Capítulo 36. Arrastrados por el olvido

Algún tiempo antes del término de la batalla, tan lejos de Reina Muerte que esta no era más que un punto en el horizonte, Kiki meditaba en la cubierta del Argo Navis, rodeado de santos pertenecientes a la división Andrómeda, Cisne y Dragón.

«Si todo sale mal, significa que una sola división no basta para esta misión—le había dicho Akasha en una furtiva conversación telepática, estando ella viajando a Reina Muerte y él trabajando en Jamir, después de que Sneyder vertiera su propia sangre sobre el manto de Acuario—. Pide ayuda a los Escudos de Atenea. A Shaula y Garland.»

No volvió a tener noticias de ella, así que con el trabajo a punto de terminarse mandó sendos mensajes a los comandantes de las divisiones Dragón y Cisne. Cuando dejó de sentir la presencia de Akasha, se unió con ellos en el Argo Navis, que surcaba ya los mares del Pacífico capitaneado por Shun de Andrómeda.

Lo primero que hizo fue fijarse en el variopinto grupo reunido en el barco. Los más tranquilos, por supuesto, eran los dos santos de la división Dragón, nada menos que el subcomandante Zaon de Perseo y el general Garland de Tauro, que la comandaba. Al primero lo conocía bien, con la cabeza siempre afeitada y el rostro sereno frente a cualquier adversidad, era el mismo valiente al que delegó la protección de Shun de Andrómeda, doce años atrás. Gozaba de fuerza e inteligencia a partes iguales, siendo uno de los cinco que enfrentaron a Hipólita en el pasado, además del inventor de la Doctrina de Zaon, mediante la cual se usaba el poder de la mente y del cosmos para construir un eidolon, poderoso aliado en la batalla. No le extrañaba que su superior solo lo hubiera traído a él a aquella misión. De este, Garland de Tauro, sabía muy poco, cosa que compartía con el resto del Santuario. Era grande, tanto como el fallecido en dos ocasiones Jaki, aunque de maneras más caballerosas que aquel, gracias a los dioses. También era viejo, con el corto cabello, las densas cejas y la barba de un blanco que contrastaba con la oscura piel, que en la época actual tampoco tenía por qué decir mucho del lugar de donde procedía. La tercera cosa que se sabía de él, quitando el hecho de que vistió el manto de Tauro con solo tocarlo, sin necesitar un entrenamiento previo, era su carácter amable. En teoría, así era, porque Kiki perdía las ganas de comprobarlo con solo mirar esa cara siempre ceñuda.

Del otro lado, no podía decir que los de la división Cisne fueran ruidosos, al menos no los subordinados. Había dos santos de plata presentes: Subaru de Reloj, un chico común y corriente si se pasaba por alto aquellos grandes ojos llenos de malicia y las sombrías profecías que dejaba escapar de vez en cuando, y Pavlin de Pavo Real, toda una valkiria oriunda de Bluegrad, con el largo y lacio cabello rubio ondeando al viento, siempre gélido allá donde estaba. Era una de las dos pupilas que tuvo Hyoga de Cisne antes de desaparecer, bastante tranquila si se comparaba con la otra, la alborotadora por antonomasia, de puntiagudas orejas que la distinguían de los meros mortales. Ella era Shaula, hija de Ban y la fallecida líder de las ninfas de Dodona, portadora de Escorpio.

—Ha perdido a Aerys, Icario y Mera en menos de un semana. ¡Cuando encuentre a esa incompetente de Akasha pienso darle una paliza que hasta sus nietos recordarán!

—No —dijo Subaru, provocando que Shaula se detuviera a medio salto, con los puños en alto. Antes de que esta dijera nada, el santo de Reloj dio una respuesta, habiendo previsto la pregunta que le haría—. No ha perdido a nadie, no va a darle una paliza cuando se reencuentren y Akasha de Virgo no tendrá nietos.

