Capítulo 51. Guardia de Acero
Más de treinta años atrás, Aioros de Sagitario confió la vida de Atenea al magnate japonés Mitsumasa Kido. Tal evento era conocido por todos en el Santuario e incluso el rumor se había propagado por Rodorio gracias a las indiscreciones de la guardia, algo que había venido bien a la primera y más antigua posada de la villa, donde según se decía el propio Mitsumasa Kido se había alojado aquel día.
A ese local, El Arca, había teleportado a Makoto el maestro herrero de Jamir, Kiki, luego de encontrárselo inconsciente por la zona de la taberna secreta de la guardia, vestido como un soldado raso y apestando a alcohol. Todo quedó explicado más adelante, cuando se lo llevó antes de que lo viera alguno de los guardias que estaban saliendo de la taberna a la vez que transmitía las instrucciones de Arthur de Libra a la división Pegaso y el Sumo Sacerdote. Al parecer, los Arqueros Ciegos le habían dado a Makoto las ropas de un vigía con muy mal beber, de lo que este se quejó a viva voz de tal forma que Triela, quien iba en busca de Azrael, lo mandó a dormir.
—¿Qué le hecho yo a la Silente? —preguntó Makoto una vez escuchó las deducciones de Kiki, pues para él el golpe había sido de un ser invisible.
—Puede que pensara que te ibas a comer a sus chicos. Te enojas con demasiada facilidad —aventuró Kiki, y alzando el dedo para detener la réplica de Makoto, añadió—: Tengo muchos problemas ahora mismo: mis pupilos, la vigilancia del Santuario, la reunión con el grupo Asamori…
—¿Qué es el grupo Asamori? —preguntó Makoto, confundido.
—Ah, ya sabes. Los encargados del proyecto Edad de Hierro —explicó Kiki.
—No, no sé qué es eso.
—De lo que nos hemos estado encargando yo, Spartan, el profesor Asamori y su nieta, con el apoyo financiero de la Fundación y algunos empresarios acaudalados de Europa, entre ellos Julian Solo. Se suponía que teníamos que ver los resultados hace seis meses, pero pasó la batalla en el Pacífico, Akasha acabó en coma, despertó y se fue al Santuario sin avisarme… ¿Sabes lo que cuesta concertar una reunión inesperada en un solo día? Solo la medianoche la tenían libre. ¡Algunos! Por todos los dioses del Olimpo, me había acostumbrado a Jamir estos últimos meses. Tengo tanto que enseñarles…
Conforme las palabras de Kiki salían sin reparo, Makoto se iba mostrando más y más confundido. Era evidente que no entendía nada de nada.
—¿Por qué se exige tanto, señor Kiki?
—¡Exacto! No tengo por qué exigirme tanto. Vigilar el Santuario ya es tarea suficiente por esta noche. ¿Podrías hacerme un favor, Makoto?
El santo disfrazado de soldado tardó en contestar, dudando de él. No lo culpaba.
—Siempre que me explique qué está pasando.
—En resumen, Akasha y Azrael vendrán aquí en cuanto acaben esa charla con Arthur de Libra a la que yo no estoy invitado —comentó Kiki con una pizca de enojo—. También un par de personas, una a la que conoces y otra que te caerá bien, seguro. Esperan ver el resultado de un proyecto que va a revolucionar la cuarta casta del ejército de Atenea. ¡Y tú se lo vas a mostrar en la mejor calidad posible!
De un momento a otro, la cautela de Makoto se transformó en recelo.
—Esto no me está gustando, creo que…
—Es simple —prosiguió Kiki, sin hacerle caso. Golpeó el suelo con el bastón un par de veces, generando trece burbujas en las que aparecían imágenes de varios rincones del mundo—, me servirás como enlace, compartiendo mis sentidos y mi poder. Solo tendrás que estar presente cuando Akasha se reúna con el grupo Asamori y haré que vean los resultados del proyecto a través de ti, así esté a un mundo de distancia.
