Capítulo 62. Últimos preparativos
El frente norte abarcaría los alrededores de Bluegrad, en Siberia Oriental. Los guerreros azules de la remota ciudad serían apoyados por un tercio del ejército marino y un grupo de santos pertenecientes a las divisiones Andrómeda, Cisne y Fénix.
La antigua residencia de los Heinstein sería el frente occidental. Allí, las divisiones Dragón y Pegaso, incluyendo a los generales Garland y Arthur, realizarían un asalto frontal. Shaula y Sneyder se les unirían, así como grupos especializados de los caballeros negros y los guerreros azules, según fuera necesario.
Otro tercio del ejército marino apoyaría a la práctica totalidad del poder de Hybris en una misión de reconocimiento en el Continente Perdido, como eran ya conocidas las extrañas tierras aparecidas en el Pacífico. Ofión y Shizuma formarían parte de la expedición, con el deber de aconsejar y prestar apoyo al Gran General Sorrento. Si resultaba ser la base de la legión de Leteo, como se sospechaba, tal territorio sería considerado el frente oriental.
Quienes no se dirigieran a ninguno de esos campos de batalla, sin importar a qué división o ejército perteneciesen, acabarían formando parte de una legión mixta de santos, guerreros azules —una variante europea de estos—, caballeros negros y determinados civiles y militares del territorio chino. Esto último era necesario, ya que el frente sur, a mil kilómetros del monte Lu, sería el más grande con diferencia y no debía permitirse que la batalla afectase a los países colindantes de Naraka, la tierra de nadie sobre la que mucho tiempo atrás se construyó la Torre de los Espectros.
Además, atendiendo a cualquier posible imprevisto, la Suma Sacerdotisa, con Lucile como guardaespaldas, se quedaría en Rodorio. Incluso Nicole de Altar permanecería esos días junto a ella, como mano derecha en lo que se refería a la administración del Santuario, antes de unirse a la batalla. No podían descuidar la villa hasta que Caronte fuera derrotado. Desde esa posición, la nueva representante de Atenea en la Tierra estaría pendiente del avance de los cuatro frentes de la guerra.
—¿No piensa luchar con nosotros? —preguntó Faetón, junto a Tiresias y Helena, el último en ser convocado para escoger dónde podría combatir. No se dirigió al caballero negro ni al Gran General, ni siquiera al príncipe de Bluegrad, y ni hablar del caballero de Corona Boreal, del que tan poco se sabía. Él era el jefe de los vigías del Santuario, servía a Atenea como un guardia honrado. Punto. Que no le vinieran con cuentos ahora—. ¿El Sumo Sacerdote lo hará, no?
En ese momento, Kanon conversaba con los cuatro generales sobre el asalto a Heinstein. La estrategia que proponía, por alguna razón, no gustaba nada a Shaula.
—Tengo un papel que cumplir —contestó Akasha.
—Te recuerdo —intervino Tiresias, carraspeando—, que la seguridad de Rodorio nos permitirá ir a la batalla sin miedo a que nuestra gente quede desamparada. Es porque sacamos ese tema que recibimos esta respuesta que criticas, Faetón.
—Patrañas —exclamó el jefe de vigías, desechando tales explicaciones con un gesto—. Ni toda la guardia puede compararse con uno de los santos de oro que permanecerán aquí. Podríamos quedarnos todos en Rodorio, si la seguridad de la villa es lo que les preocupa, y no cambiaría nada, ¡nada!
Tiresias, ceñudo, quiso replicar, pero entonces Akasha dio un paso hacia ellos.
—Todos los santos de Atenea tienen un papel que cumplir en esta guerra, Faetón, ninguna de mis palabras fue en vano —aseguró, al tiempo que Azrael aparecía justo a la espalda del jefe de los vigías, sobresaltándolo—. Existe un proyecto que hemos estado llevando a cabo para vosotros. Lo llamamos Edad de Hierro. Azrael, por favor.
El asistente asintió, dando con notable entusiasmo una explicación somera sobre la Guardia de Acero y las ventajas que suponía el equipo creado por el profesor Asamori. Armas, herramientas de apoyo, armaduras de tipo exoesqueleto como la que llevaba… Había utilidades para quienes preferían el combate cuerpo a cuerpo, para los que tenían buen ojo y podían llevar una lucha a distancia y hasta para los que no deseaban usar armas de ninguna clase. ¡Hasta tenían vehículos especializados! Claro que esa parte de la producción estaba compuesta más que nada por prototipos, como los cazas Pegasus. La expresión de Faetón fue cambiando conforme escuchaba de todas aquellas maravillas, demasiado tentado como para repudiarlas, que a buen seguro sabía era lo que se esperaba de él. También Tiresias evidenció sentir cierta curiosidad.
