Capítulo 42. Caballero blanco
Tanto Ban como Bianca evitaron realizar cualquier movimiento en falso, a pesar de las heridas. Hasta el santo de Cerbero, acaso bendecido por la diosa con un momento de lucidez, calló el dolor que le recorría la cara entera y mantuvo la vista fija en la corte de aquel rey de tiempos pretéritos. El general marino Deríades, el telquín Damon, la vidente Casandra y los guerreros azules Ignis y Terra, todos Campeones de Hades, todos poseedores de un poder para el que ninguno de los tres santos de Atenea estaba preparado. ¿Esperaba Bolverk que tan innecesaria exhibición de fuerza para quienes había derrotado él solo los llevaría a consentir la alianza que anhelaba? ¿O en cambio preveía la obvia negativa, que le permitiría una guerra abierta con el Santuario?
El viejo león de bronce, sin poder leer una respuesta en la expresión de Bolverk, primer guerrero azul y autoproclamado Aesir, se conformó con mantenerle la mirada.
—Tres días —terminó diciendo el rey—. Daré tres días al Sumo Sacerdote para que me dé una respuesta. Por supuesto, los tres seréis mis… invitados hasta que eso ocurra.
Tal último apunte lo realizó solo después de mirar a Deríades de reojo, quien asintió, conforme. El resto de la corte no mostró el menor interés por los santos.
—Puedo sacarnos de aquí —oyó Ban en su cabeza.
—A menos que puedas moverte a la velocidad de la luz, no, no puedes, Bianca —replicó Ban, confiando en que nadie allí pudiera leer mentes—. Desde luego, no cargando con Fang y conmigo. Todavía resiento los golpes de ese bastardo.
—Existen modos de viajar más rápido que la luz.
—¿Teletransporte?
Antes de que Bianca pudiera explicarse, una poderosa presencia obligó a Ban a mirar el cielo, desde donde una lluvia de haces luminosos caía inclemente sobre la tierra.
Fue instantáneo. Desde la perspectiva del viejo león, aquello no era distinto de escuchar el sonido del trueno cuando el relámpago ya ha ocurrido. Cada rayo, brillante y ardiente como el sol, cayó donde se hallaba un Campeón de Hades, cubriéndoles el cuerpo por entero y hundiendo el suelo en hondos y humeantes cráteres. Durante ese breve momento en el que la noche se tornó en un día caluroso, Bianca desapareció, esfumándose en la enorme sombra canina que proyectaba contra el suelo. Luego, los Campeones del Hades empezaron a salir, varios de ellos maldiciendo a Casandra.
—Saber todo lo que va a ocurrir le resta emoción a la vida —dijo la vidente con una amplia sonrisa. Lo único que denotaba algún esfuerzo era la mano aferrada al mango de la guadaña, cuya hoja pendía sobre su sombrero—. Algún día lo entenderéis.
Era sorprendente. Aquella chica no tenía ni el más mínimo rasguño, como si en lugar de resistir el ataque, este nunca la hubiese alcanzado. El silencioso telquín y Terra también estaban intactos, mientras que Ignis salía del cráter con heridas en el pecho, descubierto al haber sido desintegrada la coraza por completo. Y no era el único en dar muestras de haber recibido el ataque de lleno. Pese a que por la fuerza que poseían y la solidez de sus armaduras, Deríades y Bolverk salían de los cráteres sin daños, era fácil notar el poder y el calor al que tuvieron que resistirse, emergiendo volutas de humo del sobrecalentado metal. ¿A qué podía deberse la indemnidad de los primeros tres? Ban estaba tentado de averiguarlo cuando se percató de que alguien faltaba.
—¿Tus compañeros te han abandonado, eh? —dijo Bolverk, mirando a un tiempo al santo de bronce y el lugar donde debía hallarse Fang de Cerbero—. Cuando un hombre es tan viejo que no puede seguir el ritmo a los heridos, deja de ser un hombre.
El rey caminaba hacia Ban con el brazo extendido hacia abajo, afilado como una espada. Al tiempo, el santo de bronce se alistó para la batalla.
