Capítulo 40. Un planeta, un ejército

El hospital estatal de Bluegrad sería el último lugar en el que Akasha pensaría para acabar con diez mil años de violencia y tragedia, aunque ahora que todo había pasado, sentía que el dónde nunca importó, sino el qué, y por supuesto, el cuándo, pues antes y ahora vivían a contrarreloj.

No se sentía ningún cosmos en Julian Solo, a pesar de que la urna que Altar Negro había abierto de forma tan melodramática era ahora la única que había en el lugar. La otra, que a parecer de todos Akasha había designado como auténtica, se esfumó sin que nadie se diera cuenta, como por arte de magia. El líder de Hybris, autoproclamado Segundo Hombre, la buscó por todas partes después de dejar el ánfora que había abierto en el suelo, mientras que Julian lo miraba todo con una expresión pétrea, como si en lugar de Poseidón, algún antepasado de Sneyder se hubiese apoderado de él.

—Después de todo, no he obtenido nada. ¿Cómo debo actuar ahora, Akasha de Virgo?

—Cumpliendo tu palabra, así como yo lo he hecho. Muchos de mis compañeros se pusieron en peligro para ofrecerte esta oportunidad, y no permitiré que sea en vano solo porque el azar jugó en nuestra contra.

—¿Nuestra? —se extrañó Julián Solo.

—Lo sabes, ¿cierto? No estarías aquí de no saberlo; no te habrías reunido conmigo si no hubieses entendido mi estrategia.

—Ya veo. ¿Qué ocurrirá con el ánfora de Atenea ahora? Entiendo que no me será entregada —dijo Julián Solo, observando cómo Altar Negro desistía de buscarla y se sentaba, en apariencia exhausto.

—Ha vuelto al Santuario. Supongo que eso no te satisface.

—El futuro de este mundo es más importante que si estoy o no satisfecho, creo que en eso estaremos los tres de acuerdo. La armada de Poseidón apoyará a los santos de Atenea contra las huestes del Hades, el Santuario tiene mi palabra.

Palabras que salieron de la boca de Julian Solo secas, pero entraron en los oídos de Akasha y Azrael como melodía. Dos de las cuatro órdenes sagradas que más habían destacado a lo largo de las Guerras Santas, unidas por primera vez. Un evento que podía cambiar el curso de las futuras batallas. Y ya lo había empezado a hacer, al colocar a Altar Negro en una posición en la que seguir actuando por su cuenta dejaría a los caballeros negros completamente vulnerables. Con semejante posibilidad encima, el líder de la orden rebelde no tuvo más remedio que aliarse con el Santuario.

«Hemos ganado esta batalla, solo nos falta ganar la guerra —pensaba Akasha, pese a un detalle que la inquietaba—. El ánfora que abrió debía ser la auténtica. ¿Nos mentiste todo este tiempo, Tritos de Neptuno?»

Altar Negro destapó el paquete en la mesa con mucho cuidado, para luego sacar un par de copas y una botella de champagne. A varios metros de distancia, detrás de la barra, Makoto chistó, incapaz de creer que aquel desvergonzado volvería a hacer la misma broma de mal gusto. Ajeno a tales recriminaciones, el líder de Hybris destapó la botella, manchando la mesa por la espuma saliente.

—Propongo un brindis —dijo mientras llenaba las dos copas—. Con el permiso de la joven santa de Virgo, claro. ¡Nunca esperé que mi alianza con Poseidón se diera de forma indirecta!

—Es mediodía —advirtió Julián Solo, molesto—, y no creo que haya nada que celebrar ahora, con una guerra en el horizonte. No soy esa clase de persona. Esperaba que trece años de fallidas negociaciones te lo hubiesen dejado claro.

«Trece años —pensó Akasha, consternada—. Ese hombre lleva trece años buscando el favor de Poseidón. Claro, cuando los vi en la limusina, ya se conocían.»

