Capítulo 34. Imbatible

Varios días atrás, mientras la operación para obtener el Ojo de las Greas se estaba llevando a cabo, la división Fénix tuvo sus propios problemas. Sneyder había regresado luego de una misión en solitario, sin memorias del tiempo reciente y con el manto de Acuario muerto. A Hugin le había bastado ver a Reina Muerte congelada de extremo a extremo para saber que ese era el lugar en el que su general libró una batalla, certeza que lo mantuvo distraído un buen rato, hasta que sintió la presencia de Bianca.

Bianca de Can Mayor y Nico de Can Menor. Ahora que Lesath de Orión era un traidor —así lo veía él—, ellos eran lo mejor que tenía la división Fénix si se trataba de buscar un rastro. Mientras él y Sneyder se ocupaban de las actividades de Akasha, ellos tenían que buscar el lugar en que Sneyder había estado y regresar con noticias. Se quedaron a la mitad, al parecer, pues el eidolon de Bianca, una perra enorme hecha de pura oscuridad, estuvo acechando entre la sombras de Reina Muerte desde el momento en que pisaron tierra, si no es que mucho antes. Después de notar la presencia de su compañera, solo tuvo que sumar dos y dos cuando Hipólita habló de la fragilidad de un manto de bronce sin que no hubiera allí ningún santo con ese rango. Por lo que Hugin pudo entender de la situación, los canes se habían encontrado con Hipólita en Reina Muerte mientras la inspeccionaban, recibiendo una paliza, como era de esperar. Trataron de guarnecerse en la oscuridad, ese plano paralelo al universo físico en el que unos cuantos locos se atrevían a entrar, pero solo Bianca lo logró.

«Los dioses sabrán dónde está Nico ahora —pensó Hugin para sus adentros, viendo de soslayo al eidolon de Bianca—. Más vale que ella piense que está vivo. Así luchará mejor. Ya habrá tiempo después para las lágrimas y la alegría —decidió.»

Una vez supo cuál había sido el destino de aquellos dos compañeros, Hugin pudo dejar de pensar en ellos y ver lo evidente. Aquel hielo, creado por Sneyder, era un arma poderosa que él era capaz de manipular. Ese era el verdadero uso del eidolon de Cuervo: no la vigilancia de los traidores, sino la manipulación de la materia a nivel atómico.

Como resultado de la estrategia de Hugin, el antinatural invierno que sometió a Reina Muerte desde la llegada de Sneyder estaba por terminar. La temperatura subía con lentitud a la vez que el hielo que cubría la superficie se elevaba como una niebla blanca. En todo lugar, cuando aquel aire gélido abandonaba el suelo, dirigiéndose hacia Hipólita, dejaba al descubierto cráteres en proceso de reconstrucción. La isla se estaba regenerando, o más bien, volviendo a su estado natural de infierno en la Tierra.

Ni Mera ni Makoto se interesaban en aquello. En media docena de ocasiones, trataron de atacar a Hipólita, siendo cada intento respondido por un oleaje de puro cosmos. Águila Negra se oponía al frío con sus poderes mentales, a la vez que trataba de liberarse del can infernal que era Bianca con sus propias manos, y aun así le quedaban fuerzas para rechazar a dos santos de plata atacando a la vez.

—No puede ser invencible —comentó Makoto.

—Nadie lo es —respondió Hugin, captando la atención de sus compañeros. Seguía en la misma posición, de brazos cruzados, sonriente; no parecía temer a Hipólita en lo más mínimo—. Esa mujer ya ha sido derrotada.

—Ridículo —espetó Hipólita. El hielo que aprisionaba su pierna empezaba a resquebrajarse—. Necesitarás algo más que el poder de una isla para derrotar… —Antes de terminar la frase, Bianca apretó la mandíbula sobre el torso. Gimió de dolor, al tiempo que la armadura negra de Águila se iba agrietando más y más.

—Ahora mismo no estoy recurriendo al poder de la isla, je, je. Puede que solo los restos de un ataque, pero sigue siendo el cosmos del señor Sneyder. ¿Asustada? Seguro que lo está. ¡Su armadura no soportará una temperatura inferior a los 200 grados bajo cero!

Justo en el momento en que Hipólita terminó de romper el hielo que la aprisionaba, toda la neblina que llenaba Reina Muerte se concentró en su otra pierna, congelándola hasta la altura de la rodilla. El frío era de tal intensidad, que no podía siquiera sentirla y sus poderes mentales ya no podían causar el menor rasguño en el hielo.

