Capítulo 53. Oda a la alegría
Una vez a salvo del desastre, la vergüenza y el loco de Azrael, siempre un mundo aparte del sentido común, Makoto se permitió volver a respirar. Estaba solo en la salida de la posada a excepción del dueño, un buen hombre de amplio vientre y afable sonrisa al que tendría que dar una mala noticia.
«Eh, ¿señor? Acabo de destrozar una de las habitaciones. No tengo dinero, no puedo trabajar por mi religión, y el Santuario no va a ocuparse del producto de una pataleta. A parte, no tengo bienes de ningún tipo. ¿Cómo lo arreglamos?»
—¡Oh, has venido! —dijo el posadero—. Te estaba esperando.
—¿Me estaba…? Ah, sí… bueno… ¿Es sobre la habitación?
—Los señores quieren compartir mesa con usted esta noche. Parece que el cocinero preparó comida para toda esa gente importante que se reunió arriba, pero la mayoría se han marchado —explicaba el posadero, ajeno a las preocupaciones de Makoto.
Era tal la confusión del santo de Mosca, que no pudo tomarlo como que le estaban dando las sobras. Al contrario, los olores que salían de la estancia del pecado volvieron a adormecerle los sentidos, empezando por la nariz.
—No entiendo nada. ¿Quiénes querrían que comiera con ellos?
—El señor Shun de Andrómeda y la señorita June de Camaleón, naturalmente —dijo el posadero—. Si me permite la franqueza, señor, no empezarán a comer hasta que venga.
—¡Claro que se la permito! —exclamó Makoto—. ¡Lléveme con ellos!
De repente había dejado de importar si una comida de lujo calzaba con la vida de un santo, no porque dos santos destacados se estuvieran dando ese capricho, sino porque en comparación al proyecto Edad de Hierro no era nada, una bocanada de aire frente al cielo entero. Además, intuía que la invitación de Shun se debía a que lo vio dormido en el suelo antes de que despertara, con ese estómago suyo tan mundano y ruidoso.
«Claro que es mundano, porque soy un hombre, como ellos —reflexionó Makoto—. Akasha, si de algo puedo estar de acuerdo con Azrael, es que has sido buena con nosotros. Me diste una segunda oportunidad, y he tratado de hacer lo mismo. Solo espero que seas juzgada con justicia, general.»
xxx
Como un favor al posadero, Gestahl Noah había permanecido en la entrada, observando con curiosidad la fotografía de Mitsumasa Kido que estaba siempre a la vista, sobre la mesa en la que el dueño de El Arca recibía a cada cliente. En tal situación lo halló Tatsumi, quien se acercó al compañero de negocios todo lo que su joven guardaespaldas, de nombre Ícaro, le permitió.
—¿Ya lo sabes todo, eh? No te recomiendo que me des un puñetazo, podrías quedarte sin la mano buena y tienes muchos papeles que firmar en lo que te queda de vida.
—Aparta, mocoso —gruñó Tatsumi, empujando a un sorprendido Ícaro, que en absoluto esperaba tal reacción—. Soy el encargado de proteger el legado de Saori Kido, no un delincuente. Sé guardar las formas.
—Siempre lo has sabido, Tokumaru.
—Parece que usted no —increpó Tatsumi—. No se tome confianzas conmigo.
—Perdona, Tokumaru. Creía que ya lo sabías todo.
—Sé más de lo que cree —dijo Tatsumi—. Hace trece años, tuve una conversación muy acalorada con el jefe de los vigías, Faetón. Habló de dos sujetos, un hombre y una mujer, que robaron la máscara de Rangda del barco de la Fundación en el que estaba bien protegida. También me dio un carnet de identidad que siempre llevo conmigo —añadió, mostrándoselo—. Mei Kido, hijo legítimo de Mitsumasa Kido, muerto durante el entrenamiento en la isla de Sicilia bajo la tutela de Deathmask de Cáncer.
Si eso había sorprendido a Gestahl Noah, no dio la menor muestra de ello. Parecía más bien divertido ante las pesquisas de Tatsumi.
—La muerte solo es un paso hacia la reencarnación. A veces, un hombre malvado muere y renace como un gusano, arrastrándose por la Tierra; otras, el joven Mei Kido muere trágicamente para renacer en el exitoso empresario Gestahl Noah.
—Conocí a Mei Kido —dijo Tatsumi—. Usted no lo es.
