Capítulo 58. Semillas del mañana
Con la guerra entre el inframundo y la Tierra a punto de estallar, la situación para los nuevos reclutas del Centro de Investigación Asamori era más dura de lo que nunca habría sido. Quinientas personas se vieron obligadas a superar, una a una, cada récord mundial relacionado con alguna capacidad física, desde el levantamiento de pesas que ni siquiera deberían existir hasta el recorrido de una carretera artificial construida alrededor del gimnasio del centro. Este estaba posicionado en el sótano del edificio donde el genial profesor, su nieta y los valiosos asistentes en los que podían confiar, desarrollaban toda suerte de artilugios para dar la oportunidad a los hombres comunes de echar aunque fuera una mano a los santos de Atenea y otros defensores de la humanidad. Hasta habían estado involucrados en la elaboración de alguno de los aparatos del gimnasio, enormes máquinas, insignificantes frente a la amplia estancia, que exigían de cualquiera superar todo límite, el máximo rendimiento no bastaba, ya no.
El vigilante de tan extraordinario entrenamiento, para estándares humanos, era ni más ni menos que Spartan, uno de los tres ex-caballeros negros que ni fueron ejecutados por Sneyder, ni sobreviviendo a la Pacificación optaron por servir a Hybris. El telépata, de pelos grises todavía más enmarañados que en la época de cautiverio en Reina Muerte, iba de un lado a otro trascribiendo en un cuadernillo los datos de los medidores de fuerza física —una versión mejorada de los usados en las Galaxian Wars, cortesía de la Fundación—. Se le veía cómodo con la bata blanca y las diminutas gafas de lectura que le pendían de la nariz. Aquello era lo suyo: la investigación, no el combate.
Pero en esta ocasión, el asistente de Tomomi Asamori estaba nervioso, porque había un vigilante para el vigilante en el gimnasio. Ese era Azrael, un hombre al que ya le tenía, como poco, respeto desde que lo conoció como un muchacho en Reina Muerte, y que con el tiempo había llegado a ser tan importante como para que el líder del Santuario lo enviara allí a dar órdenes a todos. Por suerte, hasta ese momento, todo estaba a gusto del sujeto, cada resultado del que Spartan le informaba le complacía. Dejaron la Sala de Musculación sin que se escuchara una sola queja y fueron al Campo de Tiro.
A falta de poder estudiar la puntería —para las armas que creaban los Asamori, el porcentaje de acierto era del 100% hasta llegar al kilómetro—, en ese gimnasio se ponían a prueba la cadencia y potencia de tiro. Fue el mismo Spartan quien sugirió traer hasta allí enormes rocas, planchas de acero y tanques obsoletos, de modo que pudieran comprobarse la eficacia no solo de los fusiles Lupus, sino también de los cañones Eridanus, arma láser que dependía de una batería de litio en lugar de cualquier clase de munición. Azrael y Spartan llegaron a tiempo de ver una demostración: mientras que las balas híper-aceleradas de los fusiles Lupus atravesaban el acero y la roca con aplastante facilidad, los ardientes rayos de los cañones Eridanus los derretían. Hasta los tanques quedaban reducidos a charcos de escoria en poco tiempo.
—¿Qué hay de mi propuesta de una versión de Eridanus lo bastante pequeña como para ocultarse en la protección del brazo? —cuestionó Azrael, a lo que Spartan sacudió la cabeza—. Bueno, sigue siendo un gran paso, después de la decepción en otros campos. 120 km/h en nuestros soldados especializados en velocidad es inadmisible. Y en cuanto a la fuerza, esperaba algo más que levantar un par toneladas con el exoesqueleto Ursa Major, después de saber que un adolescente generaba con los dedos una presión de hasta 4000 kilogramos por centímetro cúbico.
Azrael siguió diciendo en voz alta las exageradas expectativas que tenía y Spartan siguió asintiendo, sumiso. Con la nueva posición que ese hombre tenía, decirle que comparar a un hombre corriente con un santo de Atenea era absurdo, sin importar que tuviera el mejor equipo y entrenamiento, podría suponer el despido, como poco.
