Capítulo 71. De héroes y monstruos
Antes de que los hermanos de Damon asaltaran la Torre de los Espectros, antes de que la invasión al continente Mu diera comienzo y de que la legión de Aqueronte se levantara en el territorio del rey Alexer, al mismo tiempo que los primeros combates iniciaron en cierto rincón de Alemania, miles de guardias cantaban la segura victoria que esperaba. Pudieron hacerlo en cuanto Triela y los Arqueros Ciegos, acaso comprendiendo el temor que causaban en el resto de la gente, se les adelantaron al portal situado más allá de Rodorio, y solo los guerreros de máscara taurina al servicio de Yu de Auriga permanecieron en su habitual silencio.
Y es que todos, desde los santos de Centauro, Lagarto y Auriga hasta Tiresias y los únicos soldados no inscritos en la Guardia de Acero, depositaban su confianza en la Suma Sacerdotisa. Atrás dejaban el Santuario en las buenas manos de esta, y por si eso fuera poco, también el legendario Seiya rondaba por ahí. ¿Qué más podían pedir para la protección de sus seres queridos, allá en Rodorio?
—Todavía estás a tiempo de unirte a mí, Yu —propuso el santo de Lagarto, insinuante—. Nos faltarán hombres, puesto que los caballeros negros no se nos unirán. Ocupar un continente entero requiere de todo su poder militar.
—¿Y quién los necesita? —exclamó el santo de Auriga—. Si eres un auténtico santo de plata, Margaret, valdrás por mil de esos caballeros negros. A mí me necesitan en Heinstein. ¡Tal vez quede uno de esos Campeones del Hades para mí!
—No me gusta —intervino Centauro—. ¿Y si pretenden desviar el grupo que tenía que ayudaros en Naraka para seguir con su cacería? En esta guerra no podemos vigilarlos.
La propuesta de Joseph fue engullida por la risotada de Yu y un cabeceo de Margaret. Joseph tardó un poco en entenderlo hasta que miró en derredor, a los guardias más cercanos. Varios pegaban la oreja sin demasiado disimulo, por lo que les dedicó una mirada desaprobadora mientras él mismo se recriminaba en silencio sus propias faltas. La alianza entre ejércitos era fundamental para mantener la seguridad de todo el planeta, pero se trataba de los santos de Atenea, los guerreros azules, los caballeros negros y los marinos de Poseidón, cuatro órdenes que no nacieron para cooperar, la mayoría eran de hecho antagónicas. Si un oficial de rango como Joseph de Centauro exponía dudas sin fundamento, quien lo oyera podría dejar de creer en la alianza y todo se vendría abajo.
Por suerte, no hubo demasiado tiempo para que la gente empezara a hablar. En un par de minutos estaban frente al portal que habrían de atravesar. Lo custodiaban Helena y sus amazonas. Triela y los Arqueros Ciegos lo habían atravesado hacía poco. Llegó entonces el momento de separarse, aunque algunos sugirieron dividirse una vez atravesado el portal cuando Tiresias les informó que había escogido en qué frente lucharía. Por supuesto, las palabras de Margaret habían llegado a sus oídos y le habían convencido de dónde haría más falta, cuestión que al tiempo había hecho dudar a los que ya habían escogido luchar bajo las órdenes de Joseph en Bluegrad. Los más jóvenes querían luchar por primera vez junto al capitán de la guardia, y clamaban con tal fuerza esa pretensión, a la que poco a poco se fueron sumando las voces de los veteranos.
—Agradezco vuestro apoyo, amigos míos —exclamó Tiresias, henchido de dicha—. También es mi deseo luchar al lado de cada uno de vosotros, pero temo decir que tengo uno mayor: ¡El de devolver a los enemigos de la diosa a las inmundas tierras del Hades!
Palabras sencillas para hombres sencillos. Tres veces gritaron los hombres el mantra de la guardia: «¡Santos de hierro!» Y luego, el ejército terminó de dividirse en tres columnas: los Toros de Rodorio y las amazonas bajo el mando de Yu de Auriga, con Helena como lugarteniente; mil doscientos guardias, entre guardianes y vigías, bajo el mando de Margaret de Lagarto, con Tiresias como lugarteniente, y los ochocientos restantes, también subordinados de Faetón y Tiresias, siguiendo a Joseph de Centauro, cuya intachable fama hacía innecesaria la existencia de un segundo que lo conectase con la guardia. Todos apreciaban a aquel miembro de la división Pegaso y lo seguirían gustosos a la batalla, incluso si algunos todavía miraban de reojo al batallón Lacerta.