—¿Por qué llevaría el carnet de identidad de un muerto, si no es por eso? —preguntó teatral Gestahl Noah, tomando con osadía la fotografía de Mitsumasa Kido en su primer día en la posada, el mismo en que su vida cambió para siempre—. ¿Será el arrepentimiento por haber mandado a mi hijo legítimo a la muerte? ¿Será que soy Mitsumasa Kido, el mayor benefactor de Atenea entre los hombres comunes?
Tan descabellada sugerencia dejó pálido a Tatsumi, quien como mucho había asumido que el hombre era un bastardo más de su señor, que había sobrevivido de milagro. ¿Reencarnar, conservando memorias de vidas pasadas? Eso se lo dejaba a los dioses.
—Está más cerca de los treinta que de los veinte.
—Tal vez los dioses me tienen aprecio —sugirió Gestahl Noah, devolviendo la fotografía a su sitio—. Tal vez soy un alma que ha transmigrado de cuerpo en cuerpo a través de miles y miles de años, con el único fin de apoyar siempre a Atenea y el Santuario en lo que necesiten. Tal vez en esta época mi ayuda urgía más que nunca.
—¿Y por eso se saltó diez años de vida? Ve demasiadas películas, señor Noah —dijo Tatsumi con una mueca—. No rompo nuestro trato porque la señorita Akasha me lo ha pedido de forma expresa, pero no volveremos a hacer negocios juntos.
—¿Y si fuera de verdad tu señor, Tokumaru? ¿Qué harías si pudiera probártelo?
—Lo que ya le he dicho, señor Noah. La última petición que recibí de mi señor fue velar por los intereses de su nieta, la señorita Saori Kido. En lo que me queda de vida, no pienso hacer nada más que eso.
xxx
El ataque de Makoto había dejado la habitación sin puerta, sin una mesilla de noche con lámpara incluida, y con una ventana nueva. Desde el agujero en la pared podía verse buena parte de Rodorio, el más puro vestigio de la Antigüedad que quedaba en el mundo. A Azrael, quien no acababa de entender la reacción del santo de Mosca, se le ocurrió describir aquello como un balcón improvisado.
Por fortuna, el cuarto de baño estaba intacto, desde los armarios, sales y demás utilidades, hasta las paredes y el suelo, remodelados no hacía mucho. Una tina cubría buena parte del lugar, y de ella ascendía el vapor del agua caliente, tan confortable durante el invierno. Tras las cortinas, de motivos atenienses, Akasha cavilaba sobre los tiempos que vendrían. Una guerra se avecinaba, quizá la peor de todas las que los santos de Atenea habían librado. Quien dirigiera la orden en los próximos días, tendría que tomar decisiones difíciles, acaso inhumanas; no estaba al alcance de hombre alguno evitar el derramamiento de sangre, el dolor que muchos —muchísimos— iban a padecer. Y le habían ofrecido esa carga a ella, de entre todas las posibilidades.
Azrael creía entender por lo que estaba pasando. A poca distancia, como siempre, pretendía dar una sensación de seguridad. Era fácil escuchar el sonido de tres Musca, máquinas atentas a cualquier intromisión en la habitación, dada la entrada abierta. Y por encima del leve zumbido, resaltaba el chapoteo del juego en el agua.
—¿Qué opinas, Azrael? —preguntó Akasha con su voz natural, sin la distorsión que la máscara generaba—. ¿Me imaginas sentada en el trono papal?
—Es la única salida —dijo Azrael, sin titubeos—. Tiene un mundo que salvar; una guerra que ganar. No puedo permitir que muera. Y si para cumplir con nuestro deber debemos convertirnos en las marionetas de Arthur, está bien para mí.
—Tienes un mal concepto de Arthur.
—Desde siempre, señorita. No puedo evitarlo.
—Quedas disculpado —dijo Akasha—. Es irónico, siento que esto es lo que aspiraba ser. Suma Sacerdotisa, con autoridad sobre las cuatro castas del ejército. El Muro de Hierro, el Escudo de Bronce, la Espada de Plata y… —guardó silencio un momento, apenas creyendo lo que iba a decir—… la Corona del Zodiaco.
—Los santos de oro, que son más rápidos que ningún otro ser, cosa, o fenómeno en este mundo —dijo Azrael, reverente—. Doce signos del zodíaco, doce constelaciones, doce guerreros. ¿Con cuántos podríamos contar?