—Es una forma de hablar —gruñó Shaula.

—Se me olvidaba —prosiguió Subaru, ignorándola—. Habiendo sufrido dos derrotas significativas en un año, no estamos en posición de llamar incompetente a nadie.

—Es tu culpa, porque no me avisaste. ¿De qué me sirve tener a alguien que ve el futuro si no me avisa de estas cosas? ¡Eres un inútil, Subaru!

—Todos lo hemos sido. Me alegro de que lo haya entendido a la primera, señorita Shaula. No esperaba menos de usted.

Sin el menor deje de sarcasmo en aquellas palabras, el santo de Reloj asintió mientras que la santa de Escorpio tronaba los nudillos.

—Recuérdame por qué no traje a alguien decente conmigo.

—Porque Ishmael es un cerdo indigno de sus dotes curativas por haberse dejado seducir por la perra de Bianca, siendo derrotado por Hipólita mientras estaba en la más vergonzosa situación posible. Palabras textuales, señorita Shaula.

—Si me hubieses dicho que íbamos a sufrir un ataque, todo habría sido distinto.

—Desde la derrota que sufrimos el pasado año, siempre me pregunta si alguien va a vencerla y yo siempre le contesto con sinceridad. Mientras estemos en este planeta, usted no perderá ninguna batalla.

—¡Menos mal que no tenía planeado veranear en Marte! —exclamó Shaula.

Subaru no dijo nada. Shaula dejó caer los hombros, abatida.

—Dime que al menos esta vez me irá bien. Dame una buena profecía, para variar.

—Señorita Shaula, le auguro que durante una hora seremos inútiles en la batalla y usted pasará por la más vergonzosa situación posible.

Siendo testigo de semejante circo, Kiki no pudo sino sentir compasión de Pavlin, demasiado disciplinada como para decirle a su superiora que estaba montando una escena. Garland y Zaon se mantenían apartados del par, al igual que Shun y June, quienes permanecían en la proa del barco, con la vista fija en el horizonte.

Aquella discusión sin sentido habría proseguido hasta el infinito de no ser por un hecho tan insólito como la presencia de dos santos de oro en una misma misión. Lucile de Leo apareció como por arte de magia, sorprendiendo a todos. Hasta a Kiki, de la pura impresión, le costó entender que estaba viendo una proyección. Que Lucile, su otra hija, estaba todavía en Alemania, dentro de la barrera de Fang de Cerbero.

—¿Puedes decirle al maleducado de tu subordinado que me deje salir? Seré una niña buena y les traeré esto —dijo Lucile, que con una mano sostenía el ánfora de Atenea, al menos una proyección de esta. Garland estaba por responderle cuando añadió algo más, dirigiéndose a Shaula—: ¿Qué hace esta inútil aquí?

Hecho ese comentario, ya nadie, ni siquiera Garland y Shun actuando juntos, podría impedir lo que estaba por venir. Kiki, no tan noble como aquellos, decidió disfrutarlo.

—La pregunta es qué haces tú aquí —bramó Shaula.

—El Sumo Sacerdote decidió que dos años de encierro era suficiente castigo para una pequeña travesura —dijo Lucile—. ¿Es que no notifican estas cosas a los arbolitos fracasados como tú? ¡Oh, perdón! Ninfa, quise decir ninfa fracasada.

Por un momento, pareció que Shaula iría de regreso a Alemania a responder esa afrenta con los puños, que apretaba con fuerza. Había dos cosas que la comandante de la división Cisne no podía tolerar: que insultaran a sus padres y que menospreciaran su poder, cosa que le sucedía a menudo por ser la más joven en la élite del ejército. De milagro no lo hizo, dejando que el aguijón del escorpión, esta vez, fueran las palabras.

—Ni mil años de encierro bastarían para una bruja como tú —acusó, a lo que Subaru asintió, por alguna razón—. ¿Por qué estaban Nico y Bianca en isla Thalassa?

