Capítulo 70. Frente oriental

Los barcos de la Alianza del Pacífico no podían atracar en el continente Mu, así lo declaró Munin desde el navío insignia al observar los escarpados acantilados que se extendían de norte a sur hasta donde alcanzaba la vista. Sin esperar confirmación de parte de Sorrento y Dione, la nereida de perlada armadura, comenzó a ordenar a los suyos que saltaran sin más a tierra. Los que no pudieran superar los cientos de metros de altura de los acantilados, por lo menos debían ser lo bastante rápidos y ágiles como para correr a través de ellos sin que la gravedad hiciera lo suyo. Una prueba de valor.

De los oficiales de Hybris que había en el barco, nueve se apresuraron a acatar las órdenes y uno las ignoró por completo. El caballero negro de Lebreles, semejante en apariencia al predecesor de Mera, Asterión, arrancó un pedazo de roca del acantilado, larga como un hombre, lo aplanó en uno de los lados mientras lo acercaba al borde de la cubierta y saltó hacia la pétrea tabla, todo en tan solo un segundo. A Munin no le dio tiempo de recriminarle, pues con una sonrisa en los labios, el díscolo oficial salió volando, directo al acantilado. Otros como él, o más bien otras, sombras de Mosca, siguieron su estela saltando de barco en barco para finalmente saltar hasta llegar a la altura del caballero negro de Lebreles. Entonces, este y las Moscas Negras descargaron su fuerza mental sobre la roca. Si no contaban con una playa, la crearían sin más.

—¿Un surfista aéreo? ¿Eso es lo mejor que se te ha ocurrido para imitar a Hipólita, Miguel? —Munin de Cuervo Negro era incapaz de creerlo. No era que no estuviesen siendo efectivos, ni que fuera una proeza considerando que había cinco caballeros negros de plata implicados, pero las maneras eran vergonzosas—. Siento que tengáis que ver esto. Gran General. Señora Dione.

La voz de Munin no llegó al líder del ejército marino, por los estridentes ruidos que hacían sus subordinados al atacar y la subsecuente avalancha. Decenas de rocas salían volando, siendo usadas por las Moscas Negras a modo de plataforma para mantenerse en el aire y seguir atacando. Poco tiempo después, ya tenían una playa en la que atracar.

Al menos eso fue lo que el caballero negro de Lebreles afirmó antes de que Munin le ordenara vigilar lo que fuera que creó durante el resto de la guerra.

«La insubordinación es la insubordinación —pensó Munin, mirando con el mismo semblante serio a las sombras de Mosca—. ¿Cómo le habría ido a Makoto si Hybris hubiese contado con un caballero negro de Mosca y no mujeres? Ah, malditos santos de Atenea, tienen una suerte de mil demonios.»

Esperaba recibir un poco de ella ahora, que trabajaría como un aliado de ellos.

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Para cuando Ofión de Aries se dignó a recibirlos, Munin estaba respaldado por doce de los mejores oficiales de Hybris, si se descontaba a Cristal, quien sería destinado al frente occidental junto a los caballeros de Ganímedes, y Miguel. Al Gran General, por el contrario, solo lo acompañaba el mago Oribarkon. Dione se había quedado atrás para mantener la seguridad de la flota hasta que estuvieran bien informados de cuanto acontecía en aquel continente surgido de las profundidades del inframundo. Era fundamental, puesto que más allá del punto en el que estaban, la playa que habían creado, todo era niebla. Una bruma densa, difícil de atravesar hasta para percepciones tan desarrolladas como la suya. Solo las elevadas montañas podían distinguirse en esa tierra, la antigua morada del pueblo perdido de Mu.

El guardián del primer templo no dio tanta información como cabría esperar después de tres días de investigación, pero lo peor no era eso, sino que lo poco que decía sonaba a un disparate. Una cosa eran los fantasmas, Munin de Cuervo podía aceptar que Leteo creara fantasmas, así como el Aqueronte levantaba muertos vivientes como soldados, Cocito guerreros helados también llamados espectros y Flegetonte monstruos. El pueblo de Mu era poderoso en mente y en espíritu, de nada serviría a Leteo darles un cuerpo, incluso si era posible. Es más, resultaba más práctico no dárselos. ¿Un ejército de seres inmateriales capaces de hacer daño sin que otros puedan devolver el golpe? ¿Qué rey no desearía algo así? Y si además de luchar podían trabajar el metal como ningún herrero sobre la faz de la tierra podía desde su desaparición, era posible mandarles crear tesoros invaluables, como nuevos mantos sagrados o…

—¿A qué te refieres con máquinas? —preguntó Munin, sin poder creerse lo que acababa de oír—. ¿Te has enfrentado a un robot?