—Guardia de Acero —murmuró el jefe de los vigías—. ¿Ser mandado por este…?
—Me gustaría contar con vosotros como líderes —cortó Akasha enseguida—. Shiva, Leda y Azrael tienen autoridad sobre los miembros actuales de la Guardia de Acero, pero si es posible que más en el Santuario se unan —dejó caer, mostrando que no pensaba forzarles a tomar esa decisión—, no deseo pedirles que obedezcan a extraños, sino a quienes siempre han hecho una gran labor y que por tanto merecen su respeto. ¿Quién más que Tiresias para dirigir a los guardianes y quién más que Faetón para ser el primero entre los vigías? ¿Y…?
La mirada de la Suma Sacerdotisa se posó en Helena, callando al ver que la amazona negaba con la cabeza. La propuesta no le interesaba.
—No quisiera ser descortés, Su Santidad, pero las amazonas hemos luchado a la manera de los santos desde antes de que nuestra existencia fuera oficial. No empuñaremos arma alguna, como tampoco vestiremos una imitación de manto sagrado.
—Nosotros llevamos ya tiempo empuñando armas, corrientes y míticas —comentó Tiresias tras ver que nadie ponía objeción a la decisión Helena, aprobándola por omisión—. Al menos, mis hombres lo hacen con más orgullo ahora que cada lanza es bendecida por Nimrod de Cáncer.
—Es lo mismo con mis espadachines —admitió Faetón con más reticencia—. No me apetece nada darles pistolas, no somos el maldito ejército de una de esas naciones belicosas, tenemos nuestro orgullo. Sin embargo, mejores armaduras serán bienvenidas.
«Y si había que usar pistolas, se usaban.» Eso era lo que traslucían los ojos de Faetón, que a buen seguro ocultaba su verdadero parecer por la presencia de Helena y Tiresias.
De esa forma, los líderes de los santos de hierro expusieron sus puntos de vista, cimentando la posterior decisión de Akasha. Esta, ni celebró ni condenó la postura de aquellos, sino que hizo un llamamiento a cada guardia para decidir qué necesitaban de forma individual. Más velocidad, más fuerza, más alcance… Cada hombre era un mundo y Azrael estuvo encantado de exponer las ventajas del proyecto, ahora sí, siempre al lado de Akasha. ¿Lo más curioso? Muchos de los que escogían armas de largo alcance eran hombres de Faetón, que tras una muy creíble reprimenda, acababa aceptándolos así. Solo las amazonas, por respeto a Helena, y los Toros de Rodorio y los Arqueros Ciegos, quedaron al margen de la convocatoria. Aquellas unidades estaban bien luchando con las armas que ya poseían, no necesitaban más.
Mientras que los aliados se retiraban ya a prepararse —Orestes siguiendo los pasos de Ícaro una vez obtuvo la muda aprobación de la Suma Sacerdotisa—, se iban formando grupos de santos a uno y otro lado de la larga fila de guardias. Uno de estos grupos giraba en torno a Ishmael, quien ya tramaba con ellos una estrategia efectiva de combate según qué legión del infierno tendría que enfrentar cada uno. No coincidirían los cuatro en un solo frente. Al observar sus opciones, solo el santo de Lagarto consideraba al igual que Ishmael prioritaria la defensa de la Torre de los Espectros, mientras que el santo de Auriga prefería el ataque a la base enemiga y el santo de Centauro consideraba importante prestar apoyo a Bluegrad. El Santuario tendría poca presencia allí.
—¿ No vas a acompañarme al norte, Willy?
—La presencia de santos en Bluegrad y ese nuevo continente me parece innecesaria en principio —contestó Ishmael, sin siquiera mirar a la recién llegada Bianca—. Su Santidad, es decir, nuestro anterior Sumo Sacerdote creará medios para que podamos enviar tropas a los distintos campos de batalla, así que deberíamos centrar nuestros esfuerzos en Naraka… y el castillo Heinstein —añadió, mirando de reojo a Yu de Auriga, quien asintió— mientras los aliados se ocupan del resto de frentes. Estabas detrás de mí cuando di mi opinión a… a la Suma Sacerdotisa.
