Capítulo 54. Declaración de guerra

Los años posteriores al Cisma Negro habían sido pacíficos en la sagrada tierra de Atenea. La guerra de guerrillas entre los caballeros negros y los santos de Atenea se sucedía a lo largo y ancho del mundo de los hombres, mientras que el Santuario estuvo siempre a salvo gracias a la división Pegaso, conocida por tanto como la Fortaleza de Atenea. En especial, el general Arthur de Libra, que la lideraba, empleaba a diario el dominio que tenía sobre el espacio-tiempo para impedir toda intromisión no deseada, recogiendo información de cada rincón y manteniendo a salvo incluso a los habitantes de Rodorio. Nada que ocurriera en el Santuario escapaba al saber del Juez, excepto los alrededores del monte Estrellado y la Fuente de Atenea.

Si los soldados rasos del ejército estuvieran al tanto de aquello, de que no seguían amparados por la voluntad divina, sino por el criterio de un hombre tan mortal como ellos, quizá tendrían una razón más para temer al Juez, quizá odiarlo. Claudio, fiel seguidor del jefe de vigías, sin duda escogería el odio.

—Basta, basta, ¡basta!, basta… —El hombre había repetido aquello por largos minutos, a la vez que corría sin parar. Susurraba y gritaba, apenas consciente del tono que utilizaba, y si llegaba a quedarse mudo, seguiría diciéndolo—. Basta, basta, basta…

Sudaba a mares, y el sudor se unía a las lágrimas que jamás imaginó derramar. El esfuerzo que estaba realizando escapaba por completo a sus capacidades, y aunque entendía que eso lo agotaría pronto, no podía frenar ni ir más lento.

—Tal vez —dijo Claudio, mirando atrás mientras corría. Vio a la Silente, de ropas oscuras y máscara dorada, siguiéndole, ¡caminando!—. Basta, basta…

Triela esperó al inevitable tropiezo. Se notaba que tenía experiencia con hombres como él, audaces a la hora infringir las normas, cobardes cuando debían responsabilizarse.

Claudio, por su parte, creyó ver la salvación en un visitante inesperado. Se aferró a las doradas rodilleras de Arthur como si aquel fuera la única vía posible hacia la salvación, pues así lo creía en su infinita ignorancia.

—Juez, por favor, yo no vi nada. ¡No vi nada! —rogó entre temblores. Triela estaba quieta a un paso de donde se encontraba.

—¿Estás seguro de que no viste nada? —cuestionó Arthur, deseando dar al menos una oportunidad a aquel desgraciado.

—Juez, yo… ¡Esto es inhumano! ¡La diosa no…!

El dolor le impidió seguir hablando. Claudio se retorció en el suelo, tapándose la cara con ambas manos; a gritos pedía ayuda a los cielos, ya que ni el más justo de los hombres de la Tierra se la había dado. Indiferente al sufrimiento del guardia, Triela observaba el ojo que le había arrancado antes de dejarlo caer en el bolsillo de la chaqueta. Un gesto desagradable hasta para Arthur, que hizo una mueca.

—Quien ve el rostro de una mujer al servicio de Atenea, muere. Esa es la ley, con una sola excepción que debes conocer bien. ¿Quieres que aplique la ley, la misma que tú y Faetón sentisteis hace unas horas? —Al escuchar tal sugerencia, Claudio elevó los gritos, quizá a propósito—. Compórtate, Arquero Ciego, pues se dice que la Silente arranca la lengua a quienes muestran su dolor al mundo.

—Tú… —gruñó Claudio, alejándose de ambos sin siquiera levantarse—. ¡Tú disfrutas esto! ¡Porque ofendí a tu… a tu…!

—Te equivocas.

Arthur no añadió nada más, ya que consideraba que Claudio se había equivocado en demasiadas cosas. No era clemente con la guardia del Santuario, al contrario, debía ser más duro con quienes servían el ejército llamado a defender el mundo. E incluso si pudiera compadecerse de alguien, no sería el caso del que había buscado problemas con las amazonas y ahora salía escarmentado. Claudio era un mal elemento del ejército que había incumplido la ley, mientras que él era quien la impartía, no quien la cuestionaba. Era así de simple, como la mayoría de las cosas.