—Les llaman ingenios mecánicos —repitió Ofión, seco.

—Un robot es un robot —insistió Ofión, para luego dar la vuelta—. ¿Oribarkon?

El mago, lejos de prestar atención a lo que se decía, estaba sentado con los pies cruzados con un cofre de lo más extraño. Tenía la imagen en relieve de siete criaturas legendarias, insignias de los generales de Poseidón, y no dejaba a nadie, ni siquiera a Sorrento de Sirena, acercársele. Munin se guardó de dar demasiados pasos hacia el estrafalario telquín, pero siguió mirándole ceñudo hasta que le sacó una explicación.

—Los Mu crearon seres vivos a partir del metal y los llamaron mantos sagrados. ¿Crees que no probaron toda clase de caminos antes de copiar mi trabajo? —Oribarkon carraspeó de repente—. Perdón, quise decir, antes de que contaran con la guía de Atenea. Para nada se inspiraron en las escamas de nuestra gente para crear los mantos sagrados, para nada lo hicieron. Los Mu no hacen nada malo. Nunca.

A Munin no le interesaba demasiado el santo de Aries y sus descabelladas historias. Prefería recibir las explicaciones de Oribarkon, lo que hablaba muy mal de la situación.

—¿Crearon los Mu máquinas vivientes? ¿Vamos a enfrentarnos a un robot gigante como en un cómic ochentero? ¡Dímelo! Quiero saberlo. Por los viejos tiempos.

De la incredulidad pasó al enojo, del enojo a la exigencia y de allí bajó a la humilde curiosidad y una súplica de lo más falsa. Oribarkon sacudió la cabeza.

—¿Cómo quieres que me acuerde? Mi memoria no es lo que era.

—Creía que no perdiste tantos recuerdos y estabas en proceso de recuperarlos.

—Entre la petición del Segundo Hombre y la del santo de Libra no me ha dado tiempo. ¿Por qué no vas tú a ver si hay un robot de esos? Yo no me moveré hasta que sea estrictamente necesario. Tengo una misión muy, muy importante.

Munin estuvo tentado de gritarle, pero entonces cayó en cuenta de que los oficiales que trajo lo miraban, y también Sorrento y Ofión. Estaba actuando como un capitán de pacotilla cuando el Viejo le había dado plena autoridad en ese frente. Él tenía que organizar la estrategia a seguir en el continente junto a Sorrento y el santo de Atenea. Debería estar tomando decisiones con ellos en lugar de pensar en idioteces.

Así, los tres dirigentes de la Alianza del Pacífico hablaron largo y tendido de la situación, interrumpidos de vez en vez por sucesos a cada cual más inesperado. Una estela dorada barriendo el cielo, una Abominación de Leteo repeliendo el primero de varios intentos por parte del santo de Tauro, Damon arrastrando aquella Abominación brillante como un sol hasta situarla allí donde deseaba, más intentos de lucha infructuosos de parte del guardián del segundo templo zodiacal y la repentina aparición de una bellísima sirena y el santo de Tigre, quienes resultaron no ser tales, sino la capitana de los guerreros azules y un Lord del Reino. Katyusha se molestó en explicar la particularidad de su armadura, pero no así Baldr, quien reaccionó con una mueca despreciativa a la curiosidad de Munin por saber a qué reino se refería.

Entonces, de forma brusca, Ofión mencionó que debía irse y desapareció antes de que nadie pudiera opinar nada al respecto. También lo hizo Sorrento, entre murmullos sobre lo inquieto que estaba el mar y otros comentarios de mal agüero.

—Bueno, queda suspendida la reunión estratégica hasta nuevo aviso —se decidió a decir Munin antes de empezar a dar instrucciones a sus subordinados—. Dorer, ocúpate de levantar el campamento, serás su guardián y máxima autoridad; solo me respondes a mí. Eren, reúne a todos los sabuesos de Hybris, excepto Miguel, él ya tiene una tarea pendiente. Sham, tú y tu escuadrón de arqueros respaldaréis a Eren en una misión de reconocimiento. El resto podéis volver a vuestros navíos y esperar nuevas órdenes. ¿Lo habéis entendido? —Los caballeros negros de Cerbero, Orión y Flecha dieron una respuesta afirmativa muy sonora, los demás solo un cabeceo—. ¡Pues adelante!