Por suerte, había en la amplia sala personas con más valor que Spartan, los ex-caballeros negros Agni, ahora conocido como Shiva, y Leda.
—Señor, ¿no cree que está siendo injusto? —dijo Agni una vez se encontró con Azrael y Spartan. Ya habían terminado el recorrido—. Tener soldados más rápidos que un automóvil y más fuertes que un oso es un logro por el que las naciones pugnarían en una apuesta. ¿Qué esperaba? ¿Crear un santo de oro artificial?
—Detente, Shiva —pidió Leda—. Sabes que el comandante se emociona demasiado cuando habla de eso.
Spartan asintió por instinto. La época en la que tuvieron que contactarle mientras velaba por el sueño de Akasha en Bluegrad fue terrible. Hablaba de Shaula de Escorpio como si acabara de descubrir que era posible alcanzar la velocidad de la luz.
—Comprendo vuestras inquietudes —dijo Azrael—, pero debéis entender que las armaduras originales, Cepheus, Hercules y Perseus, dejaron el listón muy alto.
Las únicas puertas que había en ese lugar, las del ascensor, se abrieron para dar paso a los genios responsables de todo aquello. Tomomi, con un gesto hosco que dirigía sobre todo a un pelo rebelde que se mantenía elevado, transportaba a su abuelo para ver las instalaciones. Spartan, muy contento de que hubiera por fin gente de la que hablar de cosas importantes, se escabulló aprovechando que Azrael y los dos soldados discutían.
Pero el profesor Asamori no tenía ese día ánimo para hablar con el entusiasta Spartan. En cuanto aquel se acercó a su nieta, él se impulsó como un niño travieso y se fue acercando poco a poco al hombre que una vida atrás fue empleado suyo.
Le dio un ataque de nostalgia en medio del corto trayecto, no por el chico de la Fundación, el favorito de su viejo amigo, sino por los soldados para los que Azrael solo tenía elogios: Leda, portador de Cepheus, y Mil Manos Shiva, portador de Hércules, le hacían pensar en los huérfanos Ushio y Daichi, así como en Sho. Él en persona creó armaduras para aquellos chicos con el objetivo de que fueran lo más cercano posible al manto de Sagitario que la Fundación le había permitido estudiar. Tanto empeño le puso, que acabó poniendo demasiada carga en tres jóvenes prometedores, hasta la presión los obligó a apartarse de las batallas poco después de la primera que tuvieron. Tal vez por consideración a él, Leda y Shiva llevaban siempre abrigos que ocultaban esas toscas imitaciones de manto sagrado, cuya eficacia su nieta siempre había criticado, pero él seguía viéndolas de la forma en que solo los ya mayores pueden ver las cosas.
—Es un gran legado el que llevan encima, jóvenes —dijo al fin al profesor, cuando Shiva y Leda se cuadraban frente a Azrael, a modo de despedida.
—Señor, nos honra con esas palabras —dijo Shiva.
—Creo que he agotado los formalismos por hoy —dijo Leda—. Profesor, el comandante dice que si podemos trasladar todo esto al portaviones Egeón en tres días.
El ex-caballero negro, desde hacía tiempo oficial de la Guardia de Acero, lanzó aquel comentario de forma casual, dando un bostezo, como si no tuviera importancia. Asamori, ya conocedor de las mañas de ese truhán por más de un motivo, vio sus intenciones sin necesidad de leerle la mente. No había olvidado el miedo que le tuvo a Azrael en cierto viaje por mar; ahora quería darle un buen susto.
—¿Con la ayuda de Spartan? —dijo el profesor a pleno pulmón—. ¡Hasta en uno!
Los años podían haberle pintado de blanco el cabello, gastado los ojos y pintado el rostro de arrugas, por no hablar del detalle de las piernas, inmóviles, pero de voz estaba muy bien. Spartan oyó el llamado y quizás hasta entendió qué pretendía, porque en un par de segundos se tele-transportó al Campo de Tiro y movió hasta tres rocas enormes a la vez que desplazaba una hilera de tanques M1 para la siguiente práctica.
