Capítulo 47. Santa mártir
Cinco años atrás, en una noche de verano, la Rebelión de Ethel había terminado con la muerte de su líder, quedando en el aire el destino de todos los involucrados. En aquel momento, solo había un santo de oro presente, con autorización expresa para solucionar el problema, algo que hizo de la única forma que sabía: sin piedad.
El recién ascendido Sneyder de Acuario levantó un tocón de hielo e hizo desfilar a los responsables, sin distinguir entre aprendiz, santo, guardia y aldeano. Muchos perdieron la vida entonces, jóvenes a los que habían llenado la cabeza con sueños imposibles, veteranos de la invasión de Caronte al Santuario, como Rudra y Spica. No hubo resistencia. ¿De qué serviría? El hombre que les esperaba al fin de un camino de muerte vestía uno de los mantos del zodiaco, nadie podía huir de él, mucho menos hacerle frente. Los que dieron unas últimas palabras de desafío perdían la cabeza de la misma forma que quienes callaban, bajo el gélido relámpago que era la Espada de Cristal, una hoja corta a cero absoluto saliendo del brazal derecho de Acuario.
Los hombres que murieron no eran menos valiosos que el primero de los miles que fueron salvados, siendo un simple aspirante a santo, demasiado confundido como para sentir todo el miedo que debería, quien vio detenerse la Espada de Cristal frente a una barrera de luz prístina, Brahmastra. Sneyder no vio con odio a la responsable, Akasha, quien había llegado desde Jamir al término de la rebelión. Tampoco recibió con hastío las duras palabras que la aspirante a Virgo le lanzó, sino que las devolvió una a una con el mismo tono indiferente; Sneyder estaba allí cumpliendo órdenes, pero no se sentía incómodo con ellas, las sabía su deber. La justicia del santo de Acuario hizo hervir la sangre de Akasha, cuyo cuerpo fue por primera vez cubierto por el sexto manto del zodiaco. Tal fue el comienzo de la primera Batalla de los Mil días en mucho tiempo, tan larga que las estrellas en el cielo nocturno no pudieron atestiguar el final, tan intensa que el ejército de Atenea se fracturaba hora tras hora sin que quienes debían evitarlo pudieran ser siquiera conscientes de ello. Una estaba demasiado concentrada en defender todas las vidas que la rodeaban, el otro buscaba la muerte de todos los malvados, acaso incluyendo también a la joven de manto dorado.
El duelo bien pudo ser eterno, pues solo la sangre de uno de los contendientes podía detenerlo. Solo la muerte de uno o de otro impediría que el ejército de Atenea se hiciese añicos en tan crucial momento, cuando el resto de santos de oro terminaba el más duro de los entrenamientos muy lejos de aquella tierra. Eso lo entendió muy bien una invitada del Santuario, la líder de las ninfas de Dodona, Kushumai.
Sí, en verdad el joven al que Akasha había salvado a la vida no era mejor que Rudra, Spica o cualquiera de las víctimas del severo juicio de Sneyder, pero el pequeño Soma podía volver egoísta a una reina milenaria. Después de todo, Kushumai era su madre. Fue porque Akasha había actuado en ese momento que la sabia ninfa fue capaz de seguir observando en silencio, sin tomar una decisión temeraria que pusiera en peligro a toda su gente. Y también fue por esa noble intervención que Kushumai decidió ayudarla, interponiéndose en el último golpe que Sneyder lanzó contra Akasha. La Espada de Cristal atravesó frente a todos la carne inmortal, conmoviendo los corazones de hombres y ninfas, hermosas criaturas que aparecieron de la nada, como nacidas del viento. Brahmastra, la técnica de Akasha, se extinguió al mismo tiempo que esta cargaba el cuerpo de la ninfa, que nada pudo decir: había muerto en el acto.