Todos obedecieron con igual decisión, incluso si algunos estaban decepcionados por venir ahí para nada. Munin no tenía intención de sacarlos de su error solo para decirles que veía peligro en aliados. Lo cierto es que hasta él se sentía ridículo. ¿De qué servirían esos patanes si el Gran General Sorrento se hubiese decidido a partirle la cabeza? ¿Y Ofión, con ese manto reluciente a pesar de los días vagando entre la niebla y las noches durmiendo al raso? Desde luego, Munin de Cuervo Negro era un líder lamentable a pesar de ser uno de los seis jefes de Hybris, pero de todas formas, era todo lo que tenía esa gente en el Pacífico y no estaba mal ejercer la autoridad de vez en vez.

—Oye, satánico, te estoy hablando —insistió por tercera vez Katyusha.

—¿A quién llamas satánico? —dijo Munin, airado. Junto a la capitana de los guerreros azules, Baldr esbozó una fugaz sonrisa burlona—. ¡Soy un caballero negro!

—Bueno, no estoy muy segura de a quién adoran los caballeros negros…

—¡A Atenea, por supuesto! La servimos. A nuestra manera.

—Como sea —dijo Katyusha, restándole importancia con un gesto—. Te estaba diciendo que cuando un capitán da una orden a sus soldados, debe preguntarles si se ha explicado bien, no si lo han entendido, porque la responsabilidad de ser claro es tuya.

—Tú eres capitana, yo soy más que eso —aseguró Munin, quien no obstante se atragantó al continuar, cohibido por la manera en la que la guerrera azul lo miraba. Pudo recuperar el control dando un salto atrás y apuntándolos a ambos con el dedo—: ¡Soy Munin de Cuervo Negro, uno de los seis líderes de Hybris y comandante en jefe de la Flota Negra del Pacífico! ¡Recordadlo bien!

En ese momento Eren regresaba acompañado de caballeros negros de Lebreles, Can Mayor, Can Menor, Lobo, Zorro y León Menor, dando fuerza a sus pretensiones. Con medio segundo de retraso se unió el escuadrón Robin Hood, nombre que Munin jamás diría en voz alta pero que a Sham de Flecha Negra le pareció estupendo para referirse a sus hombres por la labor que llevaban a cabo. Eran un total de diez tiradores excelentes, nueve asemejados a Emil y otro al anterior santo de Flecha, como fuera que se llamase. Sham llegó a ser caballero negro antes del Cisma Negro. Un veterano.

«Y un debilucho —guardó Munin para sí—. Será mejor que les acompañe.»

Debió ser muy evidente su intención, porque no estaba terminando de abrir la boca cuando Katyusha le puso la mano en el hombro.

—Si dices que eres el comandante del ejército, no puedes ir a luchar a territorio desconocido. Espera a que tus capitanes te informen.

La joven siberiana veía a Eren y Sham. Ninguno comentó nada.

—Tú tienes tu manera de hacer las cosas y yo las mías —gruñó Munin, apartándose. Sin mirar a los hombres reunidos por Eren y Sham, dio la orden esperada—: ¡Esta es una misión de reconocimiento! ¡Si veis al enemigo no entabléis combate a no ser que sea para proteger vuestras miserables vidas!

—Podemos echaros una mano —gritó Katyusha. Todos los caballeros negros corrían hacia la niebla, excepto Munin. Él estaba invocando un eidolon tan blanco como la nieve siberiana—. A eso he venido.

—Como quieras, mujer —dijo Munin a la vez que el cuervo de cosmos graznaba y echaba a volar—. Cuatro brazos siempre vienen bien a… —Dándose cuenta de que no había contado a los hombres reunidos para esa misión, Munin soltó una maldición.

—Bueno, no sé si mi compañero tendrá lo que hay que tener para la lucha —comentó, burlona, Katyusha a la vez que Baldr hacía una mueca.

Munin ni se dio por enterado del intercambio de miradas, lo cierto es que incluso olvidó el ofrecimiento de la capitana de los guerreros azules al seguir la estela de su pequeño ejército. Lo último que se oyó del caballero negro de Cuervo en ese lugar fue apenas un murmullo, oído no obstante con claridad por el fino oído de Katyusha:

—Si al menos se pusiera una máscara. Atenea es sabia.

