Capítulo 49. Canto a Ethel

Entrar en la taberna fue como llegar a un nuevo mundo. Mientras desde fuera todo parecía tranquilo, dentro decenas de guardias peleaban entre sí, unos con los puños y otros con el canto de la lanza. Un tercer grupo permanecía en el centro de la estancia, todos sentados, con jarras llenas en las manos y apoyando a gritos a Tiresias, quien combatía con un nutrido escuadrón de espadachines sobre una tarima destinada al baile. Los oponentes que le habían tocado eran hábiles, pese a que solo se ocupaban de tareas de vigilancia, pero cometieron un error fatal: querer sorprender por la espalda a quien no se guiaba por el sentido de la vista. El capitán de la guardia, a una milésima de segundo de ser alcanzado por seis espadas de buen acero, se transformó en un remolino de plata que mandó a volar a los atacantes y los más prudentes que se quedaron atrás.

—¡Tiresias! ¡Tiresias! ¡Tiresias! —gritaban los espectadores con las jarras en alto, al tiempo que más de una mesa era partida por un cuerpo que caía después de cruzar media taberna. Era claro que aquella lucha había tenido un ganador—. ¡Capitán!

El resto de duelos prosiguieron, siendo grande la obstinación de los vigías. Tiresias, victorioso sobre la tarima, dio un paso al frente, decidido a expulsarlos uno a uno.

—Basta —ordenó el Juez.

Fue el susurro más terrible que los presentes habían escuchado, por largas que fueran sus vidas. Hasta el más dolorido se puso de pie, mientras que Tiresias hincó la rodilla nada más bajó de la tarima, con el puño en el corazón.

—Explicad.

—Lo de siempre, Juez. Guardianes que consideran cobardes a los vigías, que solo miran; vigías que tachan de cobardes a los guardianes, que solo se pavonean con sus lanzas por una villa en la que nunca pasa nada. Al final, yo he de interceder por mis hombres y Faetón por los suyos, acordamos encontrarnos en este lugar hoy para zanjar nuestro asunto y no ha venido. Eso sí que es cobardía y así lo expresó mi gente, tal vez con demasiado entusiasmo, pero solo fueron palabras que los vigilantes respondieron con acero e infamias. ¡Insultaron a mi predecesor, el héroe Icario!

Pese a que Tiresias quiso guardar las formas ante su superior, al final la ira lo impulsó a dar un grito que fue apoyado por la mayor parte de los presentes. La minoría, con las manos acariciando el pomo de la espada, terminó por agachar la cabeza.

—¿Qué pueden decir de un santo quienes no portan un manto sagrado? —lanzó el Juez, a sabiendas de aquello encendería a vigías y guardianes por igual.

—Que todo es culpa suya. La Rebelión de Ethel, el Cisma Negro, la deserción de los miembros fundadores del batallón de Heraclidas… ¿Cómo se atreven? ¿Cómo osan…?

—¿Tengo que repetir la pregunta? —insistió el Juez, caminando hacia Tiresias—. ¿Qué sabéis vosotros de quienes nacieron con un destino que cumplir, como para atreveros a insultar y defender la honra de un santo de Atenea con palabras vanas?

El silencio se hizo. Ni siquiera Tiresias, antiguo aspirante a santo de plata, se atrevió a replicarle a Arthur de Libra, quien lejos de posicionarse en un bando u otro, los veía con algo peor que la condenación: indiferencia; no eran nada para él.

—Se avecina una guerra, actitudes divisorias como las vuestras no nos ayudan —dijo el Juez, preparado para dictar sentencia—. Todos los participantes de esta reyerta deberán personarse en los calabozos a la mayor brevedad, en especial tú, Tiresias, pues tú eras el responsable de toda esta gente en ausencia de Faetón, quien realizaba un encargo por orden mía. En cuanto a quienes solo miraron, los considero igual de culpables, pues los hombres que celebran la violencia gratuita no pueden servir a Atenea.

Cada guardia en el primer piso mostró el terror que aquella sentencia les provocaba. Solo Tiresias mezclaba tan primaria emoción con infinita vergüenza y resignación. Se incorporó sin queja, él que tan alto había gritado; tal era el poder del Juez.