—Sé poco de Aries y Piscis, incluso si Shizuma ha estado con nosotros desde que nos hicimos con el Argo Navis, ¡valiente Suma Sacerdotisa sería! —Akasha rio, divertida de su propia ignorancia—. Ningún hombre de nuestra generación se ha mostrado digno del manto de Géminis. Adremmelech es ahora el Caballero sin Rostro, un líder más de los caballeros negros. Y yo no cuento, claro.
—Restan siete. Aunque supongo que ser Sumo Sacerdote no es algo que se consiga por mayoría simple.
—Solo Atenea puede nombrar al Sumo Sacerdote del Santuario. Después de todo, es el representante de la diosa en la Tierra. Creo que Arthur solo pretende saber si mis hermanos de oro me aceptarían como líder.
—Es decir, que la decisión no está en manos de Arthur ni del resto de santos de oro, ni siquiera de los héroes de bronce. El actual Sumo Sacerdote, su primer maestro, es el único que puede decidir quién le sucederá.
—Así es. Aunque estoy de acuerdo con la estrategia de Arthur. De no ser por ella, no habría imaginado que Triela de Sagitario me apoyaría, ¡jamás!
—Con ella y Arthur tiene el apoyo de dos santos de oro. Shaula es la hija de Ban, quizás también la apruebe. Nimrod nos ayudó en el mar de los olvidados y no tenemos malas relaciones con Garland, hasta donde puedo recordar.
—Eso suma un hipotético cinco contra seis —resumió Akasha—. ¿Sneyder?
Al mismo tiempo, los dos estallaron en una sonora carcajada. Era mejor la risa que el llanto, como rezaba el dicho: el santo de Acuario jamás había tolerado la personalidad compasiva de Akasha, mucho menos los planes que tejía. No podían concebir que aquel hombre de corazón gélido deseara ser dirigido por Akasha en cualquier sentido.
La risa murió pronto, pues ambos eran conscientes de cuanto estaba en juego. Minutos de silencio precedieron a una melodía. Akasha, impulsada por aquel arranque de felicidad, tarareaba una canción que Azrael no oía desde hacía mucho.
—¿Qué es?
—El cuarto movimiento de la novena sinfonía de Ludwig von Beethoven, basado en el poema An die Freude de Friedrich von Schiller —contestó Akasha. Reía al recordar las veces que Lucile trataba de explicar, a ella y Ethel, los títulos y autores detrás del arte que la inspiraba. Tales explicaciones, al revés de cualquier otro tipo de conversación, las daba con una paciencia inimaginable—. Ella me apoyaría, estoy segura. Por el bien de este mundo, lo haría —aseguró alzando las manos, como buscando las estrellas.
Siguió tarareando, despreocupada. Azrael, aunque disfrutando de aquellos intentos, enseguida decidió guiarla. No por el bien del mundo, sino por el del oído.
¡Oh, amigos, no esa tonada!
Entonemos otros más agradables y
llenos de alegría.
¡Alegría, alegría!
—No —interrumpió Akasha, cabeceando negativamente—. Lucile solo me la enseñó en alemán. «En ningún otro idioma merece ser cantado.»
xxx
O Freunde, nicht diese Töne!
Sondern laßt uns angenehmere anstimmen,
und freudenvollere.
Freude! Freude!
No era una composición creada para voces casuales que, aprovechando la intimidad de la habitación de una posada, decidían dar un privado homenaje a Alegría, antaño espíritu oculto en la Caja de Pandora, y ahora música.
No, ciertamente, Akasha y Azrael no podían estar a la altura, pero ¿cómo podría reprochárselo Gestahl Noah? Sobre el techo de El Arca de Rodorio, con la mirada puesta entre la maravilla natural del cielo nocturno, y la maravilla humana de aquella aldea única, Altar Negro escuchaba el privado cantar de la santa de Virgo. Y lo hacía sometido a tal embelesamiento que para sus oídos, viejos como la raza humana, aquello era la Oda a la Alegría que en tantísimas ocasiones había escuchado.
—El alemán no nació para esa vocecilla insegura, Akasha.
Allí estaba Lucile de Leo, con el dorado manto brillando cual estrella caída, alejando toda oscuridad. Se mantenía en una de las esquinas de la parte frontal del techo, mientras que en la otra estaba Kiki, avisando de su presencia con sendos bastonazos.
—¿Llegaré a vivir algún día de esta alianza sin una amenaza de muerte? —lanzó al aire el líder de los caballero negros.
—Cuando acabe la guerra, ya no tendremos tiempo para la parte de la amenaza, si eso te consuela —respondió Kiki, apareciendo a espaldas de Gestahl.