—¿Mostrárselo? ¿Con esas burbujas? No entiendo nada, señor Kiki. ¿Por qué Akasha y Azrael se tienen que reunir ahora con un empresario? ¿Qué están tramando?
—Sí, estas burbujas, Esferas de Cristal —fue lo único que respondió Kiki antes de enviar cada una de las esferas al cuerpo de Makoto, quien cayó inconsciente una vez la última desapareció en su turbado rostro—. Lo siento, chico, este proyecto debe finalizar antes de que Akasha sea juzgada. Podría ser la diferencia entre condena y salvación.
Tras ese susurro, que nadie oyó, Kiki desapareció del lugar.
Despertó tiempo después presa de una gran confusión. Estaba vestido como un guardia, al igual que hacía media vida. Makoto, el niño que había renunciado a una vida cómoda bajo el ala de la Fundación por una austera, dura y riesgosa en el Santuario; Makoto, el incrédulo que capeó la tormenta de información orquestada por la Fundación a través de todos los noticieros del mundo, que tachaban las Galaxian Wars de una mezcla de efectos especiales y excepcionales casos de fuerza sobrehumana; Makoto, quien soñó con convertirse en santo incluso después de que Seiya, preso de una maldición divina, dejara de visitarlos. Aquel huérfano de Japón acabó siendo un simple soldado armado con una lanza, envuelto en una vida que arriesgaba a diario, cada vez más cerca de una muerte sin importancia. No había logrado ser un santo, no estaba destinado a serlo.
Por suerte, pronto pudo hacer memoria, recordando la peor petición de ayuda imaginable; que seguía siendo el santo de Mosca, solo que disfrazado de guardia, y que lo era gracias a Akasha, aquella persona hoy caída en desgracia, que tiempo atrás le dio la oportunidad de probarse a sí mismo. Gracias a ella, pudo tomar por segunda vez la decisión más importante de su vida, y lo hizo con tanta seguridad entonces como cuando era un crío. Era un hijo de las estrellas, después de todo.
Lo que no era tan digno eran los rugidos que su estómago estaba desatando. Los que servían a la diosa tenían un poder mayor al de los ejércitos del mundo porque lo habían cultivado a conciencia, lejos de una vida ociosa, banal, que minase su espíritu de lucha. Él creía en esa verdad como pocos, él creía en las reglas que habían convertido a los santos de Atenea en una orden invicta, por encima de los placeres terrenales.
—Incluso así, es duro —susurraba—. Demasiado duro.
Estaba recostado al lado de una sala que no se atrevía a mirar, tentándole ya los olores de jugosos platos que se preparaban allá. El contraste con la comida del hospital era tan brutal que se le hacía la boca agua. Avergonzado, se golpeó las mejillas con fuerza y se levantó. Tenía que escapar de allí, del increíble y tentador olor.
—Cuidado, soldado —le dijo un hombre con el que acababa de chocar—. Oh, yo te conozco… ¿Makoto?
Todavía desorientado, el santo de Mosca tardó en distinguir al sujeto: alto, de rostro sereno y abundantes patillas, vestía un largo abrigo color verde claro, destacando un águila dorada en el cuello, de la que partía la cremallera. Se quedó demasiado tiempo mirando aquel símbolo, como constató al notar la incomodidad en aquel viejo conocido.
—Señor von Seisser —saludó, haciendo una ligera reverencia. Hacía un año que aquel hombre había dejado la política, pero seguía siendo parte de la aristocracia.
—Señor Seisser, en realidad —le corrigió, relajando la situación con una sonrisa—. O puedes llamarme Ludwig directamente. ¡Te debo nada menos que la vida de mi esposa!
—Su esposa, sí. ¿La señora Mischa se encuentra…?
—Demonios, Makoto. ¿Cuándo te convertiste en un borracho?
Podía excusarse de no recordar a Ludwig, una misión en medio de dos años de espionaje en la que la casualidad quiso que el ahora emprendedor los viera a él y a Geist sin la armadura negra, pero ¿cómo no había reconocido a Tatsumi? Siempre correcto en el vestir, sin excesos, y rematando el rostro más severo del mundo con aquel espeso bigote que se había dejado crecer a lo largo de la última década.