—Si esperas que caiga sin luchar…
—No soy yo quien ha empezado las hostilidades. ¿Cierto, Casandra?
—Todavía no —contestó esta, con una sonrisa traviesa.
Bolverk se detuvo en seco y miró a los miembros de su corte. Todos estaban quietos, sin dedicar ni una sola chispa de hostilidad al santo de León Menor. Al girar de nuevo hacia este, el primer guerrero azul detectó una presencia que pronto se hizo visible más atrás. Un hombre de largos cabellos, de un rubio castaño, venía a paso tranquilo, resonando el metal de la armadura que lo cubría con cada movimiento. Para probar al recién llegado, arrojó sobre él una ventisca fría lo bastante potente como para despedazar a todo un batallón de soldados. Tan solo logró mecer la capa del sujeto, revelando que no se trataba de un santo de bronce, de plata o de oro. Ni siquiera un caballero negro.
—Más bien todo lo contrario —gruñó Bolverk.
Estremeciéndose de frío por haber sido víctima indirecta de la ventisca conjurada por Bolverk, Ban miró hacia el costado, donde ya podía ver a Orestes de la Corona Boreal. Si se tenía en cuenta que llevaba trece años siendo una estatua en la periferia del Santuario, lucía muy vivo, pese a la imperturbable serenidad con la que encaraba a los Campeones del Hades. De inmediato, en un impulso de lucidez, Ban entendió dos cosas: él era el responsable del ataque y no pensaba mantener una lucha prolongada, solo asegurarle una vía de escape sin poner por ello en riesgo la seguridad del Santuario.
«Muy propio del hombre que quiso usar a un dios para colmar sus ambiciones —reflexionó Ban, acumulando fuerzas para actuar en el momento apropiado.»
Tan pronto intercambiaron miradas, así fuera de soslayo, Orestes pudo leer en el santo de bronce que este entendía la situación, por lo que no retuvo más tiempo la atención en él, sino que la dirigió hacia aquellos perros sacados del infierno.
—Perros de Caronte —bramó Orestes, ofendiendo a al menos tres de ellos. El primero, de piel oscura, le apuntó con la lanza de Crisaor, debiendo ser el que lo miraba con más odio, un guerrero azul al que había herido en el pecho, quien lo detuviera de hacer una locura. El tercero, por supuesto, era Bolverk, hijo de Bor, primer santo de Osa Mayor, imposiblemente joven—. Soy yo quien os ha atacado y quien pretende devolveros al lugar al que pertenecéis, Orestes de la Corona Boreal, leal siervo del más poderoso hijo de Zeus y enemigo de todos aquellos que sirven a los Astra Planeta.
Airado, mas lo bastante tranquilo como para que nadie debiera evitar que se lanzara al ataque, Deríades de Hidaspes golpeó el suelo con la lanza y dijo:
—Es la segunda vez que me ofendes en esta noche, desconocido, pues nada le dice el nombre de Orestes a quien gobernando la India enfrentó a otro poderoso hijo de Zeus, el semidiós Dioniso. Y tampoco el de Caronte, si es que no hablas de aquel mendigo que sobre una barca destartalada saquea incluso a los muertos. Retira tu ofensa, si no quieres que sea yo quien retire del vientre tus entrañas, emponzoñadas de orgullo e impiedad.
Por un segundo, Orestes alzó una ceja, tentado a creerle.
—Nada tiene que ver Ignis con Caronte de Plutón —dijo el guerrero azul al que había herido—. Solo a Atenea debo mi lealtad.
Frente a aquel nombre, Orestes se puso en guardia, mientras que Bolverk alzaba la mano, atrayendo la atención de toda la corte. Solo Damon siguió mirando al recién llegado, con intenciones ocultas bajo el velo de niebla que era su rostro.
—Matadlo —ordenó sin más, bajando la mano como si esta fuera una espada. Y así actuó, pues desde el brazo emergió un gran arco de energía que partía tierra y aire en su rapidísimo avance hacia el caballero, que se recubrió con un aura espiral.