No había tenido tiempo para cavilar sobre ese asunto, a decir verdad. Como mucho había dado por supuesto que hubo un par de acercamientos a lo largo de ese año, tenía sentido porque el mismo líder de Hybris había aceptado ser aquel que se llevó a Hipólita de Reina Muerte y robó al Santuario la Máscara de Rangda. Aquello lo convertía en alguien todavía más calculador que ella, la clase de persona que podría rehuir las pesquisas del Santuario pese a la falta de recursos. Partiendo de ahí, que buscara el apoyo de un dios para su proyecto tenía sentido, fuera Poseidón o Atenea.

«Hace trece años, Caronte invadió el Santuario. Hace trece años, Orestes de la Corona Boreal solicitaba una alianza con el Santuario. Y además, Kiki decía haber recibido un regalo envenenado que preferiría no tener que usar. Armas de gammanium

Poco a poco, empezaba a preguntarse si aquella reunión era un triunfo, o solo el cierre del círculo que había empezado a formarse desde el despertar de los santos de bronce. No, tal vez antes de que ella apareciese como la primera aspirante a un manto zodiacal.

—Nunca he terminado de comprender el disgusto que sientes hacia mí y mis muchachos —dijo Altar Negro, despertándola de aquel prolongado trance.

—No se trata de disgusto sobre las personas, sino de los métodos —aclaró Julian—. Si de castigar a la humanidad se trata, entonces debo suponer que Poseidón tenía razón, y que toda esta prórroga que el dios al que represento ofreció a Atenea y los santos no tiene sentido. ¿Por qué debería aprobar tu ruta blanda e ineficiente? De la última vez que pude hablar con un santo, Shun de Andrómeda, extraigo que el Santuario es perfectamente consciente de esto, y por eso nunca ha hecho nada por vigilar que no me reuniera con cualquier miembro de tu organización.

—Al menos ellos hacen algo por el mundo, no se sientan a esperar que mejore solo —espetó Altar Negro, en claro intento de provocar al empresario.

Sonó una melodía sin que nadie la viera venir, pues Sorrento sacó la flauta con la celeridad del relámpago. El general del Atlántico Sur tocó el instrumento con una habilidad que poquísimas personas podrían imitar, dedicando a los presentes una tonada que invitaba a la calma, al fin de los rencores y las preocupaciones. Akasha identificó aquella música con el canto de Lucile; lo sabía humano, y a pesar de ello no podía evitar pensarlo divino, proveniente del mismo Olimpo. Se preguntó, casi sin darse cuenta, cuán hermoso sería el arte que Sorrento y Lucile podrían crear juntos.

Al término de la melodía, todos se hallaban en el mismo estado de paz que proclamaban desear para el mundo. Azrael dio un breve aplauso, a lo que Akasha y Altar Negro se sumaron. Sorrento, devolviendo el dorado instrumento a su estuche, que guardó de nuevo en el bolsillo interior de la chaqueta, asintió, agradeciendo el gesto.

—Me tranquiliza saber que os llevaréis bien —comentó Julián Solo. Él también parecía más calmado, mucho menos tenso—. Porque será él, Sorrento, quien dirigirá el ejército de Poseidón. A él deberéis dirigiros en esta guerra.

—Esperaba que estuviera al frente… —dejó escapar Azrael mientras dejaba la taza de café en la mesa, vacía. Antes de que Julian Solo contestara, ya debía estar dándose cuenta de lo absurdas que eran sus palabras.

—Y estaré al frente de mis asuntos, por supuesto. Sentado en mi despacho, esperando que el mundo mejore. —El comentario, aunque hecho con saña, casi no lo parecía debido al tono neutro de Julian—. El Hado no ha querido que vuelva a ser el receptáculo de Poseidón, y tampoco me considero un experto en cuestiones militares de cualquier tipo. Mi mundo es el mar, el comercio, no la guerra.

—Será un honor trabajar codo con codo con el Santuario —aseguró Sorrento con claro entusiasmo—. Desde los tiempos de la Atlántida, ningún hombre ha estado al mando de todo el ejército de Poseidón. Juro que mis acciones desde hoy hasta el final de la inminente guerra estarán a la altura de esta alianza única.

