Capítulo 41. Campeones
Al igual que ocurría cada jornada desde hacía tiempo, la comida llegó del cielo: una pata de jabalí recién cocinada que dos personas tendrían que compartir, junto a una barra de pan y dos botellas de agua. Eso debía durar todo el día a los prisioneros de aquel infierno, una plataforma de piedra caliente, no más grande que cualquiera de los templos zodiacales en el Santuario, rodeada de fuego fatuo. El azul de las llamas llenaba el este y el oeste, así como el norte y el sur, sin que fuera posible ver algo más que no fuera el descolorido firmamento. Así, el par solo se tenía el uno al otro, la comida que les llegaba y un par de cubos. Si tenían suerte, también les regalaban algo para el aseo.
El primero en despertar fue Ban, que no tuvo el menor reparo en ir a por el primer bocado sin despertar antes a su compañera de celda. Quien lo viera en el estado en el que se encontraba, empero, no lo culparía por ese animal comportamiento, nada tendría decir de los desesperados mordiscos que daba a la suculenta comida. Con el rostro avejentado, el cabello revuelto, una maraña gris que hacía de barba y unas prendas malolientes y desvaías cubriéndole en lugar del manto de bronce, Ban estaba peor que nunca. Y a un tiempo, por contradictorio que a él mismo le sonase, estaba al fin en paz.
—No puedo curar las heridas de tu alma —le había dicho el santo de Cerbero meses atrás, cuando la prisión no era ese lugar, sino el ruinoso castillo Heinstein. Tres comidas al día, espacio suficiente para asearse y pasear sin encontrarse con nadie, un clima normal, aire fresco. Todo eso parecía un sueño ahora—. Solo puedo impedir que crezca. Expulsaré la maldad que te consume, Ban. El precio serán algunos años de tu vida.
El santo de bronce sonrió al recordar aquello, un momento antes de dejar la mitad de la carne en el suelo y masticar los últimos trozos que le correspondían. Tosió, no por que siguiera doliéndole el alma, sino porque se estaba atragantando. Raudo, agarró la botella de agua y dio un largo sorbo; poco importaba que estuviera caliente, en un lugar así bien podría pensar en cada gota como el néctar de los dioses. Con todo, se contuvo, quedando todavía dos tercios de la botella cuando buscó el pan con la mirada.
—¿Qué demonios? —maldijo al no encontrarlo.
—Algunos nos llaman perros del infierno, a mí y a mi hermano —dijo una joven tras él, una que rendía cuenta del pan con la misma avidez que él—. Pero no soy un demonio, soy Bianca de Can Mayor, miembro de la división Fénix.
Ban dejó escapar un gruñido, aceptando esa derrota. Dejó su botella en el suelo y se sentó, todavía dándole la espalda a la santa de plata. No necesitaba mirarla, pues ya compartían bastantes horas el día como para saber que estaba en un estado similar al suyo: el pelo negro, de flequillo recto y lacio, sin ni una sola hebra blanca cuando entraron allí, arrojados por un furibundo Fang de Cerbero, ahora estaba hecho un desastre; el cuerpo delgado, esbelto y perfumado, algo que la distinguía de cualquier otra santa en esta y las pasadas generaciones, iba cubierto con una holgada túnica de prisionera, de un gris claro en aquellas partes que no estaban oscurecidas por el uso continuo. El resultado de un trato lamentable para una mujer, como Bianca había argüido en alguna ocasión; del lado de Ban, nunca dirigió una mirada compasiva a la santa de Can Mayor, pues ella había sido artífice de la desgracia que compartían.
Los primeros cinco meses estuvieron bien, un encierro solitario en el castillo Heinstein. Si se obviaba el hecho de que la edificación estaba en ruinas y que no podía salir de la zona bajo ningún concepto, podía tomarse como unas vacaciones, cosa que Ban hacía en parte. Solo dos cuestiones le impedían dejarse llevar por la situación, facilitándole las cosas al improvisado sanador que resultó ser el santo de Cerbero: una era su hijo, el caballero negro de León Menor; la otra era Akasha, a quien había jurado cuidar y proteger a sus hermanos caídos en la batalla. El carcelero y sanador, Fang, lograba tranquilizarlo dándole buenas nuevas del exterior en todo momento, hasta que llegó Bianca y todo se fue al mismísimo demonio en solo tres días.