Deríades, Casandra e Ignis cargaron al tiempo del ataque de su rey, los primeros con las armas que portaban, una lanza dorada como el sol y una guadaña que encarnaba los misterios de una noche sin luna, mientras que Ignis atacó con los puños, como un santo de Atenea, más o menos. El sexto sentido de Orestes le permitía ver cosas que serían invisibles para el resto de los humanos, como los ocho brazos que salían de la espalda de aquel guerrero azul, una primitiva versión de la telequinesis del pueblo de Mu. Mientras que los lances de Bolverk, Deríades y Casandra fueron de frente, buscando todos atravesarle el corazón, las extremidades extra de Ignis buscaron desestabilizarlo, golpeándole en las piernas, el costado, la cabeza y el cuello. Ocho puñetazos simultáneos a la velocidad de la luz, dignos de un santo de oro. Todos fueron repelidos, sin llegar a tocar un centímetro de piel o metal. Lo mismo sucedió con la lanza y la guadaña, que se desviaron a los lados, así como la Espada de la Victoria, que se dispersó tras él en forma de un millar de luces.
—Si queréis superar mi Manto Solar, tendréis que dejar de subestimarme —aseguró Orestes, sorprendiendo a tres de los atacantes. La circense de pelo azulado se alejó del combate encogiéndose de hombros, como diciéndole que lo intentó—. En mi orden, despertar el Séptimo Sentido es como el primer paso de un bebé.
La última palabra fue el preludio de un portentoso ataque que esta vez vieron venir el rey y sus guerreros. Bolverk, Deríades e Ignis acometieron contra el inmóvil enemigo, del que miles y miles de haces de ardiente luz emergían sin descanso.
En cuanto al resto de la corte, permanecía apartada, sin molestarse en lidiar de forma activa contra los ataques que les llegaban. Casandra los esquivaba todos en una danza alocada llena de movimientos exagerados, mientras que Terra y Damon veían inmutables cómo cada haz de luz que les impactaba desaparecía en ellos, como si fuesen engullidos por un portal dimensional. Ban, rodeado por aquellos seres excepcionales, decidió aprovechar la posición de rehén para reunir la mayor cantidad de información posible, pues presentía que no tendría mucho tiempo.
—Betelgeuse no será suficiente contra él —dijo Terra, acomodándose las gafas. En las lentes quedaba reflejado cómo Orestes esquivaba los envites de Deríades y Bolverk, sin dejar de disparar aquellos haces de luz en todas direcciones, en especial contra Ignis, el eslabón débil del trío—. De nada sirven ocho brazos invisibles si tu enemigo los ve.
—¡No se quedará mucho tiempo! —exclamó Casandra dando un salto. Un rayo de luz rasgó el borde de la falda, fallando por muy poco—. Perdona, Terra.
—No hay nada que perdonar. Ese tal Orestes tiene razón, vislumbrar el Séptimo Sentido son los primeros pasos de un bebé para gente como el rey y Deríades. ¡Es un milagro que Ignis pueda seguirles el paso siendo tan solo un santo de…!
Pero la disculpa de Casandra no tenía nada que ver con lo que Terra creía. La videntes, acaso aburrida de lidiar con aquellos ataques incesantes, se arrojó sobre su amplio vientre como una doncella enamorada, terminando con dos terceras partes del cuerpo en el interior. Solo el pecho, los hombros y la cabeza, a la que el sombrero de copa se negaba a abandonar, podían verse sobre el pecho de Terra.
«No crea portales dimensionales, como el Sumo Sacerdote. Él mismo es uno —reflexionó Ban—. Y el otro…»
Tuvo que esforzarse mucho para entender lo que ocurría con Damon, el extraño telquín que se le antojaba un peligro aún mayor que el rey Bolverk. En nada ayudaba a ello el parloteo entre Casandra y Terra, distractor a más no poder, por lo que al final solo pudo especular que aquel ser reducía a la nada los haces de luz con una sola mirada, en el corto lapso de tiempo en el que un santo de oro podría actuar. De esa forma se había librado de la lluvia de fuego con la que inició aquel combate, Terra se había aprovechado de las extrañas características de su cuerpo y Casandra…
—¡Orestes, ten cuidado con la guadaña! —gritó la vidente, fingiendo una voz grave que a duras penas se compararía con la de Ban cuando era un niño—. Oh, lo siento. ¿Ibas a decirlo tú, viejo león? ¡Sería demasiado tarde para eso!