Decidido aquello, la atención de Arthur se centró en Triela, desoyendo del todo los gemidos lastimeros del soldado tuerto. Y es que no podía dejar de sentir curiosidad por la Silente, que al contrario que el resto de santos de oro, realizaba hasta los más cotidianos actos a la velocidad de la luz, desde las tres comidas diarias hasta la redacción de una carta. No era fácil estar al tanto de lo que hacía mientras se vigilaba la totalidad de la tierra sagrada, los detalles se perdían por la falta de costumbre, al punto que esa era la primera vez que Arthur sería un fiable testigo del nacimiento de un Arquero Ciego en todos y cada uno de sus matices. Para él, que disfrutaba cada descubrimiento que alcanzaba sobre el funcionamiento del mundo, adelantándose a los científicos del mañana, eso era todo un espectáculo.

Un nanosegundo, eso era todo lo que necesitaba. Con precisión quirúrgica, Triela arrancaba los ojos del infractor de la Ley de las Máscaras y lo transformaba en un servil Arquero Ciego, símbolo de que tragedias como las de Hipólita y Ethel no ocurrirían jamás. Y también prueba de que la vida en el Santuario no era fácil.

«No seríamos el ejército más poderoso del mundo si lo fuera.»

Esa reflexión pasó por la mente de Arthur justo antes de que los dedos de Triela alcanzaran la pupila de Claudio. Luego, el tiempo pareció detenerse.

Una presencia descomunal se hizo notar en Rodorio. En una famosa posada.

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Terrible, cruel, macabra… Ningún adjetivo que Gestahl conociera bastaba para describir lo que sus sentidos habían percibido. De hecho, la mente de Altar Negro, más bien trataba de borrar aquella imagen, aquel sonido, aquel olor…

Poco importaban tan fútiles intentos, pues la fuente de toda oscuridad estaba allí, ante ellos. Caronte de Plutón, con la noche y la sangre del Elíseo por manto, bajaba desde el cadáver del paraíso, allá en lo alto. Con cada palabra, un viejo mal caía sobre el mundo de los hombres, completándolo una vez más.

—Buenas noches, papá —saludó Lucile, improvisada capitana del grupo—. ¿Puedes creerlo? Tengo tres padres y ninguno tiene buena voz.

—Si fueras consciente de lo poderoso que soy, cuidarías tu lengua —aseguró, voz mortífera que escupía saetas en forma de palabras. Los corazones de Lucile, Altar Negro y Kiki, latieron de pronto a la misma velocidad, demasiado rápido.

—Sé que eres tan decepcionante hablando como cantando —dijo Lucile, desafiante. Se sabía frente al enemigo del Santuario; la falsa cortesía sobraba—. Al menos Alexander, mi padre biológico, es tolerable cuando se limita a hablar.

—Oh, ya entiendo. Recibiste el don del muchacho pelirrojo al que maldije. —Caronte miró a Kiki, sonriendo al ver las hebras blancas del cabello y el cosmos minúsculo del que había nacido para merecer el manto de Aries—. Otros fracasaron antes y después de ti, mientras que tú no solo triunfaste, sino que hiciste tuyo el pedazo de la Esfera de Plutón que quedó en ese Mu. Sí, eres mi hija, en cierta forma.

—¿Esto es la Esfera de Plutón?

Con un gesto amplio, Lucile abarcó la oscuridad que los rodeaba. Tinieblas infinitas en las que no se distinguía forma o luz alguna. El Arca navegaba en aquel mar de oscuridad pura, como suspendido en el vacío. Mas no había la misma monotonía en sonidos: incontables voces, caóticas en todo sentido imaginable, provenían del espacio negro, mensajeras todas de los males negados para el Elíseo.