Que el Santuario obtuviera el ánfora de Atenea y la copia, solo retrasó el reparto de culpas, debiendo varios santos de oro tener audiencia con el Sumo Sacerdote. Shaula de Escorpio acusaba a Lucile de Leo de conspirar para liberar a Poseidón junto al tal Tritos de Neptuno. Garland de Tauro demandaba a Sneyder de Acuario por abuso de autoridad. Este último, sin molestarse en responder tal acusación, describió a la inconsciente santa de Virgo como un mal potencial que el Santuario debía erradicar. Ese había sido el mundo más allá de Heinstein, héroes tratándose los unos a los otros como villanos, siendo los subordinados de aquellos, ejecutores de órdenes que acaso no comprendían bien, las víctimas. De ese modo, todos los que estuviesen implicados en el intento de robo del ánfora de Atenea, se hallaban bajo vigilancia. La única razón por la que Ban no había sido trasladado al hospital en Bluegrad donde estaban la mayoría de santos de bronce y plata implicados, era de hecho el interés de Fang por curarlo, interés que fue mermado cuando una perra del infierno le dejó manco, en sentido espiritual, luego de probar toda argucia imaginable para que la dejaran salir de allí.
—¡Soy inocente! —reclamó Bianca de Can Mayor.
—¡Todos dicen lo mismo! —dijo Fang de Cerbero, por una vez de verdad cabreado.
Tras ese brevísimo juicio, se dictó la sentencia. Las bolas de hierro picudo que colgaban de las cadenas de Cerbero entrechocaron, generando un portal que devoró no solo a Bianca, sino también el cómplice que se había ganado en el último momento, Ban.
Así empezó un mes infernal para ambos, donde Ban tuvo tiempo de lamentar la decisión que había tomado. Estaba harto de estar encerrado y no hacer nada, por supuesto, pero eso no justificaba haberlo echado todo a perder por unas palabras bonitas. Desde entonces en adelante, cada vez que Bianca trataba de llevarlo a su terreno de nuevo, peleaban hasta la extenuación, marcándose el cuerpo con heridas y moratones que les garantizaban un dolorido despertar al día siguiente. Así pasó la primera semana, seguida de una segunda en la que se odiaron en silencio. A la tercera, no obstante, las cosas empezaron a mejorar. Ya no comían solo pan y agua, sino que recibían comida, ropa y medios para asearse siempre y cuando no causaran problemas. Ban retomó la terapia espiritual y Bianca, que no nació para la soledad, le confesó que tan agradable compañía se la debía a su querida hija y su subcomandante, Ishmael de Ballena.
—El bueno de Willy hizo público nuestro encuentro en Thalassa —dijo sin el menor pudor—. ¡Todo el Santuario sabe ahora que estaba en paños menores cuando Hipólita nos atacó! ¿No saben quedarse callados en la división Cisne?
—No todos pueden ser como los del Fénix y Andrómeda —apuntó Ban entonces, quien había servido en ambas divisiones—. En el ejército de Atenea hay de todo.
Así fue como empezaron a aceptarse, víctimas de una presunta injusticia, de la que Ban prefería escuchar antes que a hablar. No era tan necio como para atacar al Sumo Sacerdote, ni siquiera con palabras; mucho menos era la clase de padre que criticaría el buen juicio de su hija solo porque no había jugado a su favor. Por muchas veces que dedicara a Bianca un gesto de asentimiento, en su fuero interno sabía que Shaula de Escorpio buscaría lo mejor para él y los de la división Andrómeda, haciendo méritos que le aseguraran tener voz y voto en los asuntos del Santuario. Y que uno de esos méritos fuera cazar y traer al Santuario a la díscola santa de Can Mayor, sin duda era uno que hizo con gusto, si de verdad había intentado seducir a su subcomandante.
—Akasha ha despertado —anunció una voz ominosa que se oyó en todo el lugar. Ban miró al cielo y Bianca dejó de comer, quedando solo el extremo inferior de la barra—. Esta misma noche, cuando me despierte. ¡Tened buena tarde y portaros bien!