«El Santuario tiene toda la razón en alejarnos de los lujos —reflexionó Makoto—, ¡me estoy comportando como un verdadero inútil!»
—¿También te quedaste sordo?
—¿Eh? No, claro. ¿Borracho? Señor Tatsumi, yo no bebo.
—Pues apestas a alcohol, muchacho. Entre eso y que te veo acostado en el suelo… En fin, da igual. No sabía que le conociera, señor Seisser.
—Ludwig —insistió el hombre, al parecer, más humilde de lo que uno podría esperar de tan importante personalidad.
Mientras aquel par seguía una charla pendiente, Makoto cayó en la cuenta de que Tatsumi y Ludwig debían ser los hombres de los que Kiki le habló, benefactores de aquel proyecto que revolucionaría a la guardia del Santuario. Se suponía que debía acompañarlos hasta que se reunieran con Akasha y Azrael. Entonces…
«Pasará algo —pensó Makoto, sin saber bien qué—. ¿Me convertiré en una cámara de vídeo?¡Debió ser más preciso en las explicaciones! ¡Maldito duende pelirrojo!»
—Quizá no sea un buen momento, señor Noah. No parece estar de humor…
La boca alzada, el ceño fruncido y el puño apretado, daban a Makoto una apariencia entre cómica y preocupante, según quién lo viera. Estaba demasiado ensimismado para darse cuenta de la imagen que estaba dando al público.
—Yo tampoco lo estaría con la mano vendada —dijo el señor Noah, con una voz que Makoto conocía, a pesar de solo haberla escuchado una vez.
—Oh, cierto, ¿todavía no te has curado de esa minucia? Estos jóvenes de hoy en día solo saben emborracharse y perder el tiempo. Como sea, Makoto, ya que conoces al señor Ludwig von Seisser, solo me resta presentarte a uno de nuestros principales colaboradores. Noah, Gestahl Noah.
Makoto enmudeció, del todo paralizado de la impresión. El hombre que Tatsumi le señalaba, quien ahora le extendía la mano, era Altar Negro, el principal líder de Hybris.
—Akasha tampoco le devolvió el saludo —comentó Ludwig luego de un rato—. ¿Acaso el señor Noah se ha ganado la enemistad del Santuario mismo?
—Es un placer volver a verte, Makoto, Unicornio Negro. —Gestahl se dirigía a su mente, como un filoso cuchillo paseándose por la superficie de su cerebro—. Si sigues comportándote de un modo tan extraño, Seisser y Tatsumi sospecharán.
—Así que, después de todo, usted también nos espía —respondió Makoto por el mismo medio. Para tranquilizar al par de empresarios, se permitió un sencillo apretón de manos—. ¿De dónde procede el dinero que ha estado ofreciendo?
—Estafa, terrorismo, tráfico ilegal de todo tipo… Hay tantas actividades criminales como trabajos honestos, y por supuesto, muchas de ellas reúnen sumas astronómicas de dinero mal habido. Hemos arrebatado esa riqueza, fruto de la injusticia, a los malvados para ayudar a construir un mundo en el que los justos prosperen.
—Puede ahorrárselo —dijo Makoto, apartándose—. ¿Qué pretende relacionándose con la Fundación? ¿No habría tenido más sentido infiltrarse en el Santuario?
—Sería lo lógico, en un mundo en el que Saga de Géminis no hubiese tomado ese camino. Por culpa de ese miserable —añadió, con una leve sonrisa—, controlar el Santuario desde dentro se ha convertido en un cliché.
—Lo diré, todos sabrán de esto, yo… —A cada par de palabras, Gestahl asentía, dejando claro que daba por sentado que así sería, y no le importaba.
—Yo no tengo tantas preguntas como tú, solo una. Dime, Unicornio Negro, ¿Agrius, Theon y Geist, sufrieron antes de morir?