—Si prefieres que esté delante, solo dilo.
—¡Ese no es…! —Ishmael calló a tiempo, recordando que los santos de Lagarto, Centauro y Auriga estaban allí, esperando—. Estoy demasiado ocupado para tus tonterías. Ve a donde perteneces y déjanos tranquilos.
Una mala selección de palabras, como descubrió enseguida. Bianca se acercó más y más al santo de Ballena, pasándole la mano por el cuello y mirando a los otros tres santos de plata, acaso divertida por verlos enmudecidos.
—Tenemos un asunto pendiente, ¿recuerdas Willy?
—Inaceptable —gruñó Ishmael, apretando los puños.
—¿No pensarás compartirme con tus amigos, verdad?
El tono, tan travieso y fuera de lugar, fue demasiado para los que veían incómodos la escena. Ninguno de los tres pudo ocultar el alivio que les supuso que el santo de Ballena los despidiera, liberándolos de toda responsabilidad.
—Está bien—dijo Ishmael, resignado—. Resolvámoslo de una vez. En privado.
Makoto no envidiaba a aquel hombre, en tiempos conocido como el más recto y hábil entre los santos de plata, y ahora arrastrado por Can Mayor lejos del lugar hasta quién sabe qué parte del Santuario. Con tal de no cruzarse con ellos, se acercó a la Suma Sacerdotisa y su asistente, en parte por querer saber más de la Guardia de Acero —le gustase o no esa institución, tendría mucha presencia en el frente donde él lucharía—, en parte para recordarle a Azrael que no podía estar donde estuviese la representante de Atenea. No siempre, desde luego, había formas que mantener.
No solo no logró tal propósito, sino que pasó un buen rato siendo objeto de miradas desaprobadoras de sus compañeros. Y es que una vez se acercó a Azrael y este le ignoró por completo, ya no pudo abandonar esa posición, incluso si no aportaba nada.
—¿Nadie le ha dicho a tu discípulo que la mano derecha del Sumo Sacerdote es el santo de Altar, no el santo de Mosca? —bromeaba Shun a Seiya, quien al saber a Akasha aceptada como líder, se había apartado de la primera línea sin destacar mucho.
—Las moscas te sobrevuelan sin importar quien seas, ¿no? —Quizás recordando algún problema con esos insectos, el santo de Pegaso se empezó a rascar la cabeza—. No vi que te unieras a ningún grupo. ¿Te quedarás en Rodorio?
—¿No lo harás tú? Tampoco te vi hablando con ella.
—Ya, bueno, es un poco incómodo.
Seiya prefirió no decir más. Como segundo maestro de Akasha, sentía que le había fallado. ¡Y claro que lo había hecho! No solo acababa de salir de un sueño de años, sino que antes de este era más un combatiente primerizo aplicando las enseñanzas de su maestra que un hombre lo bastante sabio como para ser maestro. No supo guiar a la niña que se sentía aplastada por la culpa, solo le dio versiones toscas de las explicaciones de Marin y un optimismo que solo la hacía sentirse peor mes tras mes. Al final, Akasha acabó siendo entrenada por el resto de compañeros, uno tras otro, mientras que él pudo encargarse de Makoto tiempo después, siendo un poco más maduro.
Veía a ese muchacho y costaba creer que fuera el mismo niño travieso del orfanato. Había crecido mucho desde que lo vio tomar el manto de plata, y sospechaba que crecería más con el tiempo, si sobrevivía.
—A veces odio esto.
—¿No luchar? —entendió Shun—. Nos costó decidirlo hace años, hasta tuvo que ser Shiryu, el único de nosotros que había formado una familia, quien dio el primer paso.
—Ya, yo tendría que haberle seguido a él, y a Hyoga y a Ikki, el problema es que los veo a todos y pienso que les estamos fallando. Tenemos la fuerza para pelear junto a ellos, ¿por qué no combatimos? Podríamos demostrarles que el rango no importa con algo más que palabras, ¿por qué no lo hacemos? Todo esto empezó para liberarnos de una maldición y nosotros no les damos nada a cambio.
En eso, como Seiya esperaba, Shun no estaba de acuerdo. Más todavía, le dedicó una severa mirada que tardó un poco más de lo esperado en suavizarse.