Nada más dijo Fang de Cerbero, de quien ni Ban ni Bianca dudaban que fuera capaz de haberse puesto a dormir en ese mismo momento. Al fin y al cabo, la prisión a la que los envió era una dimensión personal, que solo él podía abrir y cerrar. Una habilidad digna del custodio más perezoso del mundo, amigo de siestas y enemigo de la vigilancia constante. A un tiempo, los prisioneros dieron un largo suspiro. Pese a que el último par de semanas había sido más amigable, lleno de charlas intrascendentes, chanzas y pullas, ambos anhelaban la libertad. Deseaban hacer algo más allá de la infantil meta que era probar el primer bocado de la comida, quedándose con la mejor parte.
—Por fin nos largaremos de aquí —exclamó Bianca, aliviada, a la vez que tiraba lo que quedaba del pan a las llamas. Ban bufó, pero no volteó; las palabras de la santa de plata todavía no eran moduladas por la máscara—. Siento todo lo que ha pasado.
—Estoy seguro de que sí.
—En serio —dijo Bianca, acercándosele. Tan impúdica como siempre, lo abrazó desde atrás, pasándole los brazos por la cintura—. ¿Quieres alguna compensación? Entre las ojeras, la barba y esa cara de gruñón que tienes cada mañana, no pareces tú.
—Siempre he tenido esta cara de gruñón.
—Eso es verdad —admitió Bianca—. Eres el león de bronce.
—Un viejo león que atesora cada día que le queda. No puedes compensarme por haberme hecho perder este mes por un capricho.
—¡La libertad no es un capricho! —aseguró Bianca, clavando las uñas en la débil carne del león cautivo. La sangre bajó en silencio a la vez que la santa se acercaba al oído de Ban, hablándole ahora en susurros—: Claro que puedo compensarlo, solo cierra los ojos. No quisiera tener que matar al viejo león del Santuario.
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La noche acaecía en la perdida región de Alemania que un día perteneció a los Heinstein. Frente a la colina, el santo de Cerbero levantaba los párpados con desgano, sintiendo sobre la cara el toque invisible de la luna llena. Al menos, eso pensó un momento antes de mirar a quien tenía enfrente.
Era alto y fornido sin resultar desproporcionado, vistiendo una armadura magnífica que no se pasaba de ostentosa, hecha de tal forma que las cuádruples hombreras, la coraza, el casco, las protecciones de la cintura y las extremidades parecían hechos de hielo. El rostro, en cambio, rezumaba una arrogancia que echaba por tierra esa imagen de dignidad que solo podía hallarse en tiempos pretéritos. Bajo la frente despejada, estaba la mirada de quien consideraba suyo todo cuanto veía, la mirada de un rey, como constataba la corona que le servía de casco y apartaba el cabello, echado atrás. Fang sintió que una vocecilla lo animaba a tomar en serio a aquel sujeto, pero otra le instaba a dejarle pasar. De cualquier forma, acabaría encerrado en la barrera, donde ya no estaban ni Ban ni Bianca. Así él podría dormir un rato más. Todavía no era medianoche.
—Mírame cuando te hablo, sirviente —ordenó el recién llegado.
Sin poder evitarlo, Fang contestó a las palabras altivas del hombre con un gran bostezo. Estaba cansado, muy cansado, ¿por qué tenían que venir a molestarlo?
En el tiempo de reacción de un santo, tardó muchísimo en interpretar cómo los afilados rasgos de aquel rey de armadura cristalina se encendieron. Dijo un nombre —Bolverk— antes de darle un puñetazo en la quijada que lo hizo volar a las alturas. Allí reaccionó por fin, dolorido y tragando sangre, pudiendo ver cinco personajes más ocultos entre los árboles. Decidió el curso de acción durante una fracción de segundo, aprovechando la adrenalina que lo inundaba entonces; las cadenas, movidas por ese pensamiento, fueron hacia Bolverk mientras el santo de plata caía en picada.
Bolverk aceptó el desafío de frente. Ni se adelantó, ni hizo el menor intento de retroceder, sino que al vuelto atrapó la bola de hierro picudo que estaba por alcanzarle, aplastándola en el mismo momento en que hicieron contacto, para asombro de Fang.