—¿Estás segura de aceptar las órdenes de un hombre? —preguntó Yu a Helena.
—Estoy segura de que serán órdenes sensatas —fue la sencilla respuesta de la líder amazona—. No os hagáis una idea equivocada de nuestra gente.
El capitán del batallón Auriga asintió con una gran sonrisa. Para todo el que lo viera, era claro que consideraba estar llevándose consigo a los mejores.
—Adelante, amigos —gritó Joseph a sus hombres, decidido a levantarles el ánimo—. ¡Por la humanidad! ¡Por el mañana!
Todo el batallón Centauro repitió a coro las palabras de su capitán. Sí, aquel era un momento para mirar al futuro, a la inminente guerra, y todos aquellos soldados lo hicieron con el mismo orgullo que mostraron a las gentes de Rodorio. No mirarían atrás, pues habían decidido que iban a regresar a casa, victoriosos.
Solo uno actuó de otra forma. El último soldado del batallón dio la vuelta, deseoso de ver su tierra una vez más. Si no podía distinguir la aldea, al menos podría ver el Santuario. Alzó la mano para despedirse y parpadeó.
Al abrir los ojos, un hombre inmenso estaba delante, tocándole el peto con una amplia mano. Ni siquiera pudo gritar antes de desaparecer junto a otros miles de hombres.
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Una vez terminó el trabajo, Terra se ajustó las gafas, solo en medio de la nada. Los guardias habían desaparecido y también las amazonas, devorados por el portal dimensional andante que era él mismo, Aquel que pudo haber sido rey. Todavía le asustaba el hecho de que uno de los guardias lo había visto, eso lo puso muy nervioso y por poco dejó escapar a los santos de plata. El más notable entre estos últimos, un joven moreno de cabello corto y rizado envuelto por el manto de Centauro, lo habría hecho si su buen corazón no le hubiese impelido proteger a sus compañeros. A eso debía dar las gracias Terra, Campeón del Hades y consejero del rey Bolverk, a la bondad del enemigo. Por ella, los nervios no impidieron que los tres santos de plata acabaran en el mismo pliegue en el espacio-tiempo que el resto, solo que separados por algunos kilómetros. Por ella, podía conservar la cabeza un día más.
Terra miró el portal que tenía enfrente. No tenía la apariencia de un hombre, tampoco era una piedra, sino un gran arco de energía asemejando el marco de una puerta en medio de la nada. El interior era un reflejo del pasaje al que uno accedería si avanzaba bajo el arco, cosa que él no tenía la menor intención de hacer, ni siquiera para descubrir si las palabras de su empleador eran ciertas. Según decía aquel siniestro personaje, el paso de todos los hombres a través de su cuerpo sería percibido por el santo de Géminis como si hubiesen atravesado el portal correcto mientras estuviera cercad e él, si es que siquiera se molestaba en corroborarlo, pero también le aseguró que sería invisible a los ojos de todos y a pesar de ello un guardia lo vio. Terra pasó un buen rato cavilando sobre el asunto ahí de pie, sin moverse, hasta llegar a un acuerdo consigo mismo: fue planeado; su empleador quería que lo vieran en ese momento, lo que no tenía por qué significar que quisiera verlo atrapado por el Santuario. De momento no, por lo menos, tenía que llegar a la cima del Santuario primero con toda esa carga encima.
«Dos mil guardias, incluido el más capaz de los hombres desprovistos de manto sagrado, Tiresias; entre cien y trescientas amazonas, incluyendo a la mejor de estas enmascaradas que jamás recibirían el título de santo femenino; tres santos de plata; los cincuenta Toros de Rodorio… —dejó de enumerar en ese momento, cayendo en la cuenta de que esos hombres se habían resistido a su Rapto. ¿Por la cercanía al santo de tez morena? No, las amazonas también estaban cerca de estos. ¿Era porque los de yelmo taurino aguardaron mientras que las enmascaradas llegaron a pensar en atacarle? ¡Dioses, no! Eso significaría que todo el mundo llegó a verlo, no tenía sentido. La única respuesta posible era la que ya conocía, que todo estaba planeado al milímetro por su empleador, el último miembro de la carga—. Caronte de Plutón. Astra Planeta.»