—Eso es lo que os diría si fuerais santos, no obstante, no lo sois. Estáis fuera de lo que considero mi jurisdicción, por lo que dejaré esto en manos más capaces que las mías —sin dejar de hablar, apuntó a Akasha, que veía todo en un misterioso silenció—, confío en que todos la recordareis como quien luchó por vuestros derechos hace cinco años.

Al unísono, en un gesto inaudito, todos asintieron; ella estuvo allí, en la Pacificación, ella los salvó de Sneyder y su Espada de Cristal, sedienta de la sangre del culpable. Akasha, centro de atención luego de un rato como mera observadora, dio un paso al frente sin estar muy segura de lo que debía decir.

«¿Cuál es tu juego, Arthur?»

—Coincido con la sentencia del Juez, porque eso es lo que merecen los hombres que veo ahora. Desperdician las vidas de valiosos siervos de Atenea, y celebran ese desperdicio con griteríos propios de borrachos. ¿A dónde fueron los hombres que dejé atrás cuando partí? ¿Dónde está la cuarta casta del más poderoso y valiente ejército de este planeta? ¿A quiénes estoy viendo? ¿Quiénes sois?

—Santos de hierro —gritó alguien en el fondo, una voz solitaria en el mudo lugar.

—No lo creo. —Akasha caminó hasta Tiresias—. Amigo mío, que siempre te has responsabilizado por tus actos. ¿Qué significa para ti tu posición de capitán?

La respuesta de Tiresias fue lo único que podía dar.

—Servir de guía a mis hombres, responsabilizarme de lo que hacen y no hacen, ayudarles a ser el apoyo que los santos, sean de bronce, de plata y de oro, necesitan. ¡Pero no puedo quedarme callado si insultan a un gran hombre como Icario!

De nuevo la ira controló al capitán de la guardia, que se calmó al ver que Akasha cabeceaba, con una calma muy distinta a la que Arthur exhibía siempre.

—Un líder debe dejar ser algo más que un hombre, pensar qué es lo mejor para toda la gente a la que dirige. En tu caso, amigo mío, eso incluye a los guardianes y vigías. Defender y observar son los papeles que Atenea legó a la guardia desde que fue fundada, debes velar porque puedan coexistir y entenderse quienes cumplen ambas tareas. Y para eso no basta con arrancarse el corazón y obedecer las leyes sin cuestionarlas —acotó, con la intensidad de quienes hablaban por experiencia—, sino que debes encontrar un equilibrio entre quién eres y qué eres, entre el hombre Tiresias, amigo de sus amigos, y el capitán de la guardia, símbolo de la unidad del ejército. Solo entonces serás reconocido como el primero entre los santos de hierro.

—Si Faetón te oyera decir eso… —dijo Tiresias, quien enseguida bajó la cabeza, lleno de vergüenza—. Dioses, he sido un tonto. Un tonto orgulloso.

De nuevo, Akasha hizo un gesto de negación, para luego alzar con una mano el rostro de aquel hombre valeroso, quien pudo ser uno de los 88 héroes del mundo.

—No, te equivocas, Arthur —dijo, mirando al santo de Libra por un momento—. Lo que hace grande a un soldado de Atenea no es la armadura que lleva puesta, ni siquiera el destino que se les ha impuesto desde el día en que nacen, sino su fe en la diosa y su valor para defender sus ideales. ¿No es así? —preguntó, abarcando a los expectantes guardias, vigilantes y defensores por igual—. Desde este día y hasta el fin de la guerra que se avecina, cada uno de vosotros, portador de la lanza, mirará a su igual portador de la espada y compartiréis el mismo sino sirviendo a la diosa como ningún otro hombre podría hacerlo. ¡Que la diligencia del mañana limpie la barbarie del hoy!

—¡Santos de hierro! —gritaron decenas de voces. Todo guardia estuvo de pie al segundo, brindando por la sentencia de Akasha, de nuevo su salvadora. Repitieron aquel mantra una y otra vez, así como algunos lo hicieron mientras la escoltaban.