Advenimiento de Erebus —dijo Caronte en sutil negación—. Un atisbo de los dolores que han padecido, padecen y padecerán los hombres. Pequeño, pues no deseo quebrar vuestras jóvenes mentes. —Señaló a Lucile. La leona de oro seguía teniendo la vara con la que dirigió la orquesta titánica, pieza hecha de la luz sobrenatural del Elíseo—. Ese es el único respaldo para tu impertinencia, y proviene de este lugar.

—Dame oscuridad y buscaré la luz oculta en sus profundidades. Dirígeme hacia el más grande de todos los soles y recogeré su sombra. Una lástima que Akasha no esté con nosotros, ¡con lo que ama esta clase de clichés! —Al tiempo que hablaba, Lucile oteó aquel espacio, buscando cualquier rastro de la santa de Virgo; no estaba allí—. La imitación, es la más patética muestra de admiración. Aunque si considero cómo desaprovechas tus infinitos recursos…

—¿Sí? —Caronte ya estaba a un paso de Lucile. Atrás, las sombras engullían la escalera ensangrentada—. ¿Y qué harás tú, mi hija, con esa luz? ¿Qué uso le darás al dunamis que robaste de mis dominios, donde reside toda la oscuridad de la Creación?

Große Messer —recitó, en respuesta.

La vara soberana se convirtió en la Daga Magnánima, buscando atravesar el negro y el rojo con el que Caronte se vestía. La técnica, avisada con toda intención, desató un haz de blancura sin parangón, iluminando durante un largo minuto el lugar.

Abajo, a una distancia inconcebible si se encontraran en la Tierra, se extendía un desierto de polvo y ceniza. La tumba última de toda materia, desde los cuerpos de las criaturas vivientes, hasta los planetas y estrellas de un sinfín de galaxias. Semejante lugar anunciaba la cercanía al Tártaro, si las leyendas eran ciertas, y como Lucile había aprendido desde muy joven, las leyendas tenían la mala costumbre de serlo.

Caronte, tal y como previó, estaba fijo en el lugar al que había ido luego de esquivar su ataque. Miraba el muro de luz que atravesaba sus dominios, desde el desierto hasta el firmamento flamígero, y más allá del horizonte. En ella, si es que Caronte era similar a un ser humano, debía estar observando el más profundo de sus anhelos realizado. No algo tan banal como una ilusión, sino la felicidad cierta que tantos hombres —aun aquellos que vivieron y murieron como los más perversos especímenes de la raza humana— habían buscado a lo largo de incontables generaciones. El resto de emociones, pensamientos y deseos, quedarían depurados por acción de su propio ego.

«Solo es un fragmento —se recordó Lucile. Cabeceó hacia ambos lados, buscando apoyo. En Kiki encontró confianza, mientras que Gestahl Noah le ofreció lo que necesitaba: franco terror—. ¿Una victoria improbable, o la huida imposible?»

El poder psíquico de Kiki y Altar Negro se dirigió hacia la Große Messer de Lucile, sustentando su brillo una vez más. De un salto, Lucile se lanzó hacia Caronte, esgrimiendo la Daga Magnánima y ocultando los mil y un secretos que reservaba para trampas tan evidentes. El arma de luz, al contacto con el regente de Plutón, estalló hasta cubrir toda aquella oscuridad.

El resultado del choque fue el más esperado por el ahora realista Gestahl Noah, libre ya del hechizo del Elíseo, la sinfonía celestial de la santa de Leo.

Lucile yacía a los pies del triunfante Caronte, señor de las tinieblas del mundo, perdición de toda luz. Hasta el manto de oro lucía opaco ahora, vistiendo a una mujer que se retorcía en el suelo, sin armas ni fuerzas. Debería estar gritando, eso lo intuían tanto Gestahl como Kiki, pero ningún sonido escapaba de ella; los restos de aquella voz angelical que por varios años señoreó los corazones de miles de hombres no eran ahora sino un débil resplandor entre los dedos de Caronte.

—Es una habilidad demasiado peligrosa para una mortal —explicó el recién llegado, deshaciendo los destellos que quedaron de la Daga Magnánima—. Enorgullécete, tú que te consideras hija mía. No es habitual que los Astra Planeta halaguen a nadie.