—Creo que me he excedido —se burló Hugin—. Todavía quedan restos del señor Sneyder en esta isla —señaló la neblina con un gesto amplio. Aire gélido dispuesto en un sinfín de formas alrededor de Reina Muerte, dejando a ojos vistas cómo el suelo terminaba de repararse—. Pero, siendo sincero, no creo que una traidora merezca caer ante el cosmos de un santo de oro. ¿Algo más mundano, tal vez?

»A lo largo de los milenios, las muestras de poder de los santos han sido consideradas fruto de la furia de la naturaleza. Meteoritos, erupciones, terremotos… —mientras hablaba, el cráter que conectaba con la orilla, se reconstruía. El agua del mar, poco a poco, se adhería a la superficie de la isla, convirtiéndose en tierra y roca—. ¿Una traidora estará a la altura de las leyendas? No espero que un baño de lava la mate, claro.

Hugin miró la Montaña de Fuego con una sonrisa macabra. El hielo que sellaba la actividad del mítico volcán, se resquebrajó enseguida. Frente a aquel suceso, todos adivinaron el plan del santo de Cuervo.

—Reina Muerte es una abominación —declaró Hugin—. Cuna de rebeldes y criminales, un nexo con el Hades… Congelarla no es suficiente. En unos minutos, esa montaña alimentada por los pecados de miles de hombres, estallará para acabar con su vida, Hipólita de Águila Negra. Ustedes pueden irse si quieren —aconsejó a sus compañeros.

—Si me voy, tendría que enterrarte mañana —dijo Makoto, para asombro de Hugin. Antes de que reaccionara, el santo de Mosca ya estaba encendiendo su cosmos tanto como podía, dispuesto a coordinar con Mera un último ataque.

Ambos eran conscientes de lo que Hugin pasaba por alto. Hipólita ya no necesitaba usar sus poderes mentales para liberarse del hielo, así que contaba con ellos para separar las fauces de Bianca. Juntando telequinesis y sus propias fuerzas, fue solo cuestión de tiempo que las fauces del can se abrieran. El cosmos de Hipólita se alzaba como una torre negra en la que era imposible distinguir a Bianca; era claro lo que pretendía hacer.

Makoto fue el primero en atacar. Insufló su mano rota de cosmos, y aunque cada movimiento le dolía más de lo que recordaba haber sentido nunca, se descubrió capaz de absorber el cosmos de Hipólita con el único dedo sano. Esa energía la enviaba a la otra mano, con la que golpeaba el oleaje cósmico que trataba de empujarlos a él y a Mera. Repitió el proceso una y otra vez, sin contar cuántos golpes daba o cuántos le faltaban por dar. En aquella batalla, sin ninguna experiencia previa que se asemejara, descubría que el Asedio del Señor de las Moscas no solo servía para el combate cuerpo a cuerpo, sino que también podía servir contra el cosmos del enemigo.

Esta brecha es mi último aliento, ¡aprovéchala, no creo poder ayudarte más! —exclamó Makoto, directo a la mente de Mera.

Estaba a pocos pasos de Hipólita. La mano le ardía al punto que deseaba arrancársela, y el rostro estaba bañado en lágrimas, fruto del dolor. A pesar de todo eso, siguió avanzando, sabiendo tras él a su compañera. Águila Negra, con las manos sosteniendo las fauces de Bianca, sonrió a ambos santos de plata, antes de lanzar su terrible técnica.

Los Meteoros Negros golpearon de lleno en Bianca. El can de sombras se deshizo por completo y el espíritu de la santa de Can Mayor se alejó de la isla a toda velocidad. Mera recibió algunos haces en su empeño por alcanzar a Hipólita, mientras que Makoto y el tótem de Cuervo —todavía suspendido en el aire— los recibieron de lleno; los mantos de Cuervo y Mosca murieron en ese momento. El propio Hugin fue objeto de la técnica, así que debió invocar a algunos cientos de cuervos que reformaban la isla para protegerse; al igual que ocurrió con Bianca, todos se extinguieron al contacto con los ataques, logrando por muy poco que ninguno alcanzara al santo de Cuervo.

Makoto cayó al suelo, apoyándose en sus manos. La rota, que carecía de protección, se quemó, llenándose de humo, pero llevaba tanto tiempo forzándose a no gritar de dolor, que ahora era incapaz de hacerlo. También se negaba a quedar inconsciente, pues ante sus ojos llorosos se libraba el último duelo entre las dos guerreras.