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Katyusha no pudo menos que reír a carcajadas por el comentario, asustando sin pretenderlo a Dorer de Cerbero Negro y quienes le ayudaban a montar un campamento en la playa menos natural que había visto en toda su vida. ¡Ponerse una máscara! Era bueno que en la guerra hubiera tiempo para hacer chistes, pero eso era demasiado.

Demasiado para ella, no para el serio y molesto Baldr.

—El líder que va de cabeza a lo desconocido no es valiente, sino idiota.

—Se me da bien proteger la vida de los idiotas —comentó Katyusha con una sonrisa llena de confianza—. ¿Me acompañas o prefieres montar tiendas de campaña con Doritos? —preguntó con aquel tono burlesco tan suyo.

En un gesto inesperado, Baldr se le puso en frente y la agarró del cuello, alzándola hasta diez centímetros por encima del suelo. Era un hombre bastante alto, según pudo comprobar ahora. Y fuerte. No le sería fácil liberarse ahora que lo había provocado.

—Dudar del valor de un hombre del Reino, incluso si este es un simple comerciante que sobrevive merced de caprichosas tormentas y bandidos sin ley, justificaría que ese hombre te mate así lo haga mientras duermes plácidamente.

—Tuviste tu oportunidad de mostrar tu valor.

—¿En vuestro torneo amistoso? —preguntó Baldr, empleando un tono sarcástico—. Si el nuevo Señor del Invierno y lord Folkell respaldados por toda la guardia real y los berserkers hubiesen participado como un solo grupo, me habría planteado unirme.

—¿Te ves a la altura de mi tío, es decir, del rey Alexer? —preguntó Katyusha, atónita.

—Me considero muy fuerte.

—¡Cuánta humildad!

—¿En tu tierra las mujeres aman a los hombres humildes?

—No aman a los presumidos, desde luego.

Aquel último comentario hizo sonreír a ambos, pero solo Katyusha lo mantuvo a partir del momento en que silbó. Entonces, todo el cuerpo de la guerrera azul brilló como el sol y Baldr apartó la mano que la sujetaba por acto reflejo. Katyusha cayó al suelo con elegancia y empezó a acariciarse el cuello sin prestar atención a la burbuja de agua que cubría la cabeza entera de Baldr, negándole cualquier soplo de aire.

—Ni siquiera tengo marcas, ¡qué hombre tan blando! ¡Céntrate en tu trabajo, Doritos! —exclamó mirando al curioso caballero de Cerbero Negro, un momento de distracción que bastó para que todo cambiara al devolver su atención a Baldr. El rostro del sujeto permanecía imperturbable en el agua y la mano que acercaba a la burbuja para hacerla desaparecer, la misma que acababa de hacer contacto por un segundo con dieciocho mil grados centígrados, ni siquiera estaba negra—. El fuego no te quema y no necesitas respirar. Sí que eres fuerte. Serías un rival digno para un Señor del Invierno.

La mano de Baldr se llenó de una energía del color de la sangre, reduciendo a una nube de vapor su Prisión Marina. No lucía enfadado, al contrario.

—Te habría podido arrancar la cabeza en el tiempo que tardaste en dar ese silbido, pero florituras aparte, luchar contigo habría sido divertido.

—Opino lo mismo.

—Quien te venciera en ese torneo, tendría tu mano.

—En eso no estoy de acuerdo.

—Tú misma lo dijiste. La noche anterior.

—¿Lo dije? —Extrañada por la insistencia de Baldr en aquel disparate, trató de hacer memoria, hasta que rememoró cierta conversación con Nadia cuando acababa de levantarse—. Estaba borracha, hombre, digo muchas tonterías cuando tomo. A la chiquilla de pelo azul que iba con mi hermano hará dos años le grité que mi padre era Zeus antes de darle una tunda. Y mi padre era lampiño, como un bebé.

—¿Bebiste hasta el punto de emborracharte antes de luchar? —repitió Baldr. Tal vez sorprendido, tal vez admirado. Era difícil decirlo.

—Si dije eso, ya lo creo que sí. ¿Habrías luchado si no lo hubieses oído?

—Deseaba luchar porque lo había oído, por eso salí de la ciudad durante el torneo.

Una vez más, Katyusha dejó escapar una risa. La curiosidad por ver un continente nuevo y el deseo de ayudar a un aliado insensato eran apenas susurros en su cabeza.

—Creía que lord Folkell era tu amigo. ¿Le arrebatarías a su prometida?

—¿Me ves como un hombre capaz de hacerlo? ¿De tomar de su propio hermano sus tierras, sus ejércitos, su castillo y hasta su nombre y el amor de sus padres?