Todos los que vivieron aquella larga noche hasta el final recordaban que Sneyder, aún sin el menor temblor en los ojos que juzgaban inclementes a los supervivientes, hizo un gesto de asentimiento, aceptando ese final. Convirtió la Espada de Cristal en polvo diamantino y se retiró, sin importarle lo que se dijera o hiciera después.
El cuerpo de Kushumai falleció, pero el espíritu se unió a aquella tierra. Entre edificios derruidos por la dura contienda y miles de hombres atemorizados, nació el Árbol de la Tregua. Un símbolo de la paz que ha de suceder a la guerra, del mismo modo que la alegría apareció para sustituir la tristeza que las ninfas habían sentido hacía tan solo un momento, pues estas, de vidas largas, confiaban en ver renacida a su líder en un futuro distante. Dentro de un siglo, tal vez un milenio, ellas podían esperar.
Soma no podía. Él, al igual que su padre, era un simple hombre y no podría vivir tanto tiempo. Más que orgullo por tan noble sacrificio y alegría por el seguro reencuentro, el joven sintió dolor, uno tan profundo como para hacerle abandonar la tierra que lo recibió como un futuro héroe y terminó tratándolo como un monstruo. El hijo de Ban y Kushumai se convirtió así en el último de los frutos del Cisma Negro, jóvenes aprendices que huyeron del Santuario para convertirse en el brazo ejecutor de Hybris.
Ban y Shaula llegaron al lugar tiempo después, demasiado tarde para poder solucionar nada, sin nadie que pudiera consolarlos. La joven tocó por vez primera el árbol que sabía era su madre y así sintió una honda tristeza. El sueño milenario de Kushumai no sería apacible, ya que había un mal blasfemo en el hielo de Sneyder que alcanzaba incluso el alma, desposeyéndola de toda fuerza y cristalizándola. Solo ella podía entender aquello entre las ninfas del Santuario, pues solo ella había cultivado el cosmos hasta el paroxismo; del mismo modo, solo ella podía ayudar a su madre a romper un día esa maldición. Dentro de mucho, mucho tiempo. En cuanto lo comprendió, abrazó a su padre y derramó todas las lágrimas le quedaban para el resto de sus días.
Ya que sus padres jamás podrían reencontrarse, ya que incluso Soma los había abandonado, ella cuidaría de él. Sería fuerte.
—La más fuerte —susurró Shaula, acariciando aquel tronco inmenso. Una de las hojas, del azul del hielo, cayó sobre su cuello, provocándole un estremecimiento.
—¿Lady Shaula? —dijo Mithos—. ¿Ocurre algo malo?
Ella sacudió la cabeza.
—Solo he recordado una deuda pendiente.
En la noche del Cisma Negro, creyó haber perdido para siempre a su familia. Ahora había tenido tiempo para reflexionar sobre ello, entender que seguía teniendo un hermano vivo, así hubiera errado el camino, gracias a que Akasha tuvo el valor de oponerse a las leyes del Santuario. Ella no podía ser menos.
¿Se atrevería a arrastrar incluso a Subaru y Mithos, aquellos atolondrados que la seguían a todas partes? ¿Podía volver a luchar sin ellos?
—No odio a Sneyder —dijo de repente, todavía con la vista fija en el Árbol de la Tregua—. Hacerlo sería insultar el sacrificio de mi madre, sin embargo…
—Si cayera en la boca de un volcán, ella no lo sacaría de allí.
Aquella frase, pronunciada por Subaru con aire profético, recibió un duro castigo. Shaula disparó un veloz proyectil escarlata que lo mandó a volar hasta una pared cercana, que se derrumbó al momento.
—Me alegro que vuelvas a ser el mismo de siempre, ya me estabas preocupando —dijo Shaula. Una mano se elevó entre el polvo y las piedras, con el pulgar arriba; por supuesto, el santo de Reloj estaba en perfectas condiciones—. La próxima vez…
—¿Lo mandará a dar la vuelta al mundo en ochenta segundos? —completó Mithos, que enrojeció al sentirse observado por Shaula—. ¡Siempre le dice lo mismo!