El primer santo femenino de oro en nuestra larga historia y resultar ser una blanda —susurró Arthur, comunicándose telepáticamente con Akasha—. Claudio y Faetón lo celebrarían de estar aquí.

La primera santa de oro fue Lucile.

Bueno, la segunda.

Akasha se despidió de Arthur con un ademán. No tenía muy claro por qué la trajo hasta aquel lugar, pero ya que estaba ahí sentía que debía ayudar a aquel hombre torturado a no perderse por el camino. Estaba por hablarle cuando algo, una estela de luz para la mayor parte de los presentes, pasó a su lado y salió de la taberna. Creyó distinguir dos líneas amarillas bailando al son del viento, y ropas oscuras del cuello a los pies.

—Triela —murmuró Akasha, paralizada. Matona o no, ese era el estado que Triela de Sagitario le provocaba con su sola presencia.

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Rodorio siempre le pareció un pueblo extraño, sobre todo al principio. Un fragmento del mundo para el que el tiempo no avanzaba al mismo ritmo que en el exterior.

Tardaría más de lo que había imaginado en encontrar una forma de comunicarse con su superior. Lo supo cuando la vio sentada en el borde de la fuente: una niña de ondulado cabello castaño, mirando con tristeza infinita el helado que había en el suelo.

Aquel fue el día más duro de su vida.

—¿Qué ocurrió?

La pequeña lo miró con aquella cara enmascarada le impedía discernir lo que estaba pensando. Temblaba, tal vez por tristeza, tal vez por miedo.

—Olía mal y… Lo siento…

«Olía mal.» Sintió un nudo en la garganta, avergonzado por primera vez en tantos años de muerte indiscriminada. Lo normal habría sido abrazarla, consolarla con palabras bonitas —mentiras—. Él se limitó a pisar el helado con saña, inspirando en la niña un grito ahogado de pura estupefacción.

—Helado estúpido —clamó, llamando la atención de cuantas personas había en el mercado. Muchos rieron la ocurrencia; a su edad seguía pareciendo un muchacho, después de todo. El chico de la Fundación—. ¡Vamos! Todavía tengo para cien más. ¡Oleremos todos los helados de este pueblo alejado de la mano de Dios!

Con tal exclamación, y las botas manchadas de rosa fresa, escoltó a la niña enmudecida al local más cercano. Ella, sin más elección que seguir a aquel loco, rio como en los días pasados, en los que hablaron de tantísimas cosas, y él sintió orgullo del último de sus fracasos. Había abortado la misión.

Después de todo, Gestahl siempre le dijo que podría irse cuando quisiera, ¿no?

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Se despertó rodando en un terreno llano; alguien lo había pateado. Antes de que pudiera distinguir quien fue, recibió otra patada, demasiado débil como para causarle verdadero daño, demasiado fuerte como para que solo fuera una forma de desperezarle.

—Ya, ya estoy —se quejó Azrael, escupiendo algo de tierra. Quiso incorporarse, y de nuevo lo patearon. Salió volando.

Tan pronto cayó al suelo, vio el bosque que rodeaba la Fuente de Atenea. Y enfrente a una mujer vestida casi por completo de negro, con un gris bastante oscuro reservado para la camisa y los calcetines. La monotonía en las ropas solo era interrumpida por el rubio cabello, recogido en dos largas coletas, y la máscara, dorada a excepción del dibujo en blanco de una punta de flecha, a la altura de los ojos.

—Triela —murmuró, aunque ya había imaginado que era ella. Solo la Silente podría hacer tantos movimientos sin hacer el más mínimo ruido—. ¡No, espera, no lo hagas!

Inútil. La mujer de negro caminó implacable hacia él y le clavó la punta del pie con suficiente fuerza como para mandarlo a volar de nuevo; atravesó diez metros en el aire y luego rodó otros tantos a ras de suelo. Conociéndola, debía estar experimentando cuánto podría resistir. Entonces, un tercero apareció, ayudándole a levantarse.