El mordisco del canino eidolon de Bianca no solo había dañado la armadura negra de Águila, sino que además había herido su espíritu, reduciendo de forma significativa sus fuerzas. La pierna congelada estaba fija en el suelo, cubierta por un bloque de grueso y duro hielo, lo que limitaba mucho sus movimientos. Mera no dudaba en aprovechar todas esas ventajas, lanzando miles y miles de golpes tanto de frente como por la espalda. Águila Negra bloqueaba cuantos podía, pero eso entraba dentro de los planes de la santa de Lebreles: no tenía como objetivo matarla, sino destruir su armadura, esa fortaleza que tantos esfuerzos requirió para ser atravesada. En contraste con el resto de la batalla, ahora las patadas y puñetazos dañaban la oscura protección con facilidad.

Hipólita era consciente de la intención de Mera, pero tenía una pierna inmóvil, y la otra empezaba a llenarse de escarcha. Físicamente se limitaba a la defensa, firme en medio de docenas de fragmentos que Mera arrancaba de los antebrazos de su armadura. Su contraataque se basaba en ráfagas invisibles que arañaban las partes desprotegidas de Lebreles, abriéndole varias heridas leves, pero así como su cosmos ya no le ofrecía la misma protección, sus poderes psíquicos eran mermados, debido al ataque de Bianca.

—Ojalá… Ojalá pudiera… —Makoto se levantaba poco a poco. Su mano rota rogaba por el descanso, y él solo podía prometer que vendría en el futuro. Y para cumplir esa promesa, tenía que usar la técnica una vez más. Era necesario.

Detente, Makoto —ordenó Mera mediante telepatía, sin dejar de golpear—. ¡Está planeando algo y no debe ser nada bueno!

Mientras bloqueaba sendas patadas altas, Hipólita se recubría una vez más de cosmos. «Meteoros Negros, de nuevo —supo Makoto—. Pero… ¡No está apuntando a Mera!».

Si controlas la isla, simplemente la destruiré. Aquellas fueron las palabras de Hipólita, y la mujer parecía dispuesta a volverlas realidad. Consciente de lo que implicaba la destrucción de Reina Muerte, Mera optó por la única opción que le quedaba, ignorando las protestas —telepáticas— de Makoto. El santo de Mosca quiso detenerla, pero tras un par de torpes pasos, tropezó y cayó al suelo, presa de una inexplicable debilidad.

La siguiente escena ocurrió a demasiada velocidad, demasiada para lo que los sentidos de Makoto podían seguir. En la fugaz fracción de segundo que Hipólita necesitaba para ejecutar su técnica, Mera se posicionó detrás de su espalda, concentrando hasta la última chispa de cosmos en el puño; su ataque debía atravesar lo que quedaba de la armadura negra y romper la columna de la mujer. La única forma de salvar a Hipólita sin que fuera una amenaza en el futuro, era terminar con su vida de guerrera. Durante todo el combate, había esperado el momento oportuno para poner fin a una década de enfrentamientos sin sentido; la última y más poderosa de los caballeros negros originales estaba ante ella, por primera vez completamente vulnerable.

Pero había olvidado algo esencial: ella también lo estaba.

—Demasiados movimientos innecesarios, demasiados golpes inútiles.

Hipólita se había girado por completo en el último momento, atravesando limpiamente a Mera antes de que su puño la alcanzara. Ambas guerreras flotaban en el aire, y a Águila Negra le faltaba buena parte de una pierna.

—Uno menos, solo quedan cuatro —murmuró. Su ojo sano destelló, apuntando a los boquiabiertos santos de plata.

El primero en reaccionar fue Hugin. Movió las alas a velocidad hipersónica, arrojando cuchillas de viento contra Águila Negra, quien en lugar de esquivarlas o bloquearlas, interpuso el cuerpo de Mera como escudo. El manto de Lebreles logró a duras penas impedir que su agotada portadora acabara partida a la mitad.

—Cobarde —maldijo Hugin, rechinando los dientes.

—Yo no soy cobarde, soy práctica —recitó Hipólita.

Sin consideración, dejó que el cuerpo de Mera se deslizara por su brazo, que ya no estaba protegido por armadura alguna. La santa de Lebreles, bautizada en la sangre que manaba del corte en la espalda y el agujero en su abdomen, cayó en el suelo sobre ambas piernas. Hipólita detectó en su enemiga la intención de atacar, y se adelantó con una patada alta, directa a la cabeza de Mera.