Si la conversación había sido la promesa de una tortura inimaginable, la pregunta de Gestahl era la confirmación de toda expectativa. A lo largo de una eternidad, la voluntad de Makoto se anuló por completo, al tiempo que toda sensación quedaba empequeñecida por un dolor inexplicable, como oleajes que removían todo el interior de su cuerpo, revolviéndolo de maneras imposibles. Cuando al fin volvió a ser consciente de sí mismo, abrió la boca para gritar, y vomitó. Una y otra vez, escupió un líquido de aspecto y olor nauseabundo sobre el traje de Gestahl Noah, quien lo sostenía.
—Es mejor que vayas a un hospital —comentó Altar Negro, todo cinismo.
—No, estoy bien. —Makoto se apartó con brusquedad, todavía mareado. Tenía los ojos enrojecidos, y de los orificios de la nariz bajaban líneas de sangre que, en sus labios, se mezclaban con el amargo sabor del vómito—. Gracias, y… Lo siento.
—No es nada. La ropa es fácil de sustituir, a diferencia de la salud. —Gestahl miró a Tatsumi y Ludwig, quienes por educación evitaban decir nada—. Señores, no parece que sea del agrado de la señorita Akasha, pero como inversor no creo que sea descabellado pedir un informe sobre nuestro proyecto en común.
Estuvieron de acuerdo, claro. Tatsumi no debía saber nada sobre la verdadera identidad de Gestahl Noah, y aun si Ludwig la conocía, ¿qué iba a cambiar? No fue el Santuario quien salvó a su esposa, sino Hybris. Makoto no aportó nada más, temeroso a su pesar del poder que aquel hombre había exhibido.
«Estuvo a punto de apagarme, me iba a matar. —Recordando lo que pudo percibir de aquel suceso, entre la pérdida y el regreso de su consciencia, visualizó a Altar Negro mirando a una dirección en la que no debía haber nadie—. Alguien me salvó, pero ¿quién? Un hilo, un hilo dorado vino hasta mi cerebro…»
Por instinto, Makoto se tapó la boca con la mano sana, sintiendo que estaba por vomitar de nuevo. Cuando la apartó, solo vio sangre. Ludwig insistía en que lo mejor era que lo viera un médico, incluso habló de un conocido en Atenas.
—¿Qué ha pasado con los santos de Atenea? —espetó Tatsumi, de intención radicalmente opuesta a la de Ludwig—. En otro tiempo, hasta los aspirantes aguantaban cien latigazos sin abrir la boca, ¡y eran niños! Anda, ve a que te vea un médico.
Makoto parpadeó, anonadado. Nunca antes esa petición le había sonado tan despectiva. ¡Lo mismo hubiera dado que le dijera una y otra vez llorón, entre otras palabras por el estilo! Más por el deseo de contradecir a aquel estricto anciano que por otra cosa, esbozó la más forzada de las sonrisas.
—Estoy bien, en serio —aseguró, manteniendo la expresión un minuto largo, pese al gesto burlón de Tatsumi.
Cerca de la salida, Gestahl hablaba con el posadero, acompañado por lo que parecía ser su guardaespaldas, un joven uniformado que no le sonaba de nada. Tras unos segundos, miró a Makoto por encima del hombro: un joven imberbe y de facciones afiladas que no parecía tenerle mucho aprecio; al contrario, le daba la impresión de que quería matarlo. «¿También conocía al grupo de Geist?»
—Si has venido hasta aquí, asumo que quieres ver a Akasha —apuntó Tatsumi, certero—. Nosotros también venimos a verla, podría decirse.
—¿De verdad puedes? —preguntó Ludwig con franca preocupación—. La prudencia no te hace menos hombre, por mucho que te haya dicho este viejo granuja. —Palmeó a Tatsumi con fuerza, a lo que el responsable de la Fundación Graad se limitó a reír.
—¿Qué puedo decirle, señor Ludwig? La fortuna favorece a los audaces —citó Makoto—. Y hoy me siento de lo más audaz.