Lucile se encogió de hombros.

—Quién sabe. Sneyder les habrá ordenado buscar algo. ¿Su sentido del humor, tal vez?

—Esa es la excusa que me dieron —dijo Shaula—, antes de que la perra de Bianca se acercara a mi subcomandante para distraerlo. ¡Antes de que supiera que Lucile de Leo era capaz de usar a un niño para espiarme!

Frente a tal acusación, Lucile soltó una risita.

—¿Nico te espiaba mientras te bañabas? ¡Cómo creció en estos dos años! Te felicito Shaula, has tenido tu primera experiencia con un sátiro.

La piel descubierta de la santa de Escorpio enrojeció, acorde con el color del cabello.

—No es ningún sátiro. ¡Es un niño!

—¿Y no te gustan los niños? ¿Los prefieres mayores?

—¡No estamos hablando de eso!

—Tendrás que disculparme, mi querida Shaula, disfruto mucho con tus enfados. ¡Eres tan diferente al resto de nuestros compañeros! Los que no son solemnes y bienintencionados, son secos y monótonos. Tú me alegras el día.

Shaula volvió a apretar los puños, hasta blanquearlos.

—No soy ningún bufón.

—Claro que no, eres la guardiana del octavo templo zodiacal, la hija de mi buen amigo Ban —aclaró Lucile, calmando los ánimos solo el tiempo que tardó en echarlo todo a perder—, así que sin duda ahora comprendes mi plan para hacer que Nico y Bianca, mis perros fieles, sedujeran a la comandante y el subcomandante de la división Cisne mientras yo, bruja entre brujas, me hacía con el ánfora de Atenea.

—Estoy segura de que eso es lo que pretendías —acusó Shaula.

—¡Hasta el ataque de Hybris estaba dentro de mis planes! —exclamó Lucile, como si no la hubiesen interrumpido—. Ya que ellos romperían el sello de Poseidón, haciendo la mitad del trabajo por mí. Después solo tendría que robar el ánfora a ese ejército de inútiles sin remedio y entregarle a Julian Solo lo que tanto ansía.

En derredor, las miradas de todos estaban fijas en Lucile, que como de costumbre había pasado de la broma al mal gusto. Eso era lo que todos debían estar pensando, excepto Kiki. Él sí que veía capaz a Lucile de hacer algo así con tal de demostrar a Akasha que era la mejor. ¿Ofrecer el ánfora de Atenea como un regalo simbólico, que Julian Solo no podría abrir? Perfecto. ¿Liberar a Poseidón en estos momentos, cuando había enemigos en cada esquina? Eso era apostar demasiado alto. Solo Lucile sería capaz de ello.

«¿Solo Lucile? —se preguntó, seguro en la soledad de sus pensamientos.»

Al tiempo, el creciente enfado de Shaula, de cuyas orejas bien podría salir humo en cualquier momento, de lo roja que estaba, pasó al desconcierto, la confusión.

—No quería ir tan lejos.

—No quieras ser humilde ahora, hija de Ban. ¡Lo has adivinado todo! Mi plan para despertar a Poseidón, entregarme a él como su esposa y reinar así juntos en la Tierra.

Tan peligrosas palabras fueron dichas por la santa de Leo, feliz al representar semejante teatro entre espectadores a cada cual más estupefacto. De los hombres, cuyas caras no estaban cubiertas por una máscara de metal, solo Shun permanecía sereno, avanzando hacia Lucile con pasos silenciosos, en contraste con el grito de Shaula.

—¡Eres malvada!

—¡Salí a mi papá! —dijo Lucile, mirando a Kiki, acaso guiñándole un ojo—. Puedes dirigirte a mí como Su Majestad desde ahora.

—No me hagas reír —replicó Shaula, con tono despreciativo—. Anfitrite, la más hermosa de entre las diosas del mar, es consorte de Poseidón. Tú solo serías una amante más, como una vulgar sirena.