—Qué desperdicio… —se le escapó a Azrael, así fuera en un susurro, mientras veía al flacucho Spartan realizar tales prodigios—. Bueno, también aporta mucho aquí…
—¡Aportaría más si no lo distrajerais! Abuelo, Azrael.
Tomomi se metió en la discusión de esa forma, con tan mala cara que Leda y Shiva decidieron retirarse antes de que llegara. Asamori asintió, eran sabios en temerla, pero él no podía hacer lo mismo. Tenía asuntos que tratar con su antiguo empleado. Asuntos en los que preferiría no entrometer a su nieta.
—Azrael —dijo con cierta picardía—, Tomomi quiere probar Perseus esta noche, cree que existen hombres capaces de volar por el aire tan bien como Sho. ¿Te crees capaz?
—Abuelo, eres incorregible. Azrael no tiene tiempo…
—Me encantaría.
—… no tiene tiempo para… ¿Qué?
—Si a la señorita le parece bien.
Por momentos, la cara de Tomomi enrojeció, recomponiéndose solo al final.
—¿Ves, abuelo? Azrael está casado con Akasha. Si ella no le dice que respire, podría olvidarse de hacerlo cualquier día de estos.
Ya que solo había una persona a la que Azrael llamaba de ese modo, no había duda al respecto de a quién se refería. Eso lo sabía bien el profesor Asamori, quien tuvo que llevarse las culpas de la traición del soldado favorito de su viejo amigo a este. ¡Menuda discusión tuvieron en esos días, todo para que acabara convirtiéndose en…!
—Gestahl Noah no va a ser tu yerno —dijo Tomomi, acaso heredera de las facultades de su abuelo—. Nos llevamos bien, nos entendemos. Eso no tiene por qué acabar en matrimonio hoy en día. Así que deja de buscarme pareja.
—¿Qué tiene de malo Azrael? ¿Y qué tenía de malo…?
—Ni siquiera termines esa frase, harás que se avergüence de trabajar conmigo y yo lo necesito en este proyecto —cortó Tomomi, para luego hablar en susurros, con un ojo puesto en Spartan; seguía en el Campo de Tiro, apuntando datos—. Ya busco bastante la complejidad como científica, puedo permitirme ser superficial como mujer. Y no diré que Azrael me desagrade, pero nunca me gustaría un hombre que le gusta a mi madre.
Visiblemente confundido por el curso de la conversación, Azrael abrió mucho los ojos. ¿Qué tenía que ver todo eso con probar Perseus esa noche? Algo así pensaba. Seguro.
—Oh, claro —dijo Azrael—. Yo conocí a tu madre cuando tenía… ¿diez años?
—Y creciste mucho y muy bien —apuntó Tomomi, carraspeando al terminar la frase—. Deja de visitarla, me gusta que mis padres sigan juntos.
—¿Es una orden, como parte del Consejo de los Seis?
—Puedes tomarlo así, Soldado de Dios.
Sin nadie cerca para oírlos, a sabiendas de que los soldados de la estancia no perdían la concentración por nada del mundo y que los oficiales debían haber salido del centro, Azrael y Tomomi se saludaron como si el primero siguiera siendo miembro de la organización que precedió a Hybris. Lo hicieron sin rencor, cada uno con una sonrisa cargada de ironía que bebía de la tensión como un oasis en un desierto de mentiras.
—¿Ella sabe todo de ti?
—Todo, excepto una cosa —apuntó Azrael con tono insinuante.
Se giró hacia el profesor Asamori con gesto grave. Este, ya sabiendo lo que le diría, entendió que no podría hablar ese día con ese hombre, ni ningún otro. ¡Y estaba bien! Se avecinaban tiempos convulsos en los que todos podrían acabar muertos. El mundo no tenía tiempo para los arrepentimientos de un viejo como él.