—Gracias a tu Rho Aias no lo tenemos que experimentar, pero un golpe a la velocidad de la luz duele. Duele mucho —aclaró Shaula—. Por eso me tengo que contener. Hasta cuando me enfado. No me hagan enfadar.
Pese a que dio aquella advertencia con total tranquilidad, como una broma para romper el hielo, el rostro de Mithos se empapó de sudor. Se quedó así, paralizado, hasta que Subaru le dio una palmada en el hombro que le hizo pegar un buen salto. ¡Qué miedoso podía ser aquel muchacho, al que ni siquiera Garland de Tauro podía derrotar! Cuando todo acabara, tendría que curarlo del susto. Era un santo de plata, después de todo, no podía ir por ahí tartamudeando delante de los más jóvenes.
Sí, después podría pensar en esas cosas. Ahora debía recoger los frutos de los últimos seis meses de actos temerarios. Pedir audiencia al Sumo Sacerdote y…
—¡Ese cosmos! —exclamó de pronto, interrumpiendo sus pensamientos.
—¡Mira, Mithos, tu cuñado viene a presentarse!
—¡C-cállate, Subaru!
Shaula ni siquiera se molestó en darles un escarmiento. Un muchacho había llegado desde el Santuario, rodeando el árbol con la agilidad de un lince. Varias figuras de fuego, semejantes a los colmillos de una fiera, le iluminaban en aquella hora tardía, revelando un cuerpo acostumbrado al sol en las partes que no eran cubiertas por una sucia túnica de prisionero. Un segundo después, los hermanos estuvieron frente a frente por primera vez en muchos años. Ella a salvo detrás de una máscara dorada, él mostrando una amplia sonrisa, llena de confianza, que quizás escondiera mucho más.
—Hola, hermana —preguntó Soma—. ¿Qué tal todo?
—¿Qué…? ¿Cuándo…? ¿Cómo…?
—Calma, calma. Te va a dar un infarto y solo has visto quince primaveras —dijo Soma, sacudiendo amistoso los hombros de la ninfa, que miraba a Subaru en busca de una muy necesaria predicción—. El viejo lo hizo. Me rescató.
—Secuestró —corrigió Subaru.
—Uno no dice esas palabras delante de su hermana —cortó Soma, muy serio, aunque pronto recuperó el buen humor—. Bueno, eso pasó hace seis meses, así que es agua evaporada —aseguró, convirtiendo las decenas de colmillos de fuego en una esfera que brillaba sobre su pulgar levantado—. Lo que cuenta es que ahora estoy aquí.
—Nadie me había dicho nada.
Hasta un reencuentro tan alegre estaba manchado por esa sensación de eterna subvaloración. ¿Cómo una santa de oro no podía ser informada de que su hermano estaba encerrado en el Santuario? ¿Tan poco confiaban en ella?
Para sacarla del ensimismamiento en que sabía que estaba, Soma le sopló en la cara, convirtiendo la bola de fuego en un montón de cenizas.
—¡Diablos! ¿No estornudas?
—La máscara no es un adorno, Soma, filtra esas cosas.
—Cada día se aprende algo nuevo. Pero estoy divagando, ¿verdad? —dijo el joven acariciándose la nuca. En sus ojos quedaban reflejados los compañeros de su hermana, que asentían enérgicos—. Fui capturado como un caballero negro y no acepté renunciar a mis ideales solo porque estuviéramos en una mala situación, por eso apenas ahora me dejan salir. Ya sabes, somos aliados ahora.
—¿Qué? ¿¡No has abandonado Hybris!?
Incapaz de entender cómo su hermano decía semejante cosa en presencia de su madre, Shaula se preparó para hacerle entrar en razón. Una Aguja Escarlata sería suficiente.