Solo pensar en él le provocó un escalofrío, no porque lo conociera, sino porque la mera presencia de aquel sujeto dentro de sí le impelía a salir corriendo como un niño asustado. Era extraño. Desde el día en que su hermano decidió por ambos quién iba a gobernar, Terra descubrió una conexión hacia el universo interior del que hablaban los santos de Atenea. Muchos siglos atrás, incluso milenios, descubrió que existía un lugar así, un mundo al que debía referirse como el Reino que pudo ser y que sin embargo terminó llamando Reino Fantasma, porque eso era. Una posibilidad sin concretar, un pliegue en el espacio-tiempo al que los hombres llamaban realidad, uno entre tantos. Resultaba apropiado pensar en él como el fantasma del mundo sobre el que caminaba, y más todavía lo parecía ante la incapacidad de la gente para sentirlo, de modo que Terra podía extraer energía del Reino Fantasma sin que los sentidos de cierta gente problemática percibieran el despertar de un cosmos. En los pocos casos en los que pasar desapercibido no era una opción, ya fuera cuando luchaba junto a su hermano contra cierto santo de plata legendario, ya al servicio del revivido príncipe Alexer, del rey Bolverk y de Caronte, el Reino Fantasma le era todavía más útil: cualquier ataque que recibía pasaba a través de él sin causarle ningún daño y ninguna lesión. Un portal dimensional andante, eso era Terra. Nadie podía matarlo. Nadie salvo su hermano, muerto hacía dos milenios y siete siglos. Lo hizo invocando el poder de su padre.
«Marte. Astra Planeta —recordó Terra en ese momento, guardando para sí una maldición—. Ese Caronte de Plutón puede matarme de adentro hacia afuera. Lo noto.»
No invocó tan lúgubre pensamiento al azar, sino para convencerse de que tenía que seguir caminando. Se sentía de verdad ridículo allí de pie, en medio de la nada. Incluso si no tuviera una misión pendiente, incluso si su condición de ser invisible por la voluntad de su perverso empleador fuera una mentira, seguiría avergonzándose de su comportamiento. ¡Estaba vivo! Murió a manos de su hermano, bajo el poder de su padre, tal y como debía ocurrir. Pasó una eternidad en el inframundo y después tuvo la oportunidad de resucitar como un Campeón del Hades. La vida era una sola para la mayoría. Él tenía una segunda oportunidad y debía aprovecharla.
Tuvo que contarse aquello durante una larga hora para dar el primer paso hacia Rodorio. Ni el santo de Géminis ni nadie más se percató de su presencia, incluso si ya debían notar la ausencia de una parte del ejército, por pequeña que fuese.
«¿Qué te traes entre manos, Caronte? —se preguntaba Terra mientras caminaba, alejándose más y más del portal creado por el santo de Géminis—. ¿Cómo ayuda este juego macabro a los intereses del rey Bolverk? Si tienes tanto poder, ¿por qué no…?»
No terminó la pregunta. En el mundo había seres a los que solo un loco cuestionaría.
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—¿Por qué no vamos? —preguntó una vez más Joseph de Centauro.
Encontró la misma respuesta: silencio. Margaret, infinita y molesta tranquilidad hecha carne, mantenía la característica expresión con los ojos cerrados y los labios a punto de sonreír. Yu torcía el gesto de mil maneras distintas, lo que afeaba todavía más la doble equis que le cubría la mayor parte del rostro; cicatrices de batalla en una cara de por sí deforme. Pero nadie decía nada, nadie quería ser el primero en ir al infierno.
Joseph maldijo entre dientes. No tenía paciencia para adivinar las reacciones detrás de los yelmos de los Toros de Rodorio, y no había nadie más. Los dos millares de soldados que comandaban, habían desaparecido en un simple parpadeo. Él sabía lo que había ocurrido, desde un principio fue consciente del forzado teletransporte a través de las dimensiones y notaba diferencias entre el lugar que ahora ocupaba y el que ocupó hacía un parpadeo, no solo en cuanto a estar un poco más alejado, no solo en que no hubiera allí el portal que debían atravesar, sino algo más sutil. El mundo que veía era el mundo de siempre y a un tiempo no lo era. Pero ya que ni Margaret ni Yu decían nada al respecto, no quiso hacerlo notar, sino más bien les ordenó, pidió y suplicó, en ese orden, a sus compañeros ir en rescate de los batallones. Así durante muchos minutos, tal vez una hora, era difícil saberlo. Nunca le hacían caso, como si no pudieran oírle. La verdad es que él no podía escucharse a sí mismo cuando lo decía.