—Hemos hecho mucho —dijo Shun—. No todo es pelear, Seiya.
—Díselo a ellos.
El santo de Pegaso señalaba a Mithos y Subaru. Aquellos dos, inseparables de Shaula, recibían de esta la noticia de que no podían acompañarla a Heinstein. Sin entrar en detalles, la santa de Escorpio explicaba que en Bluegrad existía un tesoro que las fuerzas del Hades no podían tocar bajo ningún concepto. Protegerlo tenía una importancia capital, solo superada por la defensa de la Torre de los Espectros, por esa razón Kanon de Géminis señaló a los santos de Escudo y Reloj como defensores del tesoro, justo después de que Shaula presumiera que nada en el mundo podría atravesar una defensa levantada por ambos si estaban juntos.
—Sobrevivirán —afirmó Shun—. Y tú también.
—Es lo que quiero, que sobrevivan.
—Por eso ayudamos a Su Santidad… —Shun carraspeó a media frase, ni él se acostumbraba al cambio—. A Kanon a levantar este Santuario, para que hubiera quien pudiese defender el mundo como nosotros lo hicimos una vez. Seiya, no podemos arriesgarnos a actuar siguiendo la dirección del Hijo.
—Han pasado ya tres años y ni siquiera Shiryu ha vuelto. Tal vez ellos estén luchando solos. Si eso es así… ¿qué haremos?
—Luchar nuestras batallas, mientras ellos luchan las suyas —contestó Shun.
Seiya terminó por concordar con el santo de Andrómeda, tal y como ocurrió años atrás, cuando entendieron que debían ir más allá de las batallas que podían verse en el horizonte, más allá de las legiones del Hades y de Caronte. La breve aparición de Adrien Solo, que ahuyentó a aquel sujeto pálido sin que debiera mediar palabra, demostraba que estaban haciendo lo correcto, incluso si no le gustaba.
«El Hijo, los Astra Planeta, Poseidón… ¿Qué será lo siguiente?»
Mientras, el resto del renovado ejército de Atenea se preparaba para lo que creían era la batalla final. El día para el que se habían sido escogidos. El futuro, si es que había uno, era algo lejano para la mayoría.
xxx
Dos días después, la mayor parte de los santos de Atenea habían partido ya a los distintos campos de batalla. De la segunda casta del ejército, la Espada de Plata, solo quedaban tres miembros en Rodorio: Margaret, el habilidoso Lagarto del Santuario; el apuesto Joseph de Centauro, conocedor de los sueños de los hombres, y el deforme Yu de Auriga, dueño de un poder inmenso a costa de un aspecto inhumano.
Los aldeanos se habían congregado alrededor de los santos, aunque no tanto por ellos, sino por quienes les acompañaban. Los guardias que no habían aceptado el equipo del Centro de Investigación Asamori se repartirían entre aquellos tres oficiales de plata: unos destinados a la torre donde los espectros del Hades seguían encerrados; otros a la Ciudad Azul en que se congregarían los hombres de la tierra y el mar. Los más bravos e intrépidos, se unirían al asalto a Heinstein bajo el mando de Yu.
Estos últimos destacaban entre los demás, pues ninguna coraza protegía en ellos el pecho cicatrizado, duro como el acero tras el fallido intento de convertirse en santos; y no llevaban espadas, lanzas o arcos, sino enormes bolas de metal al final de cadenas de hierro, y martillos de guerra que ningún hombre común podría levantar del suelo, así lo ayudasen otros nueve. Eran los Toros de Rodorio, armaduras andantes de carne invulnerable, y una máscara broncínea de toro cubriendo sus rostros. La mayoría estuvo en la villa mientras un hermano, un padre o un hijo moría protegiéndoles de la legión de Aqueronte, y hoy les llegaba el momento de vengarse.
Nadie lloró por su partida. Las lágrimas, los gritos y las palabras de último momento estaban reservadas para los hombres de rostro descubierto, y los Toros de Rodorio eran solo cien entre los miles que ya se habían ido. Personas que, más allá de la fuerza, el valor y la habilidad que tanto necesitaba el Santuario en tiempos como aquellos, habían sido parte del día a día de los aldeanos por muchos años. ¿Cuántos volverían a casa? ¿Qué podrían aportar a los invencibles santos? Preguntas semejantes se formaban en la mente de muchos, al tiempo que unas pocas voces se atrevían a formularlas.