Ban dedicó un gruñido a aquella mujer y luego se centró en el combate, percibiendo detalles que había dejado pasar en un principio. ¿Y cómo no iba a hacerlo? Para él, solo era posible ver a los oponentes cuando estaban estáticos. Combatían a una velocidad que sus reflejos no podían seguir bajo ninguna circunstancia. Pero ahora que sabía lo que debía buscar, le resultó fácil ver los hilos de sangre descendían bajo la armadura, todavía intacta gracias a la protección del Manto Solar. De algún modo, la guadaña podía pasar a través de aquella protección y del metal, cortando la carne de un hombre con la misma facilidad que si estuviera desprotegida. ¿Un corte dimensional?
—¡Sal de mi cuerpo! —exclamaba Terra.
—Quiero ver las tierras de quien pudo haber sido rey. Bueno, ya las he visto, pero quiero verlas dos veces —se explicó Casandra mientras terminaba de entrar en el portal dimensional que era el cuerpo de Terra. Antes de desaparecer, empero, dio una última advertencia—: ¡Tápate los oídos!
—¿Qué? ¿Los oídos?
Terra empezó a mirar en todas direcciones. Aun los combatientes detuvieron la batalla por breves segundos. Solo Ban disfrutó de aquel momento de tensión.
—En verdad creía que esa perra pensaba dejarme a mi suerte.
—Eso es lo que suele pasar con… —Terra se interrumpió a media frase. Algo oscuro apareció de la nada y devoró de un solo bocado al vejestorio con la sonrisa más perturbadora que había visto nunca. Ban de León Menor, el hombre que sobrevivió a dos suaves golpes de nadie menos que Bolverk, estaba ahora en el estómago de un can del infierno—. ¡Que Marte me fulmine! ¿Qué demonios es esa perra?
—El botín del rey.
La criatura, reaccionando a la voz de Terra, habló con el mismo timbre la santa de Can Mayor, un instante antes de soltar un aullido terrible, acaso venido del mismo Tártaro. El miedo llenó por entero el cuerpo de Terra, paralizándole el tiempo suficiente para que Bianca saliera corriendo hacia el bosque, donde su presencia desapareció.
—Medio humano, pero humano a fin de cuentas —fue lo único que dijo Damon al respecto. Aun después de que el hechizo del can infernal desapareciera, Terra no logró reunir valor suficiente como para replicarle. No a él.
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Fue el más castigado por la batalla con Orestes quien buscó perseguir al enorme can de sombras que huía llevando consigo a los santos de Cerbero y León Menor. Pese al estado en el que estaba, con una docena de quemaduras en el pecho, Ignis habría podido alcanzarla de no ser porque el siervo del Hijo desató sobre él una nueva lluvia de rayos luminosos, dejándole en la espalda otras doce marcas ardientes que le hicieron aullar como la fiera que pretendía cazar. El guerrero azul cayó al suelo apenas avanzando diez pasos, con el cuerpo rojo y humeante. Los dientes, apretados, impedían que saliera de la boca del Campeón del Hades una nueva muestra de dolor, de debilidad.
Deríades hizo amago de ir en pos de Bianca, mas Bolverk le indicó con un gesto que no era necesario. Por supuesto, alguien como ella y los otros dos santos no eran lo bastante importantes como para dar la espalda a un enemigo tan implacable como fuerte. No obstante, el general marino se acercó a aquel, decidido a apoyar a su compañero.
—Enorgulleceos, perro de Caronte —dijo Orestes, respondiendo el gruñido que soltó Ignis con una fuerte patada en el costado. El sonido de huesos rompiéndose y un cuerpo rodando por la tierra acompañó el resto de su halago—. No cualquiera puede recibir mi Resplandor sin protección y contarlo. Aguantar veinticuatro, no, veinticinco de sesenta mil no está nada mal para un perro como vos.