—Ya que has sido tan específico… —Katyusha solo tardó medio segundo en asentir, muy segura—. Excepto en lo de amor, no tienes cara de hablar de esas cosas.

—Me tienes bien calado —aceptó Baldr con una maliciosa sonrisa.

—¿De verdad hiciste todo eso?

—Así lo ven en el Reino. Mi hermano, el heredero legítimo, murió y yo ocupé su posición. Desde entonces consideran que cualquier maldad de la que un hombre es capaz yo podría emplearla contra ellos.

—¡Qué terrible amigo serías!

—Qué terrible amigo soy —corrigió Baldr con especial énfasis—. A pesar de ello, Folkell confía en mí y trata de inculcarme los valores que debo tener, como molestarme porque una mujer insinúe mi cobardía, luchar con honor y toda esa sarta de sandeces de los buenos hombres. No sabe que en el Reino solo él lo es.

Katyusha planeó hacerle una broma de mal gusto, para ver hasta qué punto podía provocarlo, cuando un grito desgarrador se oyó desde las profundidades de la niebla.

—Tus idiotas —murmuró Baldr—. ¿No vas a defenderlos?

—Primero tenía que ver qué clase de hombre eras —repuso Katyusha.

Baldr sonrió.

—Piensas que puedes confiar en el amigo de tu prometido, ¿eh?

Katyusha correspondió su sonrisa y extendió la mano hasta el peto níveo de aquel Lord del Reino. El dedo extendido, terminado en una uña alargada para desgarrar la carne, pretendía tocar el oscuro corazón que había detrás. Tal vez para parar sus latidos.

—En mi vida, he luchado para dictadores y libertadores, para los que defendían a capa y espada el lado derecho, central e izquierdo de la política, para jefes de la policía y capos de la mafia. No hago distinciones, siempre que paguen bien, no sean un peligro para nuestra gente y no traten de engañarme, así que puedo diferenciar a un héroe trágico de un villano vil, capaz de arrancarle el corazón a la única persona que confía en él si con eso obtuviera algún beneficio. Ahora sé qué clase de hombre me cuidará las espaldas.

—Y yo sé qué clase de fuego quemará mis manos si me acerco demasiado —completó Baldr—. Estás loca, mujer. La vida de Folkell será turbulenta.

—Y triste, si para protegerlo tengo que matar a su querido amigo mientras duerme —lanzó Katyusha con una última sonrisa.

Esa también la compartieron ambos antes de lanzarse a lo desconocido como otro par de idiotas. La siberiana entre espirales de agua y fuego, al estilo de Merak, y el Lord del Reino rodeado de un aura carmesí, impropia de la armadura que vestía.

Dorer de Cerbero Negro los vio marchar sin saber bien quién mandaba ahora. Miró a Oribarkon mientras sus hombres trabajaban en el campamento, demasiado débiles como para tener que tomar decisiones. Claro que él no podía recriminarles nada.

—Señor, usted formaba parte de Hybris y ahora trabaja para los marinos. Tiene que saber lo que debemos hacer, ¿no? Díganoslo.

Pero el telquín no le hizo ningún caso. Se limitó a balancearse sobre el cofre al que Dorer se cuidaba bien de tocar siquiera con aliento, mirando siempre hacia arriba.

La Abominación de Leteo se parecía cada vez más al sol de ese continente.

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Damon, Rey de la Magia, era consciente de que uno de los Nueve de Rodas lo observaba. El Jefe de Herrero de Atlantis, el único de los telquines que vivió a través de los milenios para servirle una vez más en la actualidad. Sin saberlo, claro.

Las oscuras aguas de Leteo burbujeaban recuerdos que volvían a la mente del siempre fiel Oribarkon. Este estaba extrayendo del mundo cuanto había dado al dios del olvido. Por suerte, ahora las puertas del infierno estaban abiertas. Incluso si no quedara nada de lo arrebatado a Oribarkon el pasado año, la conexión entre el más poderoso de los ríos del inframundo y la Tierra bastaría para mantener en pie a la Abominación y su proyecto. Así que no se preocupaba en matar a ese pequeño, a su hermano menor. No hacía falta y él nunca se había caracterizado por ser cruel sin tener un motivo.

—Todavía no es suficiente. Le desesperación no ha llegado al corazón de los santos. Sin desesperación no hay esperanza y sin ella mi deseo no se verá cumplido.