«Pude alejarte de Gestahl Noah. No, porque salvaste a mi hija, debí hacerlo.»
—Nadie lo sabe, profesor Asamori —aseguró Azrael, continuando la frase sin producir sonido alguno. Los Asamori y él sabían leer los labios—: Nadie sabe que usted es el alquimista renegado de Reina Muerte.
Las viejas manos del hombre agarraron las piernas que dejaron de moverse ese día. Cuando el mismo barco que trajo a uno de los bastardos de Kido a la isla más cercana al infierno, se llevó como polizón a un cautivo de la isla, un descendiente del pueblo de Mu que fue forzado a convertirle en su hijo. No fue a través del acto normal en el que lo que se transmitía era una pizca del poder psíquico de un telépata, sino que en ese caso se vio obligarlo a darle hasta la última pizca de poder. El alquimista emisor perdió la vida, el genio receptor, las piernas, a cambio de poder y conocimiento
Si el Santuario supiera algo así, entendería que ya existía una orden de los caballeros negros antes de Gestahl Noah. Dirigida por él.
—Causamos mucho sufrimiento para llegar hasta aquí —dijo Asamori, oteando la sala por completo. Terminó viendo a su nieta, líder de Hybris, y a Azrael, a quien pudo haber adoptado si hubiese sido de verdad un buen hombre—. Todos. ¿Servirá para algo?
—La señorita cree que sí, por eso yo también lo creo.
—En ese caso, permite que en lo que me queda de vida sea a ella a quien ayude —rogó Asamori—. Todo lo que necesites, aquí lo tendrás, hijo. Cualquier cosa.
—¡Menos tu nieta!
La tristeza que poco a poco le sobrevenía se transformó en alegría de la noche en la mañana. Tal emoción podía liberar siempre Tomomi Asamori en su abuelo cada que perdía los nervios, la mitad de las veces debido al humor de un viejo desfasado.
—¡No te rías! ¡No es gracioso!
—Yo tampoco entiendo qué ocurre.
—Eso no me sorprende, Azrael.
—¿Así es como se siente Makoto?
—No sé quién es ese Makoto —dijo Asamori, recuperando el habla tras unos cuantos segundos de risa. La cara avergonzada de Tomomi y el gesto incrédulo de Azrael eran una combinación explosiva—. Pero si se parece en algo a alguno de los tres, ¡que el mundo se prepare! Tiene unos defensores de lo más particulares.
Con un largo suspiro y un gesto, Tomomi se alejó de los ruidosos conversadores y avanzó hacia donde estaba Spartan, quedando ambos reflejados en las lentes del profesor Asamori, el hombre que les había enseñado todo lo que sabían y que seguiría respirando todo el tiempo que fuera necesario para ver cómo lo superaban.
Un carraspeo muy poco sutil le devolvió a la realidad.
—Perdona, hijo. A veces se me va la cabeza. ¿Qué tienes que decir sobre el proyecto, ahora que ves los resultados? Conmigo no tienes que hacerte el duro.
Azrael tardó un poco en pensar la respuesta.
—Lo que les falta es experiencia, que solo pueden conseguir en combate. Saben emplear las armas, armaduras y otras herramientas con un rendimiento aceptable. Creo que podrían servir de apoyo a los veteranos.
—La retaguardia, ¿no? Dalo por hecho.
—Esto es sobre la movilización de la que hablamos antes de bajar aquí. Si pudiera tener a toda la Guardia de Acero dentro de Egeón dentro de tres días…
—Podemos —le interrumpió Asamori—. ¿Qué hay de la cadena de mando?
—La que ya establecimos. No hay cambios al respecto —dijo Azrael.
Ultimaron algunos detalles más mientras regresaban al ascensor. Dentro, Azrael marcó los números, distraído, hasta que se animó a confesar lo que llevaba tiempo pensando.
—Profesor, ¿existe alguna forma de viajar hasta Grecia hoy mismo?