—Hablas como si conocieras a esa tal Anfitrite.

—Mi mamá la conoció.

—¿Qué estoy viendo? —terció Garland, colmada la paciencia del grandullón—. ¿Dos santas de oro a punto de auxiliar a una compañera en apuros? ¿Dos muchachas cacareando a la puerta de un colegio, con no más fin que quedarse con la última palabra? Yo, por lo menos, no sé qué papel os queda.

—A buen seguro que son dos santas de oro —dijo Shun—. Con una gran confianza en su compañera, acaso excesiva, así como un muy humano sentido del humor, que también ha sobrepasado los límites de la decencia. Un error que no se repetirá.

Las palabras del santo de Andrómeda cayeron sobre el caldeado ambiente como una llovizna de pesadas gotas. Tanto Shaula como Lucile dejaron caer los hombros, dando por terminado aquel encuentro verbal y prestando por fin atención a lo que había más allá del horizonte. Una batalla que estaba cada vez más a favor del enemigo.

Desde ese momento en adelante, poca importancia dio Kiki a la más formal conversación que hubo entre Lucile y Garland, quien accedió a dejarla salir de la barrera. A ella, no a Ban, pese a las protestas de Shaula. Él, harto de conversaciones, decidió enfocarse en la acción que se daba sobre Reina Muerte, cada vez más cercana.

Vio explosiones en el cielo y una persona cayendo al mar desde un baúl negro que flotaba en las alturas. Lo vio con los ojos de la mente, de modo que era como si estuviera allí y no a diez kilómetros de distancia. Por ello sabía que el hombre era Icario de Boyero, herido en el cuerpo y la mente por Hipólita. También estaba al tanto de que en el baúl estaba Azrael, todavía empeñado en vencer a la más fuerte entre los caballeros negros con gas somnífero. Eso le trajo gratos recuerdos, pero no pudo sonreír hasta que Lucile de Leo apareció en el lugar. ¡Qué rauda podía ser la leona de oro cuando dejaba la charla inútil! Veloz como la luz, fue desde Alemania al punto en que Hipólita estaba, golpeándola en ese mismo movimiento.

Sobre el baúl, de dorado manto y brillante cabello, la leona del zodiaco se dejaba ver tras el halo de su cosmos. Su brazo, extendido, apuntaba a la frente de Hipólita, protegida por una armadura hecha de sombras azuladas.

—Sobrevivir a mi Großmütig Berührung, un golpe a la velocidad de la luz —comentó la mujer de máscara dorada, para asombro de un expectante Azrael—. No importa, lo que cubre tu cuerpo no es más que el manto mortuorio de Deyanira.

Así habló Lucile, al tiempo que la mágica armadura de Hipólita se deshacía. Para cuando estaba lejos del baúl por la pura fuerza del golpe, solo el brazo y la pata de bestia que sustituían las extremidades perdidas en batalla seguían presentes. Lucile observó aquellas extensiones con curiosidad hasta que Hipólita se perdió de vista, cayendo en algún punto de Reina Muerte. Entones miró a Azrael de reojo.

—¿Sabes nadar, asistente?

—Velocidad de la luz —dijo Azrael, con el rostro consternado bien oculto tras la máscara antigás—. ¡Eso es increíble!

—¿Sabes nadar? —insistió Lucile.

El asistente sacudió la cabeza en gesto afirmativo.

—Bien. Tú te encargarás de rescatar al ex-capitán Icario entonces.

Mientras Lucile proponía aquella idea, para la que no había réplica posible, el misterioso poder que mantenía el baúl en el aire se dispersó y este empezó a caer a toda velocidad. Al menos, así debía ser para Azrael, pues la santa de Leo tuvo tiempo de alzar al asistente con la mano libre, la que usó para derrotar a Hipólita, y alzar con la otra el ánfora de Atenea, intacta pese al viaje.