Damon no se dirigía a la Abominación sin voz ni consciencia, por mucho que dirigiera la mirada a esta. Mucho menos esperaba ser escuchado por el dios que olvidaba por igual plegarias y ofensas. Sus palabras, expresadas a modo de disculpa, pretendían llegar a los oídos de quienes ni tan siquiera tenían un cuerpo, como él. Pronto oyó una respuesta en el murmullo del viento que surgió desde la esfera de agua oscura, preludio de la aparición de siete espíritus sin labios para pronunciar palabra alguna. No tenían nada, aun si en el pasado lo tuvieron todo, aun si en un primer momento, al regresar las almas de los magos al mundo, lucieron la piel azul y los ojos ambarinos que los caracterizaba como telquines. La ilusión de la carne, pues eso era, una ilusión, duró un instante y enseguida fueron cuerpos de aire cubiertos por mantas viejas y dignas, asiendo con manos hechas de puro poder báculos más antiguos que el hombre. Siete hijas de la Tierra debieron sacrificarse para que los hermanos de Damon pudieran deambular por el planeta una vez más. Y él no sentía arrepentimiento por ello.

—Todavía no es suficiente, hermanos míos. Mi sueño no se ha cumplido y vuestra pesadilla ha de seguir un tiempo más. Solo un poco más.

Siete telquines volaron alrededor de su hermano mayor y rey.

—Id. Id y guiad al Lamento de Cocito hacia la prisión de sus señores. Id y despertad las almas de los hijos de la Tierra. Id y derribad la torre sellada por la hija de Zeus.

Uno tras otro, los telquines marcharon con tales órdenes, y Damon, compasivo señor de aquellos, los siguió en tal viaje, otorgándoles parte del poder por el que había regresado al mundo de los vivos como un Campeón del Hades.

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Ningún caso hicieron los diligentes magos de cuanto vieron en el continente Mu. Ignoraron a los viejos habitantes y sus obras, aun si estos serían los primeros en entregar sus deseos al nuevo sol. Sobrevolaron a los caballeros de negra armadura, a la falsa sirena y un guerrero desconocido por todos sin sentir el menor asomo de curiosidad por estos. El heredero de Belias los miró cerca del mar con ojos implacables, llevaba ya tiempo de nuevo pisando esa tierra, tras una misión que tenía en el Asia, pero eso no tenía importancia. Tampoco importaban los temores de los marinos, pegados a sus barcos en espera de un ataque que no terminaba de llegar. Sin embargo, cuando el Gran General los vio sacó la flauta e hizo caer a uno de ellos a las profundidades del océano.

El caído permaneció oculto, sintiendo el alma de un gigante, el resto prosiguió su viaje a través del océano hasta llegar a los cielos asiáticos, donde buscaron el Lamento de Cocito en cada soplo de viento y lo unieron en una única corriente de aire. Miles de almas arrastraron de esa forma lejos, muy lejos, llenando la tierra y el firmamento con las lamentaciones de quienes antaño lucharon por un dios y murieron en tierra de nadie, sin ser enterrados ni incinerados. Los muertos de Jamir fueron los últimos en unirse, a pesar del inútil esfuerzo del heredero de Belias, y entonces los seis magos sintieron la portentosa presencia que desde el monte Lu les impedía seguir causando estragos en el mundo de los hombres. Uno de ellos fue en busca de aquel estorbo y jamás regresó.

En lo que cuatro telquines cruzaban los mil kilómetros que los distanciaban de la torre que habían de derribar, un quinto se desvió hacia algún punto en el océano. No era el más sensato del grupo, desde luego, y era mucho el tiempo que había pasado sin distraerse, no se le podía pedir más. Pequeño y escurridizo, acabó en un gran navío humano revestido con el negro metal de la antigüedad. Soldados de extrañas armaduras apuntaron hacia él cañones desde los que le lanzaban inofensivos y lentos proyectiles entre haces de energía a muy altas temperaturas, demasiado lineales para darle siquiera por accidente. Él los esquivaba con gracia, yendo a otras naves más extrañas, de las que no surcaban el océano, sino el cielo. Cazas Pegasus, según dijo el jefe de aquellos soldados, al mago le pareció tan curioso el nombre que decidió robarlos. Lo hizo con rapidez, apareciendo al lado de cada Pegasus, reduciéndolo al tamaño de un átomo y dejando que entrara en su cuerpo de aire, perdiéndose entre un par de moléculas. Uno tras otro, los cazas se iban esfumando y los humanos se volvían más y más violentos, hasta que llegó el penúltimo y le explotó en la cara, de repente.