—¡Es porque estás borracho! —insistió Tatsumi.
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Seis meses atrás, en una ciudad como cualquier otra, un oficinista era emboscado en un callejón. No tenía mucho dinero, solo la paga recién cobrada, pero eso era suficiente para los maleantes que mandaban en el barrio, un quinteto armado con navajas, puños de hierro y una pistola automática, el as en la manga del líder.
—Por favor, por favor, no. Es todo lo que tengo.
El ruego de aquel hombre no iba dirigido a los delincuentes, no eran pronunciadas para que alguien las escuchara, ya que sabía que cuando esas cosas sucedían, no había nada que hacer. Si sobrevivía, no iría a la policía, no tenía valor para eso. Así era el día a día en aquel barrio, como lo era en muchos otros: a veces, uno tenía suerte; otras, no.
Ese desequilibrio era lo que Hybris enfrentaba en verdad, de más de una forma. La limpieza, ejecutada por los Cazadores como Soma de León Negro, era una de ellas.
—¿Me puedo unir a la fiesta? —dijo el hijo Ban, quien en ese momento, cubierto por la armadura negra, era la viva imagen de su padre.
Todos lo vieron con miedo, hasta el pobre desgraciado al que ya le habían dado unos cuantos golpes. Era lo normal; después de cinco años de asesinatos en el bajo mundo de toda ciudad que pudiera marcarse en un mapa, ni siquiera el Santuario había logrado impedir que los caballeros negros fueran al menos un rumor.
Tres de los delincuentes saltaron sobre él rajando el aire como locos, en un vano intento de amedrentar al recién llegado. Desde su punto de vista, debían ser muy rápidos; para Soma, eran hormigas en ámbar haciendo el tonto. Se compadeció de ellos, tanto como un soldado de Hybris podía: en un parpadeo, golpeó con fuerza el estómago de esos tres, dejándolos inconscientes en el acto, para luego apartar de un empujón al que seguía atrapando al oficinista, que salió corriendo con el preciado sueldo en la mano.
—¡Escóndelo, pedazo de animal! —le gritó Soma entre risas, al tiempo que el líder desenfundaba la pistola—. No debiste hacer eso.
Llevaba demasiados años en el oficio como para dedicar frases geniales a pobres diablos como aquel, así que sin añadir nada más, le dio un puñetazo en la cara que le aplanó la nariz y le reventó la boca. Los dientes perdidos volaron al cielo junto a la bala, que el ladrón llegó a disparar mientras caía al suelo, inconsciente.
—¿Me lo he cargado? —dijo Soma, con esa odiosa preocupación que de vez en cuando le daba—. Si le he pegado flojito… Y los demás…
Todos seguían inconscientes, aunque intactos. Como mucho, tres tendrían algunos huesos rotos por haber calculado mal los golpes, en especial al que dio un empujón. Este último, el del puño de hierro, yacía apoyado en una pared agrietada que podía caerse de un momento a otro. Como de costumbre, se había pasado.
—¿Y qué más da? El mundo estaría mejor sin ellos —soltó Soma, desplegando seis bolas de brillante fuego esmeralda—. Sin siquiera recordarlos.
Podría hacerlo. Matarlos, desaparecerlos. Para borrar del mapa a las organizaciones criminales dedicadas a la trata de blancas, había tenido que reducir a cenizas más de un edificio frente a la atenta mirada de la oficial Geist, la que fue su superiora. Pero las acciones de tales grupos se le antojaban lo bastante perversas como para aliviar sus remordimientos, no era capaz de medir a todo aquel que delinquiera con la misma vara, a diferencia de muchos de sus compañeros. En especial cuando los veía desamparados, malheridos. Matarlos en ese estado era hacer lo mismo que esa clase de gente hacía, convertirse en un criminal que debía ser cazado hasta el mismo día de su muerte.
—Una chispa mía y desapareceríais. Mucha gente aquí me daría las gracias.
Así habría pasado, y sin embargo, Soma se limitó a verificar el pulso del jefe de los ladrones y el del puño de hierro, antes de salir.