—Estoy convencida de que así será —dijo Akasha—. Shun me ha hablado mucho de ti en el pasado, tiene mucha fe en tu resolución y buen juicio. No podría esperar un aliado mejor, salvo el mismo dios de los mares, claro.

Tanto el empresario como el renombrado general se levantaron casi al unísono, por lo que Akasha y Altar Negro también lo hicieron. Sorrento extendió la mano, siendo correspondido por los representantes del Santuario y de Hybris. Julian Solo realizó el mismo gesto, aunque en su caso, solo apretó la mano enguantada de la santa de Virgo; era evidente que, aliado o no, algo en Altar Negro no terminaba de agradarle.

—Eres una joven particular, todavía más como santa de Atenea. Que siga siendo así —dijo Julian Solo antes de que se separaran—. ¿Será posible que aparezcas en la próxima reunión? Mi amigo, Ludwig, dice que tienes algunas ideas interesantes.

—Dudo que pueda ocurrir. Si el Sumo Sacerdote aún no me ha citado, lo hará en cuanto sea informado del resultado de este encuentro. Y doy por sentado que con esta alianza, Tatsumi no seguirá necesitándome —bromeó, sacando una risa en Sorrento. El empresario, de maneras más controladas, se limitó a asentir.

El par se despidió y abandonó el hospital. Viéndolos partir, Akasha sintió una mezcla entre alivio y sospecha. Aunque se habían dicho muchas cosas, otras se habían dado por sentado. Lo normal, luego de la elección fallida de Julian Solo, habría sido que le preguntaran más sobre el curioso y rebuscado sistema de las dos urnas, y por el contrario, el empresario parecía tener prisa por retirarse.

«Si no quería que Poseidón fuese liberado, ¿por qué interesarse en esa alianza? —se preguntó, y aunque no halló una respuesta satisfactoria, enseguida pensó en las posibles razones que llevarían a Julian Solo a no esperar con entusiasmo volver a ser el receptáculo del dios de los mares—. Quizá tema perder su identidad.»

Una idea descabellada le pasó por la mente, una que solo era suya a medias, pues en ella había influido nadie menos que Tritos de Neptuno. Sin que esto pudiera saberlo Akasha, esta decidió que aquel extraño sujeto, pese a ser compañero de Caronte, no mentía. El sistema de las dos urnas dependía de que un observador decidiera qué era real, siendo la otra falsa por descarte. Partiendo de ese hecho indiscutible, había que aceptar que el ánfora de Atenea que estaba en la cafetería, abierta, era la verdadera.

«Poseidón está libre —pensó Akasha con un alivio que supo ocultar bien—. Debo llevar esta urna al Santuario —decidió, indicándole a Azrael con un gesto que se la llevara.»

—Lo imposible ha ocurrido hoy —soltó un entusiasta Altar Negro, justo en el momento en que Azrael tomaba la urna abierta—. Tierra y Mar unidos. ¿Cuál es el próximo movimiento? ¿Guerreras satélite? ¿Makhai? ¿O serás tan audaz como para liberar a los espectros y usarlos como tropa de choque contras las legiones del Hades?

Akasha suspiró, sin el menor interés en ocultar su fastidio. Por un momento olvidó que tenía que lidiar con Altar Negro. Y no solo con él.

—Eso me gustaría saber a mí —intervino Makoto—. Si crees que no sé leer entre líneas, me estás subestimando. ¿Cuál era tu intención, Akasha? ¿Robaste el Ojo de las Greas porque querías formar una alianza con Poseidón?

«No, Makoto, no tengo paciencia para esto ahora.»

Con un ademán, Akasha indicó a Azrael que se encargara de aquel par de asuntos.

—Quisiera pedir algo.

—No soy camarero. Soy un santo y quiero… ¿Qué haces? ¡Espera!