—Oye, oye, deja las uñas para mi cuñado, ¿quieres? —Quiso bajar la mano dorada de Shaula, pero cuando la tocó, el proyectil escarlata salió disparado, dándole de refilón en el hombro—. ¡Ay, por los dioses del Olimpo! ¡Tú y tu maldita virilidad de mujer!
—Abandona Hybris y el dolor desaparecerá —dijo Shaula, aterradoramente tranquila. Hasta ella empezaba a temerse a sí misma—. Te doy cinco segundos.
—¡Basta! ¡Tiempo muerto! ¡Escúchame!
La expresión de Soma, pese al dolor, fue más seria de lo que Shaula hubiese visto jamás. Por lo que bajó la mano dadora de dolor, y al mismo tiempo, sin proponérselo, anuló el sufrimiento que el caballero negro de León Menor padecía.
—Ahora los caballeros negros y los santos somos aliados, así que ahorrémonos los discursos moralistas y trabajemos juntos, ¿quieres? Alemania —señaló Soma, consiguiendo la atención de los tres—. El viejo estaba allí encerrado por no sé qué cosa y hace un rato hubo una pelea allí. No me digas que no la has sentido porque mi interrogador personal me dijo que ningún santo de oro podía no sentir algo así. Quiero que investiguemos, que repartamos algunos puñetazos y patadas voladoras. Por primera vez, tú y yo y mi cuñado y ese que me mira con cara de que nos vamos a morir…
—Es Subaru —explicó Shaula, enternecida al ver a Soma dando puñetazos al aire, como cuando eran niños—. Y si te mira con esa cara es que moriremos en Alemania.
—Oh, vamos. Eres una leyenda por aquí. Y yo estoy al nivel de un oficial de Hybris.
—Subaru ve el futuro —dijo Shaula—. Mi futuro. Te prohíbo preguntar.
—Vale… Pero el futuro no está decidido…
—En este caso, lo está —insistió Shaula—. Además, antes tengo que pagar una vieja deuda. No he hecho todo lo que he hecho estos meses para ser una leyenda en el Santuario, sino para conseguir que el Sumo Sacerdote oiga lo que tengo que decir.
—¿Crees que debes compensar a Akasha porque me salvó? ¡Dioses! ¡Eres igual que toda nuestra gente! Por lo que a mí respecta, ella esperó a que fuera yo el que estuviera en peligro para que nuestra madre tuviera que ayudarle. Y para ganarse el favor de la tierra del mismo modo que ahora se ha puesto en el bolsillo a la gente del mar. Es una manipuladora, la Tejedora de Planes, no es como nuestra madre.
Soma hablaba con honestidad. Detrás de lo que decía había algo más que la suma de una rabieta infantil y cinco años de adoctrinamiento que aparentaba. De verdad pensaba todo eso de su salvadora. ¿Era esa la razón por la que huyó?
—Tú puedes ser malagradecido. Yo no.
—Oh, estoy muy agradecido a esa hija de… de… —Se entrecortó al intuir hostilidad en el ambiente—. Hija de Kiki. Me gusta estar vivo, solo que no pienso vivir besando el suelo por donde pisa, como mi viejo. ¡Que me parta un rayo si acabo como él!
—Hecho.
—¡Dioses del Olimpo!
La hostilidad que Soma había sentido no procedía de Shaula, que ocultaba bien las ganas que tenía de abrazar a su hermanito, mucho menos de Mithos y Subaru, lo bastante sensatos como para no intervenir en el encuentro.
Ya fuera que su presencia estuviera oculta como un favor de Kushumai —en cuyo nuevo cuerpo, el Árbol de la Tregua, se apoyaba—, ya se debiera a que su hija no había aprendido a detectar a quienes no querían ser descubiertos, el santo de León Menor pudo ver de lejos la reunión por la que había vivido cada día de los últimos cinco años. No quiso intervenir en ella, eso solo lo estropearía, tanto como podía estropearse un momento en el que el hermano ausente recibía a manera de bienvenida una Aguja Escarlata enel costado y gritaba a viva voz algunos blandos insultos.