—El Santuario bajo ataque. ¿Nuestros mayores han elegido mal? —fue lo único que Margaret dijo antes de olvidar el don del habla una vez más.
Por un rato, Yu fue bastante más expresivo. Gruñidos, insultos y maldiciones escapaban de su enorme boca, hacia Caronte, los santos de oro, la Suma Sacerdotisa y a los dioses. Desde los enemigos de la diosa hasta el rey del Olimpo, para todos tenía entre tres y cinco blasfemias, ninguna lo bastante creativa como para ser recordada.
Y sin embargo, la ira nunca movió las piernas del santo de Auriga. Joseph quería culparlos, a él y a Margaret, deseaba tacharlos de cobardes e indignos del manto que portaban, pero él mismo tampoco era capaz de ir a por sus compañeros. Tenía miedo, sin más. No entendía de qué o por qué, solo que temía aquello que se encontraba junto a la desaparecida guardia. Estaba convencido de que luchar contra aquello era peor que ir de cabeza hacia el Hades para luchar él solo contra las legiones infernales.
—Debemos ir —insistió Joseph, arrastrando los pies. El esfuerzo le provocaba sudores por toda la frente. ¡Deseaba tanto marchar a Bluegrad! Allí no había nada que temer, solo la guerra para la que todo santo estaba preparado.
—Es inútil —dijo Margaret, siempre listo para resaltar lo obvio—. Si llegas hasta allí, ¿qué harás? ¿Arrastrarte ante aquello que tememos y pedirle que se vaya?
—Habla por ti —exclamó Yu, golpeándose con brusquedad el peto—. ¡Yo, Yu de Auriga, no temo a nadie!
«¡Exacto! —Joseph creyó ver en aquel gesto bárbaro la esperanza que necesitaba. Valiéndose del orgullo desmedido del inmenso santo de plata, podría convencerlo de ir a auxiliar a la guardia—.Tal vez eso nos inspire lo suficiente como para seguirlo.»
—¿Bromeas? ¡Si estás pálido como un cadáver! —se burló. Trataba de recordar el tono y estilo de Emil de Flecha, experto en provocar a la gente como el santo de Auriga—. Tienes tanto miedo que a buen seguro te esconderás en algún rincón de mala muerte aprovechando este percance. ¡La guerra es demasiado para los niños aterrados como tú!
—¿Este ya perdió la cabeza? ¿Tan pronto? —Yu miraba a Margaret, quien se limitó a sonreír. Aun así, no pudo evitar responder—: ¡Iré a la guerra y aplastaré a tantos enemigos que no quedará nada para nuestros mayores! ¿Puedo decir lo mismo de ti, que ni siquiera puedes ir a salvar a ese montón de inútiles?
—¿Inútiles? ¡Ja! ¿Acaso no están ellos al lado de aquello que rehúyes? —apuntó Joseph. Si quería convencer a Yu, tenía que ignorar su desprecio por los rangos superiores; pondría el dedo en la llaga hasta que Auriga gritara como uno de esos berserker del Reino de los que se hablaba en los últimos días.
—¡Yu de Auriga no huye! Si quisiera, iría hasta donde sea que estén tus guardias y mis amazonas y aplastaría tu pesadilla de potro llorón con una sola mano.
—Yu de Auriga tampoco piensa, al parecer —intervino Margaret—. ¿No ves que solo intenta provocarte? Gracias por pensar en mis hombres, por cierto.
Por toda respuesta, Yu se encogió de hombros.
—La pesadilla del potro, el chófer y el lagarto, más bien —insistió Joseph—. Lo comprendo, pues algo que me provoca temor debe aterraros a vosotros, par de cobardes.
—Bah, ¿no se hacen llamar santos de hierro? ¡Si eso son, no deberá costarles acabar con tan poca cosa! Sí, un enemigo tan insignificante es carne de espada, lanza y quizás cierto caballito asustado… ¡Si Auriga el destructor cayera sobre él, sería injusto a los ojos de la diosa! ¡No tendría ni para empezar!
—¿Y si el hierro no puede con ese enemigo insignificante? —cuestionó Joseph—. Aun si son más valientes que nosotros tres, les falta poder. Dime, Yu, ¿qué es más poderoso? ¿El hierro o la plata?
—La plata, por supuesto.
