Volveré a ver tus lágrimas de débil niño! Que los dioses sean testigos de mis palabras.

Hipólita alzó su cosmos, y ni la pierna congelada, ni la perra oscura que seguía aferrada a su cuerpo, reducían la sobrehumana determinación que se leía en su rostro sonriente. Ante el brillo mortal de su único ojo, Makoto y Mera volvieron a prepararse para la batalla, a diferencia del confiado Hugin.

Notas del autor:

Ulti_SG. Al parecer los dientes perdidos eran una ilusión, ¿o Hugin usa ilusiones para ocultar que perdió un par de dientes? ¡El terror de los dentistas!

En Saint Seiya nunca se sabe. Setenta y tres capítulos para derribar a Saga y catorce para derrotar a Poseidón. Todo es relativo, como el sentido del tiempo de Freezer. Esa es Akasha, a ratos demasiado buena para su propio bien.

Eso decían que era el Octavo Sentido, sí, aunque creo que lo de ir y venir de la Colina del Yomi me lo he sacado de la chistera.

¿Quién nos diría que el huérfano Makoto estaría un día en el top de alguien?

Si quieres resumir diez mil años de Guerras Santas, no tienes más que pedírselo a Oribarkon. Él no tiene pelos en la lengua.

Perder la paciencia es inevitable con este mago tan amable y simpático, creo yo.