«En mis tiempos, esa técnica se usaba para causar un dolor que solo puede desembocar en la muerte y locura —bromeó para sí—. Es algo más que fuerza nuestra hija, Kushumai, tiene lo que a mí siempre me faltó. Autocontrol. Flexibilidad.»
Los gritos se intensificaron. Shaula agarró las mejillas de Soma, estirándolas, a vez que este pedía clemencia con repetidos golpecitos en las hombreras doradas.
—¿Que mi padre hizo qué con quién en Alemania? ¡Repite eso! —exclamó Shaula.
—¡Nada que no hayas hecho con Mr. Shield!
Al decir eso, Soma guiñó al ojo a Mithos, que entró en liza.
—¡Tú no eres hijo de un león! ¡A buen seguro que eres hijo de un gatito!
—¡Esa fue buena! —dijo Shaula—. Aunque no me imagino a papá como un minino.
—¿Sigues con esos cuentos infantiles? —Rio Soma—. ¡Madura de una vez!
Una frase fácil, mil veces repetida, que en Ban evocó una época lejana, de un padre estricto, incapaz de disfrutar de la infancia de sus pequeños por haber sentido la muerte de tantos compañeros. Él quería que crecieran, que entrenaran hasta ser más fuertes que él; ellos, jovencísimos y con la suerte de tener dos papás, querían jugar, incluso la mayor, de un potencial ilimitado que asombraba a todos.
Entonces, como de costumbre, vino de la nada la más brava de las ninfas, con el dorado cabello recogido tras las orejas puntiagudas. Lo miró como la primera vez que se vieron y al igual que en esa ocasión, dejó claro lo que quería, alzando a aquel viejo cascarrabias que era el padre de Shaula y Soma junto a las copas de los árboles. Atado por lianas más fuertes que el acero, el león de bronce vio con severidad a Kushumai diciéndoles a los pequeños que hoy tenían el día libre para hacer lo que quisieran. ¿Cómo podía ser así? ¿No entendía que el tiempo ya no abundaba, que no todos podían permitirse vivir por milenios en un bosque sin que la guerra los alcanzara jamás? ¡Cuando bajara…! Si es que bajaba, hablaría con ella muy seriamente.
—¿Mamá es más fuerte que papá? —dijo Soma entonces, mirando hacia arriba.
—Sí. Y yo soy más fuerte que tú, hermanito —le respondió la pequeña Shaula con los brazos en jarras—. ¡Por siempre jamás!
—Ya no queda nada que me ate a esta tierra —susurró Ban, despejando aquel recuerdo. Frente a él, Soma y Shaula reían de las tonterías que acababan de decirse, invitando a Mithos y Subaru a unirse a una charla sin pretensiones—. Lo que me queda de vida, lo usaré para cumplir vuestra voluntad. Geki, Nachi, Ichi. Esperadme un poco más.
Se alejó del lugar sin dejarse ver por nadie, excepto Kushumai. Hasta que estuvo lejos, no apartó la mirada de quien siempre le dio tantas cosas, a cambio de tan poco.
Ojalá nunca hubiese tenido que bajar.
xxx
Cerca de la frontera entre el Santuario y el resto del mundo, Makoto y Arthur esperaban pacientemente el regreso de Akasha, al menos durante las primeras horas. El entrenamiento había corregido muchos de los defectos del santo de Mosca, pero la impaciencia que ya lo caracterizaba desde los años en el orfanato seguía ahí. Sin un rumbo fijo, iba de un lado a otro porque era la mejor manera de no volverse loco.