—Más fuerte.
—¡La plata es más fuerte que el hierro! ¡Lo fue hace mil años, lo sigue siendo hoy, y lo será hasta el fin del universo!
—¡Más fuerte, cobarde con voz de niña!
Esta vez, Joseph lo golpeó en plena cara.
—¡Por los demonios del Hades! ¡Ni el hierro ni la plata importan! ¡Yo soy el más fuerte, patético potro llorón!
Yu gritó con fuerza, agarrando del cuello tanto a Joseph como a un sorprendido Margaret. Los Toros de Rodorio les siguieron si soltar una sola queja.
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Invisible para los guardias y amazonas que había reunido desde los batallones Lacerta, Auriga y Centauro, con la inestimable ayuda de Terra, Caronte observaba su obra. Miles de hombres angustiados, sin nadie que les explicara por qué los santos de Atenea se habían esfumado. Enseguida se pusieron a discutir unos con otros con tal intensidad, que si para entonces el único de ellos que podía darles respuestas se animara a hablar no podría llegar a los oídos de nadie. Hasta el mejor de ellos, el capitán de nombre Tiresias, estaba confundido, con más intensidad si cabe, porque al no ver la tierra y las montañas aledañas, captó algo más en el lugar, algo que el resto solo notaría una vez se enderezaran y empezaran a organizar expediciones.
En el Reino Fantasma, existía la extensión de tierra sobre la que se construyó la aldea Rodorio, pero no Rodorio en sí. Si uno buscaba el Santuario, vería montañas, pero solo las que enmascaraban la única que importaba de verdad a los siervos de Atenea. Ningún templo del zodiaco se levantó en todo ese mundo, como tampoco se levantaron fortalezas de otra clase. ¿Para qué hacerlo, si no había ciudades ni pueblos que defender? ¿Y para qué habrían de crearse tales pueblos y ciudades si ni un solo ser humano había pisado esa tierra hasta hoy? El llamado Tiresias, según comprendía Caronte, no era consciente de la historia detrás del mundo en el que él y sus hombres acabaron, tampoco sabía en qué estaban metidos, pero al menos intuía algo y eso provocaba mayor pavor en él que el miedo que ya dejaban escapar sus hombres. Un miedo simple, fruto de la ignorancia, aburrido, pero eficaz.
Con el paso del tiempo, el temor colectivo se fue convirtiendo en el terror y la impotencia de quienes no tienen esperanza. Ya nadie podía decirles lo contrario y hasta las bravuconerías de algunos se tomaban como pruebas de una certera derrota para una batalla que ni siquiera había empezado. ¿Y quién podría reprochárselo? Cerca de dos mil hombres, bien armados y entrenados, temblaban como la primera vez que sostuvieron la lanza o la espada. Las mujeres, de rostro enmascarado, reconocieron entre ellos a los hombres que protegieron Rodorio mientras ellas, luchando codo con codo junto al resto de la guardia, defendían la aldea durante la invasión del Santuario. Caronte recordaba la ferocidad de sus movimientos, y el orgullo que las mantuvo vivas donde muchos cayeron; ahora eran presas del mismo terror que el resto. Solo eso hacía que valiera la pena pedirle a Terra que las incluyera en el Rapto. Por un momento, solo por un momento, dudaba si aquellas enmascaradas no se sobrepondrían demasiado rápido a la situación, como a buen seguro ocurriría con los santos de plata y los Toros de Rodorio. Por esa duda, se aseguró de mantener a esos dos últimos grupos fuera del espectáculo, de momento; por esa duda, pensó en apartar también a las amazonas. Al final, desechó esa posibilidad. Existía una razón por la que aquellos hombres y mujeres nunca jamás vestirían un manto sagrado. Carecían de esperanza para oponerse a él, y no estaban tan desesperados como los Toros de Rodorio como para no sentir miedo.
Dejó pasar el tiempo hasta que los santos de plata, demasiado alejados del lugar como para ver lo que ocurría allí, se pusieron en marcha. Esperó paciente, ignorando las discusiones ocurridas por toda clase de sinsentidos, haciendo caso omiso a los sollozos de hombres hechos y derechos, guardándose de aparecer entre Tiresias y la líder amazona, Helena, cuando por un detalle sin importancia acabaron entablando un corto duelo sin vencedor. Dejó pasar toda clase de oportunidades hasta que el silencio se adueñó del asustadizo ejército. Entonces consideró que el tiempo de cortesía había sido incluso excesivo para aquellos santos de plata y decidió manifestarse, musitando la palabra que mejor describía aquella raza tan belicosa y temerosa a un tiempo:
—Humanos.