—Puede que sepas nadar —dijo Lucile mientras los dos caían junto al baúl—, pero son diez mil metros desde aquí al océano.

—Me entrenaron para ser un santo —soltó Azrael, riéndose de una broma que solo él entendía—. ¿Qué es esa altura para mí?

Que Lucile no le recordara que había fracasado en ese entrenamiento fue el primer milagro que Kiki, observador de tales hechos, vio ese día. Que no lo dejara caer al mar sin apoyo alguno, para ver qué ocurría, fue el segundo. Al desviar la atención a Reina Muerte, donde al fin sentía la presencia de su primera hija, el maestro herrero de Jamir deseó que el tercer milagro fuera el seguro regreso de todos a casa.

Lo primero que sintió al observar aquella isla infame fue un pinchazo de decepción, pues el rastro de Akasha que creía haber sentido era en realidad una chispa del cosmos de Virgo, que esta depositaba de forma sutil en todo aquel con el que hacía contacto. Si semejante medida se había activado, significaba que los heridos e inconscientes Mera y Makoto estaban al borde de la muerte. Hasta ese punto podía ser ingenua Akasha, bajo la compleja red de planes que como una araña tejía sin preguntarle a nadie, salvo tal vez a Azrael. Era culpa de Kiki, por supuesto, ya que él había tenido la gran idea de convertir a la hija de unos taberneros en legataria de sus poderes psíquicos. Una entre los cuatro legatarios que terminó teniendo, en realidad.

«No, cinco —se corrigió enseguida—. La muerte no es el olvido.»

Dejó ese funesto pensamiento aparte y siguió oteando la isla. Halló así a Hipólita, no muy lejos de los santos de Lebreles y Mosca. Victoriosa en la batalla con aquellos dos, derrotada pese a ello en las alturas, la sombra de Águila reposaba por fin, esbozando una sonrisa llena de paz. Y bajo tan capaz y fuerte mujer, se derretían los últimos trozos de hielo que cubrían isla. En estos y en la niebla que cubría la Montaña de Fuego, Kiki pudo notar la marca de Sneyder, así como la de Hugin estaba en la totalidad de Reina Muerte. El significado de todo ello se le escapaba en parte, apenas pudiendo especular que ese era el escenario en que el manto de Acuario halló la muerte.

«Hugin de Cuervo. ¿Dónde estás?»

Como atendiendo a la muda pregunta del maestro herrero de Jamir, el mar escogió ese momento para vomitar a Hugin, con el cuerpo huesudo aplastado por la presión de las profundidades y de las plumas negra. Eso último podía deducirlo Kiki por las pocas que todavía tenía adheridas a la piel, más morada y enrojecida que blanca. No tenía el manto de Cuervo, y al parecer tampoco aquel endemoniado ingenio con el que había querido sonsacarle la verdad a Akasha tiempo atrás. Solo abría esa enorme boca para echar agua de mar que se había tragado. Trató de compadecerlo, pero terminó sonriendo.

—Hipólita de Águila Negra —dijo Hugin una vez recuperado, andando con torpes pasos hacia la durmiente sombra—. Este es tu fin.

Pero cuando estaba por darle el golpe de gracia, el ojo de Hipólita brilló con un color rosado. Nada más en el cuerpo de Águila Negra se movió, solo el ojo, que arrojó sobre Hugin de Cuervo un terrible embrujo que lo hizo chillar de dolor, retorciéndose en el suelo ardiente. Tal fue la tortura a la que estaba siendo sometido, que pese a la distancia Kiki estuvo seguro de que moriría tarde o temprano si alguien no venía a tiempo.