—Son buenos hombres —dijo Tiresias. A pesar de aprobar la conversión de soldados en miembros de la Guardia de Acero, él no llevaba ningún ingenio tecnológico, para honrar a los dos millares que lucharían esa guerra como siempre, con lanza, espada y escudo—. Guerreros fieles a la diosa, no carne de cañón.
—Lo creo —dijo Arthur, al tanto de las tres columnas que crecían frente a los santos de plata—. Es por eso que les encomiendo el destino del mundo. Tiresias, entiendo que quieras estar pendiente de todos tus hombres, pero te necesitan en Naraka.
—El último en abandonar el barco debe ser el capitán. Siempre.
Mediante un gesto de asentimiento, Arthur aprobó aquello y permitió que el ciego soldado palmease algunos hombros nerviosos y soltara palabras de ánimo. Muchos rieron, sobre todo los aldeanos, hasta que una unidad de soldados únicos se acercó a las tres columnas. De repente, todos perdieron el humor, los que no eran hábiles en la batalla se apartaron como pudieron, dejando el camino libre para que los recién llegados pudieran atravesarlo en filas de cinco hombres. Y es que si los Toros de Rodorio se habían aislado del resto de la villa, ganándose la indiferencia de todos, los Arqueros Ciegos despertaban una emoción más viva: el miedo. Sesenta y seis hombres, entre ellos antiguos guardias y hasta ex-caballeros negros, avanzaban con el ritmo monótono y coordinado de un batallón de máquinas, siguiendo el andar de su líder.
Tampoco hubo llanto o chillido en honor de aquellos hombres de vacías cuencas oculares, algo que se le podría agradecer a Arthur de Libra. El Juez, tal y como insistía ante las críticas sobre su ominosa vigilancia, nunca afectaba el libre albedrío de ningún ser humano. Sin embargo, en más de una ocasión había tenido que redirigir a un guardia despistado, o a un jovenzuelo aspirante desconocedor de las reglas, cuando estaban a punto de toparse con una guerrera sin máscara. A parecer de Arthur, no estaban en posición de perder gratuitamente a hombres y mujeres, aun por una regla tan antigua. Solo permitía que semejante tragedia ocurriera cuando los implicados se lo buscaban; podía proteger al ingenuo, no al necio.
«Y aun así, has recolectado tu propio número de la bestia en arqueros.»
Cuando se acercó a la líder, Triela de Sagitario, uno de los que le cerraron el paso era Claudio. La suerte de aquel miserable solo había durado unas horas; la Silente no olvidaba los errores, jamás. A pesar de las cicatrices que tenía en las mejillas, a buen seguro producidas por él mismo en el momento en que perdió el otro ojo, protegía a la Silente con la misma lealtad fanática que quienes llevaban años a su servicio.
—Los Arqueros Ciegos serán necesarios en el norte —dijo Arthur—. A ti te necesitamos aquí. Es lo que solicitaste y es tarde para que cambiemos de estrategia.
Triela dio una vuelta, señalando la horda que la precedía y los hombres que la separaban del Juez. Al terminar, se apuntó a sí misma con el pulgar, y dio un paso, desafiante.
—No.
La negativa de Arthur fue solo un susurro, pero los más cercanos, soldados y civiles, la escucharon con terrible nitidez. Era la voz del Juez, que doblegaba el tiempo y el espacio, después de todo. Sesenta y seis Arqueros Ciegos fijados de pronto al suelo, de rodillas, eran clara muestra de que la situación se estaba complicando.
—Caronte podría atacar este lugar —dijo, y la presión se incrementó sobre el cuerpo de Triela como respuesta al segundo paso que dio—. Se necesitan al menos tres de nosotros para tener posibilidades de sobrevivir en lo que llegan refuerzos.
Ni siquiera por vía telepática Triela estuvo dispuesta a hablar. Seguía ahí, tan callada como siempre, y lo único que le impedía dar un tercer paso parecía ser una repentina e inexplicable compasión por los hombres que mutiló. ¿Cuánto duraría eso? ¿Cuándo Triela cruzaría la línea que separaba la insubordinación de la rebeldía? Si eso sucedía, no bastaría una caricia como la que ahora le daba Arthur. Tendría que usar la fuerza necesaria para someter a una santa de oro, invocar el Verdict Seclusion.
—¿Por qué no dejas que los acompañe a donde sea que los necesiten? —le propuso Seiya mediante telepatía—. Un santo de oro puede dar más de siete vueltas al mundo en un segundo. Podría regresar en el mismo tiempo que tardas en toser.