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Después de comprobar por todos los medios posibles que Azrael y Akasha no estaban en Rodorio, Makoto se permitió descansar un tiempecito, que terminó convirtiéndose en la mayor parte de la mañana. ¡Se despertó a una hora del mediodía! Apurado, salió corriendo de la villa a toda velocidad, apurando a más de un tendero con el rastro de viento desatado que iba dejando tras de sí. Luego podría disculparse con ellos, ahora lo que tenía que hacer era llegar puntual a la primera convocatoria que el Sumo Sacerdote había realizado desde hacía mucho, mucho tiempo.
Con la emoción de que todas las dudas que el Santuario tenía sobre los implicados en la batalla del Pacífico parecían haberse disipados, bien pudo haber llegado hasta la entrada sin pararse a mirar los alrededores. Por suerte, el lago que se extendía frente a las montañas cercanas a Rodorio era enorme y pudo frenar a tiempo. Desde allí, a un par de pasos de la costa inferior, pudo detenerse a contemplar aquel colosal prodigio de la naturaleza que en realidad debía atribuirse a los hombres, a la fuerza de Geki de Oso y Nachi de Lobo, en concreto. Cuando estaba en el Santuario, se había acostumbrado tanto a esa parte de la tierra sagrada, al punto que vio en persona cómo las ninfas de Dodona ayudaron a convertir un valle atestado de muerte en un lago de aguas cristalinas, que terminó por no darle importancia; incluso cuando regresó, estaba demasiado apurado por el asunto de Akasha y el Juez se había asegurado de que llegaran al Santuario lo antes posible, por lo que tampoco se fijó. ¡Qué rápido pasaba la vida para un santo de Atenea, inmerso en un mundo de ensueño!
—No, no debo cruzarlo corriendo —decidió Makoto. En aquellas aguas, podía verse reflejado a la perfección, todavía vestido como un guardia corriente. Al lado, anclada a un pequeño muelle de madera, estaba la canoa y los remos que los miembros del ejército debían usar para llegar al otro lado—. También puedo dar un rodeo…
Sustituyendo al bosquecillo de hacía trece años, ahora había un bosque abrazando el lago en un área con forma semicircular. Estaba permitido que cualquier persona, desde guardias, amazonas y santos hasta la gente de Rodorio, pasara por allí, en teoría. El problema era que allí residían las ninfas de Dodona, demasiado alegres y festivas, así que no era raro que más de uno, por decente que fuera, se perdiera varios días como poco, sin recordar nada de lo dicho y hecho entre las hijas de la tierra cuando le permitían regresar. Makoto, consciente de que no era en absoluto inmune a los encantos de las mujeres, sacudió la cabeza con violencia. No, él no podía ir por ahí.
Descartada la opción de sobrevolarlo desde un principio, quedaba una última. Para mantener la relación milenaria entre Rodorio y Santuario, garantizando que hubiera víveres en tierra sagrada y que en la villa se supieran todavía cercanos al primer y último bastión de Atenea, el Sumo Sacerdote había llegado a un acuerdo con las ninfas, a quienes ni siquiera se les exigía la participación en más combates: cada vez que la gente de Rodorio fuera hasta allí con carros de suministros, se levantaba un camino que pudieran cruzar con toda comodidad. Era un espectáculo increíble, porque el agua cristalina del lago se alzaba para tomar la forma de un arco que iba de costa a costa. El puente, de la misma apariencia que el precioso líquido, brillaba con intensidad cuando el sol estaba alto en el cielo, asemejándose a un milagro de los cielos.
—Si tan solo me hubiese parado a preguntarle a la gente si tenían algo que transportar hoy —lamentó Makoto, hundiendo los hombros—. Las prisas no son buenas.
Aunque ver de nuevo la aparición y desaparición de ese puente mágico le entusiasmaba, las palabras de Kiki como mensajero del Sumo Sacerdote resonaban en la mente del santo de Mosca. Tenía que estar en el Santuario el mediodía. Lo más seguro era que él era el último, pues no vio a nadie más por el camino. Tendría que remar.