Un primer vistazo bastó para que los más cercanos supieran quién era: Caronte de Plutón, invasor del Santuario. Y a través de susurros y murmullos, todos los demás descubrieron lo que estaba detrás del miedo que los dominaba.
—Prometiste tres días —advirtió Tiresias, el único con fuerzas para hablar—. ¿De qué vale un guerrero sin honor?
El capitán caminó con tanta lentitud, que todo el que lo veía daba pasos hacia atrás, atemorizados. Fue peor cuando las amazonas, de legendaria valentía, también retrocedieron. No existía lugar para el valor en su presencia.
—¿No vas a decir nada? —insistió Tiresias, luego de dar los tres pasos más difíciles de su vida—. Tienes fama de hablador, ¿sabes?
—Soy un mentiroso —dijo Caronte—. ¿De eso se me acusa, cierto? Pues tenéis razón. Os he mentido. Que me perdonen los dioses.
Tiresias habría desdentado a un hombre por menos que eso, pero ahora se vio incapaz de siquiera levantar el brazo, o de seguir hacia adelante. Todo su ser ansiaba dar la vuelta y correr sin mirar atrás. Entre la Guerra Santa y Caronte, la mente y el espíritu del capitán escogían la primera una y mil veces.
—¿Tienes algo que decir?
Caronte apareció a unos doscientos metros de donde Tiresias se encontraba, dirigiéndose a uno de los guardias. Este no tardó ni un segundo en cerrar los ojos y taparse los oídos, negando con brusquedad la cabeza. Al sentir que Caronte no se iba, se fue agachando hasta adoptar una posición fetal.
—¿Y tú? —repitió una y otra vez, apareciéndose ante cada guardia que no había dado un paso atrás cuando se apareció. La reacción nunca era la misma que la del primero, pero sí semejante; ningún hombre allí era inmune al miedo que su aura provocaba—. ¿Qué hay de las mujeres? Las míticas amazonas de Atenea… ¿No os parece injusto ocultar vuestras lágrimas detrás de una máscara?
Tras caminar en torno a una joven de negro cabello trenzado, acercó la mano al rostro enmascarado, como una caricia. La amazona, dividida entre el temor a aquel demonio y al deshonor, dio un traspiés y cayó al suelo. Caronte permitió que un par de compañeras la ayudaran a incorporarse, pero luego dio un paso hacia ellas, y las tres cayeron.
—Perdón —dijo, cínico. De nuevo aparecía y desaparecía entre guardias y amazonas, hablando con una voz que podía escucharse a través de cientos de metros—. A eso he venido, santos de hierro, a disculparme por los actos pasados.
—Monstruo —logró decir Tiresias cuando lo tuvo delante. Caronte hizo un gesto de asentimiento, y desapareció.
—Hace trece años, mi Esfera de Plutón acabó con las vidas de algunos compañeros vuestros. Unos ejecutados por la legión de Aqueronte, y otros asfixiados, debido a su falta de valor. Nunca pude disculparme, pues no tenéis culpa de estar subordinados a líderes tan necios, incompetentes y sedientos de sangre.
Varios soldados trataron de huir en diversas direcciones, siendo detenidos por la súbita aparición de Caronte, quien seguía el discurso. Así como el aura del regente de Plutón los intimidaba al punto de querer escapar, el propio Caronte se los impedía, al parecer complacido de aquello. No se le escapaba el hecho de que casi ninguno soltaba su arma, por muy asustado que estuviera; al contrario, se aferraban a ella tanto como a su vida.
—Si todo hubiese salido como yo había planeado, ninguno de vosotros habríais podido salir de Rodorio, ni tampoco esos santos de bronce que os abandonaron sin mirar atrás. Os di un mensaje en cuanto salí del Hades, ¡solo teníais que no hacer nada y la Guerra Santa contra el dios del inframundo habría sido la última de vuestra generación! Pero Kiki os negó eso. Ese chiquillo os negó la paz que los santos habían ganado para el mundo, os aisló de mi primer aviso, así que tuve que alzar la voz para ser escuchado.
—¿Piensas que eso justifica lo que hiciste? —cuestionó Tiresias al aire, sabiendo que aquel demonio no tardaría en aparecer cerca.