—Porque lleva puesto el manto de Sagitario. Va a luchar con ellos y eso no es posible.
—Entonces, deja que se queden los Arqueros Ciegos.
—La guardia tiene un papel que cumplir, los santos de oro tenemos otro. Ni siquiera me gusta que debamos perder el tiempo en Heinstein con esa corte de advenedizos.
—Akasha y Lucile son fuertes, sabrán cuidar esta tierra. Y si ocurriera algún problema, podría venir enseguida. ¿No te parece que sobreestimas a Caronte?
—Caronte mató a tu hermano mientras dormías, hace trece años —lanzó Arthur, cortando el tono jocoso del santo de Pegaso—. Entonces estaba débil. Si pudiera contar con los doce santos de oro y hasta arrastrarte a ti y a Andrómeda, lo reclamaría; el primer paso para ganar esta guerra es destruirlo a él.
Mientras hablaba, una idea peligrosa pasó por la mente de Arthur. Con un mismo ademán, cortó la comunicación con Seiya y anuló la cárcel de gravedad que mantenía a Triela y los Arqueros Ciegos atados al suelo. Evitó las palabras de disculpa que no se merecían y les indicó que prosiguieran. El batallón ciego tardó en aceptar su cambio de parecer; solo empezaron a andar cuando Triela lo hizo.
—Iréis a Bluegrad con Joseph —ordenó el Juez, seco. No esperó respuesta verbal o de otro tipo antes de caminar en dirección contraria, aunque seguía consciente de lo que estaba tras su espalda: Triela moviendo el dedo en círculos, como aludiendo a su locura; guardias recios, veteranos, evitando el roce con Arqueros Ciegos—. Oh, Atenea.
Miró a la multitud, mezcla de confusión, tristeza y miedo, y pronto encontró a quien buscaba en una fila lejana. Apenas se distinguía entre tanta gente, pero era ella, Seika, cargando sobre sus hombros a un niño pequeño que se despedía de su padre. Otro hombre habría sido capaz de hacer que flotaran en el aire, en una burbuja ingrávida, sin pensar en cómo reaccionarían los demás; Arthur, entre el hastío por lo apresurado de la situación y las ganas que tenía de volver a ver a Seika, se divirtió imaginando la escena.
Entonces, como invocado por el mismo Hado, cayó del cielo el más célebre de los santos. De un blanco azulado era el manto, y rojas las mallas que destacaban sobre las pocas zonas desprotegidas. Ropas dignas para un hombre no tan digno, al menos en lo que se refería al porte y la actitud. Seiya de Pegaso seguía conservando el mismo pelo revuelto y rostro jovial de hacía veinte años. Y era justo eso lo que se había ganado la admiración y el respeto de los jóvenes aspirantes durante la última década: el optimismo inagotable de una leyenda viva.
—Seiya, llegaste a portar el manto sagrado de Sagitario, ¿cierto? —preguntó Arthur mientras caminaba entre las columnas de guardias, Arqueros Ciegos y Toros de Rodorio.
—Sí —corroboró el santo de Pegaso, algo confundido—. El pasado siglo, durante la batalla contra Poseidón, y también…
—Sustituirás a Triela —le interrumpió—. También pediré a Shun de Andrómeda que se persone en el Santuario a la mayor brevedad.
—Sabes que no estamos destinados a ningún frente, ¿cierto? —dijo Seiya, cruzándose de brazos—. ¡Eres demasiado joven como para volverte senil!
—Escúchame, Seiya, esto no será como las Guerras Santas que librasteis. Nuestra misión no es salvar a Atenea, tampoco detener una catástrofe enfrentando a un único enemigo, por poderoso que sea. Las legiones del Hades pueden llenar el mundo entero y convertirlo en una tierra inerte, semejante al reino de los muertos. Si no hacemos algo para detener hasta el último de nuestros enemigos, no quedará rastro de vida en trece días. No puedo permitirme aceptar que nadie tenga privilegios. ¿Me explico?
—Hablas como si no quisiera pelear —objetó el santo de Pegaso, a buen seguro callando más de lo que decía—. ¿Piensas decirle lo mismo a Shun?