—No piensas volar el Egeón, ¿verdad, Azrael?

—Tienes unas expectativas muy extrañas de mí, Leda.

—Yo no lo llamaría expectativas, sino certezas.

—¿Qué es cierto en esta vida?

La pregunta, incluso si no fue procesada por el pequeño mago, no podía ser más adecuada. Los soldados estaban vitoreando ante la acción de su comandante, en cuya mano estaba el interruptor que había usado para hacer estallar su pertenencia antes de verla robada, pero aquella acción fue del todo inútil. El ladrón, nada más que aire, magia y un bastón que un día fue parte de una ninfa dichosa, no presentaba más daños que manchas sobre la madera y la tela. La explosión fue lo bastante potente como para dejar el caza hecho pedazos, pero la ciencia humana no era nada frente a los telquines.

Y sin embargo, el menos sensato de los Nueve de Rodas miró al hombre del interruptor a la cara y acabó asintiendo, tanto como podía. Ya se había divertido suficiente, decidió, por lo que se fue de la nave volando con muchos tesoros, entre los que se encontraban los airados gritos de un batallón humano muy, muy molesto con él.

Los cuatro restantes llegaron a ver la torre y a percibir el aura de la muerte. No les gustaba, no les gustaba el inframundo y no les gustaban las partes del planeta tan muertas como esa prisión a la que por milenios estuvieron condenados. Pero avanzaron, entre otros muchos soldados iguales a los que su despistado hermano encontró en una nave lejana. Hicieron volar tiendas de campaña, tumbaron la comida y hasta llevaron a la muerte a más de uno, no porque pretendieran hacerlo, sino porque estaban en su camino. Uno de los magos del grupo, quizá el más perverso de todos ellos, acarició la tierra y llamó así al Aqueronte para que entrara de una vez a Naraka y echara una mano. La frontera de Naraka se tiñó así de amarillo allá donde los hombres de extrañas armas maldecían a magos y fantasmas, aplastando la calma que tuvieron por demasiado tiempo. Se oyeron disparos, se desenvainaron espadas y se arrojaron lanzas, sin que a los telquines les importara en lo más mínimo. Ni siquiera el cuarto miró atrás.

Cuando la torre parecía estar a un tiro de piedra, una flecha negra atravesó al responsable de despertar a Aqueronte. Los otros tres giraron hacia su hermano, pero para entonces este ya estaba cubierto por rayos negros y caía a la tierra sin remedio. Los tres no miraron cómo haces de luz ardiente terminaban de arrasar con el caído, sino que antes, imploraron la ayuda de Damon y el rey se las ofreció como pago a su valor. Así pudo llegar el trío hasta la torre y bloquear nuevos intentos del caballero negro de letal arco y el caballero blanco portador del fulgor solar. Un tercer integrante del grupo que protegía la cima de la torre se les escapó, un ser sin rostro que creían recordar.

No le dieron la mayor importancia, pues llegaron a la torre que habían de derribar.

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Hugin de Cuervo, Emil de Flecha y Makoto de Mosca formaron un grupo de avanzadilla por orden del comandante en jefe de la Alianza de la Torre, como era llamado el ejército en el frente sur. El objetivo era el enemigo abatido, al que por supuesto el santo de Flecha logró ver primero que nadie, si bien fue Makoto quien llegó hasta sus restos solo para ver cómo un cuervo negro picoteaba su bastón hecho añicos.

—El poder de esos dos da miedo —dijo Emil—. ¡Con lo que nos costó a nosotros ganarle a un mago y él va y lo destroza a kilómetros de distancia!

—Será que tu poder da pena —comentó Hugin, concordando pese a todo con el arquero, incluso si no lo hacía de palabra. Él estuvo en Bluegrad, sabía lo peligroso que era un telquín si se le daba tiempo—. ¡Diablos, se mueve!

Makoto reaccionó rápido, o al menos creyó hacerlo cuando golpeó lo que quedaba del bastón hasta desintegrar cada astilla, pero ya era tarde.

—Lo viejo será olvidado, lo nuevo será recordado —anunció Damon desde su asiento en el firmamento de Mu, una voz que todos atribuyeron al mago caído.