—Ya es tarde para eso —cortó Caronte—. Me basta con que tengáis claro quiénes son los artífices de vuestro destino. Os he visto desde las alturas, a vosotros y vuestros nuevos compañeros. Guerreros del mar y sombras… ¿Los héroes siguen siéndolo cuando se alían con los villanos?
—No dudamos, monstruo —dijo Helena, de largo y salvaje cabello castaño. Su voz era fuerte, pero sus piernas flaquearon en cuanto lo tuvo delante.
—Sé lo que soy. Pertenezco a la innoble casta de los espíritus de la guerra y las batallas, Makhai, y como tal, tengo una visión bastante amplia de esa palabra. Hay dos tipos de monstruos, a mi parecer: están los que atentan contra el orden natural que los dioses nos han proporcionado a todos, desde los monstruos de la mitología que arden por la eternidad en el Flegetonte, hasta los más perversos especímenes de vuestra raza.
—¿Y luego estás tú, el peor de los monstruos? —trató de adivinar un veterano de larga barba gris—. ¡U-un demonio!
—Para enfrentar a esos monstruos, algunos hombres se alzan sobre sus semejantes y les imponen su voluntad. Se convierten en algo similar, fuente de envidias, miedo y opresión, aunque con un título más amigable: rey, héroe… Ilusiones que alimentan a las masas débiles e ignorantes para que sigan sosteniendo esta tierra de monstruos, el patio de juegos de mi raza. ¡Qué ironía!
—Entonces… ¿Querías la guerra? —preguntó un guardia bajo y de corriente complexión. El que tuvo la desdicha de mirar atrás.
—Todos los que son como yo desean esta guerra. ¿Por qué debería desearla yo? —le dijo al muchacho—. Si los humanos se convirtieron en monstruos para enfrentar a quienes ya lo eran, ¿no tiene sentido responder de la misma manera? Yo soy la respuesta que buscas, chico. Un monstruo, como bien me ha llamado vuestro capitán, aquel que pondrá fin a vuestra mentira llamada heroísmo.
—Sí que amas el sonido de tu propia voz —soltó Tiresias, buscando salvar al muchacho de la presencia de Caronte. El chico solo soltaba balbuceos.
—He sido consciente de mí mismo desde el momento de mi concepción. Mis pensamientos eran todo lo que tenía hasta que fui capaz de valerme por mí mismo, y sí, tengo la mala costumbre de expresarlos.
—Solo te pido que vayas al grano —exigió el capitán—. ¿Vas a matarnos? ¿Nos vas a decir que los santos somos los monstruos y tú el héroe? ¡Tú, el demonio que asesinaba a nuestros compañeros mientras llamaba paz a la sumisión!
—Simplemente quiero que todos entendáis algo. No hay peor monstruo que aquel que se opone a la voluntad de los dioses. Quienes se rebelan contra los creadores pisando la tierra que crearon para ellos. Me parece una ironía mucho más despreciable que mi supuesta confusión de palabras, ¿y a ti?
En un último movimiento, Caronte se apareció frente a la guerrera de la trenza. Su máscara, así como la de todas las amazonas, lucía diminutas grietas por todos lados, imperceptibles para la vista humana.
—Soy Caronte de Plutón. Mi aura, mis manos, mi voz… Todo existe para causar daño. Si es mi deseo, un susurro bastaría para hacer que vuestras máscaras estallaran. ¿Estaría bien eso? ¿Qué elegiríais? ¿Matarlos a todos, u ofrecerles vuestro amor?
—No… Por favor… No…
—Es inevitable. Supongo que no es agradable que incumpla mis plazos. No lo fue para mí cuando el Santuario aprovechó mi período de gracia de trece años para aliarse con los enemigos del Olimpo, potenciales y ciertos.
—Eso… No… —La amazona se llevó las manos a la máscara, notando las grietas que se ensanchaban desde los bordes.
Alrededor, cerca de un millar de guardias salió corriendo en desbandada. Unos iban a las lejanas montañas, otros al mar Egeo y el resto anhelaba la tranquilidad de Atenas. En poco tiempo, la mayoría empezó a chocar unos con otros, tropezando debido al terror que los embargaba. Y aun en el suelo, donde se arrastraban como recién nacidos, seguían aferrándose al arma que el Santuario les había dado.