—Sabe camina…

Las palabras del recién aparecido fueron interrumpidas por una patada que lo envió hasta las nubes. Cuando Kiki apareció allí de nuevo, tenía la marca del zapato hundida en el pecho. Azrael, quien había visto pasar la pierna a milímetros de su nariz, palideció. ¿De qué se pensaba aquella que estaba hecho? Él no era un santo.

—Yo me ocupo, ¿vale? —dijo Kiki aparentando firmeza. Triela trazó en la máscara dos líneas onduladas, que debían parecer lágrimas—. Sí, sí, Faetón y Claudio me informaron de la situación. Estaban asustados de mi hija, ¡par de miedicas! Mejor ve a decirle a Akasha que nuestro chico de la Fundación está bien.

Pasaron lentos e incómodos segundos antes de que Triela cabeceara afirmativamente. Desapareció en un instante, rápida como eran todos los santos de oro..

«La velocidad de la luz —pensó Azrael, asaltándole un fuerte dolor de cabeza.»

—La señorita está preocupada por mí —murmuró mientras se levantaba. Notó que, a pesar de la sangre manchando sus ropas, ya no sentía el dolor. Alguien lo había tratado, y vendado—. ¿De qué está hecho ese bosque? ¿Algún material para alucinógenos divinos? ¿Y qué tiene que ver Faetón en todo esto?

—A mi hija se le ocurrió que Faetón podría ser un buen recadero. Mejor olvídate de él. En cuanto al bosque —dijo Kiki, con una gran sonrisa—, Sería una buena explicación para el hecho de que Caronte no nos matara a todos. ¡No es que hubiera un gran plan, es que estaba…! ¿Cómo lo expresa la gente? ¿Drogado? ¿Colocado?

—Tardaste mucho —apuntó Azrael, agitando la ropa para quitarse toda la tierra de encima—. Un minuto más y me habría partido en dos.

—Tengo trabajo en Jamir. ¿Crees que es fácil reparar un manto de oro muerto, del que tendría que haberme ocupado hace seis meses? —se quejó, golpeando repetidamente el suelo con el bastón. Nunca Kiki se había parecido tanto a un viejo cascarrabias—. ¡Y ni se te ocurra decirme que Fjalar y Nenya pueden ocuparse de todo sin problemas! ¡No son mejores que yo, todavía tienen mucho que aprender!

—Pues llévame con la señorita y podrás volver al trabajo.

Azrael era consciente de que si no lo interrumpía Kiki podía estar contándole sus penas un buen rato. No a todos los maestros les sentaba bien el día en que eran superados, así fuera sólo en una de sus artes.

—Si Akasha te ve con esas pintas se preocupará, y tendré que consolarla, ¡y mis aprendices se quedarían solos todo el día! No, primero te vestirás apropiadamente.

Antes de que Azrael pudiera decir algo, se tele-portaron, directos a alguna tienda de ropa de Rodorio, quizás.

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—¿Cómo está?

En cuanto Triela regresó a la taberna, fue interceptada por una preocupada Akasha. La Silente se limitó a colocar su mano enguantada sobre el corazón, y luego extenderla en dirección a la guerrera de Virgo; puño cerrado y pulgar arriba.

—Vive. ¿Está herido? ¿Qué ocurrió?

Triela, luego de repetir el gesto que debía indicar que Azrael estaba a salvo, se encogió de hombros y evitó a Akasha, subiendo al segundo piso como un reflejo de luz. Allí la esperaba una docena de arqueros ciegos, altos y de hombros lo bastante anchos como para alejar su mesa de ojos indiscretos.

—Deberíamos informar al Sumo Sacerdote.

—No puedes regresar al Santuario —le recordó Arthur—. Técnicamente, en tu situación, nunca podrás volver.

—Patrañas —espetó Tiresias, sentado en una mesa cercana. Dejó vacía la jarra de cerveza antes de continuar—. El Santuario necesita a sus santos de oro, sobre todo desde el día en que Adremmelech desertó.

—En la actualidad, el Séptimo Sentido no solo es dominado por los santos de oro, sino también por dos santos de bronce en activo. Aun sin Akasha y Adremmelech, el Santuario seguiría contando con doce santos de oro, a efectos prácticos —argumentó Arthur, interesado en lo que Tiresias tenía que decir.