No podía imaginar que ese acto le había salvado la vida.
Siguió recorriendo las calles de la ciudad un buen rato después, acabando en el lugar donde debía reunirse con sus nuevos subordinados. Debían preparar un buen golpe a la mafia local, un espectáculo que obligara a las ratas a esconderse en las alcantarillas, pero no había nadie ahí. Ni un alma. Si podía fiarse de sus sentidos, y lo hacía, todos los edificios en derredor estaban vacíos tanto de civiles como de caballeros negros.
—No, todos no. Allí hay…
El resto de la frase fue ahogado por el disparo más sonoro que recordaba haber escuchado, el cual esquivó por reflejo. Era un caballero negro; mientras estuviera despierto, no tenía nada que temer de las armas de fuego, sin importar el calibre.
—¿Quieres vengar a algún compañero asesino al que hemos dado su merecido, eh? —preguntó Soma a aquel francotirador, posicionado en la azotea de un edificio lejano—. Bien, te espero, dame todo lo que tienes, antes de que te baje de las nubes.
Tal bravuconada fue lanzada al aire sin ser escuchada, por supuesto, pero si los siguientes tiros fallaron no fue porque Soma se molestara en evadirlos. Se quedó de pie, listo para recibir aquellos proyectiles que rasgaban ardientes el aire y atravesaban el asfalto, las farolas, los coches y las paredes sin perder fuerza; ninguno le acertaba, ni siquiera de refilón. El francotirador, en todo momento posicionado sobre el edificio más alto del lugar, lo estaba probando. Soma, molesto, decidió demostrarle lo inútil que era jugar con un león: adivinó la trayectoria de la última bala y saltó hacia donde caería, extendiendo la mano para atraparla y aplastarla en un solo movimiento.
—¿Qué demonios…? —gritó Soma al ver que la bala se le escurría entre los dedos. ¡Era demasiado rápida hasta para él!—. Tendré que…
De pronto, todo el lugar se cubrió de un humo blancuzco en el que la vista dejaba de ser un sentido fiable. Antes de que pudiera recurrir al resto de sentidos, una presencia se le acercó por detrás, dándole un latigazo. Giró, tragando para sí el dolor que le suponían los miles de voltios que le recorrían el cuerpo, y de ese modo pudo ver al atacante y el arma que portaba: la primera impresión era correcta solo en parte; hasta ese momento, nunca había visto un látigo que fuera una corriente eléctrica uniendo piezas de metal.
Uno de los subordinados de Soma, caballero negro de Fénix, se interpuso entre ambos, encarando al extraño enemigo con un valor encomiable.
—¡Señor Soma, nosotros nos ocuparemos de…!
La hombrera estalló al son de un nuevo disparo, esta vez certero. Fragmentos de metal cayeron al suelo, ensangrentados, mientras el Fénix Negro caminaba hacia atrás entre tambaleos. El enemigo al que pensaba enfrentar le rodeó el cuello con su látigo, y el voltaje lo puso de rodillas de inmediato, pero para entonces Soma ya se había ido.
Batallas semejantes se sucedían por todo el lugar. De una parte, los rasos de los caballeros negros, sombras de Fénix cuya fuerza recaía no en la habilidad, sino en el número. Quienes ahora enfrentaban, parecían hombres comunes, desconocedores de los secretos del cosmos, aunque no faltos de capacidad sobrehumana. Unos disparaban desde lejos balas de increíble velocidad, mientras que otros se amparaban en el humo que habían levantado, atacando con armas de lo más extrañas.
Las sombras respondían con ímpetu, lanzando golpes que ningún hombre común podría dar. La mayoría de veces, fallaban, ya que no solo debían cuidarse de los francotiradores que vigilaban en el campo de batalla —llegados a ese punto, Soma había deducido que había más de uno—, sino que el humo los cegaba. ¡Era tan injusto que aquel misterioso enemigo pudiera ver a través de aquella argucia! Pues para ninguno pasó desapercibido que en las máscaras que cubrían por completo las cabezas y rostros de aquellos soldados, brillaba la luz de una especie de visor.