Azrael no dudó en tomar a Makoto por la mano herida, causándole alaridos que habrían incomodado a toda la clientela y aterrorizado a empleados y pacientes. Por suerte, no había nadie más en la cafetería, y las instalaciones pertenecían al gobierno de Bluegrad, de modo que toda la plantilla sabía cómo actuar frente a ese tipo de situaciones, o no actuar, en este caso; hasta el camarero y la enfermera se habían retirado sin que nadie lo notara. Aprovechando la situación, Azrael alejó a Makoto mientras que con la mano libre agarraba el ánfora de Atenea, ignorando las protestas de este.

—Te ha pillado —comentó Altar Negro, bromista. No parecía estar tomándose en serio la acusación de Makoto—. Hubo un tiempo en que hasta un santo de plata temblaba solo por saludar a un santo de oro.

—Y a pesar de ello, hasta la época en la que cinco santos de bronce se atrevieron a destacar, el ejército de Atenea no obtuvo una victoria auténtica —apuntilló Akasha, certera—. Creo que aceptaré esa copa.

Azrael, Makoto y la camarera se habían retirado, y no había ni una sola persona a la vista. De hecho, toda la plantilla del hospital estaba informada de que no debían entrar en el lugar durante un par de horas. Akasha sonrió, y no tras la máscara dorada, sino al aire mismo, demasiado frío. El rostro de metal que portaba desde hacía más de trece años, colgaba en una de sus manos; lo dejó sobre la mesa con mucho cuidado.

Enmudecido, Altar Negro tanteó la mesa con nerviosismo. Las copas cayeron, y aunque resistieron el impacto, el líquido fluyó hasta el suelo. El hombre no dijo nada, preso de una extraña hipnosis; se limitó a recolocar las copas, para luego volver a llenarlas. Sostuvo una de ellas y se la ofreció a Akasha, quien percibió un leve temblor en la mano de Altar Negro. ¿Tanto podía afectarle ver su rostro? No tenía nada de particular, si se obviaban las consecuencias de infringir la Ley de las Máscaras. Sonrosadas mejillas rodeadas por hebras del largo cabello castaño, de leves ondulaciones en las puntas; el flequillo irregular cubriéndole la frente, sobre las finas cejas que coronaban una mirada gris en el ojo izquierdo, aguamarina en el derecho; la nariz, pequeña y recta. Nada en ella era especial, eso era lo que siempre había pensado, así que le interesó mucho saber qué estaba mirando aquel aliado improbable. ¿El Ojo de las Greas? No. ¿La sonrisa, de labios suaves que curvaba con suavidad cada vez que se sentía triunfante? Sí, eso era, él estaba mirando sus labios, aquella sonrisa suya, acaso maliciosa, que no pudo sino intensificar un poquito.

—No me estás ofreciendo tu amor.

—No —contestó Akasha, a pesar de saber que Altar Negro no estaba haciendo una pregunta, sino afirmando. Aceptó la copa—. Al aliarte con el Santuario, no solo has fortalecido el ejército de Atenea, sino que también le has devuelto lo que habías robado. A cambio, según tengo entendido, solo requerías ver mi rostro, ¿estás satisfecho?

—La última vez que nos vimos, dijiste que no tenía sentido matarme —le recordó mientras levantaba la copa.

—Y no lo tiene. Aun asumiendo que seas honesto, cosa que no hago —advirtió, gélida—, los caballeros negros estarán confundidos, y en peor posición se encuentran las fuerzas del Santuario, por siglos enfrentadas a los caballeros negros. Necesitan tiempo para recordar que pertenecen al mismo ejército, al único que este mundo necesita. Cuando lo hagan, lo que no tendrá sentido será que sigas vivo, y yo sí deseo ser honesta. ¿Por qué brindamos? —preguntó, sin dar tiempo a cualquier intervención.

—Por esta nueva alianza, desde luego —dijo Altar Negro con encomiable autocontrol. Ya no temblaba—. Diez mil años de conflicto terminan hoy, quizás para siempre.

—Que los enemigos del Santuario tiemblen y que la paz del mundo perdure.