—Pienso ir a Heinstein, con el resto de generales, para aliviar la carga de nuestro ejército así sea un poco. Solo quiero que cuando abandone esta tierra y no pueda tener todo el control que quisiera sobre lo que entra y sale, sobre lo que se escucha y lo que permanece como un secreto, todo esté en orden. ¿Me ayudarás con eso?
—Sí, claro.
Una respuesta breve y taciturna, impropia de él. Arthur, desconocedor de los planes de los héroes de bronce, decidió que no era tiempo de indagar en eso. Ya podía estar agradecido de que Seiya no se dedicara a cuestionar las decisiones de la Suma Sacerdotisa como había hecho en privado, dos días atrás. En realidad, no existía una razón para mantener efectivos en el Santuario, ahora que Niké, la Égida y Almagesto —el manto divino de Atenea— no estaban en tierra sagrada, lo único que atraería a Caronte hasta allí sería la presencia de los santos de oro empeñados en quedarse, quienes no eran sino Akasha, Lucile y hasta hacía un tiempo, Triela. Desde esa perspectiva, no le estaban haciendo ningún favor a Rodorio.
«Debe de haber algún secreto de vital importancia, transmitido entre los representantes de Atenea —teorizó Arthur—. Si tuviera alguna prueba, podría explicárselo.»
El par ya había llegado al final de las columnas, donde Margaret, Yu, y Triela, quien estaba a la diestra de Joseph, les dedicaron un saludo formal. Así marcharon los últimos hombres de Atenea en Rodorio, y mil ruegos conquistaron la atmósfera: «Vuelve pronto», «¡Te esperamos!», «¡Eres el mejor papá!»; las palabras variaban, pero el sentimiento era único, unánime.
—Has tomado la decisión correcta —dijo Arthur—. Aunque parezca que nos sobra tiempo, no es sensato desperdiciarlo en discusiones bizantinas.
—Eso deberías aplicártelo tú —replicó Seiya—. Si aceptaste una alianza con Altar Negro y Poseidón, que le pusieras tantos impedimentos a Triela por cambiar de opinión es para darte un buen puñetazo —dejó caer, golpeando el aire. Un gesto amistoso que pretendía esconder lo mucho que le disgustaba esa idea; Arthur no podía culparle—. Bueno, se supone que derrotamos a Hades, ¿no? ¿Qué cosa hay en la tierra, los mares y el infierno que podamos temer?
—Nada —decidió Arthur, luego de una visión tan terrible como fugaz, de un mundo de guerra y muerte—. No hay enemigo al que los santos de Atenea no podamos vencer.
Notas del autor:
Shadir. Dudo que pueda, seguro la PS5 que le compraron tiene mil y un problemas. Pero apenas lo sabrá cuando acabe esta dura guerra que está por venir.
Qué lejanos aquellos tiempos donde los aliados eran héroes que luchaban por la paz y la justicia en la Tierra, por suerte Akasha sabe ganarse a los aliados más inesperados. Oh, sí, los Astra Planeta y sus advertencias, nunca paran.
Si tan solo alguien no se hubiese robado los tesoros de Atenea, no tendríamos que preguntarnos eso. O puede que sí, se viene una muy dura batalla.
Ulti_SG. ¿Manipuladora? No sé si Azrael esté de acuerdo con eso… Oh, ¿qué importa? ¡Entendí la referencia!
Es la tercera si llevo bien la cuenta. Nuestro pacífico astral había escuchado eso de que a la tercera es la vencida, pero no se cumplió esta vez. ¿Será de verdad la última?
Adrien Solo salió al papá, galán e imponente. Por cierto, que si bien los personajes solo tienen que ver en su linaje y en ser avatares de Poseidón, el nombre de Adrien es un pequeño homenaje al fanfic de Joseleo SS 13th Century: Olympian Brothers´ Holy War, de Saint Seiya Foros, sobre una guerra entre Atenea y Poseidón en el siglo XIII. ¡Estos Astra Planeta con sus actitudes sospechosas!
¡Qué bueno que te haya parecido así! Transmitir mediante escritos la misma sensación que en una serie animada (que cuenta con el combo de animación, dibujo y música) con solo texto no es nada, nada fácil. Confiemos en que nuestros héroes salgan victoriosos.
¡Ojo! Excelente capítulo, no solo bueno.
Quiero aprovechar este espacio, ya que coincidió la fecha con el día de publicación, para desearte un muy feliz cumpleaños. Espero que lo pases muy bien allá con tus seres queridos. Happy Birthday!