La misma mano que había herido el espíritu de Lucile, acaso de forma irreversible, ahora se preparaba para rasgar el cuello de la leona de oro y darle muerte.

—¿Quién te has creído que eres? —dijo Kiki, dando un paso al frente—. Robándole las hijas a la gente… ¡Tendré que darte una lección! ¡Esfera de Cristal!

Varios orbes aparecieron entre Caronte y Lucile, separando al ejecutor de la sentenciada, quien no hacía más que palparse el cuello con desesperación. Del otro lado, Caronte no lució impresionado, sino que avanzó con paso tranquilo y el brazo alzado; los dedos, doblados como las fauces de una bestia, estaban listos para desgarrar todo en ese mundo. Y así habría sido si una nueva fuerza no hubiese intervenido.

Proveniente desde el Santuario como un meteoro de luz, Arthur atravesó todo obstáculo hasta caer sobre Caronte con un poder demoledor.

Protégelos —ordenó el santo de Libra a Kiki mediante telepatía.

No tuvo que especificar. El maestro herrero de Jamir ya había modificado hasta la última Esfera de Cristal en una construcción insólita que cubría la posada por entero, así como a él mismo, la paralizada Lucile y Gestahl Noah, que parecía preparar algo.

En ese mismo instante, una eternidad para un santo de oro, Arthur había golpeado los hombros de Caronte con sendos golpes de espada. ¡El santo de Libra blandía nada menos que dos de las armas míticas que solo él como guardián del séptimo templo podía autorizar! Y las usaba con maestría, de eso no cabía duda. En lugar de atemorizarse por la falta de daños visibles tras semejante golpe, Arthur alejó las hojas doradas del contraataque de Caronte para golpear en otras partes del invulnerable enemigo. Los costados, los codos, detrás de las piernas, el cuello… Cualquier punto que pudiera servirle para desestabilizarlo se convertía en objetivo del santo de Libra, cuyos brazos parecían remolinos solares que podrían atacar en cualquier dirección.

La consistencia de la barrera levantada por Kiki —Castillo de Cristal—, empezó a debilitarse a los treinta segundos de combate, cuando el oro y la oscuridad se mezclaban de tal forma que no podía distinguirse al santo del astral. De alguna forma, Arthur lograba que los golpes del enemigo fallasen a la vez que seguía el ataque sin descanso, volviendo menos precisos los siguientes ataques. Y eso hacía que los daños colaterales se intensificaran más y más a cada segundo que pasaba.

—No podremos aguantar más —gritó Kiki, alzando la voz por sobre el de un millar de estallidos. La barrera, como un verdadero castillo de cristal, se estaba agrietando. Y a pesar de esos angustiosos sonidos, el maestro herrero de Jamir pudo detectar que algo más en ese lugar rodeado de sombras se quebraba. Metal.

Las espadas de Libra impactaron al mismo tiempo contra la espalda y las piernas de Caronte, cuyos pies quedaron separados del suelo por primera vez en todo el enfrentamiento. En ese mismo instante, una luz chocó contra el estómago de aquel ser invulnerable, revelándose como una flecha al momento.

—¡La flecha de Sagitario! —gritó Kiki—. ¿Entonces…?

Triela estaba a la diestra del sorprendido pelirrojo, vestida con aquel uniforme negro que la caracterizaba y armada con un arco del mismo brillo que las espadas portadas por Arthur. Sobre la cuerda de este se manifestó una nueva flecha que la santa disparó contra Caronte, muy cerca de donde estaba la anterior, a la vez que Arthur descargaba nuevos ataques para romper cualquier intento de defensa del enemigo.

La combinación fue brutal, incluso si Caronte seguía sin mostrar daños. El cuerpo de quien hacía tan solo un momento parecía listo para matarlos a todos, voló hacia las lejanas tinieblas, que de inmediato fueron sustituidas por una imagen inesperada. Desde el fuego de los cielos hasta las ocultas arenas de un desierto de perdición, todo el espacio fue desgarrado, dando paso a la entrada de la Otra Dimensión, donde pudieron verse toda clase de cuerpos celestes en el corto tiempo que estuvo abierta, el mismo que tardó Caronte, impulsado por el doble tiro de Triela, en atravesar el portal.