Dos de cada tres golpeaban el humo, y en su frustración, caían presos bien del látigo eléctrico, bien de un sueño tan profundo como repentino. Algunos más audaces llegaban a dar un puñetazo contra la armadura de un soldado, solo para ver que su fuerza ni siquiera abollaba el peto, que tan frágil parecía a la vista. Los francotiradores no les daban tiempo a replantear su estrategia: enseguida disparaban precisamente contra el mismo brazo que utilizaron para dar el golpe, inutilizándolo de por vida. Muchos caían en ese momento, derrotados; a la única excepción le reventaron la rodilla mediante un segundo tiro, terrible pago por su valentía.
Luego estaba el loco, el uno de entre un millar que acudía al pensamiento más sencillo, siempre ignorado por quienes piensan demasiado. Simplemente saltó tan alto como pudo, hasta superar la ventana de humo que los había dejado en desventaja desde un principio, y se preparó para caer sobre el campo de batalla como un meteorito. Para él, sombra de otro hombre, era aceptable perder la vida si con ello ayudaba a sus compañeros, y dichoso si su sacrificio los llevaba al cumplimiento de su misión. Sin embargo, las intenciones se quedaron en eso, pues mientras descendía una bala le atravesó la cabeza de mejilla a mejilla.
Al final, quedaban los capaces, torturados por los alaridos de dolor de quienes, más débiles que ellos, habían sucumbido. Combinando años de experiencia y reflejos entrenados hasta el límite, un par de sombras esquivaban los disparos de los francotiradores y rehuían a quienes los perseguían. Rezaban por un muro que los pudiera proteger de aquellas balas endemoniadas, anhelaban la fuerza que pudiera atravesar aquel metal, o la oportunidad de golpear alguna parte de los cuerpos de aquellos hombres que no estuviera protegida. ¡Alguno debía caer, al menos!
Todos los ruegos fueron el vano. La esperanza quedó reducida a sobreesfuerzos innecesarios, y el agotamiento que un cuarteto de soldados supo aprovechar. Esgrimieron largas espadas que, vibrantes, atravesaron el metal negro de las sombras como el cuchillo caliente atraviesa la mantequilla. La sangre manó como saliendo de una fuente, y los dos caballeros de Fénix Negro cayeron.
El humo se disipó minutos después, dejando al descubierto a una docena de soldados. Cada uno vestía el mismo uniforme negro de las pies a la cabeza, visor y máscara antigás incluida. Por encima, algunas piezas metálicas protegían sus áreas vitales, destacando un peto triangular que cubría la mayor parte del tronco. Apenas se diferenciaban entre sí por las armas: un tercio usaba espada, aunque el tipo y tamaño variaba de uno a otro; del resto, tres portaban el látigo eléctrico, dos estaban rodeados por minúsculas criaturas semejantes a moscas, y uno se limitaba a escudo —adherido al brazal— y lanza, ambos de extraño brillo y, a primera vista, la misma composición que las armaduras. Completaban el grupo dos hombres que salían de un par de altos edificios, cada uno en un extremo del campo de batalla; los francotiradores.
«Doce hombres bien armados bastaron para neutralizar a diez sombras del Fénix —pensó Soma, sorprendido. Notó que los espadachines enfundaron sus armas, palpándose luego una especie de collar—. Sí que hemos enfadado a alguien esta vez.»
Empezó la tortura, sin esperar a que Soma diera un solo paso. Vía ondas sónicas, aquel cuarteto planeaba neutralizarlo, quizá sabiendo que no pensaba dejarlos marchar. Enseguida surgió un creciente malestar, taladrándole el cerebro como un desagradable ruido que, en teoría, debía impedirle escuchar cualquier cosa. Se tapó un oído sin parar de andar hacia a ellos, y soltó algún que otro grito, predispuesto a convencer a aquellos sujetos de que cuanto le hacían iba más allá de una simple jaqueca.