Y alguien vino, por supuesto, ¿cómo iba a ser de otra forma? Débil por el Lamento de Cocito, cansada por la batalla que libró más allá de los confines del mundo, la santa de Virgo apareció, caminando en pos de sus hombres. Estaba hecha polvo, con un cosmos que a ratos resultaba imperceptible, el uniforme empapado y descolorido, transparentando una piel que era hielo fragmentándose. Para andar, tenía que apoyarse en un extraño sujeto de ropas todavía más extrañas, que por alguna razón llevaba un ánfora idéntica a la que Lucile había encontrado en Alemania. Y a pesar de eso…

«… A pesar de eso, las musas tendrán que cantar de esta heroína improbable, creada por Kiki de Jamir. Maestro herrero, duende pelirrojo y orgulloso padre

Al salir de la Colina del Yomi, Akasha de Virgo podría recitar con exactitud el discurso de Tritos. En cuanto vio al torturado Hugin, un segundo después, todo empezó a desvanecerse como solían hacer los sueños. Trataba de mantener lo más importante, pero aquello requería concentración, algo que el Lamento de Cocito le arrebataba poco a poco. ¿Qué sería lo primero? ¿Olvidarlo todo o convertirse en una cáscara sin alma? A decir verdad, en ese momento no le importó.

—Basta —ordenó en un impulso de fuerza, lista para atacar. No tuvo que hacerlo. El aura rosada que sometía a Hugin se dispersó, obedeciendo tal comando, mientras que el santo de Cuervo cayó en un feliz sueño, con las piernas algo retorcidas.

Sabiendo vivos a los presentes, pues veía a Azrael nadando hacia donde el malherido Icario flotaba, no muy lejos de ahí, Akasha se permitió pensar en el peligro inminente. Alimentado con las memorias de Oribarkon, la entidad que Sneyder mantuvo sellada era demasiado poderosa y ahora estaba libre. No solo el sello en la Colina del Yomi estaba roto, sino también el de Reina Muerte. Ahora, lejos de la influencia de Leteo, podía ver con claridad la función de aquel hielo en el mundo espiritual y en el físico.

«Hugin, ¿qué has hecho? —pensaba Akasha al ver la isla en el estado infernal que por siglos la había caracterizado.»

—Tenemos que irnos —apuntó Oribarkon una vez Akasha se separó de él. Apenas un murmullo, envuelto en miedo y desesperación.

—Primero debo ocuparme de ellos —replicó, quitándose los guantes. Las manos eran de hielo; piel cristalina llena de grietas.

—Ninguno de esos humanos puede nadar, Akasha… —A la vez que hablaba, Oribarkon golpeaba el suelo con su bastón, producto del nerviosismo que lo dominaba—. ¿Cómo? ¿Teletransporte? No sé si me acuerdo… ¿Tú sí? ¡Mocoso engreído! Ella no aceptará el trato; es amiga de mi señor Poseidón. ¿Verdad? —Miró a la guerrera de Virgo—. Dile que no aceptas o no tendrás el ánfora, ¡el ánfora debe ser abierta!

«¿Qué hemos hecho?»

Entre las preocupaciones de Akasha, los debates de Oribarkon y Tritos no estaban en primer lugar. La increíble técnica del santo de Cuervo, capaz de alterar la materia afectando a los átomos que la componen, había deshecho el sello de Sneyder; claro que si ella no hubiese pensado en derrotar a aquel ser por sí sola, eso no habría importado.

El suelo ardía, como siempre, a la vez que nubes negras cubrían los cielos.

—Escúchame, te estoy hablando —dijo Oribarkon, golpeando con el bastón con más y más fuerta. Llegó a parecer que iba a golpearla en el momento en que le puso atención—. Si me llevo a esos humanos, no podré llevarte a ti. Y desde luego no voy a renunciar al ánfora…

Devuélvemela.

Un susurro en las mentes del mago y la doncella, pero de una voz tan potente, que estuvieron a punto de confundirla con un trueno. La oscuridad que teñía el cielo, brilló en la forma característica del cosmos, cubriendo por entero el firmamento sobre Reina Muerte y el mar que la rodeaba. En el centro de aquella fuerza que crecía sin medida, los dos detectaron una presencia al mismo tiempo. Un caballero negro de armadura alada, semejante al manto de Sagitario.