—¡Silencio! —ordenó Lucile, quien había adoptado una postura de lo más particular; parecía la directora de una orquesta invisible—. ¡Es mi deber poner fin a la tortura que mi alumna os inflige, público mío!
Freude, schöner Götterfunken,
Tochter aus Elysium,
Wir betreten feuertrunken,
Himmlische, dein Heiligtum.
Deine Zauber binden wieder,
Was die Mode streng geteilt;
Alle Menschen werden Brüder,
Wo dein sanfter Flügel weilt.
Wem der große Wurf gelungen,
Eines Freundes Freund zu sein,
Wer ein holdes Weib errungen,
Mische seinen Jubel ein!
Ja, wer auch nur eine Seele
Sein nennt auf dem Erdenrund!
Und wer´s nie gekonnt, der stehle
Weinend sich aus diesem Bund!
Freude trinken alle Wesen
An den Brüsten der Natur,
Alle Guten, alle Bösen
Folgen ihrer Rosenspur.
Küsse gab sie uns und Reben,
Einen Freund, geprüft im Tod.
Wollust ward dem Wurm gegeben,
Und der Cherub steht vor Gott.
Las voces, divinas, provenían de todas partes. Gestahl Noah era incapaz de encontrar fuente alguna, y no tardó en concluir que, de existir, sería el mismo cosmos de Lucile. Pero, si era así, ¿por qué no lo sentía?
Arriba, más allá de toda nube, la débil luz de las estrellas se agrandaba a un ritmo imposible, creciendo en Altar Negro el absurdo temor de que estaban aproximándose a la Tierra. ¡Serían calcinados por los fuegos celestiales! Esclavo de aquel terror clavó la mirada en la villa; toda vivienda, y todo comercio, independientemente de la antigüedad, se había transformado en fuente de luz blanquísima, infinita y cegadora. La tentación superó todo miedo, y a través de la belleza de una destrucción inminente, aquel fenómeno buscó conquistar el corazón del Padre.
El mundo se extinguió ante los ojos de Gestahl, ventanas blancas ahora demasiado abiertas. La luz llenó todos sus huecos, morada de Erebo, y elevó a los tres por caminos desconocidos a la belicosa humanidad. La noche, hacía tan poco negra y fría, había muerto en un instante demasiado pequeño, y el cadáver se fragmentó como una cúpula de cristal infinito. Y los trozos de aquel firmamento cayeron al suelo antes de que nadie pudiera verlos, y al hacerlo, nació el prado infinito, atravesado por un sendero de rosas.
¿Y la luz? ¿A dónde había ido? Aquellas construcciones de incuestionable divinidad, aquellos soles andantes que rasgaban las tinieblas del espacio. Todo aquel blanco puro era ahora un mundo nuevo, creado únicamente para Gestahl, Kiki, y Lucile, la mujer, acaso diosa, que había creado aquel Elíseo. Los cielos habían vuelto al azul añil del día, y alrededor de ellos, quizá herederas de la luz creadora, se extendían nubes inmensas.
Froh, wie seine Sonnen fliegen
Durch des Himmels prächtgen Plan,
Laufet, Brüder, eure Bahn,
Freudig wie ein Held zum Siegen.
¡Por fin era claro el origen de aquel canto! La orquesta invisible había tomado la forma de una sinfonía titánica. Eran innumerables e inmensos los miembros del coro, cuyas voces llegaban a todo rincón del paraíso infinito. Gestahl no podía comprender cuán enormes eran aquellos gigantes gaseosos, nubes de forma humana que, bajo la dirección de Lucile, entonaban la Oda a la Alegría de un modo que no creía posible. Kiki, al lado suyo, estaba vacío de toda emoción negra, ¡el cosmos imperceptible de Lucile lo había limpiado, convirtiéndolo en el más dichoso de los prisioneros!
Seid umschlungen, Millionen!
Diesen Kuss der ganzen Welt!
Brüder - überm Sternenzelt
Muss ein lieber Vater wohnen.
Ihr stürzt nieder, Millionen?
Ahnest du den Schöpfer, Welt?
Such ihn überm Sternenzelt,
Über Sternen muss er wohnen.
Un coro de titanes le cantaba un mundo de infinita alegría. Y él, Segundo Hombre, guardador del ego humano, se hacía preguntas sin respuesta: ¿a dónde fue la guerra, padre y madre de toda sociedad? ¿En qué abismo quedaron encerradas la enfermedad y el hambre, que ya no podían salir para degradar aquel mundo perfecto, como hicieron con tantos otros? ¿Tenía sentido hablar de riqueza o pobreza?