—¿De qué sirvieron los santos de bronce hace cinco años? —cuestionó Tiresias, levantándose. Aunque inferior al Juez en rango, poder y altura, había dignidad en el capitán de la guardia, y una repentina serenidad a pesar del claro desafío que lanzaba—. ¿Qué nos dieron? A los jóvenes santos de oro, la mejor formación que podrían imaginar. ¿Y qué hay del resto? Muerte, nada más. Muerte para Ethel, muerte para muchos de nuestros compañeros, muerte para jóvenes que pudieron ser santos…

—Y Akasha fue el parche de vuestra negligencia e incompetencia —dijo Arthur.

—Así es —admitió el capitán de la guardia, sorprendiendo a buena parte de la clientela—. Fue nuestra culpa. Olvidamos a Hipólita y Jaki, aspirantes al manto de Hércules. Olvidamos los días en los que no había un Sumo Sacerdote en la cima del Santuario. Nunca más olvidamos, gracias a ella. —Señaló a Akasha, y los guardianes y vigías brindaron a la salud de la santa de Virgo. Luego, quienes estaban sentados se levantaron—. Que cuanto has visto en este vergonzoso día no te confunda, amiga mía. ¡Nosotros nunca hemos olvidado!

Un lento tamborileo llenó el salón. Manos y jarras golpeando las mesas. Decenas de hombres elevaron un sonido lento, cargado de tristeza. El dolor era visible en la faz de Tiresias y otros muchos en la estancia, subordinados suyos y de Faetón.

«Ella era joven.»

Akasha vio una imagen sobre la tarima, justo donde hacía tan poco hubo un enfrentamiento. Cabello trenzado y máscara de metal, piernas cortas y ágiles, capaces de elevarla por encima de los cielos, y un cuerpo que ya había conocido once primaveras. Se recordó a sí misma hacía cinco años, bajo la tutela de Kiki y en compañía de sus dos discípulas: Lucile y la niña a la que ahora veía, Ethel.

«Ellos mayores.»

Dos hombres aparecieron al lado de Ethel. Uno era Tiresias, con los dos ojos intactos, de un verde hipnótico. El otro era Lesath de Orión, ya entonces santo de renombre.

Los días anteriores a aquel terrible suceso no estaban en la canción. Ninguno de los presentes, más allá de la propia Akasha, había pisado Jamir, mucho menos en la breve época de paz posterior a la derrota de los primeros caballeros negros. Y aun si no fuera así, ¿por qué habrían de inmortalizarse esos días, tan normales y cotidianos? De cuanto Ethel hizo y fue, tan solo pervivió la tragedia.

El canto siguió, para Akasha un lamento ininteligible, capaz de despertar los recuerdos que tenía de esa época, lo que le contaron entonces. De nuevo había dos aspirantes al manto de Hércules, un hombre y una mujer. El mismo conflicto que marcó a Hipólita, con similar resultado. La máscara, rota, cayó al suelo, y el rostro de Ethel quedó al descubierto, para el joven Tiresias y el cínico Lesath, observador accidental.

«O lo mata, o lo ama.»

La regla era clara, siempre lo fue. Y sin embargo, Akasha creía saber que Tiresias, como a buen seguro pasó más de una vez en el pasado, habría olvidado lo que vio. Él era un buen hombre, no la bestia inhumana que fue Jaki. Entonces, ¿qué provocó que todo acabara tan mal? ¿Las bromas de Lesath, acaso? Contempló las tres imágenes fantasmales: Ethel huía, tapándose los oídos y derramando sendas lágrimas. Tiresias trató de seguirla, pero el santo de Orión lo detuvo; Akasha no podía imaginar cómo, o por qué, tal vez nunca fue consciente de lo que pudo desencadenarse.