Perro. Al son de aquella palabra, que Orestes pronunciaba con espacial énfasis, Ignis se puso de pie de un salto y alzó la guardia, siendo claro que no pensaba rendirse.
—¿Cómo puede un guerrero como tú menospreciar a quienes dan todo en la batalla? —intervino Deríades, que ya se había acercado al par.
—Ya os lo he dicho, soy el leal siervo del Hijo —contestó Orestes, sin añadir la anterior floritura. Miraba por igual a su actual oponente y a Deríades—. Quienes no sirven al Hijo de algún modo, ni siquiera los considero guerreros.
Con tal bravata, esperaba provocar a Ignis, para que diera un mal paso y poder librar al mundo de al menos un enemigo en esa misión de rescate. Pero quien se encendió con una ira divina fue el que vestía las escamas del Océano Índico. Deríades corrió hacia él sin truco alguno, como un caballero medieval en una justa. Sopesó por un momento la posibilidad de corresponderle, hasta que lo tuvo a tiro y recordó que él no poseía nada, todo cuanto era lo había arrojado al altar de un dios innominado, el único entre los inmortales que lo escuchó en el momento de mayor angustia. Eso incluía el honor del guerrero que fue, la dignidad del rey que pudo llegar a ser.
«Soy el caballero de la Corona Boreal. Nada más, nada menos.»
Ejecutó el Resplandor de improviso, de nuevo surgiendo miles y miles de rayos de luz que habrían de destrozar por completo a Deríades, aquel necio que ni tan siquiera hizo el intento de retroceder o bloquear los ataques. ¡Hasta Ignis, el orgulloso guerrero azul, se había alejado a tiempo! El general marino llegó a medio metro de él y alzó la lanza dorada, acaso pretendiendo usar la hoja como la espada del gigante Crisaor, hijo de Poseidón. En ese momento, algo impulsó a Orestes a mirar más allá.
Bolverk ni siquiera se había movido. Eso era aviso suficiente. El siervo del Hijo, a un mismo tiempo, dio los pocos pasos hacia atrás que podía y alzó el Manto Solar, mientras Deríades daba un corte vertical con la lanza que hizo cimbrar toda la tierra. El Resplandor fue anulado antes de tocar el general marino, extintas los ardientes haces de luz que partían de la armadura de Orestes por un frío sobrenatural, proveniente del mismo Cocito, que cubrió de hielo toda aquella tierra mil veces horadada por su fuego estelar. Aquello impidió que Deríades de Hidaspes sufriera el menor rasguño pese a atacar de frente, pero el caballero de la Corona Boreal no tuvo tanta suerte.
—¿Qué soy, si no un guerrero? —preguntó Deríades, al tiempo que el casco roto de Orestes caía al suelo, manchado de sangre—. ¿Qué es el hombre que ha herido al peón de un bastardo olímpico? ¡Res…!
Ni siquiera le dejó terminar. Movido por una ira repentina que no era suya, tomó con una mano la lanza dorada y usó la otra para golpear a aquel blasfemo de oscura piel, deteniéndose el puño a un centímetro de la nariz de Deríades.
La mano de Bolverk pendía a igual distancia de su cuello. La Espada de la Victoria.
—¿No puedes invocar el Manto Solar una vez ha sido superado? —cuestionó el autoproclamado rey, en cuya expresión todavía perduraba el orgullo que sintió cuando su más capaz aliado atravesó por igual la poderosa barrera y el metal y la piel que protegía, de un solo golpe—. ¿O es que mi poder, nacido en el frío norte, basta para apagar para siempre las llamas del sol? No, olvida eso, lo que de verdad quiero preguntarte es por qué desaprovechaste uno de tus ataques. Ignis te estaba dando la espalda, era más que posible acertarle en el corazón y a pesar de eso, solo doce fracciones de tu Resplandor lo golpearon, una fue más allá. Hacia ese Fenrir.