Siguió así un tiempo que no podía medir, acaso la eternidad. Y a través de las dudas comprendió que cuantos espíritus maléficos un día salieron de la caja de Pandora, habían abandonado el mundo tal y como profetizó su padre hacía tanto, tanto tiempo. Momo, Oizys, Apate, Geras, Hybris, Polemos, Anaidea, Adikia, Pertinacia… ¡Todos se habían ido, y la cáscara vacía de maldad que hoy él habitaba era el Elíseo prometido! Sueño de sus hijos a través de las generaciones, y sueño de él y la diosa. ¡Cuán inmensa debía ser la misericordia de Atenea, salvadora de la despreciable raza humana, si reservaba para los hombres tamaña felicidad!
Percibió entonces el final, inevitable como lo es la muerte para el común de los mortales. Lo vio venir en el momento de mayor dicha, y por ello sintió un dolor imposible. Durante ese instante fue el niño inocente que descubre, merced de la realidad, que a diferencia de los pájaros que surcan los cielos, él no puede volar. Deseó, tanto como alguna vez había deseado algo, poder alcanzar a aquel coro celestial, sinfonía olímpica, pero ninguna montaña podría rozar a aquellos seres, y él, liberado de todo impulso destructivo, era demasiado pequeño. ¿Tan frágil era el ego de la humanidad, que era anulado por la voluntad de una entre millones?
Freude, schöner Götterfunken,
Tochter aus Elysium,
Wir betreten feuertrunken,
Himmlische, dein Heiligtum.
Deine Zauber binden wieder,
Was die Mode streng geteilt;
Alle Menschen werden Brüder,
Wo dein sanfter Flügel weilt.
La bondad fue vertida sobre el Padre, hechizándolo. Era la misericordia, la piedad y la compasión de Eleos, la confianza de Pistis, la amistad y el afecto de Filotes, la esperanza de Elpis… ¡Todo el bien del mundo se había derramado de pronto! Y él, aferrado a las últimas hebras de una voluntad conflictiva y oscura, trató de tomar aunque sea una parte del regalo de los dioses. Tan poca razón había en aquel impulso, que al ver sus dedos atravesar el inmaterial don, rio loco y cayó al suelo.
Estaba ella en las alturas, tenor, alto o soprano, lo mismo le daba. Hermosa, a pesar de la enormidad incomprensible, pues la proporción, la anatomía y los rasgos eran enteramente humanos, como era el caso de su infinidad de compañeros. Aquella mujer, hecha de nubes, destacaba entre todos los demás por poseer seis alas de oro prístino, la luz del pequeño y terrenal sol del mundo que había abandonado.
Cierto, ¿qué había ocurrido con aquella tierra impía, atestada de dolor en la misma medida que cubierta de tinieblas? El Padre hechizado solo podía intuir que el mundo, prisionero del infierno que los hombres habían construido —engendrado—, no era más que la cama verde sobre la que ahora se acostaba. ¡Así de grande se sentía, y así de inmenso era el coro y la doncella, su adorada esposa! Le llamaba con voz celeste, y él anhelaba acudir. Debía acudir. Ya era hora.
Freude, schöner Götterfunken,
Tochter aus Elysium,
Freude, schöner Götterfunken!
En el tramo final, bajo la dirección de Lucile de Leo, directora del Elíseo, Gestahl Noah ascendía para reunirse con el ángel de su devoción. Mas se detuvo en la última frase, cantada por una voz extraña.
Seis alas de oro fueron arrancadas de la piel de nubes, y a su caída larga e irrefrenable las acompañaron cascadas carmesís, sin duda inicio de un mar de muerte. Pero los ojos del Padre, de nuevo parte de la oscuridad del mundo, solo podían ver la mancha en la que se ahogaba la primera mujer a la que había amado. Su asfixia fue algo del todo ajeno a la belleza que hasta ahora había presenciado, más allá de la fuerza con la que sus gritos escapaban de aquella sombra.
El dolor concluyó con la muerte. De las tinieblas bajó un río de sangre hasta donde Gestahl y Lucile se encontraban, dibujando los peldaños de una escalera. El camino para que el regente de Plutón pudiera bajar, una vez más, al reino de los hombres.
—Una hermosa canción —declaró Caronte, y todos los titanes de nubes, aún cantando, murieron decapitados. La sangre divina manchó el Elíseo, y así renació el mundo.