Chocaron las copas, y una parte de cada una fue a parar al paladar de los representantes de los santos y los caballeros negros. Un brindis incómodo, el más incómodo que Akasha, que tiempo atrás acompañó a Tatsumi a toda clase de reuniones, recordaba.

—Por los Solo —dijo Altar Negro—. Generaciones de hombres que siempre han sabido contener su temperamento. En estos meses hemos podido disfrutar de un ejemplo de su autocontrol, y el joven Adrien va por el mismo camino.

«Adrien Solo, el hijo de Julian Solo.»

En la mente de Akasha, un motivo para lo ocurrido en la pasada reunión aparecía como si fuera la cosa más obvia del mundo. Pero no era tiempo de pensar, y así lo indicó el nuevo choque de las copas. Akasha y Altar Negro bebieron como si una promesa de muerte no se hubiese formulado hacía tan poco tiempo.

—Por la victoria —dijeron al unísono, con una sola voz, y bebieron. Akasha terminó su copa. A Altar Negro le faltaban unas gotas.

—Por un mundo en el que los justos prosperen. —En esta ocasión, brindó solo.

Altar Negro pidió a Akasha su copa, ya vacía, y la puso junto a la suya en el paquete, que cerró enseguida. Lo levantó, agarrándolo bajo el brazo, al parecer sin darse cuenta de que no había puesto la botella dentro. Los temblores volvían.

—Se te olvida el periódico —le advirtió Akasha, cuando ya estaba por retirarse.

—Es un regalo —dijo Altar Negro, sin mirarla—. Si vas a intentar ganarte a mis muchachos, sería bueno que conocieras sus logros. Serán tus compañeros en las próximas batallas, después de todo.

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Afuera se encontraron con Mimiko, la enfermera que había cuidado de Akasha y el resto de santos los últimos meses, a quien Makoto conocía de cuando estaba en el orfanato. Tan pronto se vieron, los compatriotas continuaron la conversación sobre los viejos tiempos que empezaron antes; ella hablando entre calada y calada, Makoto olvidando por un rato las quejas que había estado vociferando cuando salieron de la cafetería, de la que por fortuna no provenían ruidos de una batalla mortal. Todo estaba bien para Azrael, quien adivinaba las intenciones de Akasha. El Cisma Negro ocurrió hace ya algunos años, pero seguía reciente en la mente idealista de la santa de Virgo, quien ingresó en un Santuario limpio de toda corrupción, de los tiempos del traidor Saga de Géminis, y de Jaki e Hipólita. La rebelión de Ethel la golpeó con la misma fuerza que a aspirantes, escuderos y soldados, y peor fue ver cómo alguien aprovechaba esa tragedia para reconstruir su ejército. Altar Negro tenía que morir; para Akasha, esa decisión ya estaba tomada, y no era algo que podían cambiar las palabras o las acciones.

Pero no sería hoy. El líder de Hybris salió ileso del hospital. Ahora que se fijaba bien en él, Azrael no recordaba haberlo visto así antes, vestido de blanco.

—Parece que ya puedo entrar —dijo Mimiko, la enfermera, apurándose en tirar la colilla en una papelera, de modo que nadie se percatara—. ¿Señor?

Altar Negro la miró como si viera a alguien de otro planeta, y luego miró la botella. En un impulso de genuina furia, el hombre la tiró contra una de las paredes. Mimiko balbuceó algo sobre que se la pudo dejar si no la quería, pero terminó retrocediendo en silencio ante las maldiciones sin sentido que aquel sujeto de blanco gritaba a los cielos.

La escena dejó estupefacto a Azrael. Guiado por el pasado, caminó hacia quien le salvó la vida tiempo atrás, cuando ambos eran unos críos. Él siempre mantenía la calma, siempre tenía una sonrisa y palabras optimistas que decir; nadie que hubiese conocido era semejante, ni siquiera Akasha. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Altar Negro giró; si bien no estaba del todo tranquilo, al menos ya no gritaba. Hizo el amago de darle un abrazo, indeciso, hasta que decidió solo ponerle las manos sobre los hombros.