Después de una eternidad, llegó hasta uno de los espadachines. Lo hizo con los ojos cerrados y los puños listos para descabezarlos uno a uno, aprovechando que debían creer que estaba en las últimas, pero cuando los abrió no había nadie delante. El comando había desaparecido como por arte de magia, dejando tras de sí a las derrotadas sombras de Fénix. Ellos y otra persona que caminaba hacia él, siguiendo el mismo camino que lo había llevado hasta esa desastrosa batalla. Soma no necesitó girarse para saber a quién correspondía el cosmos que estaba sintiendo.
Ban de León Menor, envestido en su manto de bronce, recorrió los diez metros que lo separaban de su hijo más rápido de lo que este pudo alzar la guardia.
—Un perro que mueve la cola cada vez que su amo le lanza un hueso, no debería fingir ser el más fiero de los felinos, Soma.
El cosmos del santo de bronce se liberó como una onda de choque, empujando a Soma lejos a la vez que extinguía las seis bolas de fuego que este había generado.
—¿Esa es tu forma de saludar a tu hijito, viejo? —dijo Soma mientras se incorporaba, un segundo antes de cambiar del todo la expresión—. ¡No, idiotas!
Dos caballeros negros se interpusieron entre él y su padre: uno intacto, si se descontaba la pérdida del casco; el otro debería estar muerto.
—Los justos prosperan, y los malvados son castigados —recitó el Fénix Negro a través de la telepatía. De sus mejillas, agujereadas y ennegrecidas, fluían minúsculas cascadas de sangre, manchándole el mentón.
El otro, silencioso, atacó sin previo aviso. Ban esquivó la embestida fácilmente, y le bastó un dedo directo al estómago para eliminarlo. Entre los fragmentos del metal negro que protegía al ahora muerto, el Fénix Negro de boca ensangrentada lo atacó con mayor fuerza; una llama humanoide que seguía en pie con el único propósito de inmolarse. La temperatura se elevó sin control, acompañando el último aliento de aquel guerrero. Ban respetó tal entrega, descargando el Bombardeo de León Menor como un gancho elevado que mandó a aquellos dos al cielo, donde una atronadora explosión los consumió.
—Esos soldados no querían matarnos —entendió Soma.
—Uno iba a morir de todos modos —dijo Ban a modo de excusa, antes de cerciorarse de que nadie más se levantaba—. También será tu caso, si no vienes conmigo.
—¿Ahora te gustan los perros? —objetó Soma.
—Puede que a tu hermana sí. Nunca se lo he preguntado.
—Nunca me has preguntado si quiero ir contigo.
Lo dijo con una calma que le impidió decir nada más. Cinco años atrás, le estaría reprochando la muerte de sus hombres y hasta la traición de Makoto que acabó con la muerte de Geist y los demás. Ahora entendía más que entonces, había vivido la dureza de la guerra como un ejecutor, no como una víctima, perdiendo con ello el derecho a quejarse. Y tal vez la capacidad para odiar como solo un niño dolido podría.
Ajeno a tales reflexiones, como siempre, Ban habló con la dureza habitual.
—Te vi en el callejón. Eres demasiado blando para Hybris y el Santuario. Por suerte para ti, hay alguien a quien le gustan las personas compasivas.
—Ajá —dijo Soma—. Es tu jefa a la que le gustan los perros, ¿verdad?
—En adelante, será también la tuya —dijo Ban—. Puedes recibir esa noticia con la sonrisa de un felino o con los aullidos lastimeros de un perro abandonado. Tú decides.
Notas del autor:
ShainaCobra. Después de tu segundo aviso me puse en contacto con FFnet, supongo que hacía falta tiempo para resolver el problema. Me alegra que te hayas podido poner al día, y de nuevo, gracias por avisar.
Shadir. ¿Qué sería de Saint Seiya si el Santuario no tuviera algunos conflictos internos? Esperemos que esta vez puedan resolverlos sin que se requiera una guerra civil.