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La piedra en el infierno temblaba, como vibraban las llamas azules y el cielo. Ban despertó, sobresaltado un momento, para luego bajar la cabeza sobre el regazo de una mujer. Era suave, muy suave, pese a que los brazos que salían de la túnica que esta llevaba eran las de una auténtica guerrera, acaso más fuerte que él. No importaba, eso no hacía menos hermoso aquel oasis del que un miserable como él puede beber. Sediento, quiso adivinar lo que había bajo la túnica, las formas que no podía detectar si no se esforzaba, como si fuera un vulgar sátiro y no el león de bronce.
—Kushumai —susurró Ban, rompiéndose entonces el embrujo. Quien lo cuidaba no era la hermosa ninfa que lo amó, sino una mujer enmascarada.
Giró con brusquedad por la piedra para alejarse antes de ponerse de pie y alzar los puños hacia Bianca, a quien la confusión debía parecerle de lo más divertida. Como él, se puso en pie enseguida, solo que sustituyendo cautela por la más descarada picardía, y a pesar de ello, al verla, no pensaba en ella como una mujer deseable, sino como una guerrera de temer. Quería creer que no era solo por la máscara que llevaba, la cual no había servido con Ishmael, sino que él, Ban de León Menor, era a esas alturas lo bastante sensato como para no comportarse como un crío enamoradizo.
—Quedará entre tú y yo que me confundiste con ella —aseguró Bianca—. De momento, tenemos problemas más graves que encontrarle una nueva mamá a Shaula.
—Seguir el ejemplo de Lucile no te llevará a nada bueno —criticó Ban, con todo agradecido por la advertencia—. ¡Nuestros mantos!
Un perro de plata y un león de bronce cayeron del cielo. Prestos, los santos de Atenea encendieron sendos cosmos para que los mantos les cubrieran una vez más, luego de un mes de injusta separación. Al tiempo que esto ocurría, una mera fracción de segundo, la plataforma de piedra se fragmentó de extremo a extremo entre temblores cada vez más persistentes. Otras grietas aparecieron en el cielo, detrás de las llamas y el firmamento; la prisión de Cerbero se estaba derrumbando por alguna razón. Los prisioneros no podían hacer otra cosa que apartarse de los trozos que iban cayendo a las llamas.
—¿Abajo? —sugirió Bianca, soltando luego un sonido lastimero al ver cómo la carne y lo que quedaba de las botellas de agua caía junto a un buen trozo de piedra.
—Abajo está el infierno —espetó Ban, el viejo león—. Nosotros somos santos de Atenea. El cielo estrellado es nuestro hogar.
Nada debió objetar Bianca a aquella declaración, pues como el santo de bronce, la santa de plata ascendió hacia arriba de un gran salto, dejando atrás nada más que un gran torrente azulado que les persiguió hasta la misma salida.
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Los santos de Can Mayor y León Menor no aparecieron frente al castillo, sino en un punto en el cielo desde el que podían observarlo a vista de pájaro. Un hombre de extraña armadura sobre mallas azules pisoteaba el rostro de Fang, hundido en la tierra; cerca de él, cinco presencias no más amigables que aquel sujeto esperaban alguna señal.
—Bolverk —oyeron en sus mentes Ban y Bianca—. Es el duodécimo Campeón del Hades, Bolverk. ¡Tened cuidado!
La comunicación se cortó en ese momento, pero Ban prefirió pensar que el santo de Cerbero se estaba ahorrando esfuerzos innecesarios. Alguien como él no podía morir de esa forma. Ningún santo de Atenea debería morir en tales circunstancias. Las cosas habían cambiado. Seguro de la certeza en esa creencia, compartió una mirada con Bianca, temible con la máscara puesta y el manto de plata cubriéndole. La santa movió la cabeza en un extraño gesto de asentimiento. Atacarían los dos a la vez.
A toda velocidad, como estelas hipersónicas partiendo la atmósfera, Ban y Bianca cayeron sobre Bolverk listos para dar un golpe decisivo, pero a un metro de aquel, se desviaron y acabaron golpeando la tierra, formando sendos cráteres.