Akasha caminó, hipnotizada por las imágenes que veía, anhelando poder sumergirse en aquel delirio suyo e impedir lo que estaba por ocurrir. Aun ahora, cinco años después del desastre, cuando la ira y el rencor se habían diluido hasta quedar reducidos a nada, era incapaz de entender cómo debió sentirse Ethel durante el tiempo que duró su rebelión. Tenía el poder de leer la mente de las personas, ¿lo habría utilizado con Lesath y Tiresias? ¿Qué abominables ideas encontró en la mente de Orión sobre las consecuencias de ver el rostro de una santa de Atenea? Y Tiresias, ¿era tan noble de pensamiento como solía serlo de palabra?

Tropezó con una mesa cercana a la tarima, y dejó caer ambas manos sobre ellas. Enfrente tenía la imagen de Ethel, con el rostro cubierto por una máscara de madera con agujeros para los ojos, sujeta a la cabeza con un elástico. No podía entender lo que los guardias cantaban, pero sabía qué momento estaba observando.

El evento que el Santuario conocía como Rebelión de Ethel, no se caracterizó por ninguna forma de violencia física hasta su final. Durante varios días —nadie se ponía de acuerdo en cuántos— un poder psíquico se fue adueñando de todos y cada uno de los habitantes de Rodorio, incrementándose con cada mente que sometía. Pronto empezaron a caer los guardias encargados de la vigilancia de la villa, y no mucho después, los aspirantes, santos de bronce y escuderos. Todos estaban siendo dominados por una única fuerza, el poder mental de Ethel, heredera del pueblo de Mu. Una nueva orden se estaba formando en el nombre de Atenea, con la paz, la justicia y el altruismo por estandarte, y el uso de una máscara de madera por norma, para hombres y mujeres.

«Hay que poner fin a esto.» Muchos lo decían, a veces en voz baja, otras de frente y en alto. Los habitantes de Rodorio, que a lo largo de incontables generaciones habían probado su lealtad a Atenea, estaban en peligro. Esa era la razón oficial, que a parecer de Akasha, ocultaba la verdadera: miedo, miedo a que Ethel se volviera tan poderosa como para controlar a los santos de oro; si eso ocurría, el Santuario tendría un enemigo por mucho superior a los caballeros negros. «Hay que poner fin a esto», decían todos; puede que incluso ella terminara diciéndolo, tal vez por eso abandonó Jamir

«Ella era joven, y buena. Ellos mayores, malvados.»

Durante una fracción de segundo, Ethel estuvo tan cerca que podrían tocarse. En ese lapso de tiempo, olvidó que cuanto veía era fruto de su mente, de los remordimientos que la habían atormentado a lo largo de los años. Creyó que era la verdadera Ethel; pensó, toda ingenuidad, que estaba en posición de salvarla.

—¿Por qué no acudiste a mí? —le preguntó, sollozando—. ¿Por qué no volviste a Jamir? Yo te habría... —Akasha partió la mesa con la presión de sus dedos, sin ser consciente de eso, sin ser consciente de nada más que las visiones, en realidad.

Algo golpeó la imagen de Ethel. Lesath de Orión, el causante primero de aquella locura, acaso fiel instrumento mediante el cual el Santuario resolvió la Rebelión de Ethel. Todavía podía recordar el cuerpecillo sin vida junto a la fuente, la mano ensangrentada de Lesath y a Tiresias desangrándose entre medio millar de confundidos guardias. El entonces aspirante al manto de Hércules, se había arrancado las dos razones de aquella tragedia, cegándose de por vida.

Aquel fue el fin de la rebelión, pero no del sufrimiento. Ella, siete veces aspirante, siete veces fracasando bajo la tutela de los más grandes maestros, se limitó a ordenar que encarcelaran a Lesath. La imagen del santo de Orión le habló, con la misma arrogancia con la que lo hizo en el pasado, y ante sus febriles ojos, cayó al suelo, con sangre manando por ambas piernas. Fue un milagro que sobreviviera.

El lamento que cantaba la guardia se convirtió en furia. La muerte de Ethel motivó la Pacificación de Sneyder de Acuario; el paso de cinco mil hombres, todos fieles a Atenea y víctimas de las terribles circunstancias, por un tocón de hielo y la Espada de Cristal. Muchos murieron frente a la impotente Akasha, hasta que no pudo más.

«¡Y tú nos salvaste! ¡Y tú nos salvaste!»