—¿Sabes a dónde van? —preguntó Caronte, recibiendo la negativa de la amazona—. A la guerra. Cosecharán lo que vuestros líderes sembraron durante estos trece años. Pocos, muy pocos de los presentes, piensan en las familias que dejaron atrás.
Los que todavía seguían en pie, miraron a Caronte con odio y rabia, levantando lanzas y espadas tal que si estuvieran cargando con enormes rocas. Las amazonas, incapaces de auxiliar a su compañera, la animaban como podían, implorándole —pues las voces salían quebradas y débiles— que ignorase las palabras del demonio.
—Ir a la guerra mientras tu familia se queda sola y desprotegida. ¿Tiene sentido para los humanos? ¿Crees que merecen vivir?
—Sí… ¡Sí! Por favor… Sí…
—Luchamos precisamente por el bien de nuestros seres queridos, y el de las familias de nuestros compañeros caídos y el del mundo entero —intervino Tiresias, de los pocos que seguían cerca y firmes.
—¿Sabes por qué existe la guerra, capitán Tiresias? —lanzó Caronte, todavía mirando a la amazona—. Para que los monstruos se maten entre sí. Los fuertes son asesinados por los más fuertes, y estos por otros de mayor poder. Al final, solo los débiles, quienes permitieron que otros se alzaran por encima de ellos, quienes por su gran debilidad son llamados inocentes, heredarán el mundo.
—Maldito… charlatán… —Tiresias volvía a intentar caminar. Quería salvar a aquella joven, y más aún golpear ese rostro arrogante, lo mismo le daba si se rompía la mano.
—¿Qué es preferible, guerrera? ¿La muerte, ya anunciada, o la ceguera?
Las máscaras se dañaron todavía más. De cada una cayeron pequeños fragmentos al suelo, e incluso el más valiente se unió a quienes ya huían. En muchos, era grande el conflicto entre el miedo que sentían y el deseo de cumplir con su deber, lo suficiente como para alentar el paso, pero no bastaba para dar la vuelta y encarar a Caronte.
—No tienes que responder —dijo Tiresias, ya más cerca.
—Debe —insistió Caronte—. Podría ahogaros directamente, trayendo hasta aquí la Esfera de Plutón. En lugar de eso, os doy una oportunidad de vivir. Si ella decide que os lo merecéis —acotó, provocando más daños en las máscaras. En muchas amazonas eran visibles el mentón y las mejillas.
—Sí —contestó la amazona—. Merecen… vivir… Merecen… Por favor…
—Habla alto y claro, chica, algunos ya están muy lejos.
—¡Quiero que vivan! —gritó la amazona.
El estallido de cientos de máscaras llenó el lugar. Unas guerreras quedaron en shock, otras buscaron taparse el rostro, y el resto maldecía a gritos a Caronte, quien se limitó a chasquear los dedos.
Todo hombre de la guardia, por lejos que hubiese llegado —varios habían podido recorrer kilómetro y medio en ese tiempo—, fue cegado al mismo tiempo. Sus ojos simplemente estallaron, llenándoles las mejillas de sangre y el cuerpo de una desesperación sin precedentes; sumidos en las tinieblas de la ceguera, soltaron al fin sus armas, rindiéndose ante el ardid del demonio.
Tiresias, quien ya conocía aquel dolor, seguía en pie. Las amazonas, más allá de la máscara rota, estaban intactas, a excepción de una. La guerrera de cabello trenzado se retorcía a los pies de Caronte, sin ojos.
—Ninguno de tus compañeros podrá ver jamás a sus hijos, gracias a ti. Consideré que era justo que pagaras el precio —dijo Caronte, acercándose a la joven. Para su sorpresa, una veintena de amazonas le cortaron el paso—. Sin embargo, sus hijos sí que volverán a verlos, pues los has convertido en una masa inválida, inútil para la guerra.
—Tú has hecho esto —dijo Tiresias, a pocos pasos de Caronte. El puño alzado, listo para golpearlo—. ¡Y vas a pagarlo!
—Los humanos son…
A media frase, calló. Un inmenso cosmos vino desde lejos, partiendo la tierra y enloqueciendo los cielos. Impactó sobre el demonio con terrible velocidad, enviándolo a varios kilómetros de distancia.
Joseph y Margaret, arrastrados por los gruesos brazos de Yu, habían llegado.
Notas del autor:
Shadir. Ah, duelo a muerte con bolas de nieve, un clásico.
Uno nunca espera lo que hacen los magos. Siempre tienen una sorpresa guardada.