Kiki creyó ver una portentosa explosión en ese último momento, como una nova destructora de mundos para el que su barrera, ya hecha añicos, no habría servido de defensa. No había duda de quién había sido el responsable.

—Combinar la Otra Dimensión con la Explosión de Galaxias, ahorrándose cualquier clase de limitación. Su Santidad es un genio —halagó Kiki.

Para ese momento, ya había visto aparecer al Sumo Sacerdote.

—Alguien tiene que serlo en este Santuario —lanzó Kanon, cuyos ojos juzgaban severos a Lucile, desesperada tras una derrota fruto de la soberbia, y Arthur, quien no se veía mucho más juicioso con las dos espadas de Libra hechas una ruina—. Te dije que tu poder ya había excedido el de tus armas.

—He superado todas las expectativas de mi maestro —convino Arthur sin una pizca de pudor—. No obstante, hay seres capaces de recordarme lo que es el miedo de un niño en medio del fin del mundo. Y el miedo, como bien sabe mi maestro, hace que los hombres cometamos locuras —concluyó, alzando de nuevo las armas hacia el horizonte.

Fue visible para todos, en especial para Triela, que ya tenía una tercera flecha lista para ser disparada. La oscuridad del lugar se movió hacia ese pequeño faro desprotegido a una velocidad endiablada, ni siquiera la aparición de nuevas grietas en el tejido dimensional detuvo a Caronte de llegar hasta el techo de la posada a tiempo de frenar con un solo dedo el dorado proyectil. Este, estático y con la punta rozando la uña del regente de Plutón, se partió en cuatro pedazos que se proyectaron de vuelta contra la dueña, como dardos asesinos capaces de lisiarla.

Pero los dardos no la alcanzaron. No por Kiki, a cuyos reflejos escapaba esa batalla sin cuartel, tampoco por Arthur y el Sumo Sacerdote, quienes ya habiendo iniciado el ataque, eran incapaces de cambiar el rumbo sin ponerse por ello a merced del enemigo.

Quien había intervenido era Gestahl Noah. El líder de Hybris sorprendió a todos con un descomunal despliegue de fuerzas, a la vez que los símbolos de Cáncer y Virgo brillaban con especial intensidad entre los doce que aparecieron en su frente, bajo los cabellos alzados. Quienes tuvieron tiempo de verlo, así fuera de reojo, comprobaron cómo la forma de Gestahl Noah era sustituida por el humano más viejo que hubiese pisado la tierra, acaso un esqueleto viviente al que le hubiesen pegado piel muerta y una larga barba gris; con tan extraña apariencia, arrancó del Advenimiento de Erebo los cuerpos de Kiki, Lucile, Arthur, Triela y el Sumo Sacerdote, así como las de todos los que habitaban la posada. ¡Hasta El Arca misma acabó en el interior del aro de fuegos fatuos invocado por Gestahl Noah en esa viejísima apariencia! Al final, los dardos que Caronte había movido con telequinesis golpearon una imagen fantasmal de Triela.

—Zemus de Cáncer —dijo Caronte con los ojos muy abiertos—. Es todo un honor. ¿Cuál será tu siguiente truco, Segundo Hombre?

—Nada violento —contestó Gestahl Noah con voz cascada—. No debo pecar.

La piel apergaminada de aquel anciano que sustituyó al líder de los caballeros negros se licuó, tornándose junto a la túnica de hechicero que vestía en una sombra más en el lugar, volando lejos hasta perderse en el infinito. Y debajo de todo atavío y toda carne, se manifestó un espíritu, una criatura que muchos calificarían de divina.

Caronte no era de estaba entre ellos.

—¿Cuántas veces debo matarla delante de ti, Segundo Hombre?

—Por lo que sé —empezó a hablar Gestahl Noah, con una voz que era al tiempo de hombre y mujer—, no pudiste matar a un santo de bronce con tus propias manos.