—Cómo me alegro de que no cumplieras tu misión —dijo forzando una sonrisa—. Te doy las gracias. Por no haberla matado, te doy las gracias.

Quisieron los dioses que aquellas palabras solo fueron escuchadas por ellos dos, ya que Mimiko no hacía más que alejarse y Makoto solo tenías ojos para la falsa ánfora de Atenea, que por alguna razón Akasha y Azrael se empeñaban en conservar.

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Altar Negro, Segundo Hombre, Padre de la Humanidad. Tantos nombres, tantos títulos: y su verdadera identidad permanecía en lo más profundo. ¿Cuándo fue la última vez que lo llamaron por su nombre? Ya no podía recordarlo, y sin embargo, ese rostro jamás lo había olvidado. Al principio fue una sospecha. Aquella vez que se encontraron en la limusina de Julian Solo estaba vestida y con una máscara ocultándole el rostro. Ahora esa máscara no estaba, no en su mente, y lo que ocultaba coincidía, coincidía del todo.

Durante las largas horas que tuvo después de la reunión, repasó cada palabra y cada movimiento, sentado en uno de los peldaños que llevaban a su base de operaciones. Un refugio que ni el Ojo de las Greas podía alcanzar, un rincón suyo y de sus muchachos, que con o sin alianza, el Santuario no tenía por qué conocer. Tanto pensar en el asunto solo le llevó a una conclusión: no había mucho en lo que fijarse; la realidad se le mostró tal cual era, como solía ocurrir cuando los dioses enviaban un mensaje. Todos querían ir al grano, nadie se desvió demasiado del asunto principal, y nadie se quiso quedar más de lo debido. Dioses, Azrael solo habló un par de veces, y una para tomar el café que pensaba ofrecerle Sorrento, que tampoco habló mucho. No podía culpar a Julian Solo, simplemente estaba protegiendo a su hijo, Adrien Solo.

Sabía que no tardarían en llegar los demás, así que con un chasquido de dedos llamó a Oribarkon. El mago, por lo general, acudía enseguida, ya que ser llamado alimentaba su ego, le daba a entender que era indispensable. En contra de lo esperado, esta vez no apareció, ni al segundo, tercer o cuarto chasquido.

—Tendrá que hacerse a la antigua usanza —murmuró para sí, levantándose. A pesar de haber dicho tales palabras, conforme ascendía siguió tratando de llamar a Oribarkon, preguntándose si le había ocurrido algo.

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Pizza y un par de botellas de refresco de litro y medio. En eso consistiría la cena de hoy, colocada sobre el sencillo mantel que cubría una mesa circular. Había seis vasos de plástico, cada uno enfrente de las seis sillas que rodeaban el único mueble de la zona. Altar Negro veía la escena desde distintos ángulos, dando varias vueltas alrededor. Para un día cualquiera, estaba bien; para celebrar lo que había preparado por veinte años, era patético. ¿Por qué Oribarkon tuvo que desaparecer justo ese día? El Santuario dejaría de perseguirlo como parte del acuerdo, lo que le permitiría ir en busca de Adrien Solo y rendirle vasallaje, pero eso él no lo sabía de momento, así que tendría que estar tratando de llenar las lagunas mentales que le provocaron el sacrificio a Leteo. Eso era lo que él quería creer, al menos, porque extrañaba a aquella mano de obra excepcional.

—El trabajo dignifica al hombre y al telquín —dijo al tiempo de un último chasquido, nada perdió con intentarlo—. ¿Dónde quedó eso, viejo genio e improbable amigo?

—Debería haber una botella de champagne aquí.

El arte del teletransporte parecía ir de la mano con un rechazo generalizado al saludo y la presentación. En cualquier momento, uno podía estar escuchando la voz de un desconocido que se le aparecía detrás. Para estar prevenido, era necesario agudizar el sentido más allá de los cinco convencionales, como era el caso de Altar Negro.