—Cuando antes empiece, antes acabaré —decidió Makoto, dando un salto hasta la canoa. La pequeña nave era fuerte: ni siquiera se tambaleó.
Varios pensamientos le vinieron a la cabeza en ese momento: si de verdad los habían perdonado a todos, incluida Akasha; qué locura estaría haciendo Azrael; si estarían a la altura cuando la guerra diera inicio… A fin de alejar todas las preocupaciones, se dio algunos golpecitos en la mejilla y luego tomó con las manos un poco del agua refrescante del lago. La bebió con avidez, sintiendo renovadas las fuerzas.
—¿Podrías pedirlo por favor, no? —dijo una voz omnipresente.
—¿¡Qué!? —Makoto cayó de la pura impresión, al tiempo que la canoa empezaba a moverse. No se alejó mucho del muelle gracias al amarre—. ¿Quién ha sido?
Miró en todas direcciones, hasta arriba, sabiendo que en la división Pegaso más de uno podría haber aprendido de Marin el arte de combatir en el aire. La voz era de mujer, de eso podía estar seguro, pero nada más sabía. Entonces, se le ocurrió mirar abajo.
Entre el muelle y la canoa, el agua burbujeaba, dibujando las facciones del rostro de una muchacha que lo miraba ceñuda.
—Una oración bastará —dijo la mística criatura. Los labios hechos de burbujas se movieron en muecas exageradas, aunque la voz seguía viniendo desde todas direcciones—. Repite conmigo, ladronzuelo: «¡Oh, diosa del mar, te doy las gracias por el néctar divino que he robado como el mortal vulgar que soy!»
Como Makoto no le siguió el juego, la criatura mostró más y más enojo, hasta que las burbujas se amontonaron todo lo posible y empezaron a estallar, revelando un rostro más humano. Lo era, al menos, en las facciones, si se descartaba que tuviera la cara de una mujer que hubiese conservado la juventud y viveza de una muchacha. Por otra parte, el cabello que caía liso por las cejas y la acuosa superficie, era de un azul natural, imposible entre los humanos. Un signo característico de las hijas de Nereo.
—Si no me rezas, te daré una buena tunda, que lo sepas —advirtió la nereida, esta vez con su voz natural. Sería melodiosa si no estuviera hablando con las mejillas infladas.
Un grito repentino escapó del boquiabierto santo de Mosca. Recordaba a esa criatura, no hacía ni siquiera dos años que se habían visto. En las estepas de Siberia, cuando él fingía ser un caballero negro y ella jugaba a ser una guerrera azul apócrifa, trabajando para el renacido príncipe Alexer. Se suponía que a la derrota de este, los Campeones del Hades que lo respaldaban salieron huyendo.
—¿Aqua?
—Ah, empiezas la oración con el nombre. ¡Chico listo! —exclamó la nereida, emergiendo de las aguas con la misma gracia y belleza que una sirena. Lo único que le tapaba la piel, en el pecho y la espalda superior, era el abundante cabello—. Un momento, tu cosmos me es familiar… ¿No eres ese caballero negro tan latoso? ¿El que me decía que pegaba más flojito que una tal Hipólita?
En tan solo un momento, Aqua pasó de estar muy contenta al enojo de antes. Pero Makoto no pudo verlo: se había echado en la canoa, muy avergonzado, en el momento en que la nereida se levantó.
—¡Por todos los dioses del Olimpo, tápese!
Notas del autor:
¡Bienvenidos al futuro, lectores! La vida es buena, pero puede ser mejor.
Shadir. Así es, ¿quién habría dicho que los garantes de la paz y la justicia en la Tierra podrían tener unos comienzos tan sombríos? No diré poco heroicos, pues la noción de heroicidad de esos tiempos era más amplia que la que tenemos hoy.
Estos dioses siempre con sus intrigas y misterios. Hasta a Poseidón le tocó quedar confundido, habiendo visto en el guion original una Atenea más buena y cristalina.