—Solo era una santa de plata —corrigió Deríades, apartando con brusquedad la lanza que todavía Orestes sostenía. Pero no se alejó, seguía mirando el puño, desafiante.
—El Hilo de Ariadna —dijo el ahora rehén de los Campeones del Hades.
Bolverk intercambió con Deríades una mirada de extrañeza.
—Ariadna era una princesa cretense, ayudó a Teseo a sobrevivir al laberinto usando un hilo, siendo abandonada por el héroe más adelante —explicó Orestes con una tranquilidad que a las claras incomodaba a sus captores—. Se dice que el divinizado Dioniso se enamoró de ella y la trajo al Olimpo, incluso le dio una corona que acabó iluminando los cielos de los hombres como una constelación.
—Esto no me gusta —se atrevió a decir Ignis, importándole poco que los otros dos se lo reprocharan como un acto de cobardía—. Oculta algo.
—¿A dónde fue ese hilo de cosmos? —preguntó Deríades.
—Hacia las sombras —dijo enseguida Bolverk.
—En las sombras se ocultan cosas —convino Orestes—. Y también en los laberintos.
De repente, la armadura de la Corona Boreal brilló con una luz que no quemaba, alejando sin embargo tanto a Bolverk como Deríades, quienes por instinto se taparon los ojos. Tarde, por supuesto; solo Ignis había sido lo bastante sensato para alejarse antes, y ni siquiera él estuvo a salvo de la más temible técnica de Orestes. La luz, omnipresente, bañó aquel terreno invernal, entrando por las retinas de todos los Campeones del Hades.
Un segundo tan valioso como breve fue lo que necesitó Orestes para marcharse. En circunstancias normales, aprovecharía la parálisis de los cuatro enemigos, inmersos en el Laberinto de Minos, para ejecutarlos, pero no veía ni rastro de la vidente y era del todo claro que el telquín no había caído en su técnica, pues a cada paso que daba, así fuera para el resto del mundo una estela de luz capaz de recorrer siete veces y media el planeta entero, él lo seguía con los dos orbes brillantes que tenía por ojos. Sin hacer nada, pues no suponía un peligro para él. Nada podía suponer un peligro para algo así.
Desapareció del lugar con ese funesto pensamiento, sin que nadie lo persiguiera.
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La batalla librada en Alemania no fue lo bastante corta como para pasar desapercibida a quienes habían trascendido los primeros seis sentidos. Aun al otro lado del mundo, en el patio de un hospital en Bluegrad, Akasha reconoció el cosmos de quien había rescatado a Ban, Bianca y el santo de Cerbero, carcelero de los dos primeros. ¿Y cómo no podría reconocer al hombre que había cambiado para siempre el destino del Santuario? Sin poder evitarlo, susurró su nombre, cargado de un cierto deje de desprecio.
—Orestes.
—¿No estaba…? —iba a preguntar Azrael, quedándose a medias cuando ella sacudió la cabeza—. El Sumo Sacerdote debió tener una buena razón para hacerlo.
—Es un mensaje. Me dice que ya no confía en mí.
—No fue usted quien le dictó la sentencia —dijo Azrael.
—Lo sé, lo sé. Él lo condenó, él podía perdonarlo.
Irritada como estaba, olvidó incluso las formas que debía usar para hablar del líder del Santuario. Por suerte, nadie podía escucharla en aquel patio, las dos personas que había allí aparte de ellos yacían inconscientes en sendas sillas. El anciano Icario, con el rostro marcado por una cicatriz que lo acompañaría lo poco que le quedaba de vida, se removía en el asiento, sin duda preso de una pesadilla. Al lado estaba Mera, fiel guardiana de su maestro incluso en la inconsciencia. Por los largos servicios prestados, el Santuario no pudo negarse a mandar al santo de Copa hasta allí para atender al santo de Boyero, si bien fue demasiado tarde para hacer algo más que salvarle la vida; sin embargo, no hizo nada por Mera, así como ocurrió con otros sospechosos de traición, por lo que la santa de Lebreles seguía postrada, Hipólita le había roto más de un hueso en la Batalla de Reina Muerte. O puede que eso solo fuera una excusa. Tal vez, el precario estado de su maestro era lo que evitaba que hiciera el intento de mejorar.