—Qué… qué demonios… —decía Makoto, horrorizado. Mera cayó cerca de él, con parte de la máscara rota. Antes de quedar inconsciente, Lebreles escupió un líquido sanguinolento, que se unió a la mancha que la sangre del resto de sus heridas había formado en el suelo. Si Mera seguía con vida, no sería por mucho tiempo.

—Hasta ahora he tenido piedad de usted, como la mujer que un día fue una compañera, mi superior. ¡Eso se acabó!

El cosmos de Hugin se arremolinó en torno a él, como un tornado listo para arrasar con todo. Del suelo enrojecido de Reina Muerte emergieron cientos de cuervos, graznando la sed de sangre de su señor, y algo más.

La bandada de sombrías aves, encarnación de los vastos poderes mentales de Hugin, cayó sobre Águila Negra. De nuevo, Hipólita no se movió. La luz rosada de su ojo sano brilló intensamente, y todos y cada uno de los cuervos estallaron en cientos de plumas. Vía telequinesis, impulsó el negro plumaje sobre el santo de plata, cubriéndolo de la cabeza a los pies antes de que siquiera pensara en volver a vestir su manto

—Uno menos —murmuró Hipólita. La luz rosada que rodeaba a Hugin, prisionero en un capullo de plumas negras, lo acompañó hasta las profundidades del mar, a donde fue arrojado sin misericordia—, solo quedan tres.

Makoto encontró fuerzas para levantarse, y nada más. Temía por la vida de Mera, y también por la de Hugin, pues hasta un santo de Atenea podía morirse ahogado. Pero sentía terror de solo ver a Hipólita. Aquella mujer volaba de nuevo. Sin una pierna —se la había arrancado durante su enfrentamiento con Mera; ni siquiera gritó—, y la otra medio congelada, siendo el pie poco más que un bloque de hielo; sin armadura, apenas cubierta por vendajes en media cara y las extremidades, además de una sucia túnica larga sin mangas; y a pesar de todo ello, sentía que ahora era más peligrosa. Ni la visión de las heridas que le infligió en el pasado —los puntos cósmicos de la constelación de Águila—, servía para infundirle ánimos; quería huir, correr hasta el fin del mundo, donde ese demonio no pudiera encontrarlo.

—Nuestro poder puede impulsarse en nuestras emociones y sentimientos. El odio sirve, pero el miedo no. ¿De verdad creías que atacarme a la desesperada serviría de algo? Seguís siendo niños. Oh, ¿has llorado?

Con Mera y Hugin neutralizados, Hipólita volvía a centrarse en Makoto. El santo de Mosca volvió a ser consciente de su estado: débil, con un manto que era más lastre que protección, y una mano aplastada que solo le enviaba dolor.

—Eso está bien para los niños, no para los santos —comentó Hipólita.

Una sombra cayó sobre el rostro de Makoto antes de que pudiera reaccionar. El santo de Mosca sintió la presión en varios puntos del cráneo, como si las garras de un animal —un águila—, lo hubiesen apresado. A toda velocidad, fue elevado mil metros, momento en el que lo que agarraba su cabeza lo lanzó hacia arriba. Por acto reflejo, Makoto lanzó un puñetazo con la izquierda que Hipólita detuvo con una mano en carne viva, que aún temblaba por el contacto previo con el pelaje de Bianca.

—Makoto, ¿has visto la Tierra desde el espacio exterior?

Tras soltar el puño de Makoto, Hipólita lo inmovilizó usando ambos brazos. Sin esperar respuesta, voló alto, superando con creces la velocidad de escape.

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¿Cómo fue ver el espacio? ¿Qué impresión tuvo al ver la Tierra estando bajo un manto de estrellas? Aquellas preguntas invadían una y otra vez la mente de Makoto, quien trataba de darles respuesta solo para sentir que algún ente invisible le martilleaba el cerebro. Lo había olvidado. Estaba seguro de haber visto el espacio, la luna, las estrellas, la Tierra… Y no podía recordarlo.

A decir verdad, podía recordar pocas cosas de la batalla; algo se había introducido en su mente, arrancándole recuerdos al azar. ¿Quién o qué? Esa pregunta sí obtuvo respuesta cuando miró hacia abajo, que en la posición en la que estaba era como mirar hacia arriba. Hipólita seguía apresándolo con sus brazos y piernas, una de ellas más parecida a la pata de una bestia que a las de una persona, con garras en lugar de pies y tan negra como el eidolon de Hugin o el can de oscuridad que les ayudó. Le bastó mirarla para evocar que era el contacto con esa extraña materia lo que le hizo perder sus recuerdos.