Una luz llenó las tinieblas del inframundo por espacio de un instante, impidiendo que la forma de aquel ser pudiera ser vista. Pese a ello, Caronte mantuvo la mirada en la nueva apariencia adoptada por el Segundo Hombre, notando las seis alas que le nacían de la espalda. Así, pretendió escapar de los hilos que surgieron de estas. Un gesto vano.

—Es mejor que hablemos en mi casa —bromeó Gestahl Noah antes de que ambos desaparecieran—. Creo que tengo pizza.

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—¿Qué demonios ha pasado?

Con las manos en la cabeza, Kiki observaba el nuevo espacio por el que ahora navegaba El Arca: tan negro como el inframundo de antes, pero repleto de lo que parecían ser cuerpos celestes y nebulosas, así como unas líneas violáceas en absoluto naturales que lo acotaban, formando infinidad de rectángulos. La Otra Dimensión.

Ya no se encontraba en el techo de la posada, sino en la habitación en que Akasha y Azrael estaban descansando. Al fondo, sentado sobre una silla, estaba el Sumo Sacerdote, cubierto por sus inconfundibles ropas, el rostro oculto bajo la sombra del yelmo dorado. No parecía tener intención de levantarse.

—¿Puedes hablar ahora, Leo? —cuestionó, voz fuerte y tono firme, aunque humanos. Nada que pudiera impresionar a quienes habían enfrentado a Caronte.

Lucile trató de responder, eso fue claro para todos los presentes, pero no pudo pronunciar ni una sílaba, incluso si por lo demás ahora era capaz de mantenerse en pie.

—En ese caso, ve a la Fuente de Atenea —ordenó el Sumo Sacerdote, llegando tal exigencia al mismo espacio-tiempo. El aire en torno a Lucile giró sobre sí mismo como si fuera un remolino, hasta que esta desapareció del lugar, con la mano buscando auxilio en una puerta cerrada—. Akasha no puede salvarte esta vez.

Esas últimas palabras fueron dichas en una voz tan baja que nadie les prestó atención. Y no era para menos. Todos los que allí habían aparecido —Kiki, Arthur, Triela y el propio Kanon— acababan de presenciar el inicio del momento para el que se habían preparado todo este tiempo, un inicio que se había dado cuando menos lo esperaban. Era tal la tensión, que hasta un inofensivo zumbido de mosca colmó la paciencia del Sumo Sacerdote; cuando el insecto cibernético se posó sobre la estola, lo aplastó con toda la fuerza que tenía, desintegrando hasta los átomos que lo componían.

Azrael tardó apenas un par de segundos en abrir la puerta, buscar cobertura y apuntar a todos con la pistola que siempre llevaba. La escena fue tan fuera de lugar que Kiki rio con ganas. ¡Azrael era sin duda único, por muchos años que pasaran!

El resto no hizo el menor gesto.

—Su Santidad —susurró el asistente, enfundando el arma—. Creí que era un intruso.

—Apágalos y olvidaré esto —le interrumpió Kanon—. Entra tú también, Virgo.

—Maestro, quiero decir, Su Santidad —dijo Akasha, ya vestida, aunque con el pelo aún mojado, mientras aparecía tras Azrael, quien ordenaba a las máquinas restantes que se ocultaran—. ¿Qué ocurrió? ¿Qué fue de Caronte y ese hombre?

—Los santos de oro en los que puse toda mi confianza han resultado ser de lo más imprudentes, solo tú has tenido el atino de anteponer la seguridad de los inocentes que aquí descansan antes que un ataque suicida. En cuanto a esos dos, lo desconozco, necesitaré tu ayuda para averiguarlo —dijo Kanon, señalando el rostro enmascarado de su joven pupila—. Creo que esta vez funcionará.

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El regente de Plutón y el líder de los caballeros negros habían ido a parar a la base de operaciones del segundo, sobre una plataforma consagrada a las constelaciones. Oro, plata y bronce, un círculo dentro del otro hasta llegar al centro, donde en relieve podía verse la efigie de Atenea, diosa de la guerra y la sabiduría.