—Aunque nuestros cuerpos sean frágiles y nuestras vidas breves, el cosmos es inmortal —dijo Akasha a modo de oración, acercándose a la vez a Icario. Tomó las manos del ex-capitán de la guardia, lo único que no cubría la gruesa manta que le pusieron para que no cogiera frío. Estaban heladas y sudorosas. Temblaban—. Los santos no mueren.
—Con tanta facilidad —completó la voz de un hombre que no era Azrael.
Akasha se sobresaltó, mirando hacia atrás por si alguien la estaba espiando. Allí solo se encontró Azrael en posición de firmes. Sonriente.
—Temía que no despertaras nunca —dijo Icario, pues no era nadie más que él—. Temía que este mundo de locos que protegí hace sesenta años de verdad iba a ser destruido.
—¿Sesenta años? Lo protegiste muy bien hace seis meses.
Frente a aquel halago, el ex-capitán se echó a reír. Una risa vital que contrastaba con la debilidad del cuerpo. Las viejas manos de Icario todavía temblaban de frío.
—Además, estás exagerando —dijo Akasha, para distraer al hombre mientras le transmitía fuerzas. Si se lo preguntara, estaba segura de que le diría que estaba bien, que otros sí que necesitaban su ayuda, no él—. El mundo no depende de mí, ya no, hice lo que debía hacer y ahora la humanidad cuenta con una defensa incomparable. Ni siquiera el infierno puede con los ejércitos unidos del mar y la tierra.
—Las guerras van y vienen —dijo Icario—. Yo hablo del futuro. Debes protegerlo.
—Lo he hecho.
—Todavía no —insistió Icario—. Este mundo necesita guía, necesita que los hombres nos responsabilicemos de nuestros errores. Necesita que los padres velen por sus hijos.
Siguió hablando más, aunque cada vez más bajo, mientras los párpados caían pesados y el sueño volvía a atraparlo. Solo cuando lo supo descansando, Akasha se permitió apartarse. Ahora eran sus manos las que temblaban.
—Debemos responsabilizarnos —repitió Akasha, mirando a Azrael de reojo. En esa ocasión, el asistente no encontró palabras para confortarla—. Debemos…
—¡Sálvanos, por favor! —gritó Icario en sueños, sobresaltándola. Incluso Azrael estuvo a punto de sacar la pistola, de tan repentino que fue aquel ruego.
Entonces, Akasha tomó una decisión. Con paso firme, se acercó hacia Mera, a quien sabía despierta pese a la protección de la máscara y lo hábil que era para controlar el movimiento de cada músculo. Azrael se acercó para detenerla. Ella le permitió decidir si era capaz de respetar el camino que había escogido y seguirla, o no. Era lo menos que le debía a su asistente, a su compañero.
A un paso de alcanzarla, Azrael se detuvo, reduciendo la acción a unas palabras.
—El Santuario ni siquiera permitió al santo de Copa tratarla. Debe haberse promulgado una ley que impide que potenciales traidores sean tratados como santos.
Lo que eso implicaba, no lo tuvo que decir. Curar a Mera, era como renegar de su condición de santa de Virgo. No habría vuelta atrás.
—Al demonio con las leyes del Santuario —dijo Akasha, percibiendo de algún modo que Azael asentía. Posó la mano sobre el estómago de Mera, dejando que el cosmos de oro que la envolvía se introdujese en ella y reparase cada hueso roto—, me costaría encontrar una que no haya roto a estas alturas, de todas formas.
Doce segundos, no fue necesario nada más para reparar aquellos daños, terribles para una persona corriente, una marca de guerra más para un santo. Sorprendida por el gesto, Mera no pudo ocultar más que estaba dormida y movió un poco la cabeza.
—Os salvaré —dijo Akasha—. Juro que os salvaré a todos.