Nunca creyó que esa actitud fuera un defecto del que la mayoría de las personas pudiera desprenderse, menos en situaciones como la que ahora vivía, de vida o muerte. Más raro le era ver a Arthur de pie, inmóvil y con la mirada perdida; el único movimiento que llegó a hacer en un buen rato fue meterse las manos en los bolsillos. En ningún momento siguió la irregular caminata de Makoto.
—Podríamos ir a ver al Sumo Sacerdote —sugirió una vez encontró fuerzas para ello. Se quedó enfrente del pensativo juez, esperando una respuesta.
—Si nuestro objetivo fuera la muerte de Akasha… Sí, podríamos.
—Es que está tardando mucho —se quiso explicar—. ¿Qué tanto tiene que confesar?
—Conociéndola, es posible que cuente hasta los días en los que no se cepilló los dientes tres veces al día —bromeó Arthur, cosa que parecía extraña en él, aunque Makoto no tenía forma de saberlo—. Ha superado los límites que el Santuario podía tolerar: reglas incumplidas, tentativa de robo de tesoros sagrados, manipulación de santos con fines nada claros... Ya no tienen sentido las mentiras ni las medias verdades, y ella lo sabe.
—¿Manipulación? ¿Es que acaso tienen algo concreto?
—Aerys de Erídano. ¿No te acuerdas de él?
—La verdad es que no pensaba en él, hasta ahora. ¿La ha denunciado?
—Prefiere pasar desapercibido. Todos lo prefieren, menos ella.
—No está bien —dijo Makoto.
—¿El qué? ¿Tener valor? —cuestionó Arthur.
El santo de Mosca sacudió la cabeza.
—Si el precio de la salvación es que alguien se culpe por mis errores, no la quiero. Lo correcto es que cada quien se responsabilice de sus errores. Dices que no tiene sentido que Akasha mienta, pero culparse por los fallos de otros también es una mentira.
—Una mentira piadosa, podría decirse. ¡E innecesaria! Si tan sólo hubiese hablado conmigo primero, las cosas serían más fáciles.
La tarde empezaba a dar paso a la noche cuando pudieron vislumbrar a Akasha en el horizonte, escoltada por dos guardias de no muy buen humor.
—Ese Azrael no está aquí —decía el de más altura, tan inclinado hacia adelante que la lanza que llevaba parecía el bastón de un anciano más que el arma de un guerrero—. ¿Ves? ¡Hasta él tuvo el sentido común de dejarte a tu suerte!
—Déjala, Faetón —soltó el otro entre sonrisas burlonas. El rostro redondeado e imberbe carecía de las cicatrices de los veteranos; no conocía el combate—. Hace falta valor para llegar hasta aquí siendo… ya sabes… una… —En lugar de seguir hablando, escupió a un lado a la vez que su compañero soltaba una risotada.
—¿Qué miráis? —gritó el llamado Faetón, frente a Makoto y Arthur, que nada habían dicho—. Escoltamos a una prisionera al cabo Sunion. Si queréis despediros, hacedlo rápido. El tiempo apremia.
—¿No me reconoces, Faetón? —dijo Makoto, esperando que aquello bastara para amedrentar al dúo. Lo único que obtuvo fueron muecas de desprecio.
—Mi vista no es lo que era. Demasiados años vigilando a vagos como tú, japonés. A ver, ¿cómo era? ¿Makoto, no? ¡La mosca de plata, Makoto!
—Eres el único que se ríe de eso, Faetón —dijo el interpelado, que ya apenas podía recordar los tiempos que trataba de señor al jefe de los vigías—. Sea como sea, sigo siendo un santo, como quien me acompaña. ¡Arthur de Libra!
Esperaba que el nombre del Juez helara las almas de los guardias como paralizaría a cualquier santo, y así fue al inicio. Los dos enmudecieron por un corto tiempo, en especial Faetón, que parpadeaba de forma incontrolable. Sí que tenía mal la vista.
—¿He oído bien, Claudio? ¿Dice que es Arthur de Libra?