—Veo que estás recuperando tu auténtica personalidad —dijo Gestahl, ya con la apariencia de siempre—. Eso es bueno. El embajador simpático de hace trece años fue algo decepcionante, si lo comparo con el asesino del que he oído hablar

—Sabía que había algo extraño contigo, Segundo Hombre. Sabía que tenía que haber una razón para que el Hijo escogiera a un pusilánime como tú como representante después de haber liderado el mayor ejército jamás visto.

—Los grandes ejércitos y las grandes derrotas —dijo Gestahl Noah—. Un clásico.

—¿Qué podrías saber tú de grandes ejércitos y grandes derrotas? No eres más que un niño con pretensiones, Segundo Hombre, igual que todos los mortales.

—¿Niño? —susurró Gestahl Noah, riendo primero entre dientes y luego a pleno pulmón—. ¿Me has llamado niño? ¿Tú? ¡Qué divertido! —Lejos, las estrellas que formaban Tauro brillaban con especial intensidad, lo que no pasó inadvertido para Caronte—. Quizá tu estancia en el Tártaro ha distorsionado tu percepción de las cosas: yo ya era viejo cuando tú solo eras un proyecto entre las bondades y los males que los dioses de la guerra reservan para el mundo, Ilión.

—Yo no lo veo así. Los makhai somos tan viejos como lo es Ares. Lo que los hombres percibís como nuestro nacimiento, es tan solo el momento en que adoptamos una forma acorde con alguno de vuestros insignificantes conflictos.

—Y yo estuve en aquel que te vio nacer. Troya. Los diez años de asedio, estuve allí, a la diestra de Atenea, y te vi nacer. Oh, dioses, ¿en verdad estamos discutiendo quién es el más viejo de los dos? ¿Cuándo ser joven dejó de ser algo de lo que enorgullecerse?

—Nada significa la juventud para quienes somos siempre jóvenes. —Con ambas manos tras la espalda, Caronte empezó a andar mientras hablaba. Lo hacía en círculos, tomando a Gestahl como referencia—. Pero tu inmortalidad no la incluye, ¿cierto? Tu don no te protege de la muerte natural, sino que asegura una reencarnación inmediata. Una nueva vida cada vez, sin recuerdos de la anterior, hasta que el Hijo te escogió y te dio un par de bendiciones que has sabido aprovechar hasta ahora.

—Los dioses guían tus palabras, sin duda. Es cierto, he nacido y muerto innumerables veces. He sido maestro y aprendiz, mendigo y magnate, esclavo en África y hombre de gran poder y riquezas en Oriente. Cien veces fui un hombre común y una luché como el primer santo de Escorpio, para tu fortuna, pues de esa vida proviene tu cosmos.

—Así lo decidí —dijo Caronte, todo cinismo—. Lo que me pregunto es de dónde viene el tuyo. Puedo sentir tu conexión con los caballeros negros desde la Esfera de Marte, en especial cuando les niegas información, como ahora; la tuya es una proeza digna del pueblo de Mu. Del que proviene… Ah, claro, ya entiendo.

Listo para confirmar las pesquisas de Caronte, Gestahl Noah desplegó el poder que había exhibido en la anterior batalla. Los cabellos se alzaron, revelando en la frente los doce signos del zodiaco. Esta vez era Aries el que brillaba más que el resto.

—El Hijo solo me dio herramientas para completar mi trabajo, no golosinas —dijo Gestahl, algo molesto por las vueltas interminables de Caronte. Y por la falta de daños visibles en aquel ser de malévola sonrisa y sombrías ropas; como todos los Astra Planeta, Ilión era difícil de herir, mucho más si se pretendía matarlo—. Mi fuerza proviene del mismo lugar que siempre: la humanidad; existo para protegerla, como cualquier padre haría, sobre todo si así contenta el corazón de la madre. Sí, he vivido de muchas maneras, pero siempre como el hombre que fui hace tanto, el santo de Escorpio que juró servir a Atenea en cuerpo y alma. Lo sigo haciendo, incluso cuando aparezco como enemigo del Santuario; no, sobre todo en esas ocasiones soy el más leal entre las filas de Atenea. De ahí viene mi cosmos, de mi fe en ella.