—Tuve un accidente, Munin.

—Lo sé —dijo Cuervo Negro, que por calculada ironía iba cubierto por una chaqueta blanca con capucha—. ¿No podría haber comprado otra, Viejo? Es millonario.

Le habría gustado responder a aquella pregunta con una respuesta ingeniosa, pero debía reconocer que Munin tenía razón, como de costumbre, así que optó por el silencio. Antes de sentarse, indicó a Cuervo Negro que lo hiciera, y evitó hacer el repetitivo comentario sobre la vestimenta —pantalones rotos, y no por el uso, sino comprados así, con varios agujeros; una moda sin sentido en tiempos sin sentido—, o sobre que, si seguía inclinando la silla hacia atrás, acabaría cayéndose.

—¿Dónde están los cubiertos? —preguntó Munin con gesto de desaprobación.

—Es pizza —dijo Altar Negro, pensando a su vez que esa era de las tantas cosas que había olvidado—, se come con las manos.

—Sí, pero primero hay que partirla, ¿no? ¿Se ha lavado las manos?

—Hugin podría crear cubiertos —señaló Altar Negro.

—Sí, sí —admitió Munin, gemelo del susodicho, con fastidio. El flequillo revuelto sobre la frente era una de las dos cosas que lo diferenciaban del legítimo santo de Cuervo—. Lástima que en vez de elegir al hermano que manipula cosas, me eligió a mí, el que manipula mentes, el Hombre de Negro.

Hombre de Blanco, más bien.

—Mira quién fue a hablar.

Ambos rieron, lo que sirvió para calmar los ánimos de Altar Negro.

Dos hombres llegaban cuando Altar Negro destapó la caja, observando con una amplia sonrisa que la pizza ya venía en seis trozos. Llamó a los recién llegados a la mesa, un muchacho también vestido de blanco, con botas y guantes del mismo color, esbelto y de cortos cabellos claros y brillante mirada, y un hombre cubierto por el mismo uniforme de oficial militar que llevaban los santos cuando se reunían con el gobierno de un país, solo que estaba sucio y desvaído por el paso del tiempo y el exceso de uso, además de remendado en diversas partes. Destacaba en el segundo la total ausencia de rasgos, razón que le había granjeado el apodo de Caballero sin Rostro; el santo de Capricornio de la actual generación, que abandonó el Santuario durante el Cisma Negro.

Ninguno habló. El primero por timidez —era la primera vez que compartía mesa con los líderes de la orden, y por muy duro que quisiera mostrarse, seguía siendo solo un muchacho—. En cuanto al Caballero sin Rostro, solo hablaba cuando era necesario, cosa que se reducía a informar de una misión acabada y preguntar por una nueva.

—Ícaro, Adremmelech. Me alegro de que hayáis podido venir. ¿Os habéis encontrado con Oribarkon, por un casual?

Los dos cabecearon en sentido negativo, y lo mismo hizo Munin, a quien también iba dirigida la pregunta. Altar Negro empezaba a preocuparse, pero mientras llenaba los vasos de refresco —por supuesto, ni Ícaro ni Adremmelech mencionaron el champagne—, el mago hizo al fin su aparición.

—¿Y eso qué es? —cuestionó Oribarkon. No llegó andando, por supuesto, sino que se apareció sin más sobre su silla, cubierto por la ropa de siempre, pero sin el yelmo. Fijó los ojos, ambarinos, en uno de los trozos de la comida que Altar Negro ofrecía, y al mismo tiempo este se elevó en el aire como movido por una mano invisible.

—Pizza —respondió Altar Negro, sintiéndose más estúpido de lo que se había sentido en mucho tiempo. Era obvio para él, que conocía perfectamente la época en la que vivían; los últimos recuerdos completos que Oribarkon conservaba, incluían la Atlántida aún en la superficie—. Es comida, rica y deliciosa comida.