El santo de León Menor miró el entorno sorprendido. No había barrera alrededor de Bolverk, este ni siquiera los miraba, seguía pisoteando la cabeza del santo de Cerbero, en cuya cara había marcado a fuego la marca de una bota. ¿Era posible que los hubiese rechazado con solo manifestar su cosmos? Sí, si las palabras de Fang eran ciertas, él era el Campeón del Hades que había vencido a su hija y sometido una Abominación, convirtiéndola en un arma. Alguien así no tenía que prestar atención a un par de hormigas. Podía aplastarlos tanto con intención como dando un paseo.
—¿Vosotros vais a escucharme? —dijo el hombre, alzando del pelo al santo de Cerbero. Para Ban fue duro ver en ese estado al curandero, con la cara bañada en sangre y el lado derecho quemado de tal forma que no podía dormir—. Yo soy Bolverk, hijo del oso Bor, Señor del Invierno e indiscutible rey de Bluegrad. Mis espaldas las cuidan los lobos Gerki y Freki, mis consejeros son los cuervos Hugin y Munin, mi palacio es el mundo y el cielo es mi techo. Mi diestra es la Espada de la Victoria, que a todo rival derrota, mi mano izquierda el Martillo de los Dioses, que todo en el mundo lo aplasta. Te cuento esto a ti, viejo león, aunque hasta el último de mis súbditos debería saber con quién trata antes de hablar. Te lo digo también a ti, argéntea perra que miras ansiosa mi espalda impenetrable, para que no cometas el error del can tricéfalo.
Al término de la presentación, Bolverk arrojó el cuerpo de Fang como haría con un cadáver, pese a que este todavía balbuceaba preguntas que debió hacer mucho antes. Más allá del rostro herido, el manto de Cerbero estaba intacto. Solo las bolas picudas al final de las cadenas fueron destruidas, lo que explicaba la liberación de Bianca y Ban.
—Llevas un año en esta tierra, como sea que te llames. ¿Por qué atacar ahora al Santuario? —dijo el santo de León Menor—. ¿Es por venganza?
—Quiero que las cosas vuelvan a ser como antes —contestó Bolverk—. Los santos de Atenea en el Olimpo, celebrados como héroes y dioses. Yo restableciendo el imperio de Bluegrad, desde esta región en la que fundé el último de mis asentimientos, hasta donde mi padre y otros siete fundaron la Ciudad Azul en la que nací.
—Así que eres el primer guerrero azul —constató Ban, quien se abstuvo de hacer algún comentario sobre los aires de dios que se estaba dando. Si era un Campeón del Hades, no podía ser un dios, ni siquiera uno que no fuera adorado por los griegos.
—Ese es el término correcto en esta era, uno de los errores de mi endeble descendencia que estoy preparado para corregir. Cuando acabe y esté sentado en el trono de Bluegrad, el mundo volverá a ser regido por los ocho Aesir. Si el Santuario me apoya, esto sucederá sin violencia, como manda la época en la que el destino me hizo renacer. Si no, significará que este mundo me rechaza y deberá ser destruido para dar paso a uno mejor. El mundo de la era mitológica, donde los hombres eran temerosos de los dioses.
Ban tensó la mandíbula para contenerse. No porque considerara un auténtico disparate lo que Bolverk proponía, sino porque estaba seguro de que ansiaba una respuesta negativa. Pero él no podía hacer algo que pusiera en peligro al Santuario, no cuando no tenía una razón de peso. Las heridas de Fang podían tratarse en la Fuente de Atenea. Y dudaba que alguien como él siquiera pensase en el orgullo herido.
—Eres el segundo Campeón del Hades que aparece con esas pretensiones —soltó Bianca de pronto, acaso siendo menos racional que el viejo león. No quitaba la vista de encima del dolorido Fang, con la expresión oculta bajo la máscara.
La mano izquierda de Bolverk se cerró hasta formar un puño blanco, un martillo.
—Si vuelves a compararme con el hijo de Piotr, mujer, horadaré la tierra con tus huesos. El respeto que siento por el Santuario es lo único que me impide despojarte de esa armadura que siendo mujer insultas al vestirla.
—Me temo que no tengo autoridad para… —empezó a decir Ban.
—Es un manto sagrado, no una armadura —le interrumpió Bianca.
Las palabras fueron dichas sin que el santo de León Menor pudiera hacer nada para evitarlo. Miró a Bolverk, un rey arrogante con suficiente poder para respaldar cualquier pretensión, esperaba poder distraerlo, sonsacarle toda la información posible antes de huir junto a Fang y Bianca, pero el primer Señor del Invierno desapareció de su vista.