—Imposible —musitó Akasha. Por la impresión, dejó caer los guantes, que volaron hasta el agitado océano—. Hipólita era la más poderosa de los caballeros negros, ¿no? —preguntó a Oribarkon, quien se limitó a encogerse de hombros y agarrarla del brazo.

—Vámonos de aquí. Esos jóvenes ya están muertos, Hipólita es infalible.

—¿¡Creaste una réplica del manto de Sagitario!?

—Si lo hice, no me acuerdo ya. ¡Vámonos!

Devuélvemela —repitió la voz en sus mentes—. ¡Devuélveme a mi madre!

La exclamación, emitida por la voz del caballero negro, llegó mucho después de que una tormenta de rayos negros cayera sobre Reina Muerte, chocando con una colosal barrera que Akasha había logrado crear en el último momento, movida por el sexto sentido. Todo el lugar tembló por el ataque, y Akasha tuvo la seguridad de que, de no ser por el campo de fuerza, la isla entera habría sido desintegrada.

—Su madre —repitió Akasha, de nuevo dirigiéndose a Oribarkon. Se apartó del mago con brusquedad, y al hacerlo, se encontró con Hipólita, de pie—. No es posible.

—Uno menos —murmuró Hipólita con voz somnolienta. Lo único que le mantenía despierta era la energía rosada que manaba del ojo, tan distinta al oscuro cosmos que concentraba en la única mano que le quedaba—. ¡Y ya no queda nadie!

Miles de Meteoros Negros golpearon la cúpula dorada, deshaciéndola gracias a la magia arcana que los respaldaba. Ese fue el único movimiento que Hipólita realizó antes de caer dormida, sin siquiera molestarse en ver el resultado.

Akasha sí pudo verlo. Enseguida pensó en Makoto, Mera, Hugin… Si recibían uno de aquellos rayos morirían. ¿Y Nico? No había podido salvarlo, no había podido hacer nada. Quiso gritar al mago que se los llevara a todos, que ella saltaría al mar y saldría por su cuenta y riesgo. Deseó crear una nueva barrera y pensar en una mejor solución. Todo le vino a la vez, pues seguía siendo de rápido pensamiento, pero su cuerpo ya no respondía de igual modo. Ni siquiera pudo dar un paso antes de sentir que algo la golpeaba. Caía al suelo sintiendo frío y calor a un mismo tiempo, y veía la superficie, por mil años fuego, por algunos días hielo, teñirse de un azul oscuro, como las profundidades del océano. Leteo estaba en la Tierra.

De todos sus desesperados planes, solo conservó uno: el deseo de salvar a sus compañeros. Envió tal mensaje a Oribarkon, creyendo que serían sus últimas palabras.

Notas del autor:

Ulti_SG. ¡Diablos, señorita! Ejem, así es Jaki, inolvidable.

Todos recordamos con cariño esas batallas contra el Molbol, de más vidas que Alucard y con el mal hábito de echarnos su mal aliento, con todos los estados alterados imaginables. Así debía sentirse Hipólita, pero como todo enemigo de Saint Seiya, tarde o temprano tenía que ser derrotada. ¡Una cerveza para todos los responsables, por favor! Hugin de Cuervo, Makoto de Mosca, Mera de Lebreles, Bianca de Can Mayor, Icario de Boyero y el hombre de la máscara antigás.

Ah, mira, ¡se transforma! ¿Cuántos capítulos aguantará esta vez? Menos de los esperados, parece, porque llega Lucile de Leo a hacer lo que no hizo su amiga.

¿Quién no se enfrentaría a un dios del inframundo para salvar a un perrito? El problema es que hablamos del dios del olvido, como Akasha se olvide de los capítulos pasados estamos apañados, tocaría uno de esos infames resúmenes que cubren todo un episodio.