—Eso espero, ¡porque si no es así los dos estamos sordos como tapias! —rio a carcajadas un par de segundos, deteniéndose abruptamente al ver que Faetón ni siquiera sonreía—. Oh, vamos. ¿Ves el manto de Libra por algún lado? Yo creo que se trata de Azrael disfrazado. Ropa descuidada, maquillaje, tinte para el pelo… Y zapatos para parecer más alto —añadió el tal Claudio, cohibido por la altura del recién llegado—. Makoto y Azrael fueron uña y carne en el pasado y ahora sirven a la misma división.
—En primer lugar, no estamos tan unidos —aclaró Makoto, irritado—. En segundo lugar, lo que más quisiera en el mundo es decir que eso es una estupidez, pero Azrael es muy capaz de hacer algo así —concluyó hundiendo los hombros.
En circunstancias normales, la idea de ver a Azrael disfrazado de santo de oro, y no uno cualquiera, sino Arthur de Libra, le haría reír. El problema es que no estaba en una situación corriente, sino que caminaba por la delgada línea que separaba el cuestionamiento de la ley de una abierta rebelión. ¡Y solo pensar en juzgar tradiciones milenarias por razones que no acababa de entender hacía que la cabeza le diera mil vueltas! No quería imaginar cómo acabaría si acababa teniendo que llegar a las manos con su antiguo superior, que ya empezaba a creer en los argumentos de Claudio. Enojado, sintió que una curiosidad morbosa y, hasta cierto punto, sádica, nacía en su interior: ¿de qué manera respondería Arthur, afamado por ser capaz de causar tanto daño con las palabras como con el vasto cosmos que le precedía?
Fue pensarlo y ver tal idea realizada, aunque él no tuvo nada que ver.
—¿Telequinesis, Makoto? —gritaba Faetón, ascendiendo junto a Claudio en el aire. Las lanzas de ambos habían caído al suelo—. ¿¡Usas telequinesis conmigo!?
La mirada del viejo jefe de los vigías pasó del confundido santo de Mosca a su compañero, irreconocible cuando vestía de civil y no como el Juez, de dorado manto y nívea capa. Pidió clemencia a gritos, sin que se le hiciera el menor caso. Claudio, por su parte, movía los brazos y las piernas como si estuviera en medio del mar y le fuera posible volver a la superficie con un poco de voluntad.
Lo cierto era que Makoto no sintió el menor arrepentimiento. Y eso le asustó.
—Nota mental —dijo en voz alta—: Pasar menos tiempos con Azrael. Urgente.
—El tiempo apremia —musitó Arthur, siendo esa toda la explicación que quiso dar sobre el suceso. Se dirigió entonces a Akasha, hasta ahora silenciosa, y Makoto creyó ver en el Juez el mismo rostro que mostró al hablar con el tendero—. Bueno, hermanita. ¿me permites que te salve la vida, por favor?
Notas del autor:
Ulti_SG. Juro sobre la Constitución, que no pasó nada entre Hugin y Bianca.
Es la magia de la mitología griega, todo lo puede explicarse con hombres transformándose en animales, hasta la probabilidad de que Ban forme una familia.
¡Ah, justo comparar esta historia con Zeus fue lo que Subaru quiso evitar! ¡Se ha trastocado el orden de las cosas! Tal y como estaba previsto, en cualquier caso. ¿La concepción de Soma? Es todo un misterio. Tal vez la veamos un día en un especial de Halloween de Los Simpson.
Otro santo de oro. ¿Llevan la cuenta de cuántos faltan por presentarse? Sí, algo se trae Arthur con Seika, quizá le sorprenda enormemente su habilidad para desaparecer como Hades del espacio-tiempo en Next Dimension.
Presiento que uno de los capítulos siguientes se acabará llamando «Salvad a la soldado Akasha.» También pienso que debería ver esa película. Y la del meme de este review.