Oribarkon siguió mirando el trozo con desconfianza, haciéndolo girar una y otra vez. El resto prefirió ignorar la particular manera de ser del mago, y tomaron sus respectivas partes de aquella comida improvisada. El último en hacerlo fue Ícaro.

—¿Cómo se encuentra tu madre? —le preguntó Altar Negro.

—Sobrevive. —El autocontrol de Ícaro era envidiable, al menos a la hora de hablar. ¿Sería lo mismo en el campo de batalla? Altar Negro deseaba creer que sí; había puesto todas sus esperanzas en el muchacho, un caso único en la historia de los caballeros negros, que a pesar de ello cargaba sobre sí dos derrotas frente al mismo enemigo.

—Hipólita es una superviviente —afirmó—. Sin embargo, no saldría con vida de otra batalla semejante. El tiempo pasa, hijo, y nos invita a ceder el testigo a la siguiente generación. Mi amigo, el profesor Asamori, no ha podido subir estas escaleras desde hace algunos años, ni tampoco otras —lamentó.

—El tiempo pasa para todos, excepto para el Viejo que flirtea con la nieta de su compañero de estudios.

A Altar Negro le sorprendía más que Munin escogiera el verbo flirtear, de entre tantos sinónimos, que el hecho de que hiciera aquel comentario. Munin siempre había tenido problemas con su particular inmunidad al paso del tiempo, y era peor cuanto más se acercaba a los treinta, por mucho que lo ocultara vistiéndose como un adolescente.

—Esa no es forma de dirigirte a nuestro Padre —dijo una voz femenina, baja al principio, e incrementándose al son de las pisadas; estaba subiendo las escaleras—. Y nunca me ha convencido la idea de que estudiara junto a mi abuelo.

Tomomi Asamori había llegado, vistiendo un uniforme amarillo de una pieza. Con ella, entre miembros originales y representantes de quienes no estaban presentes, los líderes de Hybris estaban reunidos. Altar Negro esperó a que la joven se sentara antes de hablar. Detrás de él se encontraba su vigía, bien oculto a las miradas de los jóvenes.

—Lo que sin duda habéis oído es cierto —declaró—. Los ejércitos de Poseidón y Atenea son uno, y los caballeros negros nos hemos unido a esta alianza única, tal y como era la misión que se te encomendó hace trece años, Orestes de la Corona Boreal —alzó la voz con aquellas últimas palabras, henchido de orgullo.

Notas del autor:

Ulti_SG. Nada como un poco de mitología para abrir un capítulo, ¿no?

Makoto ya no podrá quejarse de que todo pasa muy rápido. Seis meses de espera.

Las Guerras Santas tienen consecuencias. Lo supo Icario y lo supo Akasha. No son pérdidas muy convencionales, lo sé, pero así lo conservé en la edición.

Sí, ¿qué curioso, no? Tanto miedo por el decimotercero y resultó ser un buen muchacho. Algo parecido sucedió en Next Dimension con el número trece, no que resultase ser un buen muchacho (que sepamos), sino que no era lo que esperaba. Es lo que tiene despertarse de un coma de seis meses, que tienes las defensas bajas y las cosas te afectan más de lo que deberían, pero al menos ahora Azrael sabe que Akasha también hace esas cosas geniales que hacen los santos de oro. ¡Cuida esos celos, Akasha!

Esos dos son inseparables, como bien dijo Lesath de Orión sin mucha amabilidad.

Parece. Como ocurrió en la obra original, los caballeros negros solo fueron los antagonistas durante el segundo arco de esta historia llena de enemigos y problemas.

El tema de la caja de Schrödinger siempre es complicado de implementar con sencillez, pero te quedas con la idea general y es lo importante. Ay, la paz, una idea que parece tan simple y que sin embargo cada uno le da el significado que le conviene.

De siempre te ha gustado ver a ese hombre cabreado. Tu profecía del interludio pasado se ha cumplido. ¡Los trece años de prórroga le pesan a nuestro principal enemigo!

Sí, cuídate Akasha. ¡Cuidaos, santos de Atenea, de la cólera de Caronte de Plutón!