¿Cómo olvidar la primera vez que vistió el manto de Virgo? ¿Cómo dejar de recordar, temerosa ante su propio poder, la inigualable técnica que había creado a lo largo de siete años? ¡Brahmastra, el triunfo más allá de los siete fracasos de Akasha de Virgo!

Ese día, bajo el negro firmamento, bloqueó con su espada de luz el frío sobrenatural de Sneyder, de un filo mortal aun para los santos de oro. Chocaron dos de las armas más poderosas del mundo, se enfrentaron la novata de Virgo con el más capaz Acuario, todo en el nombre de quienes no lograron convertirse en santos.

—Guardias y escuderos —dijo Sneyder aquella noche, con la fuerza e impiedad de una tormenta en invierno—. El lastre del ejército de Atenea, que ha dejado de servir a la justicia, que debe desaparecer.

—Te equivocas —negó Akasha un millar de veces. Brahmastra era espada y escudo a la vez, supliendo su falta de experiencia—. Ellos son como tú y como yo, como nuestros hermanos de plata y de bronce.

La lucha se prolongó hasta al amanecer sin que recibiera herida alguna. Cualquier otro se habría desesperado al tener a una novata intacta tras tantos intentos, pero Sneyder no debía ser comparado con ningún otro hombre. Seguía buscando la manera de superar aquella combinación de ataque y defensa, aún despreciando la debilidad de los hombres, así como los motivos que impulsaban a Akasha.

—Oro, Plata y Bronce —decía Acuario mientras detenía cada intento de Akasha por atacar—. Los primeros hombres, de quienes los santos somos herederos. El poder y la sabiduría de antaño que utilizamos para proteger a la raza de hierro, débil esclava de la injusticia. ¿Por qué impides que cumpla con nuestro deber? No hay perdón para quienes traicionan a la diosa. No hay perdón para quienes se apartan de la justicia.

—¿Cómo osas tratar de débiles a estos hombres? —Akasha incrementó la cadencia de sus golpes. La espada era a ratos lanza, cadena, daga o martillo. Cada arma blanca inventada por el hombre era una forma que Brahmastra podía adoptar—. Ellos también sirven a Atenea. ¡No son meros hombres de la raza de hierro!

«¡Santos de hierro! ¡Santos de hierro! ¡Santos de hierro!»

Las voces se elevaron de pronto, ya no mensajeras de tristeza o ira, sino de orgullo. Akasha, despertada por la repentina alegría que invocaban, vio que Tiresias estaba donde creía ver el cadáver de Ethel. Le tendía la mano, invitándola a bailar.

—Yo no sé…

—Patrañas. ¡Hasta los más capaces guerreros bailan de vez en cuando!

La alzó a la primera oportunidad, y enseguida Akasha se vio rodeada por todos los guardias que había en el local, henchidos de optimismo. Evocaban, cada vez más alto, el título que les fue concedido aquel aciago día, y la responsabilidad que llevaba consigo.

«Nosotros nunca olvidamos.»

De lejos, Arthur veía y escuchaba con interés. La canción, el ímpetu de la guardia, y Akasha, al principio inclinada bajo el peso del pasado, y ahora inmersa en la esperanza de un futuro. Los primeros pasos fueron tan torpes como cabría esperar de quien nunca había bailado, y el resto… ¡Fue todavía peor! Akasha recurría por instinto a sus reflejos de santa de oro para imitar el paso de Tiresias, procediendo de una forma demasiado similar a como combatía. Lo peor era que su punto referencia era un terrible bailarín, y así era el caso con todos los demás, que danzaban por todo el salón sin tener muy claro qué estaban haciendo, o dónde se encontraban. De ese modo transcurría el tiempo, tan rápido que parecía imposible, bajo un árbol de hojas azuladas que todos allí creían ver. Un tesoro nacido de la última sangre que se derramó aquella noche aciaga.

—Está contenta — dijo Azrael, aseado y vestido con tanto cuidado, que era necesario fijarse bien para notar que lo habían herido no hacía mucho. No era el caso de Arthur, desde luego, y no tardaría en llegar el día en que el Juez tendría que interrogar a aquel curioso personaje, fiel asistente de Akasha de Virgo. Sin embargo, no era el momento, hoy era otra la protagonista.