Estaba enfrente de Bianca, la cual trataba sin éxito de hablar mientras regueros de sangre le bajaban por el mentón. Bolverk le había clavado la mano derecha en el estómago, hiriéndola en el espacio de un instante. Y disfrutaba con ello. Sin siquiera mirar a Ban, que era repelido una y otra vez por el vasto cosmos de aquel hombre, sostuvo los pelos de la santa de plata para que lo mirara a los ojos.
—Ninguna mujer volverá a poner en duda mi autoridad —aseguró Bolverk, sacando la mano del estómago y soltando a Bianca, quien tuvo que usar las dos manos para no caer de bruces al suelo—. El único papel que puedes jugar en esto es ser mi botín.
Un grito de guerra sonó a la espalda del confiado Campeón, se trataba de Ban, quien expulsando todo el cosmos que había acumulado en estos seis meses, ejecutó la nueva versión de Nemea. Una barrera, fina como la piel, que le protegía absorbiendo los ataques del enemigo, sin negarle el movimiento. Con semejante defensa cargó contra Bolverk. Este, lejos de preocuparse, lo recibió con un puñetazo en el estómago y una patada en la cara. Nemea fue disipada por un frío glacial antes del primer contacto, de modo que el primer golpe dejó sin aire al santo de bronce, una fracción de segundo antes de que la patada le partiera la nariz y le hiciera rodar al suelo hasta donde estaba Fang, mirándole con ojos temblorosos. Cuando trató de levantarse, no fue capaz.
Por tercera vez en aquel día, Ban abrió los ojos, aunque no creía haber estado dormido mucho tiempo esta vez. Pudieron ser segundos, incluso, ya que solo la presencia de un hombre de piel morena y armadura escamada diferenciaba el escenario del último que recordaba. Trató de nuevo de levantarse mientras aquel recién llegado se atrevía a reclamar a Bolverk. Nada sorprendente, si se tenía en cuenta que portaba la lanza de Crisaor, que vestía como el general marino del Océano Índico.
—Yo también fui rey, Deríades1 de Hidaspes2 —dijo el presunto general marino—. Ahora no lo soy en hechos, como tampoco tú lo eres, mas confío en que así como yo puedo ver nobleza en tu alma, tú la veas en la mía.
—Rey de la India —apuntó Bolverk, acaso queriendo recordar la jerarquía de ambos. Sus ojos no lo miraban a él, sino a Bianca—. ¿Cuál de mis actos pretendes denunciar?
—El deshonor al que sometes a guerreros que te enfrentaron sin miedo en sus corazones —dijo de Deríades, señalando a la herida Bianca con la lanza dorada. Luego, apuntando a Ban, ya de pie, y el delirante Fang, añadió—: El inicio de una guerra sin mediar declaración. Una guerra que dices no desear.
—¿Qué hombre no desea la guerra? ¿Tal vez el mismo que prefiere defender a una mujer antes que a su señor? Yo no me desvío ante la piedra en el camino. ¡La aparto!
Bolverk dio un paso al frente, Deríades no retrocedió. La punta de la lanza dorada y el canto de la mano blanca, Espada de la Victoria, estuvieron a punto de chocar cuando ambos se detuvieron en pleno movimiento, como insectos congelados en ámbar.
Entre los contendientes apareció un telquín, semejante solo en parte al que Lesath y Emil describieron. Era una túnica vieja cubriendo un cuerpo hecho de bruma, con dos orbes dorados flotando sobre un yelmo unido a la capucha. De tan extraño ser salía un brazo que quedaba delimitado por el rielar del aire y la luz titilante, en perpetua distorsión del espacio hasta que llegaba a unos dedos inmateriales que por alguna razón inexplicable podían sostener un bastón de madera más largo que el mago.
—El Santuario nos ve —dijo el telquín de portentosa voz, temblando a la vez todo en el lugar. La sangre dejó de manar de las heridas de Bianca y Ban, el santo de Cerbero dejó de dar muestras del dolor que sin duda sentía aún. También el viento cayó, temiendo importunarle—. Revela tus intenciones, Bolverk, hijo de Bor.