—¿También eras el siervo más leal de Atenea el día en que iniciaste la estirpe de los Solo? Bueno, considerando los últimos acontecimientos, es bastante probable.

—Déjate de rodeos —pidió Gestahl Noah—. En todos los sentidos.

Caronte hizo caso omiso.

—¿Qué viste en el canto de mi decepcionante cachorrillo, Segundo Hombre?

—Lucile de Leo tiene un poder sin parangón en el Santuario, tales son las consecuencias de tus actos —aseveró Gestahl Noah, que bien sabía lo que supuso para el destino de Kiki lo que supuso la batalla que sostuvo con Caronte—. En esa luz no vi humo y espejos, sin todo lo que quien la mira puede desear, el reflejo mismo de lo que soy estaba ahí, como lo estaría el de cualquiera que la viese. No pude negarlo, a pesar de que podría renunciar a cualquier deseo con tal de lograr el bien común; sin ánimo de parecer presuntuoso, no creo que sea algo que héroes y mártires puedan rechazar sin negar al mismo tiempo el mismo hecho de que existen. ¿Qué viste tú?

—Lo que pasará dentro de tres días.

—Después de lo de hoy, nadie se fiará de tus plazos, Ilión —dijo Gestahl Noah.

—En tres días tendréis tiempo suficiente. Para rezar a vuestra diosa. Para convivir con vuestros amigos, familia y amantes. Concebir un niño sería tiempo perdido, pero asumo que el procedimiento será satisfactorio para quienes tengan con quién. —Fue en ese momento cuando Caronte dejó de caminar. Cara a cara con Gestahl Noah, dictó sentencia—: Voy a matarlos. A todos. Los santos de oro, de plata y de bronce; sus escuderos, discípulos y sirvientes; la antigua guardia que vigila tierra sagrada y protege a los aldeanos; la nueva escondida detrás de la ridícula ciencia de este planeta. También los caballeros negros caerán, y Rodorio y Bluegrad y las ninfas de Dodona. Y luego, cuando no quede ningún fiel vivo sobre esta Tierra, te enterraré bajo los escombros del Santuario. Ningún hombre volverá a luchar por Atenea, jamás.

Notas del autor:

Shadir. Es un humor muy gráfico y no estaba seguro de si funcionaría en texto, me alegra que fuera el caso. ¿Dónde quedaron los santos que sabían controlar su fuerza?

Todo un Shere Khan, nuestro amigo Caronte. A ver cómo le va.

Karel00. Primero que nada, ¡bienvenido a esta aventura!

Opino igual, Saint Seiya es un universo con un potencial infinito que los autores, ya sea por desidia, o porque lo que vende, vende, no aprovechan. Es, de hecho, de lo mejor de la obra y disfruto mucho ahondando en él y expandiéndolo. Aunque admito que influye también mi gusto por la mitología. Me alegra que estés disfrutando tanto de esta construcción de mundo, significa que no me he excedido. Por ahora.

Desde que escuché por primera vez el título de Guerra Santa quise escribir una que se sintiera como tal. El tiempo pasó y ha habido de todo en la franquicia, mientras yo lidiaba con algunos problemas, como el que mencionas. ¿Por qué iba a ponerse en marcha un ejército si al final solo doce de sus soldados importan? Imagino que pude haber replanteado el concepto como hice con algún que otro detalle de la obra original (Bluegrad, la supervivencia de Kanon, todo el arco de Elíseo…), pero me gustó más pensar en lo que cada guerrero sagrado podía aportar. Competencia antes que poder, que es parte de lo que hace necesaria la existencia de ejércitos habiendo superhombres. Así nació la primera batalla de la historia contra la legión de Aqueronte y las cinco divisiones del presente; un camino difícil para un resultado de lo más gratificante.

Conozco la sensación de estar demasiado entusiasmado leyendo como para tomar notas, y luego no recordar todo lo que querías decir, descuida. Muchas gracias a ti por esta reseña, me ha alegrado la tarde. ¡Confío en contar contigo hasta el final!