Del mismo modo que despertó lejos al río del dolor, ahora hizo lo mismo, sacrificando para ello el lazo que lo mantenía en el mundo. Parte de la madera voló por el aire y se unió a la corriente más fría que el más frío de los inviernos, liberando un eco de lamentos tan terrible como desagradable era el hedor que venía desde lejos, donde la Guardia de Acero trataba de contraatacar a quien sabía cuántos soldados del Aqueronte. Los santos de plata no pudieron hacer más que retroceder cuando guerreros de hielo, espectros del Cocito, aparecían a cientos delante de ellos. A miles. En un abrir y cerrar de ojos, había ocho millares de seres vestidos con armaduras del color del hielo y con una piel que se cuarteaba con cada gesto que hacían.

—Debemos avisar, ¿no? —murmuró Emil, tartamudeando.

—Podemos avisar de más cosas —decidió Hugin. El cuervo volvía a su hombro, con un trozo de la tela del mago en el pico—. Son como los guerreros de terracota viniendo de China. Un ejército así necesita un emperador, ¿no?

Makoto hizo un gesto de asentimiento a la vez que Emil se estremecía. Quería marcharse y repensar la estrategia. No ayudaba nada que la Torre de Espectros tuviera en la cima una tempestad de rayos negros, fuego y hechizos lanzados por los tres magos más poderosos del mundo. El enemigo, acaso correspondiendo al temor del santo de Flecha, dio un paso al frente. Todos y cada uno de los espectros avanzaron y un poco de aire gélido surgió de la piel de todos para arremolinarse entre el ejército y los santos de plata. El aire se convirtió en hielo y el hielo tomó la forma de una vistosa armadura cubriendo a un ser invisible, como si el frío en sí mismo fuera la piel, los músculos y los huesos del emperador al que Hugin esperaba. La sombra del rey Bolverk.

La Abominación alzó una mano hecha de remolinos y estalactitas, conjurando un espadón de tres metros de altura, la mitad de su tamaño.

—Retirada… ¡Retirada! —gritó Makoto, demasiado tarde.

Sobre el santo de Mosca, quien se interpuso entre la Abominación y sus compañeros, estaba por caer aquella arma asesina de santos. Makoto no llegaba a procesarlo del todo, pero se negaba a huir mientras otros morían tras su espalda. Por eso no dio un paso atrás. Por eso alzaba sus puños hacia un enemigo peor que el que nunca había enfrentado. Por eso se encomendó a Atenea, diosa de la guerra justa.

Un instante después, Emil le agarraba de un brazo y lo arrastraba a donde se sentían los cosmos de Ishmael, Noesis y otros. Makoto se dejó mecer, demasiado azorado.

Adremmelech había venido de ninguna parte y recibido el corte. Desde el hombro hasta la cintura, todo el cuerpo del Caballero sin Rostro estaba partido en dos y se cristalizaba, sin que el antiguo santo de Capricornio siquiera gritara de dolor.

De hecho, ni siquiera miraba a su enemigo, sino a ellos. Los había salvado.

—Sigues siendo un santo, ¿eh? —dijo Makoto, antes de gritar—: ¡Gracias!

Entretanto, la Torre de los Espectros temblaba por un portentoso golpe invisible, dando inicio a la guerra entre la vida y la muerte en Naraka.

Notas del autor:

Shadir. ¿Cuándo no juegan las Moiras con los mortales? ¡Si a veces hasta a los dioses les dan un dolor de cabezas! Todo lo enredan, esas hilanderas.

Aunque sí es cierto que abuso mucho del tropo del santo de oro misterioso.

Ulti_ SG. ¡Tarde, ya lo hiciste!

No todos tienen la velocidad de la luz para hacer como Imperialdramon. Necesitan el siempre fiable transporte público.

Creo que no he aclarado si tienen o no.

Kanon mandó a Ofión a buscar a Kiki. Igual admito que manejar los tiempos en una guerra que ocurre por todo el planeta y en la que sus soldados pueden cambiar de frente a frente, manejar los tiempos es muy complicado. ¡Esperemos que lo haya hecho bien.

Sí me acuerdo de Walter cuando escribo a Ofión despedazando monstruos con sus hilos.

Esperemos que no, o tendremos un Batman v Superman versión Saint Seiya.

Sí, totalmente. Tan caballeroso que parecía y ahora vemos que tiene sus prontos.

¿Quién no ha perdido dos mil hombres alguna vez? No hay que ser muy duros con Kanon, aunque tenga los frentes de la guerra conectados por portales… Bueno, pensándolo bien, sí, ¿qué estabas haciendo Kanon? ¿¡Qué pasó aquí!?

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