—¿Lo está? Confieso que lo desconozco, ¡y en verdad me molesta! Que la felicidad, la tristeza y todas las emociones de un ser humano estén enterradas bajo una máscara.

—Basta fijarse en el modo en que toma la mano de cada guardia, y en cómo baila, viva e intensa. Hacía mucho que no la veía así.

Era un espectáculo inusitadamente cómico, en comparación a la triste música que lo precedió. Ningún hombre en el salón duraba más de un minuto siguiendo el sobrehumano ritmo de Akasha, cayendo al suelo sin remedio; unos pocos capaces llegaban a sentarse en la mesa antes, y Tiresias, el único que se mantuvo tres minutos en su momento, bebía un último trago mientras se reía de cada víctima.

—No creo que esté contenta —insistió Arthur. Al principio, Akasha cambiaba de pareja de baile tan pronto como la anterior se rendía. Ahora había un lapso de tiempo más o menos grande para ese cambio, quedando la santa de Virgo en una posición llena de gracioso estoicismo—. En realidad, dudo que pueda estarlo. Hace mucho tiempo que dejó de ser una mujer para convertirse en santa de Atenea. Desde la Rebelión de Ethel, detrás de esa máscara solo ha habido muerte para nuestros enemigos y vida para quienes protegemos. Nada más, nada menos —aseveró.

—Un guerrero sigue siendo humano —replicó Azrael.

—Veo que es cierto lo que dicen de ti: no has comprendido nada sobre nosotros luego de catorce años de convivencia; eres un idiota. —Arthur rio de tal forma, que quienes se dieron cuenta lo miraron como si la misma Atenea se hubiese manifestado ante ellos—. ¡Me caes bien! Los idiotas son los últimos en creerse inteligentes.

—A mí me pasa lo contrario: siempre me has parecido un dolor de estómago, Arthur.

—Excelente. Yo que nunca he sido querido y tú que no eres capaz de ver más allá de los defectos de tus semejantes. Ninguno serviría como Sumo Sacerdote.

—Solo un santo de oro puede convertirse en Sumo Sacerdote.

—O una santa de oro —apuntó Arthur, con la mirada fija en la inesperada bailarina. Azrael no dijo nada, mudo y pálido ante semejante sugerencia.

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Desconociendo aquella conversación, aislada por una vez del mundo que la rodeaba, Akasha contempló a uno de los pocos que quedaban en pie. Esta vez fue ella la que tomó su mano y marcó el ritmo. En cierto sentido, era divertido ver a aquel gigante, más alto que Sneyder, Lucile y Arthur, palideciendo al poco tiempo. ¡Parecía que en cualquier momento iba a vomitar!

«Ahora lo entiendo. Este dolor… Está bien tenerlo… Ethel, no te hemos olvidado, yo no te he olvidado. Por ti, por todas las buenas personas que han vivido en esta tierra de crueldad e injusticia, yo lucharé. ¡Salvaré este mundo, te lo prometo!»

Notas del autor:

Shadir. Se han perdido las formas, ya ni en el Santuario está uno a salvo.

Ulti_SG. Hasta ahora pensaba que solo el de Sneyder te gustaba, que bueno que los demás también te convenzan. Disfruté mucho imaginando un título que definiera a cada uno de mis santos de oro, aunque hay un par que quizá no cumplen ese cometido.

La noción de que el Santuario está en un mundo aparte del normal la saqué de la novela Gigantomaquia, si recuerdo bien. La historia de su fundación sí es de mi cosecha.

Teníamos abandonado a Azrael y mira lo que pasó, atracado en el lugar más seguro del mundo y de propina le dan malos augurios. Ay, Ares, tantos años se le culpó de la bipolaridad de Saga y resultó que no era él, sino una tal Ker y su lémur. ¿Será que aparecerá en esta historia el dios de la guerra querido por grandes y pequeños?

Probablemente es la daga que piensas, un misterio más que añadir a esta historia.