Pese a la confusión, tenía claro que antes estuvo ascendiendo, atravesando las capas de la atmósfera a una velocidad de vértigo. Ahora, en cambio, caía como un meteorito, rodeado de las llamas generadas por la ficción. El cosmos de Hipólita era la única armadura con la que contaban ambos, ahora que el manto de Mosca estaba muerto y de la armadura negra de Águila no quedaba ni rastro. Alguien la había destruido.

Miró a la mujer. Del resto vendado surgían cabellos rubios, su único ojo le evocaba temor, impotencia y desesperación, y la sonrisa, en unos labios rojos y sangrantes, alimentaba tales sensaciones. Tanta confianza… ¿Acaso era invencible?

«No —se respondió—, la he herido, la hemos herido.»

Las vendas que le cubrían la mejilla estaban rojas, a partir de un pequeño corte. La pata bestial que ahora tenía no era un simple capricho; había perdido su verdadera pierna durante la batalla. Su armadura, réplica del manto de Águila, ya no la protegía, y en su cuerpo, si bien Makoto no podía verlos todos desde su posición, había varios agujeros, heridas que él mismo provocó a su enemiga.

«Como si yo estuviera mejor —pensó, sonriendo—. Mi mano derecha destrozada, apenas puedo moverme… Mi cabeza… —El dolor le recorrió por completo, como si lo hubiese invocado al pensar en esa parte del cuerpo. Hipólita rio, ante los gemidos que dejaba escapar—. Me duele mucho, la boca me sabe a… ¿sangre? Rayos, ¿intenté vencerla a cabezazos? Soy un idiota.»

Físicamente estaba indefenso, sometido, así que solo le quedaba una opción. Baal Zebub, la técnica secreta que jamás había revelado a nadie, ni siquiera a su maestro. En ella, usaba el cosmos para crear seres que le fueran de ayuda. No eran capaces de alterar la materia a nivel atómico, como los cuervos de Hugin, pero servirían con Hipólita… si la alcanzaban. De pronto, se encontró imaginándose a sí mismo ejecutando esa técnica, fallando por poco y luego viendo cómo Hipólita le arrancaba ese pensamiento, en un vano intento de hacerle olvidar todo sobre la ejecución de Baal Zebub.

«Estoy siendo paranoico —pensó, pese a ello esforzándose porque su rostro no lo traicionara. Hipólita no le quitaba el ojo de encima—. Debe de ser un efecto secundario de la habilidad que usó para crearse una pierna nueva. Ella es mucho más fuerte que yo, ni siquiera mi mejor técnica bastaría para alcanzarla sin que me mate primero.»

Miró hacia arriba para distraerse, encontrándose con capas de nubes que atravesaban a toda velocidad. De nuevo se dejó llamar por la imaginación: Hipólita lo había atrapado, elevado a las alturas y ahora pretendía dejarlo caer, como una versión exagerada del Puño Rodante de su maestro, que culminaría con la completa destrucción de Reina Muerte. Por si la perspectiva no era lo bastante desoladora, un punto minúsculo se fue agrandando conforme bajaban, hasta que quedó claro que era un avión.

—En ese lugar están los últimos, ¿no? —cuestionó Hipólita.

—El plan de Azrael —murmuró—. ¿Cómo supiste que atacaríamos por aire?

A esas alturas, eso no tenía importancia para Makoto. Sin embargo, sabía que necesitaba tiempo, así fueran un par de valiosos segundos.

—Simple. Un cachorro de muy buen olfato vino a por mí, creyéndose el perro que pondría fin a la larga cacería. ¡Y resultó ser un pajarito dispuesto a can…!

Pero no pudo terminar de hablar, pues a media frase, sus rojos y heridos labios se unieron a los Makoto, quien la calló con un beso.

Notas del autor:

Ulti_SG. Se dice que todo tiempo pasado fue mejor, ¿será lo mismo en este universo?

Raro, ¿no? La especialidad de Oribarkon es manipular la materia, así fue el creador de las escamas de Poseidón y quizá así puede reconstruir su cuerpo hasta cierto punto.

¡Bravo por Akasha! Recuerdo que es un capítulo que tuve que revisar con lupa para que Akasha no se pusiera a hacer preguntas irrelevantes. Veo que salió bien y hasta se ganó un estupendo título alternativo de capítulo.

Como la mayoría de los líderes de Hybris, no sabe cocinar.

Oh, sí, mucha acción. ¡Agárrense a sus asientos!