Para sorpresa de Ban, el primer Señor del Invierno no miró con odio a quien le daba órdenes, sino que inclinó la cabeza en señal de respeto. Deríades, en cambio, mantuvo la posición, tal vez seguro de que había actuado bien y que no tenía por qué disculparse.
—Este es Deríades de Crisaor —anunció Bolverk, mirando al estupefacto Ban—. Antiguo general del Océano Índico y elegido del río Hidaspes, renació en esta tierra como el Campeón de Flegetonte, Portador de la Ira. Él dirigirá mis ejércitos.
Nuevos pasos se oyeron, apareciendo los tres que habían esperado fuera y hasta ahora no habían decidido intervenir. Ban no pudo reconocer a ninguno. Un guerrero azul semejante a Lesath, con la salvedad de que iba bien aseado y el pelo era más oscuro; un hombre bien abrigado, inmenso en más de un sentido, que miraba a Bianca tras unas gafas onduladas, extrañas en una situación así. La tercera era la más estrafalaria de todos los reunidos en el lugar, pues a excepción de la guadaña que agarraba con ambas manos, por detrás de la espalda, no llevaba ninguna clase de arma o protección. Es más, vestía como si estuviese a punto de dirigir un número de magia, con el traje de una circense, zapatitos y un sombrero de copa ladeado sobre los largos y revueltos cabellos, teñidos de azul. La cara con la que miraba todo, brillando de emoción y deformada por una enorme sonrisa, era la guinda en el pastel de la extrañeza.
—Los dos primeros tienen una historia en esta época —explicó Bolverk—, el más joven se hizo llamar Ignis, el mayor, Terra. En el pasado, apoyaron el deseo de Alexer por sentarse en el trono de Bluegrad, un error que he sabido perdonarles, ya que supieron corregirse a tiempo. Para empezar, me revelaron quienes eran. El primero será el capitán de la guardia, mientras que quien pudo haber sido rey tendrá el honor de ser mi consejero. Uno de ellos está llamado a ser Campeón del Aqueronte, Portador del Dolor.
Aun antes de que terminara las presentaciones, Ban ya entendía de qué iba todo aquello. Estaba viendo a los Campeones del Hades que no habían sido localizados, como Alexer, Aqua y Mithos, o derrotados, como Jaki y aquel al que su hija eliminó.
—Y yo soy Casandra —dijo la chica de la guadaña—. Juez, jurado y verdugo.
—Pues para ella el futuro no tiene secretos —dijo Bolverk, consintiendo la interrupción—. Ya que Medea no pudo renacer en este mundo para ser mi reina consorte, cederé en esta mujer el honor de ser Campeona de Leteo, Portadora del Olvido. Y yo, Bolverk, Campeón de Cocito, Portador de las Lamentaciones, soy el rey al que esta corte ha jurado fidelidad. ¡Desde este castillo gobernaré los destinos de todos los hombres bajo el auspicio de Damon de los telquines, Portador de la Memoria!
Notas del autor:
Ulti_SG. Parece que el carnet de avatar de dios olímpico caduca a partir de cierta edad. Esperemos que Adrien Solo sea un buen Poseidón y no nos mate a todos.
Es la segunda vez que lo menciono, y sí, es guiño a SSO. ¿Lo llegaremos a ver?
Me lo llegué a plantear mientras escribía esta historia. De todos los posibles acontecimientos que pueden surgir de la Ley de las Máscaras, ¿alguna habría enseñado el rostro a modo de amenaza? Seguramente no, pero Akasha sí que lo hizo. ¿Quién lo habría dicho después de esa tensa escena en la limusina de Julian Solo?
Otro misterio más que se resuelve. Poco a poco conocemos más del pasado de nuestro asistente, Azrael, que no siempre estuvo en el bando del Santuario.
¡El chiste se tenía que decir y se dijo! Pero sí, aquí hay un misterio nuevo.
Solo se me ocurren dos personas lo bastante listas e inmortales como para traer pizza a este rincón dejado de la mano de los dioses. ¡La pizzería de Lelouch y C.C.! Y sí, muy tacaño, porque Munin es claro al decirnos que el líder de Hybris no es pobre.
1 Rey indio que derrotó Dioniso cuando era semidiós.
2 Dios río de la India que apoyaba al rey.
